Periodismo desde el centro del mundo

La venezolana Patri (nombre ficticio) decidió arriesgarse en las minas tras una serie de trágicas experiencias, entre ellas abusos sexuales en la infancia y violaciones en la juventud. Foto: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

La escritura autobiográfica de Patri
por Marcela Ulhoa*

Patri es su nombre ficticio, una opción para proteger su identidad en una tierra de violencias. Una parte de los recuerdos que comparte aquí los escribió en un pequeño cuaderno azul de espiral; la otra es el resultado de una conversación que mantuvimos en Boa Vista, capital del estado de Roraima, a principios de marzo de 2023. Desde que salió de Venezuela rumbo a Brasil, en 2017, Patri ha mantenido el hábito de escribir y dibujar sus vivencias y recorridos. Colecciona cuadernos que cuentan detalles de su infancia, la relación con sus madres (adoptiva y biológica), sus novios, su jornada como migrante, madre, prostituta y mujer en los campamentos mineros. Sueña con publicar un libro, algún día, juntando las piezas de su vida. Para Patri, sus historias representan la oportunidad de hablar con mujeres como ella. «Yo no sabía nada, me decían que ganaría dinero rápido en las minas. Si hubiera leído alguna historia parecida a la mía, habría pensado muchas veces antes de ir, o habría ido más preparada».

Su escritura autobiográfica, más que el relato de su experiencia personal, es un recorte histórico y social. El recorte de una mujer que, siendo adolescente, fue violada por su padrastro, se escapó de casa a los 15 años y decidió migrar de su país a los 27. Cuando llegó a Brasil, entró en el mundo del trabajo sexual, se quedó embarazada de uno de sus clientes, intentó vivir una historia de amor, pero acabó sola con su hijo. Acostumbrada a correr riesgos y a sufrir todo tipo de violencia, el garimpo, las minas ilegales brasileñas, reverberaron en su vida como una oportunidad. «Me arriesgué dos veces y fue por la misma razón: para tener un poco de suerte. El peligro está en todas partes, y en la calle no conseguiría oro. Pero ocurrieron muchas cosas que dieron un vuelco a mi vida, nada salió como lo había planeado», cuenta Patri.

Cuando arriesgaba la vida en las minas, Patri vivió en cinco campamentos. Este era uno de ellos. Cada cabaña pertenecía al propietario de una «máquina», que es como se denomina el equipo utilizado para extraer oro. Foto: archivo personal/Patri

Las regiones de Homoxi y Xitei fueron su destino las dos veces que dejó a su hijo de cuatro años en Boa Vista, capital del estado de Roraima, al cuidado de su vecina, y se aventuró en busca del soñado «El Dorado». En Venezuela, El Dorado era una mina conocida, donde muchas mujeres ejercían la prostitución y servían a los mineros. El garimpo brasileña no tenía nada que ver con lo que se imaginaba Patri. En Brasil, vivió en los campamentos mineros en dos periodos: la primera vez en 2021 y la última en 2022. Según el informe «La Tierra Yanomami, atacada», publicado por la Hutukara Asociación Yanomami en 2022, Xitei fue la región con el mayor aumento relativo de deforestación y de actividad minera ilegal en 2021, con una tasa de crecimiento superior al 1.000%.

En el período en que Patri permaneció más tiempo en la tierra indígena —cinco meses dentro del garimpo — se marchó con unos 25 gramos de oro en el bolsillo, equivalentes a unos mil dólares. En total, pasó por cinco campamentos mineros en la Tierra Indígena Yanomami. En cada uno de estos lugares, un cabaré diferente, un «dueño» diferente y otra «trampa» que vivir. En la complejidad del garimpo, el relato de Patri también amplifica las voces de muchas otras mujeres que sobreviven en los márgenes, equilibrándose en una fina línea entre el lucro y la violencia.

Marcela Ulhoa. Periodista y magister en Literatura por la Universidad Federal de Roraima. Ha editado el material bruto de los relatos de Patri. Ha trabajado con migrantes, refugiados y población indígena en el estado de Roraima y llevó a cabo su investigación a partir de los diarios íntimos de Patri. Su primer documental como directora, Aquí en la Frontera, se estrena en 2023.


 

15 gramos de oro, un avión clandestino y muchas deudas

Cuando convivía con el padre de mi hijo, allá por 2018, escuché a varias personas hablar del garimpo [la minería clandestina]. No sabía qué significaba, hasta que no me pude aguantar la curiosidad y le pregunté por qué no iba, ya que estábamos pasando una grave crisis de dinero y yo no tenía trabajo, al igual que él, y ya estaba embarazada. «¿Estás loca? No voy a morir a manos de nadie, y mucho menos por oro. No sabemos si lo voy a conseguir, si me van a matar». Le contesté: «Siempre tenemos que entrar en los proyectos con una mentalidad positiva, para que todo salga bien. Si confías en Dios, yo siempre tengo a Dios presente a mi lado, hermano, ¡serás un buen vencedor!». Pero para él todo era «no», era «prefiero comer arroz con mantequilla, pero no voy»…

En esa época empecé a oír que las mujeres también iban. Pensé: ya he trabajado en la calle, me han violado, casi nos asesinan y nos entierran a mi prima y a mí, cuatro chicos en un auto, y casi ni dormíamos para ganar 400, 500 reales [80, 100 dólares]. Ya estuvimos en peligro antes, ¿por qué no voy? ¡Sí, me arriesgaré! Me arriesgaré. Y tomé la decisión. Cuando decidí ir, ya estaba separada del padre de mi hijo, vivía en las afueras de Boa Vista y no tenía trabajo. Era junio de 2021.

Hablé con una amiga que sabía cómo era el garimpo y me dijo que una conocida suya estaba allí y que, donde estaba, la jefa necesitaba a una mujer que trabajara en el cabaré. El billete de ida costaba 15 gramos de oro [unos 600 dólares].

Hablé con mi vecina, éramos buenas amigas en aquella época. «Mañana me voy al garimpo y no tengo con quién dejar a mi hijo». Ella me preguntó: «¿Mi marido puede ir contigo?». También pasaba por una crisis económica bastante fuerte. Conseguimos el número de la dueña del cabaré y quedamos en que su marido también iría. Fue así, rápido.

Las minas donde estuvo Patri estaban dentro de la Tierra Indígena Yanomami y cerca de comunidades indígenas de las regiones de Homoxi y Xitei. Foto: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

Al día siguiente nos llamaron: «Mira, aquí tienes el número del dueño del avión, irá a tu casa, pesará tus cosas, te pesará a ti, al hombre, sus cosas, y a las 5 de la mañana te recogerá para llevarte a la hacienda [desde donde salen los vuelos]. Solo tienes que esperar que llegue el avión para poder entrar al garimpo». Ese día llovió mucho. Antes de las 10 u 11 de la noche llamaron: «Si sigue lloviendo, no podremos salir hoy, pero mañana seguro que te buscamos una hacienda desde la que puedas salir, porque tu billete ya está pagado. Son 15 gramos de oro, cuando llegues allí te las arreglas con la dueña».

Me explicaron que hay tres tipos de avión: uno con una capacidad máxima de 300 kilos, otro de 500 kilos y el «tiburón», que lleva más de mil kilos. En aquella época estaba muy delgada, recuerdo que pesaba 52 kilos, algo así. Fui en el avión de 500 kilos, junto con las mercancías para la dueña del cabaré: comida, bebida y balas.

No pudimos salir ese día, solo al día siguiente. «Sube, vamos a llevarte lejos de aquí, a una hacienda, porque allí no llega la policía». No sé exactamente dónde era, ni quién era el dueño, solo sé que estaba muy lejos. Tardamos unas dos o tres horas en llegar y 15 minutos en auto desde la puerta de entrada hasta el cobertizo donde estaban los aviones. Todo lo que veía a mi alrededor era vegetación, no había edificios ni casas, era en medio de la nada.

El cobertizo tenía un techo alto, bien estructurado, muchas herramientas. Dos tipos, creo que eran los mecánicos, estaban arreglando el avión antes de que partiéramos. Cuando terminamos de poner las cosas dentro del avión, el piloto y yo nos preparamos para embarcar y partir. Tomé algunas fotografías con mi celular, grabé algunos vídeos. Estaba nerviosa, no porque estuviera en el aire, en el avión, sino porque en realidad no tenía ni idea de adónde iba, ni de cómo era el lugar, ni de cómo iba a ser mi llegada. Lo que me tranquilizaba era que la amiga de mi amiga estaría en el mismo lugar, aunque la cabeza me daba vueltas.

Cuaderno de memorias de Patri, con extractos en los que relata su llegada en avión a una mina. Hay incluso detalles sobre la pista de aterrizaje. Foto: reproducción/Daniel Tancredi/SUMAÚMA

Tres horas más tarde, si no recuerdo mal, el piloto me informó que estábamos llegando. Recuerdo que vi parte del paisaje. Había varias máquinas y agujeros enormes por todas partes. El chico que era piloto, que no tenía más de 20 años, me dijo: «Mucho cuidado». Y me deseó suerte. Nos sacamos una foto juntos.

Sexo con un hombre apestoso y borracho: ¿qué he hecho?

El avión se quedó en el garimpo hasta el amanecer. Se marchó y nosotros fuimos al cabaré. Fuimos andando, yo no tenía botas. No sabía que teníamos que llevar. Solo llevaba mis sandalias negras, unos jeans rotos y una blusa verde bien ancha. Tenía un detalle en el cuello, una cadenita plateada con la letra Z, que es la inicial de mi hermana pequeña. Cuando por fin llegué, cansada, fui [a hablar] con la jefa, la Bruja [nombre ficticio], y la amiga de mi amiga, que me dijo: «Si puedes, sé ciega, sorda y muda, e intenta ser muy paciente y tranquila y no hables demasiado». Al decirme eso, dejó claro que no era un lugar donde pudiera equivocarme y que tenía que arreglármelas sola.

Cuando se acercó la Bruja pensé: ¿dónde está la jefa? En la foto de WhatsApp era más joven y fuerte. Pero cuando se acercó, realmente parecía una bruja. Era una mujer mayor, con un aspecto físico muy descuidado. Delgada, alta, con mucho pelo, mal teñida, la piel reseca y la cara marcada por las arrugas. Llegó y me alisó el pelo, me abrazó y me dijo que me duchara y me preparara para sentarme en el salón. El salón era un espacio abierto, solo cubierto por una lona, con un palo en medio para que las mujeres hicieran striptease, con grandes bancos de madera donde se sientan todas las prostitutas y empiezan a discutir entre ellas quién es su cliente.

