Los habitantes de Altamira vivían los últimos días del noviembre más caluroso y seco que recuerdan cuando la dirección del sindicato de los grandes productores rurales de la ciudad (Siralta), abrió sus puertas para una reunión. El motivo no era la emergencia climática que se hacía sentir en la piel y en los pulmones. Se trataba de la llegada de plantadores de soja a la región, una noticia largamente esperada y por eso recibida con alborozo por los ruralistas locales. Son de Rio Grande do Sul, anunció el sindicato, y vienen en busca de “por lo menos” 40.000 hectáreas de tierra —más de un tercio del área del municipio de Belém, capital del estado de Pará— para alquilar y sembrar la leguminosa. Algunos de ellos vieron sus tierras devastadas por las inundaciones históricas de este año en Rio Grande do Sul.
“Es muy natural”, celebró Maria Augusta da Silva, presidenta del sindicato (Siralta), en un reportaje al canal SBT de Altamira. “Viene la madera, viene el ganado y [luego] vienen los cultivos”. Lo que ella describe como “natural” es el ciclo habitual de devastación de la Selva Amazónica. Empieza con el robo de árboles de alto valor comercial en tierras públicas. Sigue con el corte de la vegetación restante. Luego viene el fuego, que destruye los árboles caídos y todo lo que hay en el camino y prepara el terreno para la formación de pastizales para el ganado. Se ponen algunos animales a pastar, se declara la “propiedad” del área y se espera que algún programa gubernamental de regularización de tierras bendiga el grilaje, el robo de tierras públicas. Con la documentación en regla, queda allanado el camino para la llegada de plantaciones como la de Soja.
Altamira, en el estado de Pará, es el municipio brasileño más grande en extensión. En sus 159.000 kilómetros cuadrados cabría fácilmente un Portugal y medio. En la parte sur, en la frontera con Mato Grosso, la soja ya se ha establecido, pero en la zona más urbana de la ciudad, que ocupa una pequeña fracción del municipio y está situada al norte, a orillas del río Xingú, nunca había aparecido. Altamira es famosa por ser la sede de la Central Hidroeléctrica de Belo Monte, que perjudicó a humanos y a más-que-humanos que vivían y todavía intentan sobrevivir en la Vuelta Grande del Xingú. Y, mucho antes de eso, porque era el punto cero de la Carretera Transamazónica, proyecto megalómano de la dictadura empresarial militar (1964-1985).
La Transamazónica fue lanzada de improviso para llevar a los nordestinos flagelados por la sequía y a los campesinos del sur que pedían una reforma agraria a una región que era solo un “vacío demográfico”, según la visión limitada de los militares, a pesar de que los pueblos Indígenas ya vivían allí desde hacía siglos. “La carretera era una válvula de escape para la presión social en el Sur”, explica el científico social Maurício Torres, docente e investigador de la Universidad Federal de Pará e investigador de los conflictos territoriales en la región. Personas de Rio Grande do Sul vinieron en masa a la Transamazónica, pero no como los que se celebran en el sindicato. “Los que están llegando ahora son de la agroindustria, no el campesino pobre y miserable de los años 1970. Los de antes eran los expropiados; los de ahora son los expropiadores”.
‘Aquí no hay sequía’
Los nuevos recién llegados les presentaron grandes planes a los asociados de Siralta (el sindicato). En Vitória do Xingú, en el límite con el municipio de Altamira, una empresa construye cuatro silos con capacidad para almacenar 26.400 toneladas de soja. La obra está a cargo de la empresa Dura Mais Armazenagem de soja, registrada en mayo pasado con un capital social de 8 millones de reales [cerca de 1,3 millones de dólares] por un grupo de empresarios del sur. La llegada a la región se basó “en análisis detallados de mercado y estudios sobre el potencial de crecimiento sostenible de la producción agrícola en el Valle del Xingú”, afirmó Alexsandro Konzen, uno de sus administradores, a SUMAÚMA. En sus respuestas, enviadas por correo electrónico, se negó a hablar de los costos de la obra y de quién la financia. “Es información estratégica y confidencial, por lo que no puede divulgarse públicamente”.
Tampoco se revela a los arrendatarios de las tierras. Quien se presentó como su “representante” fue Marco Aurélio Sarturi. En entrevista al canal SBT de Altamira, Sarturi aclaró que la soja que se plantará allí es para exportación, vía puertos como el de Santarém, también en el estado de Pará. “Habrás visto lo que pasó en Rio Grande do Sul”, dijo, refiriéndose a las devastadoras inundaciones del primer semestre de 2024. “Aparte de eso, [hubo] tres años de sequía. Por eso, el productor está intentando migrar a regiones más propicias como aquí, que puede producir dos cultivo al año sin riesgo de sequía”.
