Milton Guran tiene ese aire tranquilo de quien ya ha vivido muchas cosas. Antropólogo y fotógrafo, ha dedicado su vida y su carrera, iniciada en 1978, a hacer registros documentales de pueblos originarios de Brasil y cuestiones identitarias en el África Occidental. Entre 1986 y 1989, Guran fue fotógrafo del Museo Nacional de los Pueblos Indígenas, en Río de Janeiro, cuando registró los primeros contactos con los Arara de Cachoeira Seca, en 1987, a orillas del Río Iriri, en el estado brasileño de Pará. Treinta y un años después, el fotógrafo antropólogo regresó a la Amazonia, temiendo los brutales efectos contra los Indígenas que podrían producirse durante el gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro, lo que se comprobó en la práctica en los años posteriores.
Es este material precioso, en su mayor parte aún inédito, de dos puntos en el tiempo, el que Milton Guran ofrece a los lectores de SUMAÚMA. Además de la fuerza histórica y estética de las imágenes, están también los registros realizados en su diario de campo, donde relata los pormenores de esta experiencia singular de primer contacto con un pueblo que desearía no haber sido tocado nunca por los blancos. Pero lo fue, y es triste comprobar, tres décadas después, la destrucción del alma de un pueblo.
En su departamento de Río de Janeiro, con grandes ventanales, techos altos e iluminación difusa, los libros y documentos ocupan todas las estanterías. En las paredes, fotos extraordinarias que cuentan la historia de vidas, también la de Milton. Antes de que lo fotografíen, ofrece un café. Se cambia la camisa, pero se deja las chanclas. Llega al salón unos minutos después, cargado con una caja de cartón llena hasta los bordes. De allí sale un objeto precioso: un pequeño cuaderno amarillento sin ninguna página vacía. Es su diario de antropólogo, que contiene los registros de lo que vio y sintió en el Río Iriri, en Terra do Meio. Frente a las fotos extendidas sobre la mesa, impresas en papel bond, Milton Guran muestra cómo consiguió captar la ligereza de los Arara cuando estaban en plena conexión con la naturaleza y, años después, el desastroso efecto de la intervención en la cultura Indígena.
Hoy, los Arara de Cachoeira Seca siguen esperando la desintrusión o expulsión de los invasores, que se aplaza constantemente. Amenazados por el intenso tráfico de la carretera Transirirí —que algunos ladrones de tierras públicas y los madereros utilizan para transportar hasta la Transamazónica lo que saquean en la selva—, sufren amenazas y violencia. La carretera que empezó a matarlos nunca dejó de robarles la vida.
(Lela Beltrão, editora de fotografía, y Malu Delgado, reportera jefa)
Los ojos de Milton: el fotógrafo y antropólogo en su casa de Río de Janeiro, el diario de campo y las fotografías. Fotos: Lela Beltrão/SUMAÚMA
Altamira, Río Irirí, Terra do Meio
En 1987 trabajaba como fotógrafo en el Museo del Indio [actualmente Museo Nacional de los Pueblos Indígenas], en Río de Janeiro, y mi principal tarea consistía en documentar sistemáticamente los distintos pueblos Indígenas de Brasil. Naturalmente, por su evidente importancia, nos centramos en los pueblos aislados.
Cuando se construyó la BR-230, la carretera conocida como Transamazónica, en la década de 1970, se produjo un fuerte enfrentamiento entre los Indígenas y los obreros que la construían. Intervino la Coordinación de Indígenas Aislados de la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas (Funai), en aquella época dirigida por el indigenista Sydney Possuelo, que identificó que los Indígenas eran del pueblo Arara, un grupo étnico que se creía extinguido desde principios del siglo XX. El trabajo de atracción y diálogo con esos Arara tuvo muchos percances — incluido un flechazo en el pecho del sertanista [especialista en la selva] Afonso Alves da Cruz —, pero se consolidó en 1980.
Una vez establecido el contacto con el grupo principal, solo un pequeño número de aislados seguía deambulando por la selva entre la BR-230 y el Río Irirí, afluente del Xingú. Este grupo — actualmente conocido como los Arara de Cachoeira Seca, pero que se autodenomina Ugoro’gmo — fue víctima de una persecución sistemática por parte de ladrones de tierras públicas, reclutadores y madereros. Se produjeron numerosos enfrentamientos y varias muertes, hasta que la Funai, bajo la coordinación de Possuelo, consiguió aislar la zona por la que transitaban para realizar el trabajo de atracción, que finalizó en octubre de 1987.
De izquierda a derecha: Elepó (esposa de Tibie), Afonso Alves (jefe del puesto de atracción, en pantalón corto con rayas laterales), Tibie, Tybyrybi (niño), Manuel Evangelista Brito da Silva (enfermero, con camiseta), Sydney Possuelo (con gorra) y Tiuvandem
En el museo seguíamos de cerca la labor del Frente de Atracción Arara, que había conseguido que el gobierno cerrara el acceso al territorio donde estaba este grupo de aislados. Bajo la responsabilidad del indigenista Afonso Alves da Cruz [una referencia en Brasil en la defensa de los Indígenas, especialmente de los pueblos aislados], se instaló un puesto de vigilancia a orillas del Río Irirí, en la principal vía de acceso al territorio. Otro puesto de atracción, que se bautizó con el nombre de Libertad, se instaló a 45 kilómetros de la margen del río, selva adentro, donde se solían depositar regalos para los aislados, que casi nunca se dejaban ver. Hasta que, un día, unos hombres se presentaron por sorpresa en el puesto y dijeron que volverían al cabo de un rato.
Durante este período, siempre buscábamos noticias sobre este Frente de Atracción. Un día, cuando estaba en Brasilia por motivos personales, fui a la Funai para informarme y supe que Sydney había ido a Altamira, porque la visita de los aislados al puesto era inminente. Con la autorización del Museo, partí hacia Altamira solo con el equipo fotográfico básico que llevaba conmigo en ese momento.
Durante tres días esperamos a los aislados en el puesto del Río Irirí. El grupo estaba dirigido por Afonso Alves da Cruz e integrado por ocho sertanistas, entre los que había dos enfermeros, todos ellos con mucha experiencia en este tipo de trabajo. Como era casi seguro que los aislados eran Arara, Sydney Possuelo incorporó al equipo a dos jóvenes de la misma etnia: Aktô, de unos 16 años, y Tiuvandem, un poco más joven, ambos del grupo con el que ya se había hecho contacto en 1980.
Procedentes de su campamento en las profundidades de la selva y guiados por Aktô, los aislados finalmente aparecieron. Observé la llegada del grupo a través de un agujero que había hecho en la pared de una de las construcciones del puesto, lo bastante grande para que cupiera un teleobjetivo.
Así quedó registrado en mi diario de campo:
Lapi y Tatimm con Wiló a cuestas
1987
7 oct, miércoles, Irirí (Puesto de atracción Cachoeira Seca)
Los aislados llegaron justo antes de las 9 de la mañana, en grupo, y entraron en el puesto con el sol de frente. Eran 28 en total, 11 adultos y 17 niños, entre ellos 2 bebés. Los adultos sostenían una estera trenzada de babasú sobre la cabeza y estaban contentos, hablaban mucho, todos a la vez. Sydney decidió dejar la videocámara sobre la mesa. La mayoría de los hombres fueron a esperarlo al cobertizo donde estaban las bananas que se habían dejado para ellos. La interacción fue inmediata.
Cuando Aktô les dijo que era un Arara (se autodenominan así) del otro lado de las colinas, uno de ellos dijo que conocía a Piput, uno de los Arara más antiguos y respetados y padre de Aktô. La alegría fue grande. Los aislados también recordaron a Wapuri. Puede que haya una coincidencia de nombres, pero Sydney cree que son los Arara con los que se contactó en 1980. Según él, la interacción entre los Arara se rompió a partir de 1970, con la Transamazónica (…).
De izquierda a derecha: Gugu, Puy y Tchagat
Los hombres miden más o menos 1,60 metros. Son barbudos, barrigones y no especialmente fuertes. Parecen sanos, tienen todos los dientes, la piel lisa, sin heridas. Algunos tienen restos de pintura negra de genipa. Son rayas en forma de X en el pecho y los muslos. Los hombres llevan un collar del que cuelga, en la espalda, un hueso de mono. Otros llevan pulseras. Los bebés van en el lado izquierdo [del cuerpo de sus madres] agarrados con tiras de fibra o algodón.
Desde mi escondite, detrás de la pared de la cocina, solo había hecho algunos registros de la llegada del grupo cuando uno de los hombres, aparentemente el jefe, miró fijamente al centro de mi objetivo. Aunque estaba a unos 20 metros de distancia y la pared estaba a la sombra, se dio cuenta de que había algo extraño. Cuando apartó la mirada un momento, saqué la cámara y tapé el agujero. Con cuidado, me alejé, agachado. Cuando me uní a los demás, desperté más curiosidad de la que me hubiera gustado. Iba en pantalones cortos y sandalias, como todos.
Me miraron y comentaron mucho: Sydney y yo somos los nuevos [del grupo] y aún no nos conocen. Hablaban en voz alta, algunos me rodearon. Poco a poco, se fueron alejando. Algunos volvieron. Una mujer con un niño en el pecho me miró mucho a los ojos, yo sonreí, ella sonrió, le tendí la mano, me agarró los dedos, llamó a los otros, siguió hablando con ellos y balanceando mi mano (…).
La visita de los aislados duró solo dos días. Cuando dijeron que se iban al día siguiente, decidí exponer la cámara. Huyeron de ella, con muchas exclamaciones.
Por la traducción de Tiuvandem [primo de Aktô, de unos 14 años; Sydney lo llevó para ayudar con la traducción y la socialización], entendí que para ellos era un arma. Les expliqué que no era un arma y le pedí a Tiuvandem que me hiciera una foto. Pero el joven nunca había puesto la mano en una cámara y se hizo un lío y los Arara corrieron en desbandada. Atraído por la confusión, llegó Aktô, que se dejó fotografiar, con lo que todos se tranquilizaron.
Luego apunté el objetivo a mi propia cara y, mediante gestos, le dije al jefe para que mirara por el visor. Cuando se acercó al visor, disparé la cámara. Dio un respingo, pero se rio. Entonces giré el objetivo hacia él e hice el primer retrato.
A partir de ahí, aunque muchos no se sentían cómodos con la presencia de la cámara, pude tomar discretamente unas 300 fotos en blanco y negro y unas cuantas diapositivas en color. Al año siguiente, una selección de estas fotos se expuso en el Museo del Indio con el título «Wokarangma: El pueblo aislado del Río Irirí».
Aktô con Poty (izquierda). Puy, Tibie y Idomeduk (con arco y flecha)
Tras tres décadas de contacto…
2018
La demarcación y la homologación de la Tierra Indígena Cachoeira Seca se realizaron en 2016 como condicionantes para la concesión de la licencia ambiental para construir la central hidroeléctrica de Belo Monte. Sin embargo, a través de diversos subterfugios, el área tradicional de los Arara acabó siendo demarcada en dos partes que no se comunican: la Tierra Indígena Arara, conocida también como Laranjal, donde viven la mayoría de los Arara contactados en 1980, y la Tierra Indígena Cachoeira Seca, donde vive el grupo que fue contactado en 1987.
La hidroeléctrica de Belo Monte es responsable de la protección y desintrusión de las zonas demarcadas y tiene la obligación de aplicar políticas de compensación. En la Tierra Indígena Cachoeira Seca, basta conocer la aldea para constatar que estas políticas no buscan realmente proteger y mantener la cultura Indígena como deberían. Por el contrario, pretenden intencionadamente debilitar cada vez más las bases culturales de los Arara, haciéndolos dependientes de la sociedad brasileña y de la empresa que gestiona la central, Norte Energia.
Esta aberración se hizo posible en 2007, cuando la Funai decidió retirar de las áreas Indígenas a los jefes de puesto, que mediaban entre los Indígenas y la sociedad brasileña. Los Arara de Cachoeira Seca, considerados Indígenas de contacto reciente y, por lo tanto, menos capaces de comprender el funcionamiento de nuestra sociedad, se encuentran entre los más indefensos.
Cachoeira Seca fue la zona más invadida y deforestada de la Amazonia Legal en 2018. Ese mismo año, según cuentan los Indígenas, un gran número de ladrones de tierras públicas fuertemente armados invadieron el territorio Arara con tractores desde la carretera Transamazónica e iniciaron una deforestación inmediata. La Funai intentó intervenir y se enviaron equipos de la Policía Federal, pero el impasse continúa. Desde entonces, la Tierra Indígena de Cachoeira Seca es una de las zonas más devastadas de la Amazonia.
En diciembre de 2018, 31 años después de la documentación que realicé en aquel primer contacto, pude por fin regresar a la zona para presentar a los Arara sus primeras imágenes fotográficas.
Con el apoyo del Museo Nacional de los Pueblos Indígenas y de una productora de cine independiente, Thiago da Costa Oliveira, antropólogo especializado en videodocumentación, y yo nos propusimos encontrar elementos empíricos para evaluar el impacto del contacto en el grupo. Intenté registrar aspectos relevantes de su trayectoria a lo largo de este período: demografía, historia de vida, transformaciones culturales, etc.
Uno de los principales objetivos de la investigación era comprender las distintas formas en que han percibido a los no Indígenas a lo largo del tiempo, desde antes del contacto hasta la actualidad. Y esto incluye momentos clave, como la intensa convivencia con los funcionarios del puesto de la Funai, que marcó los primeros años de las relaciones de los Arara con los no Indígenas. Para ello, utilizamos una metodología dialógica basada principalmente en las imágenes producidas durante el primer encuentro del grupo con el equipo de la Funai, que tomamos como punto de partida para una situación experimental de intercambio etnográfico y narrativo, con entrevistas informales y otras grabadas en vídeo.
La situación que encontramos al llegar a la aldea fue extremadamente desoladora. Las antiguas viviendas tradicionales habían sido sustituidas por casas de madera que había construido Norte Energia, concesionaria de Belo Monte, al estilo de las que levantaron los colonos del sur de Brasil, dispuestas en círculos —lo que no se corresponde con la disposición tradicional de la aldea Arara— y con una terraza que da a la parte trasera de la casa vecina.
Typu (de vestido verde) e Tibie (à dir.)
Todo el entorno estaba saturado de basura industrial. Y aunque nos dimos cuenta de que todos hacían un gran esfuerzo para defender la lengua y lo que quedaba de la cultura tradicional, libraban contra la presión desproporcionada de la sociedad que los rodeaba una lucha sin gloria.
Las fotos, impresas en formato de 21 x 30 centímetros, despertaron una curiosidad inmensa, como era de esperar. Sin embargo, los mayores no se reconocieron inmediatamente en las fotos, ya que en el momento en que los fotografié no conocían su propia imagen. Hizo falta que alguien les dijera «eres tú» para que creyeran lo que veían sus ojos.
Los que eran niños hace 30 años se reconocieron fácilmente, porque estaban con sus padres o hermanos. Pero lo que más nos impresionó fue que los adolescentes de hoy se sorprendieran al ver que sus mayores andaban desnudos. Esta sorpresa de los jóvenes, testigo de una total ignorancia de su trayectoria histórica y social, equivale a certificar definitivamente un proceso avanzado de etnocidio [muerte cultural]. A partir de esta constatación llevamos a cabo nuestra investigación, que incluyó documentación fotográfica y en vídeo de las instalaciones y la vida cotidiana de la aldea.
Los treinta años de contacto están impregnados en el rostro de los ancianos, que habían vivido y seguían viviendo la transición entre la forma de vida tradicional y la impuesta por la desidia de la sociedad brasileña. El retrato del desastre se confunde con el retrato de sus víctimas. La trayectoria de este grupo Arara es una saga de lucha permanente y resiliencia inquebrantable. Así ha sido desde que el grupo se separó de la aldea principal, hace quizá 70 años, y lo sigue siendo en el enfrentamiento contra la poderosa central hidroeléctrica de Belo Monte y la prejuiciosa y violenta ciudad de Altamira.
Puy y Tchagat sostienen sus imágenes tomadas en 1987, antes de la llegada de Belo Monte
Actualmente viven un proceso de concienciación de sus derechos y del valor de su cultura, y se organizan con sus vecinos, Indígenas y Ribereños, para luchar por sus valores y su tierra.
En 2019-2020, a través de un proyecto que tuvo el apoyo del Museo Nacional de los Pueblos Indígenas y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), profundizamos la investigación incorporando a los jóvenes Arara con un taller de formación en documentación fotográfica e historia oral, que se impartió en colaboración con la profesora Ana Maria Mauad, del Laboratorio de Historia Oral e Imagen de la Universidad Federal Fluminense. La sorpresa inicial de los jóvenes dio paso a la toma de conciencia de la importancia de su propia historia. El taller constó de dos fases de reuniones presenciales en la aldea de Cachoeira Seca, con seis hombres y seis mujeres jóvenes. En la primera fase se les introdujo en las técnicas de fotografía y producción de entrevistas. Tras recoger todo el material y analizarlo, volvimos para una segunda etapa.
Las propias imágenes desencadenan una serie de ideas en quienes las reciben, revelan nuevas pistas y enriquecen la investigación. Las personas fotografiadas en 1987 no sabían lo que era una fotografía, ni siquiera un espejo, lo que significa que, individualmente, desconocían su propia imagen en el momento del registro. La segunda generación de Arara, que creció tras el contacto de la Funai en 1987, a juzgar por su sorpresa al ver desnudos a sus mayores, nunca se había dado cuenta de que estaba viviendo un proceso radical de supresión de su cultura tradicional.
En la práctica, la devolución de las fotos provocó que el grupo enfrentara su propia trayectoria, su propia cultura. En ninguna situación anterior había sentido eso de una forma tan fuerte y gratificante, ya que la documentación fotográfica de 30 años antes se convirtió en protagonista de un proceso de reconstrucción de la narrativa del grupo sobre sí mismo y su historia reciente.
El taller generó un proceso de rememoración de la historia. Las seis chicas y los seis chicos que participaron compartieron seis cámaras y seis grabadoras digitales que el proyecto les proporcionó. Ellos mismos, equipados e informados por las fotos de 1987, hicieron sus propias investigaciones, preguntando a los mayores. Uno fui yo, el único testigo presencial no Indígena.
Cuando le entregué las fotos a la comunidad, reunida en la Casa de Cultura [el espacio de la aldea donde celebran reuniones colectivas], hice un relato público de lo que había presenciado; pero en esta entrevista me preguntaron sobre aspectos muy diversos de aquella situación y se mostraron muy interesados en aquel momento refundador de la trayectoria del grupo. Al final de la entrevista, Pugyromã, de 16 años, que en la foto aparece a la derecha vistiendo una camiseta roja, dijo enseguida que no sabían nada de todo aquello y que era importante saberlo. Su afirmación provocó un animado debate entre los participantes.
Para los Arara de Cachoeira Seca, la devolución de las fotos significó en realidad la «devolución» de su propia historia.
Iogó, en 1987 y 2018
* Milton Guran nació en Río de Janeiro en 1948. Es doctor en antropología por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Marsella, Francia (1996), posdoctor por la Universidad de São Paulo y magíster en comunicación social por la Universidad de Brasilia (1991). Reportero gráfico de 1975 a 1992, fue profesor en la Universidad de Brasilia, la Universidad Gama Filho y la Universidad Cândido Mendes, ambas en Río de Janeiro. Desde 2006 es investigador del Laboratorio de Historia Oral e Imagen de la Universidad Federal Fluminense, en Niteroy.
Reportaje y texto: Milton Guran
Edición: Malu Delgado e Eliane Brum
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Maria Jacqueline Evans and Diane Whitty
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Jefa de reportage: Malu Delgado
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum