El desbordamiento del arroyo São Francisco durante la noche del pasado 23 de marzo en Rio Branco, capital del estado de Acre, podría haber sido una noticia más para un periodista de la Amazonia acostumbrado a escribir sobre las inundaciones del «invierno amazónico». Pero a medida que las aguas avanzaban sobre mi calle y entraban casa tras casa, me di cuenta de que no podría escribir sobre esta inundación, una más en mi historial de periodista. A partir de ese momento, pasé al otro lado de los hechos. Yo era la noticia. Había entrado en las estadísticas. Yo era uno más entre los miles de inundados.
Mi preocupación ya no era narrar el desbordamiento del arroyo, cuyo cauce está a solo 800 metros de mi casa. Toda mi atención se centraba en intentar salvar mis muebles y electrodomésticos del agua fangosa que invadía todas las habitaciones de la casa. Una lucha en vano: una vez que entra el agua, no hay vuelta atrás. La sensación es de total impotencia, desesperación y, a la vez, incredulidad.
Nacido y criado en Vila Ivonete, un barrio de clase media de la capital de Acre, las aguas del arroyo São Francisco nunca se habían acercado tanto, en mis 36 años de vida, y mucho menos amenazado con entrar en nuestra casa. En febrero de 2021, el arroyo también se desbordó, pero el agua se quedó a pocos metros de nuestra puerta. La inundación anterior había ocurrido en 2004, con un intervalo considerable entre un suceso y el siguiente. Esta vez, menos de dos años separaron la inundación de 2021 de la de 2023. Y llegó con mucha más intensidad.
Para un periodista de la Amazonia que sigue los fenómenos climáticos extremos desde 2006 —tanto inundaciones como sequías—, que las aguas del arroyo se llevaran mi propia casa era algo que nunca se me había pasado por la cabeza. He perdido la cuenta de cuántas veces metí los pies en las aguas del río Acre y viajé en canoa a contar la trágica historia de las personas afectadas por las inundaciones. Ahora mis pies, rodillas y cintura están sumergidos dentro de mi casa.
23 de marzo: un arroyo furioso
Era jueves, 23 de marzo. La semana de trabajo había sido intensa. Para relajarme, me tomaba una cerveza y escuchaba música. A lo largo del día, los periódicos locales ya habían anunciado el desbordamiento de algunos arroyos. Era algo que ya se esperaba y se preveía en una ciudad amazónica de infraestructuras precarias.
Horas antes, un diluvio había caído sobre la ciudad. Fueron más de 12 horas de lluvia torrencial e ininterrumpida. Según la Defensa Civil, el volumen del agua llegó a 180 milímetros al mediodía de ese jueves. El nivel del río Acre subió rápidamente y embalsó los arroyos, lo que agravó la situación. Para hacerse una idea del volumen de las aguas, el nivel del río era de 9,76 metros; por la noche ya era de 14,65 metros. Nunca en la historia de Acre el río había crecido 5 metros en un solo día. Era la mayor inundación en cinco décadas.
El fin del «invierno amazónico» en esta parte meridional de la selva amazónica viene marcado por las lluvias de marzo. Es lo contrario de lo que ocurre en el sudeste de Brasil, donde las aguas de marzo cierran el verano, como cantaba Tom Jobim. Aquí, nuestras vidas se rigen por estos dos ciclos. El invierno amazónico, el periodo de lluvias, comienza en octubre y dura hasta marzo. El verano va de abril a septiembre, los meses más secos, cuando los incendios son más frecuentes. Cada año que pasa, estos fenómenos climáticos son más extremos.
Eran más de las seis y media de la tarde cuando noté un movimiento atípico de vehículos por mi calle. Los conductores que circulaban por la avenida principal del barrio, Getúlio Vargas, entraron en mi calle en busca de una ruta alternativa. Así que concluí: el arroyo se ha desbordado. Me calcé las sandalias y fui a comprobarlo. En ese momento, solo conseguían pasar autobuses, camiones y camionetas. Horas más tarde, solo canoas, lanchas y motos acuáticas podrían circular por las calles sumergidas. Con el agua a la altura de las canillas, los vecinos intentaban salvar lo que podían: televisores, maletas llenas de ropa, coches y mascotas.
Meto los pies en el agua y camino hacia el lecho del arroyo. Me dirijo hacia la zona más sumergida por el desbordamiento. Vecinos y comerciantes están desesperados. Farmacias, carnicerías, talleres, clínicas médicas, cafeterías: todo está bajo el agua.
Vuelvo a mi calle para controlar el movimiento de las aguas. Mi sensación, hasta ese momento, es de «tranquilidad». Al fin y al cabo, en casi 40 años viviendo allí, nunca nos hemos visto afectados por el arroyo. Poco a poco esta tranquilidad dio paso a la preocupación, con la invasión furtiva del agua, ya a pocos metros de nuestra casa. Abro la puerta del baño y veo que empieza a entrar agua por el desagüe. El agua fangosa del arroyo se apodera de nuestro patio. Tengo que correr para mitigar los daños, intentar mantener el equilibrio y pensar en qué es prioritario.
La invasión del agua es rápida e intensa. Cuando me doy cuenta, ya no quedan habitaciones secas. El suelo blanco se había convertido en un embalse de agua fangosa. En casa estábamos mi madre, mi hermana y yo. Intentábamos salvar algunos muebles cuando, de repente, se corta el suministro eléctrico. Nos quedamos a oscuras. La única iluminación provenía de una lámpara de emergencia. Sin luz, la situación era aún más desesperante.
Conseguimos suspender el aparador de la antesala y colocarlo encima de las sillas de la mesa de la cocina. Trabajo inútil: minutos después, el agua lo cubría casi todo. Los sofás y las camas flotaban. Necesitábamos sacar a los perros del patio. Llamo a mi otra hermana, que vive en otro barrio de la ciudad, que no se ha visto afectado por las inundaciones. Su misión es ayudarnos a salvar a los animales y traer ladrillos para suspender las camas y los sofás en un último intento de paliar los daños. Pedimos ayuda a un equipo del Cuerpo de Bomberos, pero ya era demasiado tarde: el agua fangosa, sucia y contaminada, procedente del alcantarillado, ya superaba el metro de altura.
Sin nada más que hacer, mi madre se fue a casa de mi hermana para intentar dormir, como si eso fuera posible. Yo decidí quedarme. Tenía los niveles de adrenalina y estrés muy altos, pero no quería salir de allí, aunque no tuviera dónde ni cómo sentarme.
La hamaca del porche (todavía) estaba seca. La suspendo a cierta altura para que, con mi peso, no roce el agua del São Francisco que ha entrado en mi casa sin invitación. Así es como la gente que vive a orillas del río Acre, en los palafitos, se enfrenta a las inundaciones: convierten sus hamacas en el único refugio seco hasta que el río retrocede. Quien tiene una canoa la convierte en tierra firme.
Aunque las autoridades le pedían a la gente quedarse en los refugios oficiales, muchos se resistían por miedo a que las «ratas de agua» les invadieran la casa: en las noches tranquilas y oscuras de los barrios inundados, los ladrones se suben a las canoas y roban lo que encuentran en nuestros hogares deshabitados.
No sé si por miedo a las ratas de agua, pero yo también me resisto a irme. Con la hamaca a una altura considerable, rezo para que las cuerdas no se rompan. Tumbado en la hamaca, mi compañera en tantos reportajes sobre el terreno, seguí observando el comportamiento del agua. Mi referencia era la caseta donde está la bomba de agua de nuestro pozo. Por la marca del agua fangosa en la baldosa blanca, podía seguir el nivel. Cada vez que la enfocaba con la linterna, para mi desánimo, el agua no hacía más que subir.
Decido no enfrentarme más a la fuerza de la naturaleza. Acepto la situación. No hay nada que hacer. Solo esperar. Intento dormir un poco. La noche era un poco fría. Las bermudas, empapadas, aumentaban aún más la sensación de frío. El agua justo debajo de mí estaba helada. El cielo con nubes cargadas reducía las esperanzas de que las aguas comenzaran a descender pronto. Recé para que al día siguiente no lloviera.
24 de marzo: a la espera del descenso de las aguas
Poco a poco, la luz del día apareció. Con la iluminación natural fue posible hacerse una idea de la catástrofe. Todas las casas estaban inundadas. Las únicas intactas eran las de la parte más alta de la calle. Mido 1,74 metros. El agua me llegaba por encima de la cintura. La caseta del pozo que utilizaba como «regla de medir» ya estaba completamente sumergida.
