Hace más o menos un año, publiqué mi primera colaboración en este frondoso árbol-sueño-acción llamado SUMAÚMA. Tras pedir permiso para unirme, empecé nuestra conversación así: «Nací en una gran ciudad y he vivido en muchas otras a lo largo de mi vida, pero al final he aprendido, de sabias y sabios maestros, Indígenas o no, a reconocer un hecho evidente: la ciudad es la ruina de la selva. Como ocurre con cualquier ilusión que confunde figura y fondo, una vez percibida la ruina, resulta imposible dejar de verla». Con el tiempo en espiral de las conversaciones de ribereñas, ribereñamente vuelvo al tema.
Solían gustarme la ciudad, cualquier ciudad. Nací en las perpendiculares planificadas de Brasilia, una ciudad-mapa donde aprendí a cruzar horizontes de edificios, árboles y nubes. A medida que crecía, empecé a constatar el caos urbano que había fermentado en las principales ciudades satélite del Distrito Federal, Taguatinga y Ceilândia, así como en las metrópolis que visitaba en vacaciones: Belo Horizonte, Río de Janeiro y Recife. Ciudades impresionantes, aterradoras en su desorden desplanificado, pero poderosas en las maravillosas confluencias de personas que promueven.
Luego vinieron Goiânia, São Paulo, Salvador, Buenos Aires, Santiago de Chile, La Paz, Quito, Bogotá, Leticia, Tabatinga, Tefé, Manaos, Nueva York, Ciudad de México, São Luís, Natal y tantas otras ciudades dentro y fuera del continente americano, o Abya Yala, que en lengua kuna significa «tierra de sangre vital». A pesar de todo el ruido, la suciedad, el hedor, los atascos y los riesgos urbanos, a pesar de toda la gente torpe, molesta o intolerable, siempre les he reconocido a las ciudades la riqueza de saberes, los centros burbujeantes de cultura viva, los remolinos de intercambios simbólicos.
Valoraba el hecho de que todas las ciudades, cada una a su manera, llevan en su arquitectura y urbanismo la historia legítima de las personas que las habitaron. Creía que, aunque estuvieran decadentes y decrépitas, las ciudades tienen su encanto, su vigor y su valor incontestables… Me parecía imposible y, sobre todo, indeseable intentar vivir sin ellas. Así pensaba, o, mejor dicho, así lo sentía.
Hasta que conocí a Ailton, nuestro querido Maestro Krenak, que, con amistad y verdad, ayuda a tanta gente a percibir sin ilusiones el estado crítico del planeta. La primera vez que hablamos, fue como si sufriera un terremoto cerebral. Agudo como una Avispa y paciente como una Tortuga, Ailton hizo tambalear mi optimismo científico. Todo tembló y las ideas cambiaron de lugar. Fue como si se hubiera producido un desplazamiento, no de los objetos contemplados por el pensamiento, sino del propio pensamiento, en fin translocado, trastornado y, por tanto, sano. Un cambio no de opinión, sino de perspectiva. Una flecha disruptiva en el corazón de la sinrazón.
Ailton me hizo darme cuenta de la total absurdez del edificio residencial, con unos cagando literalmente en la cabeza de los otros, en una alineación escatológica calculada al milímetro por ingenieros civiles. Una incivilización infeliz que se expande verticalmente para amontonar a personas que ni se conocen ni quieren conocerse, ni en el placer ni en el dolor. Destierro de ascensor.
Vale la pena escuchar la pregunta de Ailton: «Con tanto desarrollo tecnológico, ¿por qué los sapiens no han sido capaces de inventar algo que no sea una caverna, un búnker? Un edificio de hierro, cemento y hormigón es una caverna. Y una caverna de mal gusto. ¿Acaso no podemos crear entornos permeables en los que podamos sentir que pertenecemos a los espacios, en lugar de estar sobre ellos, encima de ellos?».
La pura verdad es que la ciudad es un horror, un descalabro innombrable, un despropósito de insensatez. En casi todas partes solo hay brutalidad, dureza, exclusión, fealdad y pestilencia. Lo mejor de la ciudad es la no-ciudad, los parques, céspedes y descampados donde Gaia se obstina en vivir, los territorios semisalvajes que se obstinan en escapar de la saña de los vehículos humeantes, estrechos refugios donde la vida vence a la muerte, brotando a través de las grietas del asfalto.