Los pies en la tierra: tras abandonar la dinámica de las minas, Patri concedió una entrevista a la periodista Marcela Ulhoa y habló de ese período de su vida. El mosaico de arriba registra un paseo por Boa Vista, capital de Roraima. Fotos: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

No sentí una buena energía en mi jefa, nada reconfortante. Yo estaba supercansada, pero supongo que a ella eso no le importaba. Cuanto más rápido me presentara a sus clientes, más rápido recuperaría sus gramos [de oro].

Cuando estaba lista para sentarme en el salón, llegó un hombre de unos 70 años y le dijo: «¿Es nueva?». «Sí, acaba de llegar, pero no te la vas a quedar». Ya tenía un cliente concreto para mí. También había una chica que había llegado el día anterior y aún no había trabajado. El tipo le ofreció 15 gramos [600 dólares] para llevarla a su choza. Entendí que se trataba de otro tipo de contrato. Cuando aceptas quedarte más tiempo con el tipo en su choza, tienes que lavarle la ropa, hacerle la comida y no puedes tener relaciones sexuales con otro cliente durante ese período. Pero cuando este hombre me vio, dijo: «No, no quiero esa. Quiero esta mira». Me llamó «mira» porque era la única venezolana [en Roraima, a los venezolanos se les llama peyorativamente «mira»]. «Te pagaré 20 gramos [800 dólares] por tenerla en la choza 7 días». Pero la dueña no quiso dejarme ir.

Cuando llegas allí [al garimpo], lo que tienes entre las piernas no es tuyo, es de la dueña. Puedes hasta decirle que no te quedarás. Pero tu conciencia sabe que tienes una deuda. Ella manda. Tienes que ir. O, por lo menos, dar ganancias. Si no estás acostumbrada a beber cachaza, tendrás que hacer que el tipo gaste dinero en cachaza. La dueña de la cantina vende balas y hay un montón de mineros armados, y se quedan sin balas, porque normalmente, cuando se emborrachan, disparan al aire. Vas allí y dices: «Ven, enséñame a disparar». Solo para hacerlo consumir.

Has caído en la trampa, como ellos dicen. Estás en el juego. Tienes que aprender a jugar, porque no vas a querer perder siempre. Si pierdes, saldrás de allí tiesa, sin nada en el bolsillo. Cuando pagas tus 15 gramos, entonces quieres continuar en el cabaré para ganar dinero. Pero en el campamento todo es caro: lo que allí ganas, allí te lo gastas. Para poder alimentarte toda la semana, tienes que pagarle un gramo de oro a la cocinera [unos 40 dólares]. Si un cabaré tiene siete mujeres, todas tienen que pagar un gramo de oro a la cocinera cada semana. Eso representa más beneficio para la dueña, porque también gestiona el trabajo de la cocinera. Y también gestiona el vuelo que trae la mercancía, porque todo viene de fuera. Para acceder a internet, hay que pagar hasta 60 gramos de oro [2.500 dólares].

Normalmente los primeros pagos, si eres hábil —porque hay mujeres hábiles— llegan a tus manos. Si sabes hacer tus negocios, si ya estabas acostumbrada, si ya eras lista, este oro llegará a tus manos y, después, le pagarás a la dueña. Pero si eres una novata, como yo, como la otra chica que llegó antes que yo, caerás en manos de la dueña. Y ni siquiera sabes cuánto pagó el cliente. Yo, por ejemplo, cogí con cuatro tipos y fue prácticamente gratis. No me llegó nada, y ella dijo que a ella tampoco, pero los tipos juraron, y discutieron con ella, que pagaron hasta cuatro gramos por noche por mí [unos 160 dólares].

Los dos o tres primeros días fueron un poco complicados para mí, porque, la verdad, ser prostituta en un garimpo era peor que ser prostituta en la calle. Mis expectativas estaban por los suelos. Porque todos estos mineros casi ni se duchan, obviamente. Porque la higiene allí es muy complicada. Tienes que pedir que te dejen ir al río y bañarte en las grutas de los ríos. No tienes la intimidad de ducharte en un cuarto de baño de verdad, de hacer caca en un cuarto de baño de verdad. Hay muchas cosas a las que tienes que adaptarte. Y el clima no me sentaba bien, soy alérgica a los mosquitos y me da miedo la oscuridad… Y había mucha gente borracha, todos los días.

El cabaré es una estructura hecha de troncos de árboles. Contribuimos a la destrucción de la selva. Hay casas de varios formatos, con una gran lona pesada, atada con hilo, muy fuerte, muy estirada, para dar esa estructura al techo. Y luego están las habitaciones, que en las minas las llamamos «fuscón». Nuestros «fuscones», literalmente el lugar donde vas a trabajar. No sé si es una palabra en portugués, la oí por primera vez en las minas y nunca conseguí averiguar qué significa. Creo que los mineros la adaptaron de la lengua de los indios. Es lo mismo que cuando decimos xapona, ya sabemos que es la casa de un indio.

Campamento minero a orillas del río Uraricoera, en Roraima. Foto: Guilherme Gnipper/Funai

Muchas veces la dueña del cabaré te da una cama, y muchos cabarés solo te dan el «fuscón», que es el cuartito, y tú te llevas tu hamaca. Y trabajar en una hamaca es horrible. La cama es más cómoda para este tipo de trabajo. Y salir de una habitación de hotel para ir a un «fuscón», donde solo hay mosquitos, ruido de mosquitos, todo tipo de bichos bajo tus pies, y coger en una hamaca, con una persona que está sucia, maloliente, borracha, que no sabes si te va a pegar y no hay nadie que te pueda ayudar… Es de locos. Fue entonces cuando me di cuenta: ¿qué coño he hecho? Me di cuenta de que, muchas veces, las decisiones que tomas en tu vida tienen una consecuencia muy grande, que te arrepientes hasta que no puedes más.

Hay un momento, en el garimpo, en el que te vuelves loca. Tienes ese subidón de adrenalina, siempre tienes miedo, te sientes perseguida, crees que el tipo te ha mirado mal. Tu actitud empieza a cambiar, porque sabes que te tienen que respetar. Porque si no, no vales nada. Si eres débil, te violan tanto, que los tipos te obligan a hacer solo lo que ellos quieren.

La mayoría de las dueñas de cabarés tienen una historia muy marcada en el garimpo, marcada en el sentido de que se les reconoce la trayectoria que han tenido en la mina antes de ser dueñas, antes de tener ganancias, o de tener respeto en las garimpo, porque todo es como un territorio. Cuando llegué, todo me daba miedo, incluso ser grosera con alguien, o rechazar una propuesta. Luego me di cuenta de que, en medio del tráfico, la gente marca su territorio de poder. Porque no se puede llamar de otra manera. Eso es tráfico. No hay otra palabra para describir esta situación de drogas, pistolas, balas, armas, oro, gasolina y otras cosas —muchas— que empecé a notar a los pocos días de llegar.

En el caso de la dueña del primer cabaré al que llegué, tenía una historia muy fuerte. Cuando estaba muy borracha, empezaba a contar la historia de su vida. La violaron y la vendieron a unos hombres del garimpo. Siempre la oía decir lo mucho que había trabajado para criar a sus dos hijos y tener lo que tenía en ese momento. Y ella era así, muy arrogante, muy imponente a su manera. Pero a veces me daba pena, porque cuando se emborrachaba mucho, se acordaba que había matado a alguien, porque la habían violado y no tuvo otro remedio, tuvo que matar para escapar de ese garimpo. Y prácticamente se convirtió en la persona que era en ese momento, por su situación. Así que sentí pena por ella y empecé a hacerme su amiga, no sé cómo. No sé si fue porque me sentí un poco complementada con su historia.

¿Perder dinero con transferencias o arriesgarme?

Bater pano significa que la persona, el hombre que trabaja en una máquina una vez a la semana limpia esa máquina, quita lo que llama cobertor, donde está el oro. La limpian, le pasan ese producto químico, ¿cómo se llama? ¡Mercurio! Y hacen ese proceso para hacer oro. Cada fin de semana, o antes del fin de semana. El viernes, o del sábado al domingo. Es cuando sale más oro, cuando las cantinas, los cabarés, el billar, las apuestas, hasta los indios se emborrachan mucho.

Cuando hacen eso de bater pano es chévere. Muchas veces hay mujeres que se relacionan mucho con un cliente y, cuando le das mucha confianza a un solo cliente, los demás mineros ya no te ven como una prostituta, sino como la mujer de ese minero. Pero si no te relacionas con nadie, entonces haces hasta cuatro, cinco servicios por noche [en días de bater pano].

Casi todos los fines de semana hay fiesta en el cabaré. Bingo, bebida, música alta, striptease. El local se llena y atrae a gente de otros campamentos. Foto: archivo personal/Patri

La mina vista desde un helicóptero (izquierda); pesando el oro recibido como pago por un servicio básico de sexo de una hora. Fotos: archivo personal/Patri 

El oro en la calle cuesta 60 dólares el gramo. Pero en la mina, como hay mucho oro, cuesta 35 dólares. Y te cobran una tasa por cada transferencia, que varía entre 10 y 14 dólares. Así que, si vendes tu oro en las minas literalmente pierdes dinero. Pero hay otra opción: tienes 10 gramos de oro y quieres enviarlos a la calle. Puedes hacerlo, pero es arriesgado. ¿Qué pasa? [Le das tu oro a una persona] y después esta persona puede venirte con el cuento: «Me agarró la policía, me quitaron el oro». O el oro llega «chueco», o sea, incompleto: en vez de 10 gramos, llegan 5. Así que, para mí, era mejor enviar al menos 35 dólares que enviar 60 [que podrían no llegar nunca].

El día que el viejo me levantó con un cuchillo

La segunda vez que volví al garimpo, en 2022, lo pasé muy mal. Un día llegó un cliente, que trabajaba para el dueño del cabaré, un hombre que no solo ganaba con el cabaré, sino también con sus máquinas [de extracción de oro]. Bueno, ese cliente bebió tanto que me dijo que iba al baño y, cuando fui a mi «fuscón», me encontré a un viejo borracho durmiendo en mi cama. Se lo comunico a mi jefe, que estaba con su amante en sus aposentos. Y me dijo: «pues duerme en otro, ya que tus amigas se fueron pal coño». Fui y me acosté en el de al lado.

Hacia las dos o las tres de la madrugada llegó alguien. Oí pasos y alguien que entraba en mi «fuscón» y me llamaba. Contesté: «No estoy, estoy al lado». El tipo entra y me dice que viene de lejos para hacerme una propuesta: «Tengo 3 gramos [unos 120 dólares] y 250 reales [50 dólares] en efectivo. El otro gramo [40 dólares] te lo pago luego».

En un encuentro para hablar de su historia, tras haber dejado ya las minas, Patri se sumerge en las aguas de un río de Roraima. El lugar no se identificará por motivos de seguridad. Foto: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

Al tipo le olían fatal las patas, además me estaba haciendo perder la paciencia, queriendo quitarse el preservativo. Le sugerí que, si continuaba, podía agarrar su dinero y marcharse. Porque cuando trabajo me cuido, no estoy de acuerdo con hacerlo de esta manera. Al final vio que no conseguiría nada y me dijo: «Vale, no te molesto, porque si no, no me voy a gozar nunca».

El viejo de al lado, que dormía en mi «fuscón», se despertó y yo sentí algo que palpitaba dentro de mí, como: alerta. Sacó un machete y rasgó el «fuscón»: «¡Vamos, despiértate, hija de puta! ¿Dónde estás?». Abrí el otro lado del «fuscón» y salí corriendo. Me siguió, insultándome, diciéndome: «Maldita venezolana, te voy a matar, ¿te crees que soy imbécil? ¡Soy un hombre, respétame, maldita! ¡Te voy a matar ahora!».

Me levantó con el cuchillo, me lo puso en el cuello y me dijo: «¡Levántate, levántate, hija de puta! ¡Haz lo que te digo!». Cuando que me levanté, giró el machete, para cortarme, y me dijo: «Mándale un mensaje a tu hijo y despídete de él, porque vas a morir hoy». Cuando aquel hombre dijo eso, todo mi cuerpo tembló de frío. Lloré, pedí clemencia: «Por el amor de Dios, no me hagas nada, por favor. No he hecho ningún arreglo contigo». Hubo un momento en que estaba delante, pero, no sé cómo, en cuestión de segundos, me giré y me puse detrás del tipo con el que estaba durmiendo. Y tenía una pistola debajo del colchón, y dijo: «Oye, flaco, baja ese machete y deja en paz a la chica, porque te equivocas. La chica no está contigo, no te acompaña».

Me levanté y fui rápidamente a la zona donde dormían mis jefes, que eran una pareja, y les expliqué [lo que estaba pasando]. Se limitaron a sonreír, pensando que era gracioso. Entonces ves la realidad, que nadie te protege.

Recuerdo exactamente que el cliente me dijo: «Te voy a dar los seis gramos [250 dólares], pero tienes que irte de este cabaré hoy, porque si no te vas de este cabaré hoy, vas a morir». El tipo me dijo, un viejo con experiencia en el garimpo: «Vas a morir, vete». ¿Crees que dormí esa noche?

Me levanté a las 6 de la mañana, desayuné sin ganas, sin cabeza, desorientada. El dueño me vio y me dijo, bromeando: «Eh, mira, ¿qué te pasa?». Le miré y ¿sabes qué le dije? «¡Que te jodan a ti y a tu puto cabaré! Ruego a Dios que no saques ni un gramo más de todas las mujeres de aquí». Entonces el tipo me dijo: «Si quieres irte, puedes irte, pero ahora tienes que pagarme 19 gramos de oro [unos 800 dólares]». Y yo le contesté: «¿Cómo que 19 gramos? Habíamos quedado en 13 gramos [525 dólares] por venir aquí. Y me dijo: «No, son 19 gramos. Si quieres, puedes irte. Si no, no». Recuerdo exactamente que tenía 21 gramos de oro [850 dólares] y eso fue antes de principios de mes. Le dije que le pagaría los 19 gramos, porque sentía mucha rabia, le dije muchas cosas. Nos insultamos y me dijo que los venezolanos éramos unos desagradecidos.

Ese día fui a la gruta, lloré mucho, me bañé, un baño de agua bendita. Recuerdo que ese día fue el que más me impactó, que pensé estoy aquí, viva, tomando agua de la naturaleza, sintiendo que el agua me toca. Estoy aquí, impresionada, pero aquí. La gruta es un agujero con un puente encima, y allí puedes lavar la ropa, beber, bañarte, porque el agua corre… Me tumbé allí y me quedé un buen rato. No quería volver al cabaré. El hombre de al lado diciendo… gostosa [sensual]. No quería estar allí.

Terminé de bañarme, de asearme, lavé la ropa, fui a tenderla, esperé que fuera la hora del almuerzo, fui a comer. Y los otros mineros me preguntaban: «¿Qué te pasa, mira? Vamos, te llevaré a otro garimpo». Y dije: «¿Cómo?». Y ellos: «Te llevamos, hay unos indios que llevan a las mujeres [a otro garimpo cercano]». Y pregunté: «¿Dónde queda?». Y me dijeron: «Está lejos de aquí, tienes que caminar dos horas, más o menos, por la selva. Tiene que ser un indio de confianza».

Recuerdo que agarré la ropa, la doblé, hice las maletas, pagué los 19 gramos, me despedí de la cocinera, porque le caía muy bien, me despedí de los trabajadores de ese hombre, el dueño del cabaré, que tenía máquinas, además del cabaré tenía máquinas, tenía una cantina, tenía mucho dinero. Y me fui.

Nunca he tenido un cliente indio

Cuando había pasado ya una hora [de marcha], descansé en medio de la selva con dos indios y dos brasileños que iban por el mismo camino. Los indios iban de un campamento a otro y nunca me faltaron al respeto. Al contrario, bromeábamos con ellos: «Ah, ¿te gustan las mujeres, te gusta chuparlas?». Y ellos decían: «Yo no, yo casado, mi mujer».

Nunca he tenido un cliente indio. Si hubiera estado con un indio, me habrían expulsado inmediatamente. O al menos me habrían rechazado todos los mineros, me habría visto obligada a abandonar el garimpo, porque no tendría clientes. Para la mayoría de la gente, los indios no tienen higiene, no tienen ese tipo de cuidado. Y son prácticamente inocentes, es como aprovecharse de una situación que no tiene nada que ver. Si es por sexo, hay muchos mineros brasileños que quieren sexo y si es por oro, son los mismos brasileños los que te pueden ofrecer oro. ¿Pero un indio? No sé, es lo que pensamos de ellos.

Nunca he visto a una india prostituirse, o que la exploten, pero he escuchado historias que cuentan los propios garimpeiros. Un día un tipo estaba sentado a mi lado y dijo, mirando a una niña de unos 12 años: «Madre mía, esa indiecita, qué guapa, esas tetitas tan bonitas, si tiene el chochito limpio, me la cojo». El pensamiento de ese hombre me dejó hecha una furia, me levanté y le canté las cuarenta.

Varias veces los oí hablar entre ellos, que habían cogido con indias que les habían vendido. En ese garimpo, las mujeres indígenas ya tomaban, se sentaban con los clientes, se peleaban con las otras mujeres brasileñas por los hombres.

Patri registra un tramo de la caminata de dos horas, entre selva y minas, que hizo con una amiga. Ese día, las dos salieron al encuentro de la hermana de esta compañera de excursión, que trabajaba en la cocina de otro campamento. Foto: archivo personal/Patri

¡Corre, las indias nos matarán!

Hacía dos semanas que había llegado al nuevo cabaré, propiedad de Pequena [nombre ficticio], e inesperadamente surgió un gran problema para todas las mujeres que hacían de putas. Recuerdo que me levanté para ducharme, como siempre. Era común ver a los indios todo el rato caminando por el río, así que no me fijé demasiado. Vi a Rubi [nombre ficticio], llevaba un pastel en las manos para la fiesta de cumpleaños del famoso Sorriso [nombre ficticio], un tipo muy poderoso, que los otros hombres envidiaban y que pagaba bien a todas las mujeres.

Al cabo de unos minutos, llegó corriendo con la cara desencajada, diciendo: «¡Las indias, las indias, vienen a matarnos! ¡Corre, corre!». Salí disparada como una bala a despertar a mis amigas, gritando.

Dulce [nombre ficticio] estaba confusa y Branca [nombre ficticio] estaba tan nerviosa que quería huir hacia la selva. Y yo pensaba: no, ¿qué sentido tiene esconderse en la selva si nos van a alcanzar? Se conocen las montañas como la palma de la mano. «Pequena, Pequena», gritamos todas, muertas de miedo. Ella se despertó, porque las indias le destrozaron parte de la cantina con la punta de un hacha, mientras decían muchas cosas en su idioma. Yo no entendía ni una palabra.

Eran muchas, unas 50 mujeres indígenas y 13 jóvenes, todas con hijos e hijas. Estaban pintadas de rojo. Otras solo tenían en la cara una masa blanca, que eran las cenizas de sus familiares muertos. Esto indicaba que estaban de luto, pero, aun así, habían ido a luchar contra todos los mineros. Había una mujer mayor de rodillas llorando con un gran dolor, expresando tristeza, asco, rabia, impotencia. Había otro indio que hablaba bien portugués y también su lengua, y ayudó a traducir lo que decía la señora.

Decía que estaba cansada de ver que los hombres llegaban borrachos [a su xapona]. Los hombres que deberían defender a sus esposas e hijas llegaban y se peleaban y le pegaban a sus esposas, se peleaban con sus hermanos indígenas llegando incluso a matarse. La sentí llorar en mi corazón. Quise abrazar a la anciana y decirle que todo esto se iba a acabar, pero ¿para qué, si era una gran mentira? El traductor de los indígenas dijo lo siguiente, sobre la petición de toda su comunidad:

«¡Garimpeiro, no vende cachaza a indio! Indio toma cachaza, indio cabeza loca, indio mata a otro hermano, indio trata mal a mujer, mujer llora mucho. Indio antes tranquilo. Cabeza loca, culpa de cantinero. Hijo pequeño enferma, agua sucia.

Cantinero, vende solo comida a indios. Si indio sabe que chica, cantinero, minero vende cachaza, indio viene y mata a todos. Todos ustedes respeten a india, a niño, a todos, ¿de acuerdo?».

En este otro extracto de sus memorias, Patri cuenta cómo fue el día en que las mujeres indígenas llegaron furiosas al cabaré y pidieron respeto para las comunidades indígenas, que se prohibiera la venta de bebidas alcohólicas a los hombres de sus aldeas y la música alta de madrugada. Foto: reproducción/Daniel Tancredi/SUMAÚMA

Y entonces las indias nos hicieron cocinar para todos ellos, nos hicieron cocinar pescado, pollo, carne. Y ellas se quedaron mirando. Era una humillación, ¿sabes? ¿Y qué íbamos a hacer? No puedes decir que no. Todas las mujeres se pusieron a cocinar, cada una cocinó dos, tres kilos de arroz, carne, pollo a la parrilla. Y ellas se quedaron sentadas, con un montón de niños pequeños, y los hombres indígenas protegiéndolas. Eran muchos. Se quedaron desde las 7 de la mañana hasta las 5 de la tarde, que era una hora antes de que se pusiera el sol. Tienen una cultura muy buena en este sentido. Tienen un horario para todo. Y se fueron a dormir a su xapona.

Las mujeres indígenas prohibieron que se vendiera cachaza a sus maridos, que se diera licor a las mujeres y que se dieran armas. Entonces el hijo [de la mujer que habló] dijo: «¡No, armas sí!». Otro indígena dijo que necesitaba protegerse del enemigo, de la otra mina. Me di cuenta de que para los hombres era importante tener un arma, pero a las mujeres no les gustaba, porque empezaban a disparar cuando se emborrachaban y aumentaba mucho la agresividad en la comunidad.

Todas las mujeres nos señalaban como si fuéramos las culpables de sus tragedias, y entre gritos y rabia nos suplicaban que las dejáramos en paz. También nos pidieron que bajásemos la música después de las 9, porque la xapona estaba muy cerca, a unos 250 metros, y les resultaba difícil dormir con ruido, al son de Marilia Mendonça, Gusttavo Lima, todo tipo de música romántica brasileña o funk. Con toda esta situación, comprendí que las mujeres luchaban por su tranquilidad, por sus derechos. Dentro de mí recordé que por mis venas corre la sangre india de mis antepasados.

Los garimpeiros, por un momento, creo que se sintieron mal, pero seguían pensando en sus objetivos. A las 7 de la noche todas las mujeres de los cabarés y los dueños de las máquinas se reunieron para hablar de lo ocurrido. El cabaré estaba lleno de clientes. Aquel día trabajamos mucho, hasta las 4 de la madrugada. La música estaba baja, pero todo el mundo estaba allí.

Para los pequeños indios, cachaza y vidrios rotos de 51

Un día estaba borracha y dejé mi «fuscón» abierto. Y, como cualquier indígena, se nota que son muy curiosos, parecen niños. Y quizás vieron la maleta abierta, vieron algunas cosas que les llamaron la atención, se llevaron champú, desodorante, una sábana nueva, cremas, ese tipo de cosas que yo creo que les gustaron. Y luego, poco a poco, vi a una india con mi sábana, que era de mi hijo. Pero creo que no fue ella, que fue su marido quien se la llevó, porque tiene un bebé. Así que pensé: ¡déjalo estar! Pero era la sábana de mi hijo, de cuando era un bebé. Era una sábana de panda, blanca y negra, y me gustaba mucho. Entonces le pregunté: «¿Quién te ha dado esta sábana?». Y ella me miró como si no supiera, no hablaba mi idioma. Y le dije: «Ay, sinvergüenza, sí que lo sabes, tú me robaste la sábana, era de mi hijo, yo también tengo un hijo». Y me sonrió.

Bromeábamos con ellas, con las indias. Les dábamos muchos dulces, comen muchos dulces de paquete, caramelos, piruletas, galletas María. Los dueños del cabaré y de la cantina también les daban muchos dulces a los niños.

Los garimpeiros, la mayoría ponen esas cajas de 51 [marca de cachaza] y se rompen, las lanzan al aire y las tiran y acaban rompiéndolas. Y los indios están acostumbrados a andar descalzos por la selva, es su hábito natural, nadie lo conoce mejor que ellos. Y un indiecito así, de 4 años, muy parecido a mi hijo, se cortó un dedo, le faltó un poquito para salirse del lugar.

«Ha entrado algo así en mi cuerpo», lloraba con un sentimiento… Y fui a ayudar al indiecito. Lo agarré, me senté en la zona donde bailan las mujeres, las stripteasers [que cobran menos, unos 20 dólares por estar desnudas en el cabaré], y salía mucha sangre. No paraba de salir. Agarré unos calcetines y se los puse, fui a darle una medicina y mi jefe me dijo: «No les des ninguna medicina, porque si le pasa algo vendrán aquí a arrancarte la cabeza. No dejan que nadie los ayude. Déjalos, no sé dónde está su madre».

Entonces mi jefe empezó a decir a los demás: «¿Dónde está la madre de este niño?». Así que fueron a buscar a la abuela, porque la madre estaba enferma, no sé qué enfermedad tenía, pero estaba en su xapona. Y le dijo: «¡India, llévate al niño, se ha cortado!». Ella lo agarró así, como si fuera un muñeco entre sus brazos, en el regazo, y se lo llevó a una gruta muy sucia, porque cuando yo llegué esa gruta estaba muy limpia, pero después estaba muy sucia, porque ya estaban trabajando, explotando la tierra. La estaban destruyendo, ¿sabes? Después de unos días volví a ver al niño, pero el dedito ya no se le movía, creo que se puso duro, ¿sabes?

Qué triste, sentí pena por ellos. Porque a veces la conciencia de la persona que ha estudiado, que conoce las consecuencias de sus actos, cuando llega a las minas se transforma, parece un animal. Se transforma en un animal, pierde la esencia de la educación, de la empatía, de la preocupación, así que a la mayoría de los mineros no les importa hacer daño a los bebés. Los mineros dan cachaza a los niños. He visto estas situaciones, no las acepto, pero no tenía otra opción. No lo aceptaba, pero ¿qué podía hacer? Estaba sola allí, si ni siquiera podía cuidar de mí, protegerme.

Había un grupo que vendía marihuana, hachís, piedra, coca, lo distribuían a los novatos, a los jóvenes que entraban en el garimpo. Algunos jóvenes indígenas también compraban droga con el oro que conseguían haciendo algún tipo de trabajo para los dueños de las máquinas. El jornal para los jóvenes era un gramo de oro [unos 40 dólares] para descargar la mercancía del avión y llevarla a la choza del patrón, o para conseguir la madera para construir las chozas.

Cuando descubrí que los indios tienen sentimientos

Teníamos que subir una cuesta, pasar por las máquinas para llegar a su xapona. Normalmente no nos recibían bien, porque es su intimidad, pero llegué a entrar en una.

Fue una emergencia, porque había ocurrido algo muy fuerte entre ellos. Se habían golpeado, una guerra entre ellos. Uno quería expulsar al otro grupo porque habían robado y no era la primera advertencia del jefe de su zona. El otro no lo aceptaba, porque sentía que tenía el mismo derecho que el jefe. Se golpearon con palos de bambú, empezaron a golpearse en la cabeza. Se partieron literalmente la cabeza. Era desde el más pequeño, de seis años, hasta el mayor. Entre toditos, fue una guerra visual lo que vi. Unos estaban pintados de negro, otros tenían pintura roja en la cara.

Meses depois de ter deixado o garimpo, Patri se deixou fotografar em conexão com a floresta. Foto: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

Ese mismo día, por la noche, llegó uno y le pidió a la cantinera que llamaran a un piloto para que viniera a recoger a fulanito, que se estaba muriendo. Y todos estaban así: querían ayudar, pero es mucho trabajo, llevará tiempo, mejor mañana… Claro, no es su familia, ¿no? Y el tipo insistía: «Llama, llama, llama por radio». Recuerdo que mandé un mensaje: «Mira, aquí hay un indio, se está muriendo y tienen que sacarlo, porque si no lo sacan, será otro problema». Cuando entré en la xapona había otro indio peor que él, le habían roto la columna. Lo estaban velando. Y yo pensaba que era un velorio en un ataúd, como nosotros. Pero no, lo colgaron en un árbol, en la selva, durante tres o cuatro días. ¿Qué vaina es esa? Una vaina que yo nunca había visto. ¡Mi Dios del cielo amado! Sáqueme de aquí.

Me dio todo, me dio asco el olor. Pero estaban llorando al muerto. Y el muerto allí, en la selva, en el árbol. Al cabo de unos días vi a las indias con las cenizas en el cuerpo. Y tienen que mantener las cenizas en su cuerpo durante un mes, este es su luto por un hermano, un pariente. Y aprendí algo nuevo en mi vida.

Cuando llegamos, todos estaban llorando, cantando, muy borrachos, cantando una canción muy bonita. No sé lo que dicen, lo que significa, pero con ese sentimiento… Es difícil aceptar la forma en que velan a un familiar, pero es su cultura. Me puse muy triste, porque ellos estaban muy tristes. Pensé que era humano, [porque] creía que no tenían ese tipo de sentimientos, tenía la idea de que eran brutos, salvajes y violentos. Pero descubrí que sienten dolor por un ser querido. Sufren por sus familiares, lloran, velan a sus muertos, cuidan a sus hijos. A su manera, pero lo hacen.

Pese a la brutalidad, marcante, volví

¿Qué hace que alguien quiera volver al garimpo? El dinero, el oro. Tener un sueño y la expectativa de ganar dinero rápido. Creer en algo que no sabes si va a funcionar, pero tienes que probarlo. Nadie te abre la puerta si no llamas. Ni siquiera es el lujo, porque el lujo está en la ciudad. Es la ambición. Y creo que puedo ponerme en esta categoría, porque aquí en la ciudad lucharé, pero no obtendré el mismo resultado en poco tiempo. Es arriesgado, es peligroso, sí, pero es un proyecto, una perspectiva.

De toda mi experiencia, destacaría no la satisfacción de tener oro en el bolsillo, sino la brutalidad con la que se trata a la mujer y que marca. Eso es lo que más sentí. Nunca me gustó el trato, el respeto es muy poco, la consideración, mínima. La autoestima de una mujer es siempre de una puta, no la de una mujer guerrera. Tienes que ser muy fuerte, tienes que tener una leona dentro si te ofenden. Sabiendo que te pueden matar, tendrás que pelearte.


Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago

Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Montaje de página: Érica Saboya

La brutalidad con la que siempre se trata a las mujeres, según Patri, es la experiencia más impactante de su periplo por las minas y en la vida. Foto: Daniel Tancredi/SUMAÚMA

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