Periodismo desde el centro del mundo

Calor letal: el día después de la muerte de Ana Clara Benevides en el concierto de Taylor Swift en Río de Janeiro, el público esperaba la segunda actuación, que se aplazó. Foto: Pilar Olivares/Reuters

La muerte de Ana Clara Benevides en el concierto de Taylor Swift ha dejado evidente la alienación colectiva que nos lleva a días cada vez peores. La estudiante de psicología salió de Rondonópolis, para cumplir su sueño de ver a la artista en directo el 17 de noviembre en Río de Janeiro. Ana solo vio la primera canción del espectáculo. En la segunda se desmayó, al cabo de poco moriría, posiblemente por el calor extremo. Esa noche, en la octava ola de calor del año en Brasil, la sensación térmica en el estadio rozaba los 60 grados. Si la muerte de una joven por el calor durante un concierto nocturno es aterradora, también lo es la reacción de las autoridades, del público y de parte de la prensa. Revela una peligrosa desconexión de la realidad.

Primero, la reacción de los fans cuando se les informó de que el concierto del sábado se aplazaría porque se preveía que sería el día más caluroso del año. Por supuesto, los organizadores deberían haberlos avisado antes, pero que no comprendieran que una persona murió posiblemente de calor, que otras mil se desmayaron y que la segunda noche podría tener resultados aún peores, quizá hasta para ellos, da miedo. Varias frases de los reportajes de la prensa empezaban así: «Sé lo de la crisis climática, pero…». No, no lo saben. Si lo supieran, se darían cuenta de que el calentamiento global ya les ha hecho perder mucho más que un espectáculo y que perderán mucho, pero que mucho más, no en un futuro lejano, sino mañana.

Lo que está ocurriendo no es una fase pasajera, sino la corrosión de la vida. Y no parará a menos que los jóvenes que fueron a los conciertos empiecen a moverse, como hacen los activistas climáticos urbanos inspirados por Greta Thunberg y los activistas climáticos de los pueblos originarios, quilombolas y comunidades tradicionales de los diversos biomas de todo el planeta. Perderse un concierto es una nimiedad. No darse cuenta de ello es síntoma de una profunda alienación.

Segundo, la polémica de las botellas de agua. Es obvio que es fundamental garantizar el acceso al agua en cualquier acto multitudinario y todas las iniciativas en este sentido son válidas. Pero no se trata de eso. Cuando alguien muere de calor debido a los fenómenos extremos provocados por la combinación de El Niño y el calentamiento global, significa que el punto de colapso en el que estamos ya ha rebasado el hecho de poder entrar o no con agua a los estadios. El agua potable será cada vez más escasa en un planeta sometido a sequías extremas. En este momento, gran parte de los manantiales están contaminados por mercurio, pesticidas y otros agentes. Y lo que es peor: los siguen contaminando empresas transnacionales, la agroindustria y la minería legal e ilegal.

Es curioso cómo la gente va aceptando las limitaciones sin percibir lo que les va comiendo la vida. Nuestros abuelos no compraban agua para beber ni para usar. Fuimos aceptando pasivamente que había que tratar el agua porque los ríos se estaban contaminando y, por eso, empezamos a pagar una factura. Luego aceptamos pasivamente que los manantiales pasaran a ser propiedad de grandes empresas que empezaron a vendernos agua mineral. Hoy, cuando hacemos viajes por la selva para hacer reportajes o cursos de coformación en la Amazonia, parte del barco lo ocupa el agua mineral comprada, porque el agua de las aldeas indígenas y las comunidades tradicionales está contaminada con mercurio y pesticidas. Peor aún: aceptamos que las mismas empresas que contaminan los ríos sean las dueñas de las fuentes de agua limpia.

Fenómeno extremo, sequía histórica: para aguantar la emergencia en el estado de Amazonas, los residentes transportan agua donada y embotellada. Foto: Bruno Kelly/Reuters

Esta misma lógica es la que hace posible que se venda agua a precios desorbitados en los recintos de los conciertos. Pero esta lógica tiene un nombre: capitalismo. Y el capitalismo está matando a nuestra especie y a las otras. Responder al colapso de la vida con un «tengo que ir al concierto, es mi sueño» puede ser increíblemente estúpido, por todas las razones y porque podrías ser tú quien muriera. También es increíblemente narcisista, resultado del entrenamiento para el consumo al que nos somete el capitalismo y que reproducen parte de los padres y educadores. Son generaciones a las que se ha moldeado para que crean que sus deseos son lo más importante del mundo y que, si siguen el manual, podrán satisfacerlos comprando fruslerías. Más aún: las ha moldeado la ilusión que vende el capitalismo de que todo se puede resolver con dinero.

La vieja noticia es que no, no se puede. ¿O por qué creen que los multimillonarios intentan ir a Marte y los supermillonarios construyen búnkeres para protegerse de los efectos del colapso climático en países como Nueva Zelanda? Utilizan los miles de millones que han acumulado con sus corporaciones, la mayoría destructoras, para intentar escapar del planeta que han destrozado, o al menos para garantizarse que estarán a salvo y abastecidos entre sus muros más que blindados. También es una ilusión, pero mientras tanto siguen comiéndose el planeta. Y, por supuesto, los primeros afectados son los que ya lo están ahora: las poblaciones originarias, las personas negras, las más pobres y cuya vida ya es precaria, empezando por los niños.

La organización Climate Central ha analizado los registros de la temperatura del aire de los últimos 12 meses (del 1 de noviembre de 2022 al 31 de octubre de 2023) y ha llegado a una conclusión aterradora: la temperatura global ya ha aumentado 1,32 grados centígrados desde la era preindustrial (1850-1900). El año 2023 ya nos ha mostrado cuál es el impacto de un calentamiento de esta magnitud y todo indica que, si seguimos por este camino, superaremos los 2 grados centígrados en las previsiones más optimistas y podríamos llegar a más de 3 grados.

La serie de fenómenos extremos en Brasil y en todo el planeta es terrorífica. Ahora mismo, parte del sur del país está bajo el agua y el norte vive una de las mayores sequías de la historia. Y acabamos de sufrir la peor de las ocho olas de calor de este año, exactamente la que puede haber matado a la joven Ana Clara. ¿La convulsión del clima será suficiente para sacar a la gente de su estado negacionista? Probablemente no. Es lo que muestra la repercusión de la muerte en el concierto de Taylor Swift.

Acabamos de pasar unos años con una pandemia que cambió todos nuestros hábitos mientras duró, pero no aprendimos nada de la experiencia. Solo en Brasil, donde el virus recibió el apoyo decisivo del gobierno de Bolsonaro, la covid-19 mató más de 700.000 vidas. Pero no aprendimos nada. Entrenados por el capitalismo en la creencia de que siempre habrá una salida, la mayoría vivió la pandemia como si fuera una fase pasajera. Ignoró explícitamente que la época de las grandes pandemias no ha hecho más que empezar, porque son el resultado de la destrucción masiva de la naturaleza que, como sabemos, continúa.

La normalidad —que solo lo era para algunos— nunca volverá. Tampoco existe una «nueva normalidad». Estamos en colapso climático. Pero la gente prefiere negar los hechos, incluso cuando la casa se le cae literalmente encima por culpa de un ciclón o de un incendio.

Cuando el ministro de Justicia y Seguridad Pública, Flávio Dino, promulga una «medida» que autoriza la entrada en actos multitudinarios con botellas de agua y exige a los organizadores que instalen en los recintos «islas de hidratación» de fácil acceso con agua potable, solo está haciendo mucho ruido para poca acción. De un gobierno se espera esto y mucho más. Se esperan, por ejemplo, acciones mayores y más concretas para hacer frente al calentamiento global.

Pretender que el problema se reduce a garantizar botellas de agua es similar a la frase (falsamente) atribuida a María Antonieta durante la Revolución Francesa. Le habrían dicho que el pueblo se rebelaba por falta de pan. Y ella, habiendo vivido toda la vida en la burbuja de la corte, habría respondido: «¡Si no tienen pan, que coman brioches!». Los botellitas de agua son los brioches de este brutal acontecimiento.

Responder a la muerte de Ana Clara es, en primer lugar, nombrar la causa principal, la que puede haberle provocado la hemorragia pulmonar y tres paros cardiorrespiratorios. Si se demuestra que el calor extremo causó el colapso del organismo, el nombre es calentamiento global. En segundo lugar, actuar. Si alguien todavía no se ha dado cuenta, vale la pena repetirlo: los gobiernos no harán las políticas públicas necesarias a menos que haya mucha presión de la sociedad; el parlamento no hará las políticas públicas necesarias a menos que haya mucha presión de la sociedad. En el caso de Brasil, el Congreso es quizás el más depredador de la historia de la República, mayoritariamente al servicio de las empresas transnacionales y de los latifundistas. Lula está bastante emparedado; la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, que consiguió la hazaña de reducir la deforestación de la Amazonia un 22% en un contexto extremadamente hostil, se enfrenta a una guerra fuera y dentro del gobierno; el Congreso ha aprobado leyes que aumentan en gran medida la destrucción de la naturaleza y sus pueblos y, por lo tanto, contribuyen decisivamente al calentamiento global.

Hay que presionar mucho, pero que mucho, a los gobernantes y parlamentarios, y levantarse contra las empresas que destruyen nuestra casa. Aparte de eso, solo tenemos que esperar a que el fuego nos alcance, porque lo hará. Como alcanzó a la joven Ana.

Uno de los mayores enemigos de la preservación de la vida y principal responsable del calentamiento global es precisamente el petróleo. El planeta se calienta porque hace más de 200 años Europa (Inglaterra primero) empezó a utilizar a escala industrial combustibles fósiles, que emiten los gases de efecto invernadero que provocan el aumento de la temperatura. Desde mediados del siglo 20, los científicos advierten del calentamiento global que provocan los combustibles fósiles y agravan la deforestación y la producción industrial de carne. Las empresas petroleras contrataron entonces a grupos de presión para negar que eso estuviera ocurriendo, la misma estrategia que utilizó la industria del tabaco, que, a pesar de saber que los cigarrillos provocan cáncer, consiguió comprar a científicos y médicos para que mintieran y dijeran lo contrario. Y, así, aumentó exponencialmente el número de muertes mientras infectaba el cine y la televisión con anuncios glamurosos en los que aparecían artistas con cigarrillos en la boca y se lucraba como nunca.

Un estudio publicado por el instituto Climate Analytics muestra que las 25 principales empresas de combustibles fósiles obtuvieron 30 billones de dólares de beneficios entre 1985 y 2018 y causaron daños climáticos por valor de 20 billones de dólares. Como mostró el Observatorio del Clima, si pagaran por el estrago que causaron, las corporaciones aún tendrían 10 billones de lucro. Por su parte, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente denunció que la producción de combustibles fósiles prevista por los gobiernos de todo el mundo para 2030 es un 110% superior a lo que es compatible con la meta del acuerdo sobre el clima de París. Esta es la calaña de los gobiernos actuales.

Lo que ocurre hoy en Brasil ilustra el nuevo momento de la industria petrolera. Mientras los fenómenos extremos aumentan y matan a gente en el país y en todo el planeta, se extiende el discurso de que hay que hacer una «transición energética gradual, responsable y creciente»  (léase lenta, muy lenta para garantizar lucros a los accionistas) y todo el blablabá que de él deriva. Una de las acciones que propone es abrir un nuevo frente de explotación de petróleo en la Amazonia, precisamente el bioma que está cerca del punto sin retorno. Lula, que prometió defender la Amazonia, está a favor, al igual que gran parte de su gobierno.

Este es el tema del reportaje en profundidad de la reportera especial Claudia Antunes, una de las mejores periodistas de Brasil, que dedicó meses a entender tanto la relación subjetiva de la población con el mundo del petróleo como los planes de Brasil y otros países para los combustibles fósiles. Con la dedicación obsesiva que caracteriza el periodismo de Claudia, siempre muy riguroso con la precisión y el respeto por las complejidades, nos lleva de la mano a través de esta larga y socavada trayectoria y nos muestra qué planes tienen actualmente los dueños del dinero y de la maquinaria del Estado. Y los planes son los peores posibles.

Combustible fósil en las manos, planeta en colapso: el petróleo es nuestro, pero, a estas alturas, ¿quién quiere petróleo? Fotos: Antonio Scorza/AFP y João Paulo Guimarães/Greenpeace

Reportaje destacado de esta edición, es de lectura obligada para cualquiera que no quiera esperar a que la casa-planeta se queme para que los multimillonarios y supermillonarios puedan seguir lucrándose. Este será también el centro de la disputa en la COP28, que comienza el día 30 en el vergonzoso petroemirato de Dubái.

Taylor Swift escribió en las redes sociales que no conseguía hablar de lo ocurrido porque se sentía «abrumada por la tristeza». La cantante tiene la obligación ética de ser mucho mejor y utilizar su enorme visibilidad para hablar del calentamiento global, que matará cada vez más. Y que ahora puede haber matado en su concierto. Una persona pública tiene una responsabilidad pública. Que alguien con la resonancia de Taylor Swift se inhiba de cumplir con su deber en este momento límite que vivimos es una vergüenza.

Para la joven Ana ya no hay tiempo. Pero quizá lo haya para la mayoría si dejamos de inhibirnos ante el mayor reto al que nos hemos enfrentado nunca. No es solo Taylor Swift quien tiene que hacer lo que pueda, sino todos los que estén interesados en seguir viviendo. Si no se toma partido por el fin de la explotación del petróleo, no hay nada que hablar. El resto son brioches.


Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Editoras: Malu Delgado (responsable de reportaje y contenido), Viviane Zandonadi (flujo y estilo) y Talita Bedinelli (coordinación)
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