En el planeta hay unas 30 ciudades con una población de más de 10 millones de habitantes. La crisis de este modo de vida salta a la vista. Se calcula que 3.600 millones de personas no tienen acceso adecuado al agua durante al menos un mes al año. En la Amazonia, los ríos se han secado. En el sur de Brasil y el norte de Europa, los ríos se desbordaron.
Era de esperar. A medida que el planeta se calienta, el ciclo hidrológico se acelera y cada año se vuelve más variable, más impredecible. Más agua se evapora a la atmósfera, lo que significa que en algunas zonas el agua desaparece y el suelo queda completamente seco, pero en otras el agua cae a raudales y lo inunda todo. Las tormentas, los ciclones y huracanes son cada vez más frecuentes y repentinos. ¿Catástrofes naturales? ¿O solo lo que Dios quería?
Preguntas milenarias más actuales que nunca: ¿cómo afrontar la sequía y el diluvio? ¿Cómo vivir en comunidad humana y no humana con equidad, comodidad y seguridad? La huella tiene que ser suave, la pisada tiene que ser leve, la ciudad tiene que ser casi invisible entre la vegetación.
Las antiguas experiencias de convivencia amerindias, muy anteriores a la invasión europea, señalan el camino. La región amazónica albergaba inmensas y complejas ciudades-selva, con plataformas elevadas, canales de irrigación y montículos ceremoniales, inmersas en un océano de hojas y raíces, interconectadas por caminos y ríos, en aparente equilibrio con las aguas. Esta memoria confluye con las recientes experiencias de convivencia asiáticas, las ciudades-esponja que se han extendido de China a Europa y Australia. Estas ciudades están diseñadas para absorber, almacenar y reutilizar el agua de la lluvia, evitando que se escurra rápidamente, que es lo que provoca inundaciones y sobrecarga los sistemas de drenaje.
En estas ciudades, la pavimentación es restringida y está hecha de materiales permeables, lo que deja mucho espacio para zonas verdes que permiten que el agua de la lluvia se filtre en el suelo. Los estanques y las zonas de retención se utilizan para reducir el impacto de las lluvias intensas o escasas, almacenando y soltando gradualmente el agua. Estos sistemas naturales y artificiales ayudan a reutilizar el agua, evitando su desperdicio. A medida que esta infraestructura verde, hecha de vida o bioinspirada, va tomando el lugar de la infraestructura gris convencional, como las tuberías de hormigón, se restablece la biodiversidad y mejora el microclima urbano. Los parques, jardines y bosques ayudan a absorber y purificar el agua. Además, estas zonas contribuyen a la calidad de vida al ofrecer espacios recreativos.
La escritora-ribereña Raimunda Gomes da Silva, en su maravillosa Cartilha de Mezinhagem (Cartilla de medicinaje), da fe de la importancia de cada árbol para mantener vivo el sueño:
«Cuando llegué a Pará, vi que era totalmente diferente de Maranhão, no veía los árboles que veía allí, así que me quedé maravillada. Me quedé maravillada con un árbol que está frente a la Basílica. Allí, cada día a las cinco, mi patrona me mandaba pasear con el bebé y veía a los periquitos haciendo jarana, en aquel enorme árbol. Venían todas las tardes y se iban temprano todos los días. Yo decía, un día voy a venir a ver a estos periquitos, pero no podía ni imaginármelo… pero soñaba con vivir en un lugar donde fuera libre como los periquitos, donde no tuviera una patrona que me dijera a qué hora tenía que volver y a qué hora tenía que salir.
Soñaba con aquello.
Cuando me encontré con la selva, sentí que estaba en ella y que ella estaba en mí, porque aprendí el olor, aprendí el sonido. Nació en los pies, esa cosa venía de abajo y me decía: esta hoja es buena para esto porque hace esto».
Necesitamos todas las hojas para soñar, en las ciudades y en las personas reforestadas, no el principio del fin de Gaia, sino el fin de su principio.
Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O Oráculo da Noite y Sonho Manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe la columna Sembrar.
Texto: Sidarta Ribeiro
Ilustración: Kuenan Tikuna
Editora de Arte: Cacao Sousa
Editora de fotografia: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: : Meritxell Almarza
Traducción al inglés:: Diane Whitty
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum