Periodismo desde el centro del mundo

UN SISTEMA COMPATIBLE CON LOS LÍMITES ECOLÓGICOS EXIGE FRENAR LA EXPLOTACIÓN DE LA NATURALEZA Y DISTRIBUIR LA RIQUEZA. FOTO: AUGUSTO DAUSTER/IBAMA

Imagínate que, en un año, se arrancan todos los árboles y los minerales del subsuelo de la Tierra Indígena Yanomami, la mayor de Brasil. Los árboles se venden para fabricar muebles, casas, papel, leña u objetos de diseño en galerías de arte. El oro, un metal resistente, se compra para crear joyas, fabricar conectores para los productos electrónicos o para guardarlo como reserva de riqueza. De la casiterita se extrae estaño, que se utiliza para fabricar latas, piezas de autos, vidrio y celulares. El año en que todo lo que es Naturaleza en la Tierra Yanomami se transformaría en mercancía, la región contribuiría al crecimiento del Producto Interno Bruto de Brasil.

El PIB crecería, los economistas lo celebrarían, la prensa publicaría titulares positivos, la «nota» de Brasil en las agencias de calificación de riesgos podría incluso subir, el gobierno recibiría una valoración más positiva del «mercado». Mientras tanto, convertir en mercancía los 96.000 kilómetros cuadrados de la Tierra Indígena Yanomami —mayor que Portugal— impactaría en la vida de todo el planeta. La Selva Amazónica se acercaría aún más al punto sin retorno, las emisiones de gases de efecto invernadero que producen el calentamiento global se multiplicarían, el régimen de lluvias se vería afectado, millones de plantas, animales y hongos morirían y algunas especies desaparecerían, los cerca de 31.000 humanos de la Tierra Yanomami ya no podrían vivir allí. El fin de la tierra-selva de los Yanomami representaría la caída del cielo que tanto se esfuerzan por aguantar, un cielo que, cuando se derrumbe, afectará a todas las personas, humanas y no humanas.

EL TEMOR DE LOS YANOMAMI A QUE SU SELVA SE CONVIERTA EN UNA MERCANCÍA PROVIENE DE SIGLOS DE EXTRACCIÓN DEPREDADORA EN NOMBRE DEL BENEFICIO. FOTO: PABLO ALBARENGA/SUMAÚMA

Es importante recordar que el PIB no traduce la «riqueza» de un lugar en términos más amplios, ni dice si los productos son realmente necesarios, ni mide si las consecuencias ambientales y sociales de estas actividades son buenas o malas. El PIB es la suma del precio final de todos los productos y servicios producidos en un período determinado, normalmente un año. El crecimiento —o no— del PIB aparece con frecuencia en los titulares, los discursos de los economistas, los políticos del Congreso y del gobierno. Que el PIB tiene que crecer ha sido una certeza más fuerte que los dogmas de muchas religiones. El retraso en cuestionar este dogma y construir alternativas colectivamente nos está llevando al colapso de la vida.

La conversión total de la Tierra Indígena en una mercancía sigue siendo un escenario hipotético gracias a la resistencia de los pueblos Indígenas y sus aliados. Pero la transformación de la Naturaleza en productos de consumo es real, continua y activa en casi todos los biomas que aún sobreviven en el planeta, agrava el calentamiento global y contribuye al aumento de la frecuencia y gravedad de los fenómenos climáticos extremos. Los cuestionamientos al dogma del crecimiento del PIB apenas tienen cabida en la mayoría de los centros de poder, desde los parlamentos y gobiernos hasta la prensa y las universidades. Pero existen. Más que nunca, es urgente escucharlos y debatirlos.

Intelectuales y movimientos socioambientales de distintas partes del mundo vienen advirtiendo que, para detener el colapso de la vida, es urgente poner en entredicho el capitalismo y su lógica de crecimiento infinito. Tres grandes corrientes lideran este debate: la del «decrecimiento», con mayor presencia en los países materialmente ricos, especialmente en Europa; la del «posextractivismo», nacido de las luchas en defensa de los territorios colectivos y la Naturaleza en países latinoamericanos; y la del «ecosocialismo», formada por marxistas críticos con el sistema que existía en el antiguo bloque soviético.

Estas corrientes dialogan entre sí, aunque son heterogéneas internamente y no piensan igual sobre lo que podría ser un sistema alternativo. Pero todas defienden la tesis de que el crecimiento de la producción y del consumo, medido por el PIB, no puede ser el criterio del bienestar en una sociedad sostenible. En los países del Sur Global —las naciones también denominadas del «Tercer Mundo» o la «periferia»— también se cuestiona la idea del desarrollo como reproducción del modelo de los países ricos, al igual que se exige un cambio radical del sistema económico y financiero internacional.

Por una economía compatible con la vida

Las críticas al PIB vienen de lejos, hasta el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística advierte en su página web: «[El PIB] ayuda a comprender un país, pero no expresa factores importantes, como la distribución de la renta, la calidad de vida, la educación y la salud. Un país puede tener un PIB bajo y un nivel de vida muy alto, o un PIB alto y un nivel de vida relativamente bajo».

Sin embargo, los partidarios de una economía compatible con la supervivencia de la vida en el planeta van más allá. En varios de sus escritos, el economista griego Giorgos Kallis y el antropólogo económico nacido en Esuatini (antigua Suazilandia) Jason Hickel, dos de los principales teóricos del decrecimiento, afirman que la solución no consistiría simplemente en sustituir el PIB por otro indicador sin tocar la lógica del crecimiento continuo, típica del capitalismo.

A diferencia de los intercambios comerciales, que siempre han existido en las sociedades humanas, el capitalismo está impulsado por la búsqueda incesante de la acumulación de dinero a través del beneficio. Parte de este beneficio se invierte en la producción de nuevos bienes y servicios, creando nuevas necesidades de consumo. Esto genera un crecimiento exponencial, porque se basa en el crecimiento anterior: si el PIB de un país crece un 3% cada año, en 23 años duplicará su tamaño.

El beneficio procede de la diferencia entre lo que se gasta en producir un bien o servicio y su precio. Esta diferencia es mayor cuando los trabajadores cobran menos, porque parte de su sustento no es remunerado —como el cuidado de su salud, sus hijos o su hogar— o cuando su trabajo es sustituido por máquinas que funcionan con energía. Esta energía se arranca de la Naturaleza, como ocurrió velozmente con el uso de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) a partir de la Revolución Industrial, en el siglo 18. Para maximizar los beneficios, la Naturaleza también tiene que ser «barata». La idea de que la Tierra Yanomami se transformara en mercancía empezó a hacerse realidad ya en los inicios del capitalismo, con las invasiones coloniales de los países europeos, y sigue ocurriendo en los territorios de los que se extraen materias primas.

En el libro Menos es más: cómo el decrecimiento salvará al mundo (Capitán Swing, 2023, traducción de Clara Ministral), Jason Hickel sostiene que esta lógica debe invertirse. «Lo que importa no es aumentar la producción agregada; lo que importa es lo que estamos produciendo, si la gente tiene acceso a las cosas que necesita para llevar una vida decente y cómo se distribuye la renta», escribe el catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona y profesor visitante de la London School of Economics.

Estudiosos como él creen que es necesario cambiar las premisas del sistema económico para poder cumplir los objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y de protección de la biodiversidad estipulados en los acuerdos internacionales.

MENOS AUTOS Y MÁS TRANSPORTE PÚBLICO, DEFIENDEN LOS DECRECENTISTAS, QUE ADVIERTEN QUE EL «CRECIMIENTO VERDE» ES IMPOSIBLE. FOTO: JIM WATSON/AFP

Sin un cambio radical, la temperatura podría aumentar hasta 3 grados

En 2015, en el Acuerdo de París, los países se comprometieron a tomar medidas para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero y evitar que la temperatura media del planeta aumentara más de 2 grados centígrados con relación a los niveles preindustriales. Para tener una seguridad mínima, el aumento de temperatura debería ser inferior a 1,5 grados centígrados. En 2022, en el Marco Mundial de la Biodiversidad de Kunming-Montreal, los países se comprometieron a conservar el 30% de los biomas naturales terrestres y acuáticos y a restaurar el 30% de los ya degradados para 2030.

Sin embargo, los objetivos climáticos están lejos de alcanzarse y los de protección de la biodiversidad peligrarán si el ritmo de explotación de la Naturaleza continúa como hasta ahora. Y ambos —clima y biodiversidad, o clima y Naturaleza— están relacionados.

Cada año, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente publica un informe sobre la «brecha de emisiones», es decir, cuánto nos queda para alcanzar la reducción prometida en el Acuerdo de París. El informe de 2024, publicado en octubre, estima que, para evitar que la temperatura del planeta aumente más de 1,5 grados centígrados, sería necesario reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 42% para 2030 y un 57% para 2035, respecto a los niveles de 2019. Sin embargo, incluso si todos los países cumplieran las promesas hechas hasta ahora, la reducción máxima en 2030 sería del 10%. Muy, pero que muy por debajo de lo necesario.

La consecuencia, dice el documento, será un aumento de la temperatura de entre 2,6 y 3,1 grados centígrados a finales de este siglo. Si con un aumento de 1,5 grados los fenómenos climáticos extremos han devastado lugares tan distantes entre sí como Porto Alegre, en Brasil, y Valencia, en España, es fácil imaginar lo que supone para la vida un aumento de la temperatura de esta proporción.

La quema de combustibles fósiles es responsable del 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero. En la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático de 2023, celebrada en el petroestado de Dubái, los países se comprometieron por primera vez a «dejar atrás los combustibles fósiles» en la generación de energía y a triplicar la producción de energía renovable. La Agencia Internacional de la Energía supervisa el cumplimiento de estas promesas. Sus cifras muestran que, a pesar del crecimiento de la energía generada a partir del sol, el viento y la biomasa, el consumo de combustibles fósiles está lejos de reducirse el 25% necesario hasta 2030. Al contrario, sigue creciendo.

Y no solo eso. En marzo de 2024, un informe del Panel Internacional de Recursos de las Naciones Unidas mostró que el uso de los «recursos materiales» de la Naturaleza —que incluye minerales metálicos y no metálicos (como arena y caliza), combustibles fósiles, plantaciones, pastos y madera— se multiplicó por 3,5: de 30.000 millones de toneladas a 107.000 millones de toneladas anuales entre 1970 y 2024. Es un uso tremendamente desigual: los países ricos consumen seis veces más que los más pobres. Brasil figura entre los países que más extraen estos materiales, con 4.800 millones de toneladas en 2020. Gran parte de lo que se extrae de la Naturaleza en Brasil se vende al extranjero: el país es el tercer mayor exportador de Naturaleza transformada en mercancía.

No solo ignorar el PIB, sino construir otro tipo de sociedad

El informe del Panel de la ONU prevé que el consumo de materiales para la generación de energía, la construcción, el transporte y la alimentación podría aumentar otro 60% de aquí a 2060, hasta alcanzar unos 170.000 millones de toneladas anuales. El crecimiento se debe también a la demanda de minerales para fabricar paneles solares, turbinas eólicas y baterías para automóviles y sistemas eléctricos. Los costos para el medioambiente serían inasumibles, dice el documento, a menos que se produzca una «disociación absoluta» entre el uso de estos materiales y el crecimiento económico en los países de renta alta (como Estados Unidos y Europa) y media-alta (como China y Brasil), es decir, que la cantidad de materiales utilizados y las emisiones de gases de efecto invernadero disminuyan mientras la economía sigue creciendo, en lo que se denominaría «crecimiento verde».

Los partidarios del decrecimiento presentan estudios que demuestran que este relato no cuadra. No es factible, argumentan, mantener un aumento indefinido de la producción y el consumo y, a la vez, conservar la Naturaleza y sustituir los combustibles fósiles por otros renovables. Para poner un ejemplo sencillo, esto significa que la solución no es que los cerca de 94 millones de autos que se fabrican cada año sean eléctricos, sino pasar cada vez más del transporte individual al colectivo.

En el libro Menos es más, Jason Hickel define el decrecimiento como una «reducción planificada» del uso excesivo de materiales y energía para volver a poner la economía «en equilibrio con el mundo viviente, al tiempo que se reparten los ingresos y los recursos de manera más justa, se libera a las personas del trabajo innecesario y se invierte en los bienes públicos que necesita la gente para disfrutar de una vida próspera». Subraya que no propone lo que sería simplemente una reducción del PIB, sino que se ignore esta medida para construir otro tipo de sociedad, en la que la gente disponga de más tiempo libre para cuidar de los demás y de sí misma y consuma solo lo esencial.

Hickel y otros investigadores sugieren medidas de transición para lograr este objetivo, primero en los países financieramente ricos, responsables históricos del colapso del clima y de la Naturaleza. Para cambiar la producción, las medidas van desde poner fin a la «obsolescencia programada» —cuando los productos se fabrican para que duren poco tiempo— hasta imponer límites a la financiación bancaria de actividades que actualmente dan muchos beneficios, como la explotación de petróleo y las industrias de armamento, avionetas y carne. Para prevenir el desempleo y distribuir la renta, las propuestas incluyen la universalización y desprivatización del sistema de salud, la educación y el transporte público; la reducción de la semana laboral; la garantía de puestos de trabajo en los servicios públicos y en los sectores «verdes» de la economía; y la cancelación de las deudas de familias con educación y vivienda.

Un manifiesto por un «decrecimiento ecosocialista», publicado en 2022 en la revista socialista estadounidense Monthly Review y reproducido en el blog de la revista Viento Sur, detalla también algunas prioridades. «La primera y urgente medida es la eliminación gradual de los combustibles fósiles, así como del consumo ostentoso y despilfarrador de la élite rica del 1%», dice el texto. «Muchas formas de producción (como las instalaciones de carbón) y servicios (como la publicidad) no solo deben reducirse, sino suprimirse; algunas, como los coches privados o la ganadería, deben reducirse sustancialmente; pero otras necesitarían desarrollarse, como la agricultura agroecológica, las energías renovables, los servicios sanitarios y educativos, etc. En sectores como la sanidad y la educación, este desarrollo debería ser, ante todo, cualitativo», continúa el manifiesto. «Incluso las actividades más útiles tienen que respetar los límites del planeta; no puede existir una producción «ilimitada» de ningún bien».

Entre los firmantes del manifiesto se encuentra la socióloga y economista política brasileña Sabrina Fernandes, directora de investigación del Instituto Alameda. Según ella, se trata de «reajustar el «presupuesto material» del planeta para permitir que se redistribuyan las capacidades». «Los países del Norte tienen que reducir mucho su demanda energética, por ejemplo mediante una transición coordinada que permita aumentar el consumo de energía para proporcionar calidad de vida en el Sur. Pero, por supuesto, sin fantasear en la periferia del mundo con que debemos ascender en el consumo a los niveles del modo de vida imperial que predomina en el Norte», explica Sabrina Fernandes a SUMAÚMA.

Y subraya: «La cuenta aún tiene que cuadrar en cuestión de reducción global, por lo que el Norte debe reducir mucho para dejarle sitio al Sur, que a su vez también debe emprender una transición justa para que su aumento de consumo material aporte enormes ganancias de calidad sin romper los límites metabólicos», es decir, sin generar más contaminación de la que la Naturaleza es capaz de absorber.

LOS PAÍSES DEL NORTE TIENEN QUE REDUCIR EL CONSUMO DE ENERGÍA Y LOS DEL SUR NO PUEDEN SEGUIR SU MODELO, DICE SABRINA FERNANDES. FOTO: RAQUEL PELLICANO

En una entrevista de 2018, el periódico European Green Journal le preguntó a Giorgos Kallis, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, si el capitalismo podría dar cabida al fin del crecimiento. En teoría, sí, respondió, pero sería un «capitalismo horrible». «Sin crecimiento, el pastel es más pequeño, y en el capitalismo esa distribución favorecería probablemente a los que tienen más poder. El estancamiento en el capitalismo conduce a la explosión de la deuda y a la austeridad para proteger los beneficios», explica. «A la vez, no soy el tipo de socialista que argumenta en abstracto que primero tenemos que deshacernos del capitalismo para que aparezca algo mejor. Tenemos que hacer propuestas y buscar y presionar para que se hagan reformas partiendo del punto en que estamos. Pero, sin duda, si se aplicaran todas las reformas que personas como nosotros proponen, un sistema que pudiera dar cabida a esas reformas no sería capitalista en ningún sentido significativo de la palabra».

La imposibilidad del crecimiento infinito es un debate antiguo pero silenciado

En un artículo de 2017, Giorgos Kallis recuerda la definición de economía del pensador austríaco Karl Polanyi (1886-1964), crítico del libre mercado y autor de la obra clásica La gran transformación (Virus Editorial, 2016, traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría). Polanyi, como sintetiza Kallis, definió la economía como el proceso mediante el cual «los seres humanos transforman su entorno material para satisfacer sus necesidades». Esta definición es útil para reflexionar sobre el origen de la idea de que hay límites a lo que los humanos pueden hacer sin alterar el funcionamiento de la Tierra y poner en peligro la vida en el planeta. 

Esta idea empezó a debatirse en los años 60 y 70. El pionero más conocido es el rumano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994), profesor en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. En 1971 publicó La ley de la entropía y el proceso económico (Fundación Argentaria, 1996, traducción de Luis Gutiérrez Andrés), libro en el que utilizó conceptos de la física para argumentar que la Tierra tiene una capacidad finita para asimilar, sin alterar su equilibrio, los «desechos» que generan los humanos al transformar la naturaleza en energía y productos. Un ejemplo obvio de estos «desechos» que producen los humanos es el dióxido de carbono que se libera a la atmósfera cuando se quema petróleo, carbón y gas o cuando se tala un bosque. 

En 1972, el Club de Roma, formado por académicos, políticos y empresarios, publicó un informe que hizo mucho ruido y marcó los debates de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, la primera conferencia de la ONU sobre ecología, celebrada en Estocolmo, Suecia. Elaborado por científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts, de Estados Unidos, el estudio se titulaba Los límites del crecimiento y afirmaba que el planeta no podía soportar un crecimiento económico y demográfico ilimitado.

Los principales economistas de la época atacaron el informe, afirmando que el problema podía resolverse con innovación. Los países financieramente más pobres, en cambio, lo vieron como un argumento para impedir su desarrollo. Ni a la izquierda ni a la Iglesia católica les gustó la sugerencia del control forzoso de la natalidad, que evocaba las ideas de Thomas Malthus (1766-1834), filósofo inglés que atribuyó la pobreza a la superpoblación. Para Jason Hickel, uno de los problemas del estudio es que se preocupaba por la supuesta finitud de los materiales naturales que necesita la economía para crecer y no de la degradación de los ecosistemas que provoca el crecimiento infinito.

Cinco años más tarde, en 1977, el economista estadounidense Herman Daly (1938-2022) publicó Steady-State Economics (Economía de estado estacionario, sin traducción publicada en español). El libro actualizó una idea que se venía debatiendo desde el siglo 19: a partir de cierto punto de abundancia material, la atención debía centrarse en el desarrollo «cualitativo» y no en el cuantitativo. Daly también desarrolló la tesis, popular entre los ecologistas, del «crecimiento antieconómico», que sucede cuando los costos ambientales y sociales son mayores que los bienes y servicios producidos.

En una entrevista concedida en 2018 a la revista británica New Left Review, reconoció que una «economía de estado estacionario» podía ser inviable en el capitalismo, pero que ese era el sistema existente y que, por tanto, era necesario quitarle «su poder para hacer el mayor daño». Daly dejó claro que su propuesta debía aplicarse a escala nacional por un Estado fuerte y que consideraba precipitado pensar en una redistribución de la riqueza a escala mundial, ya que implicaría la existencia de un «gobierno mundial» y él no tenía «mucha confianza en las instituciones globales».

Georgescu-Roegen y Daly son considerados pioneros de la «economía ecológica», junto con el catalán Joan Martínez Alier, autor del libro El ecologismo de los pobres (Icaria Editorial, 2021), donde introduce en el debate la resistencia de las comunidades a la explotación de la Naturaleza. Martínez Alier es profesor emérito del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona, donde trabajan Hickel y Kallis, y asesoró parte del doctorado de la profesora Beatriz Saes, de la Universidad Federal de São Paulo, también presidenta de la Sociedad Brasileña de Economía Ecológica. «A Herman Daly nunca le gustó decir que hay que cambiar necesariamente el sistema económico. Decía que hay que seguir haciendo cambios y no sabemos en qué derivará, pero tampoco importa. El decrecimiento, en cambio, siempre ha tenido esta idea poscapitalista», explica a SUMAÚMA.

En la cronología del movimiento, la palabra «decrecimiento» la acuñó en 1972 el filósofo austro-francés André Gorz (1923-2007), autor, entre otros muchos libros, de Ecología y libertad (Editorial Gustavo Gili, 1979, traducción de Joan Giner) y Ecología y política (Ediciones 2001, 1980, traducción de Miguel Gil). Según estos registros, Gorz se preguntaba: «¿Es compatible el equilibrio de la Tierra —para el que el no crecimiento o incluso el decrecimiento de la producción material es una condición necesaria— con la supervivencia del sistema capitalista?». Para Gorz, un socialismo que no contemplara la igualdad sin crecimiento no sería más que «la continuación del capitalismo por otros medios».

 

EL FILÓSOFO DE IZQUIERDAS ANDRÉ GORZ, QUE ACUÑÓ LA PALABRA «DECRECIMIENTO» EN LOS AÑOS 70, CON SU ESPOSA DORINE. FOTO: WIKIMEDIA COMMONS

El decrecimiento resurge con las protestas antiglobalización

La palabra hibernó durante casi 30 años, durante el fin del llamado «socialismo real» y el auge del neoliberalismo, cuando se quitaron muchos de los frenos al capitalismo que existían en los países ricos y también se impuso la desregulación en las naciones del Sur Global. La liberalización de las finanzas y del comercio desplazó gran parte de la «producción sucia» a países «emergentes» como China, un simple traslado de los costos ambientales del crecimiento, señala Beatriz Saes.

A principios de los 2000, con las protestas antiglobalización, la idea del decrecimiento resurgió en Francia y se extendió por toda Europa. Tras la crisis financiera mundial de 2008, que comenzó en Estados Unidos, cobró un nuevo impulso. Uno de los intelectuales que la popularizó fue el economista francés Serge Latouche, autor de Pequeño tratado del decrecimiento sereno (Icaria Editorial, 2009, traducción de Jorge Largo). En el libro, define el decrecimiento como un «eslogan político», que «solo puede considerarse (…) en el marco de un sistema basado en otra lógica», una sociedad «donde se vivirá mejor trabajando y consumiendo menos».

Crítico con las políticas de desarrollo auspiciadas por las antiguas potencias coloniales en África, Latouche propone siete principios para este cambio, entre ellos la «reconceptualización» de términos como riqueza y pobreza, que no tienen en cuenta lo que es importante para la vida y no está en el mercado.

Latouche habla a menudo de la necesidad de «descolonizar el imaginario», dominado por la sociedad de consumo occidental, y arremete contra el término «desarrollo sostenible», que considera una impostura destinada a hacer que nada cambie. Lamenta que, en las Naciones Unidas, el término se haya acuñado en detrimento de «ecodesarrollo», que considera «más neutro» y que propuso Maurice Strong, primer director ejecutivo del Programa de la ONU para el Medio Ambiente. «El decrecimiento se lanzó explícitamente como una «palabra-misil» para repolitizar el ecologismo y acabar con el consenso despolitizador sobre el desarrollo sostenible», explica uno de los artículos del libro Decrecimiento: vocabulario para una nueva era (Icaria Editorial, 2015, traducción de Angello Ponziano).

Paralelamente, el debate se vio influido por académicos que recuperaron los escritos del viejo Karl Marx (1818-1883) y de su compañero intelectual, Friedrich Engels (1820-1895), y desarrollaron el concepto de «brecha metabólica», las perturbaciones que causan las actividades humanas en los ciclos naturales que hacen posible la vida en la Tierra. Entre ellos figuran el sociólogo John Bellamy Foster y el economista Paul Burkett (1956-2024), ambos estadounidenses, y, más recientemente, el filósofo japonés Kohei Saito con libros como La naturaleza contra el capital: el ecosocialismo de Karl Marx (Bellaterra Edicions, 2022, traducción de Javiera Mondaca) y El capital en la era del Antropoceno (Ediciones B, 2022, traducción de Víctor Illera Kanaya). El autor propone el «comunismo del decrecimiento», basado en la idea de una «abundancia de bienes públicos» o «abundancia radical». Es un contrapunto a la «escasez artificial» que crea el capitalismo: la escasez de vivienda, por ejemplo, aumenta cuando los barrios son tomados por propiedades de lujo, muchas utilizadas como reserva de patrimonio por los ricos, obligando a los que tienen menos dinero a mudarse más lejos. «Podemos tener abundancia de educación, de transporte, de Internet, esencialmente a través de la desmercantilización de todo», dijo Saito a New Left Review.

La página web Climate & Capitalism, editada por el canadiense Ian Angus, difunde a menudo las tesis de los ecosocialistas. Las diferencias con las de los decrecentistas son sutiles. La principal es que los ecosocialistas ven el decrecimiento planificado como una estrategia para alcanzar el socialismo, mientras que los partidarios del decrecimiento prefieren no etiquetar el sistema que existiría en un mundo compatible con los límites ecológicos.

Durante algún tiempo, los decrecentistas evitaron traducir su eslogan en propuestas de políticas públicas. «En su primer gran encuentro en Europa, en 2008, se propusieron como movimiento social», dice Beatriz Saes. La idea era que las transformaciones no podían dictarse de arriba abajo, sino que tenían que construirse de abajo arriba, empezando, por ejemplo, por los colectivos de defensa de la vivienda o del cultivo de alimentos. En el movimiento es fuerte el ideal de que una vida más sencilla, comunitaria y autónoma con relación al mercado es mejor, aunque no hubiera emergencia climática.

Sin embargo, en los últimos años, personas como Hickel y Kallis han presentado propuestas concretas de «decrecimiento planificado». A la vez, economistas ecologistas como el canadiense Peter Victor y el británico Tim Jackson han desarrollado modelos que señalan la inviabilidad del «crecimiento infinito en un planeta finito», en palabras de Saes. Esto acercó a los decrecentistas y a los economistas ecológicos, que ahora celebran sus congresos anuales en el mismo lugar: el de 2025 tendrá lugar en Noruega, en junio.

A pesar de la urgencia, no se ha resuelto el dilema de cómo lograr un cambio mundial y existen tensiones con los movimientos de los países del Sur Global.

CONFERENCIA DE 2024 DEL MOVIMIENTO DEL DECRECIMIENTO Y DE LA SOCIEDAD DE ECONOMISTAS ECOLOGISTAS, EN PONTEVEDRA, ESPAÑA. FOTOS: YAGO IGLESIAS/DEGROWTH-ESEE

América Latina entra en el debate con la resistencia al neoliberalismo

A principios de los 2000, el retorno del debate sobre el decrecimiento en Europa coincidió con un período de efervescencia en América Latina: surgieron articulaciones locales del Foro Social Mundial y los movimientos Indígenas y comunitarios crecieron en todas partes tras el levantamiento zapatista en el estado mexicano de Chiapas, en 1994.

En Sudamérica se produjo la llamada «marea rosa», la llegada al gobierno de candidatos de izquierda en muchos países. Las nuevas constituciones de Ecuador, en 2008, y de Bolivia, en 2009, consagraron el concepto del Buen Vivir, o Sumak Kawsay en lengua quechua, basado en ideas de armonía con la Naturaleza y de una organización social fundamentada en la reciprocidad y la solidaridad. La carta magna ecuatoriana fue la primera en reconocer los Derechos de la Naturaleza.

«Había un deseo de cambio que acumulaba todo un ciclo de lucha contra el neoliberalismo en las décadas anteriores», recuerda la socióloga Miriam Lang, profesora de la Universidad Andina Simón Bolívar de Ecuador. «Eso suscitó debates sobre cómo había que integrar a Sudamérica no solo políticamente, sino financiera y económicamente, para hacer posible una transición a otra economía, sin exportar materias primas ni competir con el vecino por exportar lo mismo a China, ya sea soja, cobre o petróleo», analiza. «Había sobre la mesa una visión según la cual la región podía desligarse relativamente de los imperativos de la economía mundial y tener una economía regional diversificada que pudiera satisfacer las necesidades de la región».

EN UNA TRANSFORMACIÓN ECOSOCIAL, LA JUSTICIA AMBIENTAL Y LA SOCIAL DEBEN AUNARSE, EXPLICA MIRIAM LANG. FOTO: HUGO PAVÓN/UASB

Los gobiernos de izquierda, sin embargo, se embarcaron en una perspectiva de crecimiento provocada por el aumento de la demanda de materias primas, que impulsó China. Aunque implementaron programas de transferencia monetaria, la estructura económica siguió siendo la misma e incluso se profundizó. En Brasil, el mineral de hierro, la soja y el petróleo se consolidaron como los principales productos de exportación. En los dos primeros mandatos de Lula da Silva (2003-2006 y 2007-2010), el famoso ascenso de la «nueva clase media» no fue el resultado de un cambio estructural en la distribución de la renta, sino que se consiguió a un costo muy alto para la Naturaleza, especialmente en biomas como la Amazonia y el Cerrado.

Para Lang, el gobierno de Lula fue en gran parte responsable de esta frustración: «Brasil decidió que le interesaba mucho más formar parte de los BRICS [el bloque de países «emergentes» liderado por China] y apostar por ser una potencia mundial. Pero los BRICS juegan con las reglas del neoliberalismo y la economía globalizada. Sin Brasil, que tiene un peso grande en la región, no habría sido posible que los demás países avanzaran. Otras fuerzas, mucho menos visionarias con relación al cambio, también se han impuesto en cada país».

Miriam Lang forma parte del grupo que constituyó en 2020 el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, una red de intelectuales y organizaciones socioambientales. El grupo incluye, entre otros, a la socióloga argentina Maristella Svampa, el politólogo hispanobrasileño Breno Bringel, el antropólogo colombiano Arturo Escobar, teórico del «posdesarrollo», y el economista ecuatoriano Alberto Acosta, que fue presidente de la Asamblea Constituyente que redactó la nueva carta magna de su país. «Hablamos de transformación ecosocial para aunar justicia social y justicia ambiental, que los gobiernos progresistas pusieron en lados opuestos, solo podía haber una u otra. Al contrario: sin una, la otra no puede existir», explica Lang.

Un elemento central de las propuestas del Pacto es la valorización de las actividades de cuidado: de la Naturaleza, los niños, los ancianos, los enfermos. «Lo que se propone es cambiar todo el eje de la organización económica y política, para que el centro ya no sean el crecimiento y el dinero, sino el cuidado de la vida», afirma Miriam Lang. Según la socióloga, este cambio «en la valoración social y simbólica» implica la redistribución de estas actividades, que ahora llevan a cabo principalmente las mujeres, entre todos los géneros. Pero no solo eso: implica tener en cuenta las prácticas colectivas de reparto de las tareas de cuidado en las familias extensas y las comunidades.

PROTESTA EN PERÚ CONTRA UNA MINA DE COBRE, UNO DE LOS METALES DE LA TRANSICIÓN ENERGÉTICA, QUE GENERA EL «NEOEXTRACTIVISMO VERDE». FOTO: OBSERVATORIO DE CONFLICTOS MINEROS/AFP

Alberto Acosta y el politólogo alemán Ulrich Brand escribieron Salidas del laberinto capitalista. Decrecimiento y posextractivismo (Fundación Rosa Luxemburg, 2018), donde se describen estas propuestas como «dos caras de la misma cuestión». En el libro, explican que el extractivismo que se quiere superar se basa en actividades que extraen, «la mayoría de veces de forma intensiva, grandes volúmenes de recursos naturales y cultivan de manera agroindustrial con muchos insumos, sobre todo para exportar según la demanda de los países centrales, sin mayor procesamiento (o de manera limitada)». Al extractivismo tradicional se le ha unido el «neoextractivismo verde», la extracción depredadora de materiales de la Naturaleza necesarios para la transición energética, como el litio utilizado en las baterías eléctricas o la caña de azúcar y el maíz que se convierten en biocombustibles.

Los teóricos del decrecimiento proponen que la mayor parte de la reducción del uso de energía y materiales arrancados a la Naturaleza tenga lugar en los países del Norte, con el fin de abrir un «espacio ecológico» para que las poblaciones del Sur alcancen un nivel de vida digno. «Los países de ingreso bajo y, de hecho, la mayoría de los países del Sur Global, se mantienen dentro de los límites planetarios que les corresponden. Es más, en muchos casos tienen que incrementar el uso de energía y de recursos para satisfacer las necesidades humanas de su población», escribe Jason Hickel en Menos es más. «En la medida en que el decrecimiento en los países de ingreso alto libera a las comunidades del Sur Global del yugo del extractivismo, representa la descolonización en el sentido más genuino del término».

Para Miriam Lang, sin embargo, esta relación no es tan automática. No basta con decir que los países del Sur tienen que crecer, porque también necesitan «repensar completamente» su economía. En esta reformulación, nos recuerda Beatriz Saes, es esencial abordar la desigualdad interna, y América Latina es la región más desigual del mundo, con Brasil a la cabeza. «En cierto sentido, el decrecimiento se aplica a una parte de Brasil, si pensamos en un cambio más radical de las formas de sociabilidad, del modo de vida que tenemos aquí», dice Saes.

Miriam Lang subraya que, para favorecer un cambio de modelo en el Sur Global, también debe cambiar el orden internacional. En un artículo publicado en agosto de 2024 en la revista Global Dialogue, afirma que, en las condiciones actuales, una reducción radical de la demanda de materias primas podría provocar una «recesión catastrófica» en algunos países. «Existe una interdependencia muy fuerte y muy asimétrica», explica a SUMAÚMA. «El decrecimiento siempre defiende algo distinto a la recesión. Tiene que ser una reducción planificada, decidida democráticamente, del metabolismo social con la Naturaleza. Para que eso sea posible en la economía global ultraliberal de hoy en día, habría que cambiar las reglas del juego, cambiar las reglas del comercio, de las finanzas, las reglas asociadas a la deuda, a la disputa entre Estados y corporaciones, y habría que equilibrar la toma de decisiones en los organismos internacionales», añade.

La investigadora cita el caso de Indonesia, que posee grandes reservas de níquel, utilizado en la fabricación de baterías. En 2020, el país asiático prohibió la exportación del mineral en bruto como parte de una política para industrializarlo internamente. La Unión Europea impugnó la prohibición ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) y ganó. Indonesia recurrió, pero el órgano de apelaciones de la OMC está paralizado desde 2019 por un boicot de Estados Unidos. En plena disputa comercial surgieron acusaciones que vinculan la extracción de níquel con la deforestación, y el gobierno estadounidense señaló la existencia de trabajo forzado en refinerías del metal operadas por empresas indonesias y chinas. El momento de las acusaciones, aunque ciertas, muestra que los derechos humanos y el medioambiente pueden instrumentalizarse en las disputas geopolíticas.

En el cambio del sistema internacional, la condonación de la deuda externa de los países del Sur Global parece ser una cuestión fundamental. Tras la descolonización formal de África y Asia, muchas naciones pidieron préstamos para financiar su construcción. En 1979, una brutal subida de los tipos de interés en Estados Unidos hizo que las deudas en dólares pasaran a ser impagables. En los años siguientes, los ajustes que impusieron algunos bancos multilaterales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, obligaron a estos países a recortar el gasto público para pagar los plazos de estas deudas. Gran parte de la deuda externa actual tiene su origen en este período.

En una entrevista en 2023, la socióloga argentina Maristella Svampa, del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, subrayó que la deuda ecológica y la deuda externa están vinculadas. La deuda ecológica se forma porque los precios que se pagan por las materias primas exportadas son inferiores a su costo de producción, cuando se tienen en cuenta los impactos ambientales y sociales. «Nuestros países tienen que seguir exportando materias primas para tener acceso a dólares y seguir pagando los intereses de la deuda; es el caso de Ecuador, Argentina. Esto los coloca en un círculo interminable», advierte Svampa.

El presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha llevado a los foros internacionales su propuesta de canjear deuda por acción climática, para que los países del Sur puedan realizar inversiones que cambien el rumbo de sus economías. El gobierno de Lula ha propuesto un impuesto mundial sobre las fortunas de los superricos, unas 3.000 personas en todo el planeta que acumulan más de mil millones de dólares. También ha insistido en reformar los bancos multilaterales para aumentar el flujo de dinero hacia los países financieramente más pobres sin aumentar aún más su deuda. Miriam Lang afirma que es necesaria una mayor coordinación entre los decrecentistas del Norte y los movimientos ecosociales del Sur para poder desarrollar estrategias que permitan desmantelar la actual jerarquía internacional.

PROCESAMIENTO DE NÍQUEL EN INDONESIA, QUE SE ENFRENTA A LA UNIÓN EUROPEA POR PROHIBIR LA EXPORTACIÓN DEL METAL BRUTO. FOTO: MUCHTAMIR ZAIDE/AFP

Brasil y el decrecimiento selectivo

A pesar de estar arraigado en el imaginario mundial, el Producto Interno Bruto como medida del éxito de una economía es relativamente nuevo. El indicador lo creó el economista Simon Kuznets durante la Gran Depresión estadounidense de los años 30. Fue un encargo del gobierno del demócrata Franklin Delano Roosevelt, que con su New Deal intervino contra la desregulación de los mercados y la concentración de la riqueza. El equipo de Roosevelt quería un indicador que midiera fácilmente dónde se estaba recuperando la producción y dónde seguía deprimida. 

El indicador ganó importancia durante la Segunda Guerra Mundial y acabó consagrándose como principal medida del progreso de un país en 1944, cuando la Conferencia de Bretton Woods, celebrada en Inglaterra, definió las instituciones económicas de la posguerra. Para Jason Hickel, eso no ocurrió por casualidad: el PIB no mide los costos ambientales y sociales del crecimiento porque el capitalismo no mide estos costos, afirma. Por tanto, es un indicador conveniente.

En un artículo del libro Decrecimiento: vocabulario para una nueva era, el colombiano Arturo Escobar también sitúa el concepto de «desarrollo económico» en su connotación actual a finales de la década de 1940, cuando «pasó a estar asociado al proceso de allanar el camino para replicar en zonas subdesarrolladas las condiciones que caracterizan a las naciones industrializadas», escribe.

En la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el «desarrollismo» se convirtió en el paradigma. Proponía la intervención del Estado para promover la industrialización y acabar con la asimetría que condenaba a los países de la región a ser exportadores de materias primas, más baratas que los productos industrializados que importaban. La vertiente marxista de la teoría de la dependencia cuestionó este análisis: examinando la conexión entre los capitalistas de los países centrales y los países periféricos, se llegó a la conclusión de que estos últimos no podrían contar con las llamadas «burguesías nacionales» para salir de ese sistema. Por lo tanto, el desarrollo sería inviable en el capitalismo. Sin embargo, como observa Arturo Escobar, la teoría de la dependencia mantuvo «intacta la premisa del crecimiento».

A partir de los años 80, en la cronología elaborada por el antropólogo colombiano, empezó a haber un cambio. Si el ideal anterior era la igualación mundial mediante la estandarización de modelos, en el «posdesarrollo» lo que vale es la diferencia y las experiencias locales. En Brasil, esta forma de pensar se refleja en los escritos de intelectuales Indígenas, como Ailton Krenak, y Quilombolas, como Antônio Bispo dos Santos, también llamado Nêgo Bispo. En su libro, Alberto Acosta y Ulrich Brand afirman que el posextractivismo «rompe con el concepto del “desarrollo”, pensado de forma teleológica; es decir, en dirección a algún objetivo supuestamente claro, que niega alternativas».

A pesar de ello, los objetivos de crecer y desarrollarse siguen profundamente arraigados. Para los gobiernos de izquierdas, promover el crecimiento del PIB también significa la posibilidad de ampliar o mantener el espacio para la inversión social sin chocar con los intereses de las élites extractivistas locales. Cuando el crecimiento se ralentiza, aumentan los conflictos por la distribución de la riqueza y la disputa por el presupuesto público, del que se benefician los capitalistas con el pago de intereses, subvenciones y exenciones fiscales. «Ser abiertamente contrario al crecimiento se convierte en un suicidio electoral en un entorno de medios de comunicación corporativos que hasta considera el keynesianismo suave económicamente irresponsable», escribe Kallis en un artículo de 2017, en referencia al economista John Maynard Keynes (1883-1946), que defendía que el Estado regulara los mercados.

Un estudio cualitativo publicado en 2019 en la revista Ecological Economics preguntó a activistas de organizaciones latinoamericanas y africanas en defensa de la justicia ambiental sobre el decrecimiento. En general, el término se consideraba poco atractivo, eurocéntrico y ajeno a las reivindicaciones de la población de estas regiones. «Para muchas personas del Sur (…), el «decrecimiento» no tendrá sentido por sus propias historias y experiencias, que a menudo han transcurrido en situaciones de pobreza y escasez de las necesidades más básicas. Cierto «crecimiento», para lograr más seguridad en cuestión de supervivencia, se considera lógico», señalan las conclusiones de la investigación. «Por lo tanto, centrar la lucha en el decrecimiento no solo se percibe como algo ajeno a lo que es importante, sino también como un debate en cierto modo «frívolo»», señala el estudio.

La palabra «decrecimiento» se considera políticamente tóxica y los miembros de la Sociedad Brasileña de Economía Ecológica se resisten a utilizarla como propuesta para Brasil. «Haremos lo que hay que hacer en cuestión de políticas, intentaremos encontrar un nuevo modelo para nuestra economía, y luego veremos qué pasa con el PIB. El PIB es lo menos importante para nuestros objetivos», afirma Beatriz Saes.

 

BRASIL, UNO DE LOS PAÍSES LÍDERES EN DESIGUALDAD, TIENE QUE BUSCAR UN NUEVO MODELO ECONÓMICO, AFIRMA BEATRIZ SAES. FOTO: MARCO RACCICHINI

Su colega Andrei Domingues Cechin, profesor de la Universidad de Brasilia, es aún más prudente al afirmar que hay que buscar una «noción positiva» que vaya más allá de la negación del sistema económico actual. «Pensando a largo plazo, para la economía mundial no tiene sentido pensar que siempre se va a seguir aumentando la producción y el consumo y reduciendo el impacto ambiental. Probablemente no sea posible», declaró Cechin a SUMAÚMA. «Pero para un período histórico concreto, para un país concreto como Brasil, quizá no solo sea posible, sino deseable», argumenta.

Andrei Cechin cita como ejemplo el proyecto «Green New Deal para Brasil», presentado en 2022 por un equipo dirigido por Carlos Eduardo Young, profesor del Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro. El «nuevo pacto verde» prevé transformaciones que harán que el transporte y la agricultura sean menos perjudiciales para el medioambiente, combinadas con inversiones masivas en vivienda, saneamiento y restauración forestal. Algunas propuestas concretas, como garantizar «empleos verdes» a los desempleados, coinciden con las de los decrecentistas.

Lo más interesante, sin embargo, es cómo el gobierno brasileño financiaría este programa. Entre las fuentes de ingresos señaladas están el aumento de los impuestos sobre los combustibles fósiles, las grandes propiedades rurales y las herencias. Otras son el fin de las subvenciones multimillonarias a los pesticidas, que ahora prácticamente no pagan impuestos en Brasil; la tributación de los dividendos, como se denomina a la parte de los beneficios empresariales que se distribuye a los accionistas, que también está exenta actualmente; y la creación de un impuesto sobre las grandes fortunas.

Dadas las condiciones políticas actuales, marcadas por el dominio de la derecha neoliberal y el avance de la extrema derecha y su objetivo de socavar todo lo que es público y colectivo, la aprobación de estas propuestas representaría un punto de inflexión tan grande como las medidas de transición que sugieren los decrecentistas para los países ricos. No deja de ser, a fin de cuentas, un «decrecimiento selectivo», como dice el propio Cechin, en el que se frenarían las actividades contaminantes y se distribuiría mejor la riqueza.

Un argumento frecuente es que el decrecimiento tiene más atractivo en los países europeos y en Japón, donde el aumento del PIB ya es pequeño. En Estados Unidos, donde el crecimiento guía la política, la propuesta ha encontrado resistencia incluso entre la gente de izquierdas. Como el economista Robert Pollin, autor, junto con el lingüista e intelectual Noam Chomsky, del libro Cambiar o morir: capitalismo, crisis climática y el Green New Deal (Clave Intelectual, 2020, traducción de Teresita de Vedia).

En un artículo de 2018 en New Left Review, Pollin dice que comparte los valores y preocupaciones de los decrecentistas. Sin embargo, argumenta, no dan en el blanco porque el problema central no es el crecimiento, sino el neoliberalismo. La idea de Pollin es que hoy los capitalistas ganan más especulando en los mercados financieros, lo que ha reducido la inversión en la llamada «economía real». La concentración de la renta y la riqueza aumentó a la vez que el crecimiento económico se ralentizaba en los países ricos.

Robert Pollin defiende la idea de que un gasto masivo en eficiencia energética y energías renovables podría frenar la emergencia climática. Pero reconoce que, incluso en este escenario, al cabo de 20 años las emisiones de gases de efecto invernadero por habitante en Estados Unidos serían tres veces superiores a la media del resto del mundo. Por una cuestión de justicia, lo correcto sería exigir emisiones igualitarias: que los países más ricos y las personas más ricas de cualquier país redujeran lo que emiten a la media mundial. Pero el economista considera que «no hay absolutamente ninguna posibilidad de que [dichas medidas] se apliquen» y «no podemos darnos el lujo de desperdiciar tiempo en (..) luchar por objetivos inalcanzables».

CONTAMINACIÓN ATMOSFÉRICA EN SÃO PAULO, LA MAYOR CIUDAD DE UN PAÍS QUE SUBVENCIONA A LOS MÁS RICOS Y LAS ACTIVIDADES QUE DAÑAN EL MEDIOAMBIENTE. FOTO: FABIO VIEIRA/FOTORUA/NUR PHOTO/AFP

Un mundo de Pepes Mujica

Los pensadores del decrecimiento, del posextractivismo y del ecosocialismo defienden un horizonte poscapitalista, pero aún no está del todo claro qué vendría después. En parte, la dificultad proviene de la experiencia de los Estados comunistas centralizados y autoritarios del siglo 20, a la que contraponen la idea de una «democracia ampliada». Jason Hickel afirma que el decrecimiento no es «el fiasco del sistema de mando y control soviético ni de algún tipo de plan desastroso de empobrecimiento voluntario, ascetismo y vuelta a las cavernas».

El economista a menudo cita estudios en los que la mayoría de los entrevistados apoyan las políticas propuestas por el movimiento. «Sigue habiendo preguntas difíciles para las que aún no tenemos todas las respuestas. Nadie puede darnos una receta sencilla para construir una economía poscapitalista», escribe. «En el fondo, tiene que ser un proyecto colectivo».

Giorgos Kallis reconoce que el desafío de reducir las desigualdades a escala mundial es enorme. Aunque a los países ricos les bastaría con distribuir mejor lo que ya existe, la igualación mundial exigiría aumentar el consumo de energía en términos absolutos, explica. El autor apuesta por «un milagro social»: «el nivel de vida puede mejorar sin crecimiento si se cambian los deseos y las expectativas, o dejando de valorar los bienes materiales para valorar las relaciones», afirma. Sería algo así como un mundo de Pepes Mujica, el expresidente uruguayo que donaba gran parte de su sueldo y entró y salió del poder viviendo en la misma granja, donde cultiva flores.

Para los miembros del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, la falta de un proyecto cerrado es deliberada. «Tenemos que acostumbrarnos al hecho de que no existe una receta única para la transformación social, como en los siglos 19 y 20», afirma Miriam Lang. Y cita filosofías de cambio similares al Buen Vivir que existen en África e India: «Cuando ponemos el foco en las alternativas que ya están en marcha, vemos que hay muchas. Pero el discurso dominante nos ha acostumbrado a pasar por alto esos procesos alternativos porque insiste en categorizarlos como irrelevantes, atrasados, primitivos o simplemente locales. Es decir, los descalifica sistemáticamente», afirma Lang.

La investigadora cree que el socialismo «ha perdido vigencia como utopía» porque no puede desprenderse de su historia. Además, añade, el Estado fuerte que aparece en las propuestas decrecentistas procede de una nostalgia de los Estados del bienestar, que «solo existieron como una cara más humana del capitalismo sobre la base de una injusticia global». En el Sur, afirma, los Estados también tendrán que asumir responsabilidades a la hora de regular, planificar y construir infraestructuras. «Pero el potencial de las poblaciones para organizarse y asumir colectivamente la definición de su propio destino y autocuidado, incluida la autoproducción parcial de las infraestructuras, es muy grande y no debe descartarse», señala.

Alberto Acosta, el economista ecuatoriano, opina que tanto «decrecimiento» como «posextractivismo» son términos con «escaso atractivo simbólico» y que es necesario encontrar expresiones que puedan «sumar consensos de amplios segmentos de la población mundial». En cualquier caso, serían propuestas múltiples, porque se basan en experiencias concretas en distintos países y regiones. El Buen Vivir es solo una de ellas. «Con las propuestas del Buen Vivir no se quiere “regresar” al pasado ni idealizar modos de vida Indígena-comunitarios. Se busca reconocer y respetar múltiples conocimientos y experiencias, así como prácticas en todos los órdenes de la vida», explica.

En estos debates suele utilizarse una famosa frase del pensador alemán Walter Benjamin (1892-1940), que cuestionó la idea de que el progreso técnico siempre llevaría a los humanos a niveles superiores de evolución. En el último texto que escribió antes de morir, cuando intentaba llegar a España para escapar del avance nazi, afirmó: «Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero quizá las cosas sean bastante distintas. Quizá las revoluciones sean un intento de los pasajeros de ese tren, a saber, de la humanidad, de activar el freno de emergencia».

Ante el colapso del clima y de la Naturaleza y el avance del negacionismo, no solo en la extrema derecha sino también entre quienes no hacen nada para detenerla, tirar del freno podría ser tanto una elección consciente como el resultado inevitable de una catástrofe planetaria, como sugiere el título del libro del economista ecológico canadiense Peter Victor.

 

PARA PEPE MUJICA, QUE ENTRÓ Y SALIÓ DEL PODER VIVIENDO EN UNA CHACRA DONDE CULTIVA FLORES, CONSUMIR NO ES SER FELIZ. FOTO: REPRODUCCIÓN DE INSTAGRAM

Para saber más 

Decrecentistas: La palabra «decrecimiento» apareció en los años 70, pero el movimiento decrecentista ha cobrado impulso en Europa este siglo, reuniendo a personas de distintas corrientes de pensamiento que defienden una organización económica compatible con los límites ecológicos de la Tierra. El movimiento cuestiona la lógica capitalista de crecimiento continuo y aboga por una reducción del consumo de recursos naturales y energía, la distribución de la riqueza monetaria, inversiones prioritarias en bienes colectivos y servicios públicos y menos horas de trabajo.

Libros:

Jason Hickel ofrece una visión de cómo podría ser una economía poscapitalista en su libro Menos es más. Foto: Capitán Swing

Posextractivistas: Son intelectuales y movimientos sociales de América Latina que cuestionan la idea del desarrollo como imitación de la trayectoria de los países financieramente ricos. Defienden superar el modelo basado en extraer y exportar recursos de la Naturaleza. Hablan de una transición ecosocial, que haga compatibles la justicia social y la ambiental, centrándose en el «cuidado»: del medioambiente, los enfermos, los ancianos y los niños. También cuestionan la jerarquía internacional que sitúa a los países del llamado Sur Global en una posición subordinada.

Libros:

Ecosocialistas: Marxistas críticos con los modelos de desarrollo tanto del capitalismo como del llamado «socialismo real», como el que existió en la antigua Unión Soviética. El imperativo de detener la catástrofe climática y ecológica está en el centro de sus propuestas, junto con la justicia social. Muchos ecosocialistas también defienden un decrecimiento planificado y una igualación mundial del consumo de recursos y energía como estrategia para salvar la vida en el planeta y lograr una sociedad socialista diferente de las que han existido.

Libros:

Kohei Saito señala que para detener la crisis climática hay que deshacerse de su verdadera causa: el capitalismo. Foto: Ediciones B


Reportaje y texto: Claudia Antunes
Edición: Eliane Brum
Edición de fotografía: Lela Beltrão y Soll
Chequeo de informaciones: Gustavo Queiroz y Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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