Del barro amarillo de una mina ilegal a la tierra negra del huerto, Sebastião Heraldo Lira Gomes ha hecho un poco de todo. A sus 45 años, ya ha trabajado como albañil, en empresas de pavimentación y producción de ladrillos y ha sido hasta garimpeiro, como se denomina a los mineros ilegales. En la mina, su vida pendía de un hilo mientras recogía ramas del barro antes de iniciar la extracción. Un compañero de trabajo se lo advirtió, preocupado, señalando una montaña de escombros: «Esa barrera se va a derrumbar». Y, de hecho, se derrumbó y Sebastião escapó por los pelos. Lo contaba mientras plantaba brotes de lechuga en su huerto orgánico de Altamira, en el suroeste del estado brasileño de Pará, una ciudad marcada por dos monumentos a la destrucción de la selva: el hito inaugural de la carretera Transamazónica y la central hidroeléctrica de Belo Monte.
«La minería ilegal es una aventura, vas y ni siquiera sabes si volverás», comenta Sebastião. Sobrevivió al peligro, pero nunca volvió a la minería. Hijo de un agricultor, nacido en la Isla de Bacabal, en el Río Xingú, creció ayudando a su familia a plantar arroz, frijoles, maíz y mandioca. Hasta los 25 siguió el mismo oficio que sus padres, después se fue a vivir a Altamira, donde hizo un poco de todo. En 2021, por sugerencia de su mujer, Alderene, de 51 años, dejó la minería y apostó por la agricultura como fuente de ingresos, por la seguridad de trabajar en algo que le pertenecía y cerca de su familia.
Acudió a la Empresa de Asistencia Técnica y Extensión Rural del Estado de Pará (Emater) y el técnico Joabe dos Santos le sugirió: «¿Por qué usted no planta orgánicos?». Sebastião ni siquiera sabía lo que eran los alimentos orgánicos. Su familia nunca había utilizado pesticidas. En la Amazonia, los Indígenas, los Ribereños y otras comunidades tradicionales siempre han cultivado sin hacer uso de estos venenos.
El interés por la agricultura orgánica surgió en contraposición al creciente uso de pesticidas y fertilizantes en las plantaciones de Europa tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Es una agricultura que busca el equilibrio con la Naturaleza, asociada a técnicas modernas de producción y al uso responsable del agua y del suelo. Rechaza los abonos químicos y las semillas transgénicas (modificadas para ser resistentes a la sequía, las plagas o los pesticidas). Y busca un entorno de justicia social y respeto por el trabajo humano y por les más-que-humanes.
Sebastião aceptó la propuesta del técnico de Emater y los alimentos orgánicos se convirtieron en una fuente de ingresos para él y su familia. En una área de 3.000 metros cuadrados, parte propia y parte cedida por un vecino, cultiva calabacines, rúcula, espinacas, col, perejil, cilantro, cebolletas, mandioca y pimienta negra, entre otras hortalizas. Todo cultivado en un suelo que ha preparado cuidadosamente mediante diversas técnicas. Sebastião recoge hojarasca de la selva, repleta de hongos, responsables de la descomposición de la materia orgánica y de la salud del suelo, y la utiliza en sus abonos. Para mantener alejados a los insectos, la receta es jabón neutro mezclado con un poco de aceite, que combate los pulgones y la mosca blanca. Otra opción para detener las plagas es el aceite de almendras. El tucupi, el líquido amarillo que ofrece la yuca brava, sirve de insecticida y fertilizante para el suelo. Al igual que el biopescado, una mezcla de restos de pescado crudo con azúcar, que es una levadura biológica. «Todo natural», subraya.
Sebastião Gomes cosecha cebolletas para formar el combinado que es el buque insignia de la venta de orgánicos: cheiro-verde, un ramillete de cebolletas y cilantro. Foto: Soll/SUMAÚMA
Sebastião aprendió poco a poco. Contó con la ayuda de Emater, de profesores de la Universidad Federal de Pará y de otros colaboradores. Su huerto derrocha salud y belleza, y dice que no entiende por qué la gente usa pesticidas. «El gobierno insiste tanto: preservemos el medio ambiente. Entonces llega un hacendado y echa pesticidas, mata a los peces, contamina el agua de los canales naturales, de los ríos. Entonces, ¿por qué dicen que hay que proteger el medio ambiente? Si ellos abren las compuertas…».