Aún de madrugada, mi padre llega para ayudar. Me convence a ir a casa de mi hermana, ducharme y desayunar. Camino descalzo. El arroyo se ha llevado mis sandalias plásticas. Sigo intentando llevarme lo que pueda. Tengo que caminar con cuidado, arrastrando los pies para no hacerme daño con trozos de palos y animales que han traído las aguas. Es frecuente que las inundaciones arrastren serpientes y caimanes. Por suerte, no nos visitó ningún animal, solo un montón de escombros.
De vez en cuando tropiezo con ladrillos y muebles sumergidos. Los arrastro hacia la pared. Saco los ventiladores de debajo del agua, con las aspas y los motores intactos. Con bolsas de basura, sacamos la ropa de vestir y de cama del armario de mi madre. Nos lo había pedido para que pudiéramos ponérnosla en casa de mi hermana.
En mi habitación, la cama flotaba, pero la mesa donde tengo la laptop y la televisión permanecía inmóvil. El agua estaba a centímetros de cubrirla por completo, para mi desesperación. Puse el televisor, la impresora y las fuentes de alimentación en el estante más alto. La computadora, mi herramienta de trabajo, está a salvo en mi mochila, que llevo al auto.
De la nevera, también flotante, saco el pollo congelado que había comprado la tarde anterior. Es el único alimento que podemos comer. Todo lo demás está contaminado por el agua sucia. Con la ayuda de los vecinos, ponemos la nevera tumbada sobre la mesa y retiramos los dos televisores.
Arroyo estabilizado, daños visibles. Ahora toca esperar a que baje el nivel del agua. Canoas y lanchas (sin motor, solo a remo) van y vienen sin cesar, sacando muebles de casas y oficinas.
Mi desánimo es grande. El agua había invadido mi pequeño mundo, donde creía estar a salvo. Comprendo que nadie está a salvo de la crisis climática, de las respuestas de la naturaleza: no importa el color, el credo o la clase social.
Las marcas en la puerta de la casa son la señal de que el agua está retrocediendo. Poco a poco, el arroyo vuelve a su sitio… ¿o somos nosotros los invasores?
25 de marzo: el nuevo comienzo
La casa no se vacía de agua hasta el sábado 25 de marzo por la mañana. La noche anterior había vuelto a dormir en una hamaca en casa de mi hermana. Estoy seco, duchado y en una hamaca más cómoda. Por la mañana temprano vuelvo a nuestra casa. Abro la puerta. En lugar de agua, barro. La sensación es de alivio por el retroceso de las aguas, pero el desánimo permanece.
Entro y grabo los daños causados. Todavía no hay corriente. Los muebles están cada uno por su lado. La lavadora está sujeta por las mangueras. Lo mismo ocurre con el cilindro de gas. La habitación de mi hermana ha quedado destrozada. Un desastre completo. Los armarios han ido todos a la basura. Se deshacían como cartón mojado.
En febrero de 2021, el arroyo también se desbordó, pero el agua se quedó a pocos metros de la puerta del periodista. Nunca en la historia de Acre el río había crecido 5 metros en un solo día como ocurrió este año. Foto: Fábio Pontes
Los daños son incalculables. Por suerte, la nevera volvió a funcionar. Un gasto menos. Los colchones y los sofás también se pueden recuperar. Delante de mi casa veo una montaña de escombros. Los recicladores lo revuelven todo. Poco a poco, el suelo original de la casa vuelve a aparecer. Ese solo sería el primer día de un trabajo de reconstrucción que todavía dura.
No se trata solo de una reconstrucción física. He comprendido que las marcas de una inundación no solo quedan en las paredes. También están dentro de nosotros. Los traumas y los miedos permanecen. Con cada lluvia intensa, se activará la alerta roja. Durante las dos semanas siguientes, en las que el río Acre se mantuvo por encima del nivel de inundación, no estuve tranquilo. Temía que hubiera un nuevo diluvio, que los arroyos volvieran a desbordarse.
El desbordamiento me causó una sensación de impotencia total, de pequeñez. La vida continúa, estamos vivos y sanos para seguir con la reconstrucción. El arroyo está justo ahí. Ese arroyo tan dañado y maltratado, que con el paso de las décadas se ha transformado en un vertedero de basura y aguas residuales, nos ha enviado un duro mensaje a todos. Él, y nosotros, tendremos que seguir nuestras trayectorias. Ojalá aprendamos, de tantas tragedias, algunas lecciones.
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Durante dos semanas después de la tragedia, el río Acre se mantuvo por encima del nivel de inundación. La imagen aérea fue tomada el 31 de marzo. Foto: Gleilson Miranda/Fotoarena/Folhapress