La noche del 11 de noviembre, una mujer Yanomami, madre de un bebé, fue asesinada en la ciudad de Boa Vista. Dos tiros en la cabeza. Dormía en la calle con sus parientes, en vísperas de volver a su comunidad, en la Tierra Indígena Yanomami. Los asesinos, dos hombres todavía no identificados, pasaron por delante del campamento en bicicleta y realizaron varios disparos. Acertaron. Ella cayó, un bebé se quedó huérfano. En Egipto, los discursos de la COP27 reivindicaban la protección de la selva amazónica. En la Amazonia, sangre. Y la indiferencia de la mayoría.
El asesinato de la madre Yanomami no empezó en aquella vía sucia de Boa Vista que se llama Venezuela, sino mucho antes. El asesinato empezó cuando otra carretera, la Perimetral Norte, rasgó el territorio donde vivían sus antepasados. Empezó cuando más del 20% de la población de su grupo, los Ỹaroamë, murieron de enfermedades infecciosas que llevaron los obreros de la carretera. El asesinato de la madre Yanomami empezó cuando la construcción de la carretera provocó dos epidemias de sarampión (1974 y 1976-77), continuos brotes de gripe, de malaria y de otras enfermedades que exterminaron comunidades enteras. Ese fue el primer fin del mundo para el pueblo Ỹaroamë. La madre Yanomami asesinada con dos tiros en la cabeza, abatida solo porque estaba allí y era indígena, era una de las supervivientes. Hasta que la derribaron.
La mujer formaba parte de la comunidad Xexena, un grupo pequeño que habla la lengua Ỹaroamë, una de las seis que componen la familia lingüística Yanomami, que en 2018 contaba con solo 359 hablantes. Viven en la región de Ajarani, en la frontera oriental de la Tierra Indígena Yanomami. La Perimetral Norte (BR-210) tenía que cortar la Amazonia de forma transversal, desde el estado de Amapá, a orillas del océano Atlántico, hasta el estado del Amazonas, en la frontera con Colombia. Era uno de los proyectos desarrollistas que propuso la dictadura empresarial-militar (1964-1985), que veía la Amazonia como una tierra vacía y que, por lo tanto, tenía que ocupar el «progreso». Para este grupo Yanomami, el «progreso» significó una brutal ruptura con su modo de estar en el mundo. Un punto sin retorno a todo lo que habían sido hasta entonces.
Hay que volver todavía más en el tiempo para entender el asesinato de la madre Yanomami. A principios del siglo XX, los Ỹaroamë formaban un grupo bastante numeroso, que vivía en los ríos Mucajaí y Catrimani. Desde los primeros intentos de contacto por parte de los blancos, resistieron. Aun así, los frentes pioneros que adentraron sus territorios a partir de 1930 les llevaron las primeras epidemias. Eran miembros de la Comisión de Demarcación de Límites y grupos de exploradores que empezaban a investigar la región, como extractores de látex, reclutadores y pescadores.
Después fueron los misioneros quienes intentaron establecer contacto con los Ỹaroamë. En 1957, los misioneros de la Unevangelized Fields Mission lo intentaron lanzando anzuelos y otros objetos al sobrevolar sus comunidades con una avioneta. Desistieron cuando vieron que los indígenas les apuntaban con sus flechas. En 1962 hubo otro intento de aproximación: esta vez fueron los misioneros católicos de la orden de la Consolata, que años después construyeron una misión en la región del Medio Catrimani. El grupo católico llegó a abrir una pequeña pista de aterrizaje cerca de las aldeas Ỹaroamë, pero el trabajo misionero en la región no tuvo éxito y el plan se interrumpió tres años después. Los relatos del padre Silvano Sabitini de ese período describen un relativo aislamiento de los grupos Ỹaroamë, que utilizaban herramientas de bambú, hachas de piedra y ollas de barro.
Indigenas Yanomami y la construcción de la Perimetral Norte: a partir de 1973, se derribaron miles de árboles y se crearon desiertos en medio del paisaje verde de la selva. Foto: Bruce Albert (1975)
Otra década. Y, esta vez, la resistencia de los Ỹaroamë no fue suficiente para impedir la violencia de la dictadura. A partir de 1973, la construcción de la Perimetral Norte (BR-210) literalmente cortó el territorio Ỹaroamë, que un grupo enorme de trabajadores y máquinas invadió sin consultar a los indígenas y sin respetarlos mínimamente durante el proceso. Se derribaron miles de árboles y se crearon desiertos en medio del paisaje verde de la selva. Trabajadores y máquinas arrasaban los territorios de caza de los indígenas, sus plantaciones y las moradas de los espíritus auxiliares de sus chamanes. A los Ỹaroamë solo les quedó vivir al borde de la carretera que los partió por la mitad.
En pocos meses, miles de años de tradición se convirtieron en prostitución, alcoholismo y dependencia de la limosna que les daban los obreros de la carretera. El 22% de la población Ỹaroamë fue exterminada entonces. Los antropólogos Alcida Ramos y Kenth Taylor relatan que, pocos años después de haber iniciado la construcción de la vía, los Ỹaroamë ya practicaban lo que denominaron «nomadismo de carretera»: andaban de un campamento obrero a otro pidiendo comida, ropa o aventón.
En 1976, cuando se terminó la financiación del proyecto megalómano de la dictadura, se interrumpió la construcción de la Perimetral Norte. Desde entonces, en estos casi 50 años, la selva viene tomando el espacio que le fue arrebatado. Sin embargo, los Ỹaroamë quedaron marcados por la carretera que destruyó todo su mundo. Siguen ocupando el mismo territorio, relativamente cerca de donde estaba la carretera. No obstante, en un movimiento distinto al de la selva, los supervivientes Ỹaroamë nunca han dejado de moverse para hacer trabajos estacionales en haciendas o pasar temporadas en pueblos y ciudades de Roraima.
En Boa Vista, los indígenas suelen montar malocas improvisadas o cuelgan sus hamacas entre los árboles que están en los márgenes de las anchas y rápidas carreteras. Foto: Emily Costa/Amazônia Real
Según los análisis realizados por el geógrafo Estêvão Senra a partir del censo misionero de 2020, se estima que un 40% de los Ỹaroamë de la región de Catrimani viven hoy fuera de la tierra indígena, en constante movimiento. Es como si, después de haber sido masacrados por la Perimetral Norte, siguieran atados a repetir aquel evento que los llevó al caos. Casi medio siglo después, siguen siendo nómadas de carreteras. El desplazamiento también lo causa la intensificación de los conflictos entre los diversos grupos Ỹaroamë, especialmente a partir de 2012, cuando un Ỹaroamë murió tras ser atropellado en Boa Vista. Cuando enviaron el cuerpo a la comunidad, esta muerte se interpretó como una agresión de otros grupos Ỹaroamë y empezó un largo ciclo de muertes y venganzas entre diferentes aldeas. Para los Yanomami, ninguna muerte es natural y todas las muertes deben vengarse.
La inclusión de los indígenas en programas sociales es otro factor que ha intensificado la ida de los Ỹaroamë a las ciudades. Como los principales destinatarios de las prestaciones sociales —como la pensión de jubilación, el subsidio por maternidad o la renta mínima vital Auxilio Brasil— son madres de niños y ancianos, muchos grupos Ỹaroame caminan desde sus aldeas, situadas cerca de la frontera oriental de la tierra indígena, hasta llegar a las ciudades de Caracaraí y Mucajaí. A veces se instalan allí, o van a los pueblos vecinos. Otras veces, parten hacia la capital de Roraima. Recorren a pie los 141 kilómetros de la BR-174 que los lleva a Boa Vista. Caminan al borde del asfalto durante unos seis días bajo el sol ecuatorial, cargados con niños, hamacas, ropa, ollas y productos que intentan vender en la ciudad, como escobas o artesanía. En Boa Vista, suelen montar malocas (chozas indígenas) improvisadas o cuelgan sus hamacas entre los árboles que están en los márgenes de las anchas y rápidas carreteras de la capital.
La ciudad de Boa Vista, por su parte, es todo lo contrario a la selva. La capital del estado más indígena de Brasil tiene como monumento central una estatua de un buscador de oro. La mayoría de las actividades mineras ilegales en Roraima tienen lugar dentro de la Tierra Indígena Yanomami, situada en la parte occidental del estado. Desde 2016, la minería ha crecido exponencialmente. Con la elección del ultraderechista Jair Bolsonaro, el movimiento criminal adquirió aún más fuerza y velocidad: según datos de la Asociación Hutukara Yanomami, en los últimos tres años ha crecido más del 250%. Con Bolsonaro en el poder, la impunidad se ha convertido casi en la norma y los prejuicios contra los indígenas, como los grupos Yanomami que circulan por las ciudades, se han puesto de manifiesto.
En 2022, existe la posibilidad de que la historia se redibuje a partir de la elección de Lula como presidente. Durante su campaña, declaró varias veces que no aceptará que haya actividades mineras en tierras indígenas. Sin embargo, los resultados de los sondeos en Roraima revelan la tensión entre la población indígena y la no indígena: Bolsonaro obtuvo el 76,08% de los votos en el estado. El odio crece en Roraima, el racismo relacionado con los episodios de violencia se intensifica, los Yanomami están aún más en el punto de mira. Para los habitantes de la ciudad, los grupos como los Ỹaroamë son mendigos.
Los blancos suelen ver a los indígenas desde la óptica de la pobreza y también los consideran un obstáculo para acceder a la riqueza mineral de sus territorios. Son mendigos sentados sobre lo que, para los no indígenas, es lo más valioso: el oro. Y esto a la «gente de las mercancías», como el chamán Davi Kopenawa define a los blancos, le resulta insoportable. Para los Ỹaroamë y los demás grupos Yanomami, el valor está en la selva, en la vida en relación con todos los demás seres. Hasta que los blancos invadieron su territorio, el oro no significaba nada. Son puntos de vista irreconciliables sobre qué es la riqueza o dónde y en qué reside el valor. Pero no son oposiciones equivalentes. Porque una mata la selva y lleva el planeta al colapso climático y la otra solo quiere vivir.
Todo esto es lo que contenían las dos balas que atravesaron la cabeza de la madre Yanomami. Lo que les ocurra —o no les ocurra— a los asesinos es lo que determinará si la vida, la de la selva y la de las madres Yanomami, será posible o si finalmente llegará el fin del mundo para todos.
Ana Maria Machado. Indigenista y antropóloga, traductora de la lengua Yanomam, trabaja con el pueblo Yanomami desde 2007
Traducción de Meritxell Almarza