De Rio Grande do Sul, Marco Aurélio Sarturi, representante de los productores de soja, y Alexsandro Konzen, el constructor de silos . Fotos: Reproducción/SBT Altamira
No pasó desapercibida la incapacidad de ver la agricultura extensiva y predatoria practicada en el Sur como una de las causas de las catástrofes climáticas de la región. Según MapBiomas, en 2023 solo quedaba el 43% de la vegetación original de la Pampa, el bioma símbolo de Rio Grande do Sul. Además, desde 1985, cuando comenzaron las mediciones, nunca había habido un período tan seco como los primeros cuatro meses del año pasado en la parte brasileña de la Pampa. Por otro lado, en septiembre de 2023 llovió tanto en la Mata Atlántica de Rio Grande do Sul —predominante en el nordeste del estado— que el área de superficie de agua fue un 19% superior que el promedio histórico. La ciencia ya estableció la relación entre la deforestación en la Amazonia, que afecta el transporte de humedad en el aire a través de los comúnmente llamados “ríos voladores”, y la irregularidad de las precipitaciones en el Sur y Sudeste de Brasil. “El modelo [de explotación y uso de la tierra en Rio Grande do Sul] generó catástrofes, pero para ellos eso no significa que no haya funcionado”, dice Maurício Torres.
A SUMAÚMA, Marco Sarturi le dijo que no es productor de soja. En Santiago, municipio del interior de Rio Grande do Sul conocido como “la tierra de los poetas” —allí nació, entre otros, el escritor Caio Fernando Abreu—, es comerciante de semillas e insumos agrícolas. Hace algunos años abrió una sucursal de su negocio en Sorriso, la capital brasileña de la soja, en el estado de Mato Grosso. “Es un grupo de productores que ya hace varios años plantan en Rio Grande do Sul y Mato Grosso”, explica Sarturi, sobre sus clientes. “Trabajo en el agro hace 32 años. Tengo una empresa de movilidad eléctrica y otra de productos biológicos. Fui al norte [de Brasil] para ayudar a algunos productores que sufren con los problemas climáticos y lo único que saben es producir alimentos”, dijo. El comerciante hizo hincapié en decir que él y sus clientes se preocupan por el medio ambiente. “Quiero que mis nietos sigan creciendo sanos”.
Modelo depredador e insustentable: monocultivo de oja después d las inundaciones devastadoras en Rio Grande do Sul. Foto: Emater de Rio Grande do Sul
‘La cultura de la muerte’
“Es el momento de cultivar”, celebró María Augusta da Silva, de Siralta, a la televisión local. Anticipándose ya a los efectos colaterales, intentó enmendar: “Por supuesto, sin deforestar más”. Hay áreas de pastizales degradados de sobra en el municipio que están listas para convertirse en plantaciones de soja, explicó. Es verdad, pero no toda la verdad.
Según MapBiomas, en 2023 había 1,1 millones de hectáreas dedicadas a pastizales en Altamira. Un año antes, según la Fundación Amazónica de Amparo a Estudios e Investigaciones, Fapespa, un organismo del gobierno de Pará, Altamira albergaba un millón de cabezas de ganado vacuno. Hay mucha tierra para poco ganado, un ejemplo de ganadería de baja productividad y, además, de que algunas de estas áreas ya no son aptas para pastizales. Aun así, es similar al promedio de ese estado, según registra Fapespa en su más reciente boletín agropecuario anual, editado a finales de 2023: “La tasa de productividad del rebaño bovino de Pará aumentó sutilmente en 37 años, pasando de 0,9 a 1,1 cabezas por hectárea, entre 1986 y 2022”. Una hectárea es más o menos del tamaño de un campo de fútbol. Por lo tanto, no parece que sea un problema que parte de estas áreas no usadas por el ganado se conviertan en cultivos.
Sin embargo, la llegada de la soja crea otro problema: hace aumentar el valor de las tierras, lo que lleva a que los pequeños propietarios vendan las suyas. “Y luego comprarán [otras tierras] lejos, con mucha dificultad para reabrir de nuevo”, dice Everaldo Amorim, presidente del Sindicato de los Trabajadores Rurales de la Agricultura Familiar de Altamira. Con “reabrir” se refiere a áreas que generalmente todavía tienen vegetación y a caminos vecinales y senderos —también conocidos como ramales—, que corren perpendiculares a carreteras como la Transamazónica y le dan a la deforestación de la zona la apariencia de una espina de pescado cuando se observa desde arriba, en las imágenes de satélite.
Es un ciclo vicioso. Con un agravante: muchas de las áreas en los límites de los senderos son Tierras Indígenas o unidades de conservación, dice el profesor Maurício Torres, de la Universidad Federal de Pará. “La ganadería va a avanzar sobre el área de colonos, quienes, a su vez, parten para abrir nuevas fronteras. Por eso, de manera indirecta, la soja debe generar deforestación de Tierras Indígenas y unidades de conservación”. Amorim confirma: “[La presión] no está solo en las tierras abiertas, sino en las propias áreas de reserva de la Nación”. La alternativa a destruir áreas protegidas es abandonar el campo y probar suerte en el suburbio —ya hinchado y violento, dominado por el crimen organizado— de Altamira.
Todo esto ya pasó no muy lejos de allí, en Santarém, a orillas de otro gran afluente del Amazonas, el Río Tapajós, donde la multinacional exportadora de granos Cargill construyó un inmenso puerto privado, como ya ha relatado SUMAÚMA. “En 1998 llegó la primera señal de la instalación de Cargill. Fue una llegada muy brusca, ni siquiera sabíamos lo que era un monocultivo de soja”, dice Maria Ivete Bastos dos Santos, líder local de trabajadores de comunidades tradicionales y testigo de la barbarie que arrastra consigo la oleaginosa.
Buque cerealero en el puerto de Cargill en Santarém: la oja devastó el modo de vida tradicional de la región. Foto: Michael Dantas/SUMAÚMA
“La soja fue el mayor daño de nuestras vidas. Produjo la sedimentación de los arroyos, deforestó los castañares, los Pequis”, recuerda, en un testimonio que arroja una sombra gris sobre el futuro de Altamira. “Hemos vivido muchas historias tristes viendo la pérdida de la agricultura familiar, los agrotóxicos invadiendo la vida de las personas, muchas mujeres, principalmente, muriendo de cáncer. Porque el veneno es para todos, como el humo que estamos inhalando ahora”. Cuando Ivete habló con SUMAÚMA, Santarém estaba inmersa en una nube provocada por los incendios forestales y se respiraba el peor aire del planeta.
Everaldo Amorim anticipa lo que se viene. “Nuestra preocupación son las aguas de aquí”, dice, refiriéndose a los ríos y arroyos ya afectados por Belo Monte. “Sabemos cuántos tipos de agrotóxicos usa esta gente, sabemos que también van a contaminar el agua. Desgraciadamente, el mercado es muy feroz, muy codicioso”.
En Altamira, dos días después de la reunión en Siralta, el profesor universitario Rodolfo Salm registró en un video su expectativa ante la inminente llegada de la soja y las nubes de humo de los incendios. “Es 29 de noviembre y no hay señales de lluvia. Estamos sufriendo con sequías cada vez peores, pero aun así la pluviosidad sigue siendo bastante adecuada para la soja. Con la migración de los productores de soja, se espera que la deforestación se dispare y la sequía sea cada vez más fuerte. Importaremos la sequía al corazón de la Amazonia y exportaremos miseria al resto del país”, evaluó Salm, que tiene un doctorado en ciencias ambientales de la Universidad de East Anglia y es profesor de ecología en la Facultad de Biología en el campus de Altamira de la Universidad Federal de Pará. La primera lluvia un poco más fuerte no caería sino días después, el 5 de diciembre. Pero fue una lluvia aislada. “Estoy aquí desde 2008 y nunca había visto un año tan seco como ahora”, dijo SUMAÚMA. El 10 de diciembre, cuando se terminó este reportaje, la sequía persistía.
Desde Santarém, Ivete se encargó de resumir la historia. “Esta caótica crisis climática no la promovimos nosotros, sino toda esta gente del agronegocio que vino, se instaló y destruyó casi toda nuestra vida, así como la selva, los ríos y todo lo que existe. Para mí la soja es la cultura de la muerte”.
La orilla del Río Tapajós en Santarém invadida por el humo que casi esconde las instalaciones de Cargill: el peor aire del mundo. Foto: João Laet/SUMAÚMA
Reportaje y texto: Rafael Moro Martins
Edición: Talita Bedinelli
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum