El punto de ebullición marca el instante en que un líquido alcanza un nivel de presión tan alto que sus moléculas se rompen transformándose en vapor. Es como si la sustancia, contenida y tranquila, estuviera almacenando silenciosamente su energía hasta que ya no se pudiera contener y finalmente se liberara en una explosión de movimiento.
Curiosamente, las innovaciones tecnológicas también siguen este estándar. Empiezan lentamente, llegan a un punto de inflexión y luego crecen de manera explosiva.
Tanto entre sultanes árabes como entre líderes sindicales brasileños se reconoce ampliamente que estamos en medio de una transición energética global. Quienes piensan que la sustitución de los combustibles fósiles por fuentes renovables será lenta se equivocan.
Hasta 2015 ningún sector de la economía global contaba con tecnologías maduras para la descarbonización. Desde entonces, la adopción del Acuerdo de París ha impulsado un cambio de expectativas. Como resultado, los políticos ahora se sienten más seguros para defender políticas e incentivos más ambiciosos para la descarbonización.
Tan solo en los últimos dos años, China, la Unión Europea y Estados Unidos han aprobado significativos paquetes de inversión en tecnologías bajas en carbono. Esto no significa que estas economías estén descarbonizadas: China y Estados Unidos juntos son responsables de casi la mitad de las emisiones globales. Sin embargo, al converger en la meta de hacer más verdes sus economías, estos países fomentan la competencia tecnológica y comercial a niveles altísimos.
Estamos “cocinando” tecnologías bajas en carbono que podrían transformar la vida en la sociedad y que están ganando terreno más rápido de lo que podemos darnos cuenta.
Por otro lado, los sectores de consumo final todavía tienen un largo camino por delante. No observamos cambios que vayan hacia las cero emisiones cuando prendemos la cocina en una casa brasileña, ¿no es cierto? Ni tampoco al encender la ducha eléctrica u otros electrodomésticos. Quienes viven en la selva todavía dependen del diésel para viajar río arriba y río abajo en una lancha. En los países “en desarrollo” todavía dependemos del gas fósil y el petróleo sigue siendo predominante en el transporte.
En la última década, el boom de las inversiones en energías renovables logró desacelerar el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, todavía no ha podido desplazar el rol que juegan los combustibles fósiles en nuestra vida cotidiana ni cambiar el escenario global de emisiones.
Por eso parece que estamos en un momento anterior a la ebullición: están a punto de producirse muchos cambios, pero hace falta más presión.
El petróleo no va a desaparecer. Y su consumo no se va a extinguir. Pero la Agencia Internacional de Energía (IEA, en su sigla en inglés) proyecta que se alcanzará la demanda máxima de combustibles fósiles antes de 2030. A partir de este pico se espera que la caída sea tan rápida como, en el sentido contrario, el crecimiento proyectado de las energías renovables. A pesar de esto, el imperativo de la industria sigue siendo reducir las emisiones, pero no reducir la producción.
“Seguiremos siendo los últimos hombres de pie y cada molécula de hidrocarburo será extraída”, dijo el ministro de Energía de Arabia Saudita, el príncipe Abdulaziz bin Salman, en una reunión privada.
El mundo estaba viviendo una pandemia, un barril de petróleo valía poco y la presión por compromisos climáticos iba en aumento. Aun así, el magnate saudita veía oportunidades en las cada vez más encogidas fronteras de inversión en petróleo y gas en el escenario global.
En 2023, Jean Paul Prates, presidente de Petrobras, hizo una declaración similar, en un contexto muy distinto: “Estamos listos para ser el último productor de petróleo del mundo“.
Estos testimonios ilustran la disputa sobre quién será el last man standing, es decir, quién producirá el último barril de petróleo de la historia. Aguantarán hasta el final quienes prosperen ante la caída a largo plazo de la demanda.
El escenario está protagonizado por veteranos que controlan gran parte de la producción e influyen en los precios, como Arabia Saudita, Estados Unidos y Rusia si nos referimos al petróleo, y también Irán y Qatar en cuanto al gas, así como países emergentes que buscan ampliar su influencia y participación, como Brasil. Y también está el poder sustancial de grandes corporaciones transnacionales como ExxonMobil, Shell y BP.
Estos actores intentan mantener la viabilidad y las ganancias de la explotación. Ya es un lugar común invertir en tecnologías para hacer más eficiente la producción y así defender el propio petróleo como “verde”. O promover el gas como energía limpia porque genera menos emisiones que el carbón. La excusa es que siempre habrá una demanda marginal de petróleo en el mundo, pero este petróleo debe representar una baja huella de carbono y tener un costo bajo.
Los árabes se encuentran en una posición natural de ventaja en la carrera de quién será el último petrolero que va a existir: tienen acceso a vastas reservas y bajos costos de producción, y pueden seguir produciendo incluso cuando los precios del petróleo están cayendo. Empezaron a discutir el futuro post-petróleo en la última década, pero no abandonaron sus planes de explotar hasta la última molécula disponible. Librarán una lucha feroz para conservar su participación en el mercado y no esconden el uso de su influencia política para afectar las regulaciones y los acuerdos globales. Esto explica por qué la COP-28 será en Dubái.
Los europeos cuestionan la participación y las propuestas que provienen de los lobistas fósiles de la diplomacia climática. Por otro lado, empezaron a comprar gas en el continente africano después de la invasión de Ucrania, en una contradicción directa con su defensa de la sustitución de los combustibles fósiles (phase-out).
Lula, Joe Biden y Narendra Modi lanzan la Alianza Global de Biocombustibles: las coaliciones políticas se mueven por distintos intereses, pero saben que hay que invertir en energía limpia. Foto: Evelyn Hockstein /AFP
Los estadounidenses han aumentado su influencia en el mercado global de energía gracias a la fracturación hidráulica, que ha reemplazado parcialmente el carbón por el gas “natural” durante la última década. Sin embargo, la revelación de la elevada huella de metano llevó a la reclasificación del gas como “fósil” (según la opinión pública). Hoy EE. UU. apoya metas de descarbonización, como la propuesta de triplicar las inversiones en energías renovables hasta el final de esta década, pero son el mayor exportador de gas del mundo y están por detrás de más de un tercio de la expansión planificada de producción de hidrocarburos.
Los chinos lideran la transición energética al invertir en toda la cadena de energía renovable, desde la mina hasta el medidor. No es en vano que China haya recibido de la revista británica The Economist el apodo de “electro-Estado”, para designarla como la mayor potencia de energía renovable en la actualidad. Pero también es la principal consumidora de petróleo y gas del mundo y pone objeciones a los compromisos de phase-out en las negociaciones climáticas. En un discurso reciente, en el que delineó las prioridades de China para la COP-28, el enviado especial del clima Xie Zhenhua evocó el principio de establecer lo nuevo antes de abolir lo antiguo, haciendo una alusión a mantener los fósiles, a pesar de concordar con la meta global de expansión de las energías renovables en la próxima Conferência do Clima.
Los rusos son los principales exportadores de combustibles fósiles del mundo. En las negociaciones climáticas están en contra de cualquier aceleración de las energías renovables y, por supuesto, son anti phase-out.
A la India le interesa seguir consumiendo carbón. Quizás por eso haya propuesto en la COP-27, que se llevó a cabo en Egipto, que se adoptara una decisión sobre la eliminación de todos los combustibles fósiles: en opinión de la India, una medida restrictiva solo para el carbón sería discriminatoria. La propuesta obtuvo el apoyo de más de 80 países, pero no prosperó. Según fuentes de la prensa, Brasil fue uno de los que se opusieron.
Finalmente, la postura de Brasil sobre los proyectos de petróleo y gas es agresiva. Se estima que hasta finales de la década el aumento de la producción de petróleo y gas en el país será del 60% y del 110%, respectivamente. Hoy solo estamos por detrás de Arabia Saudita y de Qatar en millones de barriles de petróleo obtenidos donde hay proyectos de explotación aprobados, o que están a la espera de su aprobación, en 2022 y 2023, según Rystad Energy (una empresa independiente que realiza investigaciones globales sobre energía). Es interesante notar el optimismo brasileño respecto a que seamos tan o más competitivos que los árabes.
Brasil tiene presencia en ambas carreras: tanto por la descarbonización como por la continua explotación de combustibles fósiles. El lanzamiento del nuevo Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) selló esta ambivalencia: en la lista de prioridades queda claro el dominio fósil; en el discurso del ministro de Hacienda, Fernando Haddad (del Partido de los Trabajadores), está naciendo “un nuevo Brasil” en el que ecología y economía van a ir juntos.
No estamos solos: en casi todos los grandes países detentores de reservas o productores fósiles hay un segmento poderoso que defiende la tesis de que su petróleo y su gas son verdes o no causan cambios climáticos. La novedad es que en este momento de la historia hay más viento que nunca para soplar en pro de las coaliciones a favor de la descarbonización, tanto aquí como en otros países.
No es por nada que el movimiento de la sociedad civil por una Amazonia Libre de Petróleo y Gas haya explotado en la Cumbre de la Amazonia. Puede haber sido un giro importante: la diplomacia brasileña nunca había estado bajo tanta presión popular para tomar una posición con respecto a la sustitución de los combustibles fósiles.
Ahora hay que prestar atención a las posiciones del presidente Lula hasta la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP-28) en Dubai, en diciembre. En la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 2023, Lula no mencionó el tema, pero difícilmente podrá mantenerse en silencio al respecto.
El tema climático más candente en estos encuentros será la diferencia evidente entre los planes gubernamentales para la producción de combustibles fósiles y lo que el planeta puede soportar. En “lenguaje climático”, esto se llama “brecha de producción“. Se estima que para 2030 la producción de fósiles superará el techo de emisiones del escenario de calentamiento de 1,5 grados centígrados en un 110% y de 2 grados centígrados en un 45%. Hasta 2040 la sobreproducción alcanzará el 190% y el 89%, respectivamente. Esto significa que, si no hay una reducción definitiva de la producción de combustibles fósiles, el planeta se calentará más de lo previsto en los escenarios considerados seguros para la vida en la Tierra, con consecuencias catastróficas para todas las especies.
Solo habría compatibilidad entre las metas de explotación de fósiles y los objetivos de descarbonización si alguna tecnología mágica fuera capaz de capturar todas las emisiones producidas por la quema de petróleo y gas. Y la industria quiere inventarla, aunque no hay ninguna posibilidad de que funcione en el tiempo que tenemos. Cuanto más tarde en caer el último petrolero, más perdedores habrá por el camino.
Por eso, la política climática internacional acumula enormes tensiones. Tanto en los foros económicos, como el G-20, como en las negociaciones de la COP, hacer avanzar la transición energética representa un desafío. Importa menos si un país está a cuestas de otro, en el sentido de quién está haciendo más o menos para llevar la descarbonización hacia las cero emisiones. Como señalan Michaël Aklin y Matto Mildenberger en su artículo “Prisioneros del dilema equivocado“, ningún país es un monolito de interés nacional, el ritmo de la transición está determinado por conflictos entre coaliciones, tanto dentro de los países como globalmente.
Esta dialéctica, tal como la teorizan los investigadores Eduardo Viola y Matías Alejandro Franchini, no es solo geopolítica, sino que está en la médula de los países. Según los autores, el juego de fuerzas se produce entre reformistas, que ven la crisis climática como una crisis civilizatoria, y conservadores, que se resisten a los cambios necesarios.
Por ende, la geopolítica todavía no ha absorbido los avances de las coaliciones reformistas que influyen en la tecnología, las inversiones y la opinión con respecto a las energías renovables. Pero son ellas, las coaliciones, las que no se dan por vencidas: en la COP-28 buscan avanzar en decisiones compatibles con los análisis de la Agencia Internacional de Energía que sugieren que para lograr las cero emisiones netas hasta 2050 y cumplir el objetivo de 1,5 grados centígrados del Acuerdo de París, los países tienen que triplicar sus inversiones en energía limpia [solar, eólica, etc.] y duplicar la eficiencia energética hasta 2030.
Ahora que Brasil está a punto de asumir la presidencia del G-20 y se prepara para albergar la COP-30 en 2025 en Belém, en la Amazonia, urge reconocer que la inversión en fósiles drena recursos de las energías renovables y viceversa.
El gobierno brasileño tendrá que enfrentar el debate sobre su propia posición con respecto a los combustibles fósiles y también actuar por la concertación global sobre este tema en los próximos dos años. Abrir un espacio para que los actores favorables a la transición colaboren para alcanzar el “punto de ebullición” nacional y global más rápidamente será clave.
Natalie Unterstell es presidenta del Instituto Talanoa, que se dedica a políticas de cambios del clima en Brasil. Tiene una maestría en administración pública de la Universidad de Harvard y licenciatura de la Fundação Getulio Vargas.
Verificación: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página: Érica Saboya
En la Cumbre de la Amazonia, en Belém, algunos movimientos organizaron protestas sobre la emergencia climática, en la que una de las agendas era la crítica a la explotación del petróleo en la cuenca del Amazonas. Foto: João Paulo Guimarães/Greenpeace