En 2023, el Senado brasileño aprobó la nueva ley de pesticidas, que facilita el uso de este tipo de veneno. En virtud de esta ley, las sustancias cancerígenas o que causan deformaciones, mutaciones y trastornos hormonales, entre otros problemas, ya no se especifican como inaceptables en la composición de los plaguicidas. Es como si la ley dijera: hay riesgo, pero también hay que confiar en que las sustancias se aplicarán de forma segura y correcta, con técnicas adecuadas para reducir los impactos. Como si estas técnicas siempre estuvieran presentes. La realidad muestra que no.
Los agricultores sienten los efectos de los pesticidas en su salud
De 2019 a 2021, Altamira fue el municipio más deforestador de Brasil, según la iniciativa MapBiomas, que mapea la cobertura y el uso del suelo de la Amazonia. La explotación predatoria de la selva, que se ha intensificado desde la construcción de la carretera Transamazónica, empuja el bioma hacia el punto sin retorno, el momento en que la selva se ha reducido tanto que pierde su capacidad de crear lluvias y mantener un clima húmedo. Deja de ser el hogar de miles de especies de plantas, animales, hongos y microorganismos.
Cualquiera que se desplace por la carretera en pleno verano amazónico, entre julio y septiembre, se encuentra con un paisaje kilométrico de monocultivo de hierba seca con parches de selva aquí y allá. Este ha sido el septiembre más caluroso en Brasil de los últimos 63 años, y en Altamira no ha sido diferente: según datos del Instituto Nacional de Meteorología, la temperatura máxima registrada en la ciudad rondó los 35 grados centígrados, 2 grados por encima de la media histórica para el período. La deforestación intensifica los fenómenos naturales de sequía y el aumento de las temperaturas en la región. Todo ello, sumado al cambio climático asociado al calentamiento global, amenaza el paisaje amazónico y la vida de sus habitantes.
En el suroeste de Pará, la selva ya no es la misma. Agricultores, Ribereños e Indígenas se enfrentan cada año a sequías prolongadas. Con el avance de la agroindustria, las zonas de vegetación han dado paso a monocultivos de pasto, soja y maíz. Las plantaciones han intensificado el vertido de toneladas de pesticidas al medio ambiente. El estado de Pará, según el Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables, ha aumentado el uso de plaguicidas año tras año. Brasil es el país que más venenos utiliza por superficie cultivada en el mundo debido a sus condiciones climáticas, que proporcionan más de una cosecha al año: en 2021 ocupó el primer puesto de la clasificación, según un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
En la zona rural del municipio de Vitória do Xingu, cerca de Belo Monte, a 60 kilómetros de Altamira, SUMAÚMA presenció cómo un joven echaba pesticidas en una plantación sin ningún equipo de seguridad y cómo una mujer utilizaba veneno en el patio de su casa para matar las malas hierbas mientras los niños jugaban cerca, también sin ningún equipo de protección. La siembra a gran escala de soja y maíz también está agravando la situación de los pesticidas en la región de la Vuelta Grande del Xingú. El veneno ha llegado hasta los azaizales, y hoy solo se ven los restos de los árboles, secos por las sustancias tóxicas. En el municipio de Altamira hay diez de establecimientos registrados que tienen autorización para revender plaguicidas, dos de los cuales son almacenes, tiendas de artículos de primera necesidad. La mitad se encuentra en Castelo dos Sonhos, un distrito de Altamira situado a 970 kilómetros de la ciudad, casi en la frontera con el estado de Mato Grosso.
Azaizal muerto por la fumigación de veneno en una hacienda productora de granos. Foto: Soll/SUMAÚMA
SUMAÚMA entró en contacto con a la Agencia de Defensa Agropecuaria del Estado de Pará, tanto con la oficina central de Belém como la de Altamira, por correo electrónico. Preguntamos sobre el uso de pesticidas en la región y el correcto desecho de los envases, pero no obtuvimos respuesta. También preguntamos, por correo y WhatsApp, por las propiedades autorizadas a utilizar venenos, ya que los datos no están disponibles en la página web de la agencia. Pero no recibimos respuesta. Entramos en contacto con la Asociación de Comercio de Productos Agropecuarios de Altamira y Región de la Transamazónica, punto de recogida de envases de insumos químicos de la región, para conocer cuántos envases habían recibido desde su apertura en 2023, pero tampoco nos contestaron. El punto tendría capacidad para recibir 80 toneladas de envases al año.
Según la información disponible en la página web del Departamento de Defensa Agropecuaria del Estado de Pará, las inspecciones más recientes sobre el uso de plaguicidas tuvieron lugar en la región de Belém. Al entrar en contacto con la agencia, esta no proporcionó a SUMAÚMA ninguna información sobre el número de intervenciones que se han llevado a cabo en Altamira. También pedimos los datos por correo electrónico, pero no obtuvimos respuesta.
El Programa Nacional de Reducción de Pesticidas propone un período de transición para reducir gradualmente el uso de venenos en los cultivos, pero hace diez años que se boicotea su puesta en práctica. Mientras tanto, la industria de los pesticidas y los productores de materias primas (plantaciones a gran escala para la exportación) influencian directamente la creación de políticas y la nueva ley de pesticidas.
Área deforestada para plantar Soja cerca de Santarém, en el estado de Pará; la agroindustria planea, con el apoyo del gobierno federal, construir el ferrocarril Ferrogrão en la zona. Foto: Michael Dantas/SUMAÚMA
El cambio climático obliga a modificar las formas de producción
Joabe dos Santos, que le aconsejó a Sebastião que cultivara alimentos orgánicos, es ingeniero agrónomo y trabaja en Emater como extensionista rural, un profesional que asesora a los agricultores en proyectos de desarrollo en el campo. Hace más de 18 años que sigue la vida de quienes cultivan en la región y conoce bien el impacto de los extremos climáticos de los últimos tiempos. Muchos canales naturales se secan durante el verano. Con menos lluvia, los productores se ven obligados a comprar sistemas de riego. A Joabe le preocupan las fuentes de agua a las que los productores puedan tener acceso, ya que no todos pueden permitirse excavar pozos artesianos. «¿De dónde sacan el agua? ¿Cuánto tiempo les dura? Además de utilizarla para el riego, ¿su familia y sus animales podrán beberla? A veces no», se preocupa. Sin agua, muchos venden sus propiedades y se trasladan a zonas urbanas, donde viven una nueva situación de vulnerabilidad social.
En 2014, un estudio de Emater reveló que en Altamira no había productores de hortalizas orgánicas formalizados. En aquella época, con la construcción de la central hidroeléctrica de Belo Monte, la ciudad experimentó una explosión demográfica y la demanda de producción de alimentos aumentó. Los agricultores acabaron recurriendo a pesticidas y productos químicos para aumentar la cosecha. El estudio de Emater también puso de manifiesto el bajo nivel educativo de los agricultores y su desconocimiento sobre el impacto de los pesticidas en la salud. «Lo que quieren es producir cuanto antes, producir pronto, independientemente de dónde proceda la semilla, independientemente del producto que vayan a utilizar, para garantizar la venta», analiza Joabe.
El trabajo del ingeniero agrónomo consiste en compartir técnicas para aprovechar al máximo el suelo y producir sin dejar de cuidar el medio ambiente. Estos son los principios básicos de la agroecología, que valora la protección del medio ambiente y la atención a quienes viven del trabajo directo en la tierra. «La agroecología no se preocupa solo de la producción. Primero te preocupas por el medio», dice el técnico de Emater.
Estas técnicas dieron una nueva forma a la vida de Sebastião como productor urbano. Sabe que su trabajo, como él dice, «está a favor de la Naturaleza», pero tiene que persistir cada día ante la falta de apoyo y de incentivos, escasos o casi nulos. «Hay días en los que pienso que no lo voy a conseguir. Estoy molido y, aún así, tengo que ir al huerto».
A pesar del cansancio, Sebastião mantiene el buen humor. Conoce a los clientes por su nombre y sabe lo que les gusta comer y comprar. «Hola, señor Edson, buenos días», saluda Sebastião antes incluso de bajarse de la bici, cuando ve al cliente que ya le espera. Edson es un antropólogo que llegó a Altamira desde Paraíba en 2019. Conoció a Sebastião en una feria que organizó la municipalidad hace dos años y, desde entonces, le compra las verduras. Le preocupan las consecuencias para la salud de venenos como el glifosato y huye todo lo que puede de los alimentos rociados con este pesticida. Ha vivido en Mato Grosso y ha visto de cerca las «nubes de veneno» que bañan las plantaciones. Dejó de consumir aceite de soja y de maíz porque, tras ver cómo fumigaban pesticidas en las plantaciones, le da miedo que estén contaminados: «El aceite no puede salir limpio».
Sebastião siempre trabaja con su sombrero de cuero y sus Ray-Ban, para protegerse los ojos claros del intenso sol. En su pequeño negocio todo pasa por sus manos: la fabricación del abono, la siembra, la cosecha, la venta y hasta la entrega de los productos, que lleva de casa en casa en una bicicleta de carga. Pero aún tiene que obtener la certificación oficial de producción orgánica. Para ello, cuenta con el apoyo de Emater.
En el huerto de un cliente en los alrededores de Altamira, Joabe dos Santos comparte conocimientos sobre cómo producir respetando el medio ambiente. Fotos: archivo personal
Últimamente, Sebastião se enfrenta a una dificultad añadida: el calor, que seca la tierra, mata las plantas y hace que caminar sea más penoso. «Cuando salgo de casa… tengo que darme prisa, porque, en un día soleado y caluroso, llego al vivero y todo se está muriendo». Con la orientación de Emater, Sebastião invirtió en mallas de sombreo, que reducen entre un 30% y un 50% la incidencia de luz solar y proporcionan confort térmico para que las hortalizas crezcan bien. Antes se podía plantar sin sistemas de riego, pero los cambios climáticos obligan a los productores a revisar sus métodos de gestión de la tierra.
Otro problema para los agricultores es que, en verano, las altas temperaturas y la baja humedad relativa del aire facilitan el desarrollo de plagas y enfermedades. Durante el día hace demasiado calor, al amanecer refresca un poco, y la variación de temperatura favorece la aparición de parásitos como las cochinillas y otras enfermedades, explica el agrónomo Joabe.
El cambio climático también preocupa a Jader Adrian, agricultor y presidente de la Cooperativa Central de Producción Orgánica de la Transamazónica y el Xingú, en Altamira. Fundada en 2014, es un centro de comercialización que recibe cosechas de cacao orgánico de cuatro cooperativas de diferentes municipios de Pará: Pacajá, Vitória do Xingu, Brasil Novo y Uruará. Las plantaciones de cacao orgánico, que representan solo el 2% de la producción de Pará, se enfrentan ahora a una disminución de las cosechas.
Proceso de análisis de los granos de cacao orgánico; a la derecha, árboles de cacao secos en el jardín de la Cooperativa Central de Producción Orgánica de la Transamazónica y el Xingú. Fotos: Juliana Bastos/SUMAÚMA
Tras dos años de sequía, se calcula que la producción de las cooperativas en 2024 se habrá reducido entre un 35% y un 40%. El impacto de la sequía de este año se conocerá con precisión en la cosecha de 2025, pero los daños ya empiezan a notarse. «Las labranzas de nuestra región están sufriendo mucho, muchas se están muriendo». Ahora Jader busca socios para invertir en sistemas de riego en las plantaciones de cacao de las cooperativas.
El impacto del cambio climático, según él, es grande, «mucho mayor de lo que pensábamos». Con veranos más largos y períodos de lluvia más cortos, las raíces de los cultivos apenas se recuperan. No consiguen volver a enfrentarse a nuevos períodos de sequía y calor intenso. En las plantaciones de cacao orgánico, la situación es aún más delicada, ya que no se puede utilizar cualquier tipo de abono. Mayor aún es el desafío de nutrir la planta en invierno para que pueda soportar el fuerte sol del verano. Eso también aumenta el coste de la inversión para los agricultores. «Los campos no estaban pensados para el riego. Se plantaron para que pudiéramos producir según el clima de nuestra región», explica.
La ingeniera agrónoma Maysa Medeiros, profesora de la Facultad Serra Dourada, en Altamira, suele comprar el chocolate Cacau Xingu, elaborado con el cacao orgánico que produce la agricultora Jiovana Lunelli allí mismo, en la región del kilómetro 48 de la carretera Transamazónica. El cacaotal de Jiovana está plantado a la sombra de grandes árboles amazónicos poblados de majestuosos Guacamayos rojos. Para la profesora Maysa, esta es una razón más para apoyar a los productores de orgánicos, que valoran la agricultura familiar, utilizan los recursos naturales de forma responsable y evitan el uso de pesticidas perjudiciales para la Naturaleza y la salud humana. «Es una forma de fortalecer la economía local y también de incentivar la conservación de las zonas forestales», resume.
Los pequeños negocios dependen de la selva en pie
Incluso en lugares donde la selva se ha atacado menos, los agricultores están sintiendo los impactos del cambio climático. Raimunda Rodrigues nació y creció en la Reserva Extractivista Río Irirí, donde sigue viviendo. Sus padres nacieron en el canal natural Rio Novo y fundaron la miniplanta Rio Novo. Creada para extraer aceite de babasú, después empezó a producir también harina de las mismas semillas y ahora se dedica a procesar castañas.
Actualmente hay ocho miniplantas en Terra do Meio (un grupo de unidades de conservación del que forma parte la reserva del Irirí) asociadas a comunidades extractivistas y Tierras Indígenas, donde procesan los frutos autóctonos que recogen, como la golosa y el mamuí, que se deshidratan y se venden, las castañas amazónicas, el babasú, del que se extrae harina y aceite, y las frutas que se plantan en los campos, como la piña o ananá y la banana.
Las miniplantas venden sus productos, tanto frescos como procesados, a las cantinas, pequeños almacenes diseminados por las comunidades que sirven tanto de depósito como de punto de venta. Los dos negocios siguen el calendario de la Naturaleza: los cantineros compran los productos forestales en el momento de cada cosecha y pagan a los Ribereños extractivistas un precio considerado justo, acordado por las asociaciones.
Para Raimunda, los productos que se extraen de la selva son orgánicos. «No utilizamos abono, no usamos nada: dan fruto con el propio abono de la selva, con el tiempo de la propia Naturaleza». En cuanto a los campos de banana, mandioca y cacao, dice que se conservan las formas tradicionales de plantación y que los cultivos están libres de cualquier veneno. «El cacao que cultivamos aquí es orgánico. Las hojas y frutos [que caen al suelo] sirven de abono, nunca se ha utilizado ningún otro producto».
Gerente de la miniplanta de Rio Novo, Raimunda también cofundó, con otros dos socios, Mazô Maná, una empresa de batidos naturales a base de frutas y semillas, que se venden en polvo, en paquetes. La asociación entre la empresa y la miniplanta ayudó a crear técnicas para diversificar la transformación de productos forestales y llegar a una nueva clientela para los batidos. Todo ello genera más ingresos para los habitantes de la reserva y protección para el territorio.
En la miniplanta se procesa la fruta; en el cobertizo se secan las castañas, que Marlon Rodrigues controla de cerca. Fotos: Larissa Rodrigues y Isa Brant/Mazô
Las miniplantas han recuperado algunas características de la cultura alimentaria de los pueblos tradicionales. Raimunda recuerda cuando su comunidad empezó a consumir productos que venían de fuera, como conservas y galletas. Entonces no conocía la harina de babasú que alimentó a su madre de niña y que ahora produce la miniplanta. Gracias a un contrato con el Programa de Adquisición de Alimentos del gobierno de Pará, las escuelas compran en las cantinas productos de los Ribereños extractivistas, desde pescado hasta fruta, que se utilizan para preparar las comidas escolares de las comunidades. En Terra do Meio, la red de miniplantas y cantinas proporciona una opción duradera de ganarse la vida, que hace que muchos abandonen las actividades ilegales en la minería o venta de madera.
Selma Bezerra de Castro es vecina de la Reserva Extractivista Riozinho do Anfrísio, en Terra do Meio, y cocinera en la Escuela Municipal Morro Verde. Dice que es un placer preparar comida para los niños con alimentos de la selva y recetas y tradiciones que aprendió de sus padres y abuelos. Un día divirtió a los niños sirviéndoles un pastel de mandioca decorado con una figurita en forma de rana que hizo con harina de babasú. También les hace pasteles de tapioca, ñame y dulce de papa.
Aunque no siempre fue así. Cuando los productos provenían solo de la ciudad, no había variedad de ingredientes y llegaban alimentos que a la cocinera le resultaban extraños. «Llegaban unas galletas que lastimaban la boca, y los alumnos se quejaban: «¿Por qué no hay tapioca, por qué no hay papas, por qué no hay ñame?»».
Selma cuenta que hoy los alumnos se maravillan con las cosas de la selva que llegan para el almuerzo. Pero también llega comida de la ciudad, y la cocinera cree que hay que reducir la cantidad de galletas y salchichas del menú. Muchos de estos productos acaban por no utilizarse en las comidas y se donan a la comunidad al final de las actividades escolares. Selma sugiere que, antes de decidir qué enviar a las escuelas de las reservas, los organismos responsables deberían escuchar a los propios Ribereños. Artista y compositora, cita una de sus canciones, que dice: «Es bueno recordar que somos mucha gente, que plantamos las semillas, que alimentamos a las personas. Es bueno recordar que somos Ribereños y tenemos derecho a honrar nuestra tradición».
Pescado fresco, arroz con frijoles y fruta de los huertos de los Ribereños garantizan una comida sana para los niños. Fotos: archivo Amoreri
Raimunda sabe que, a pesar de la canción de Selma, a los Ribereños no siempre se les escucha. A menudo habla con los vecinos de la reserva sobre el valor de mantener la selva en pie y cómo eso puede aportar ingresos a la comunidad. «Esa es la diferencia que les muestro. Si vendes este castaño ahora por 300 reales [50 dólares], el año que viene el árbol ya no estará ahí», explica. Dice que se siente honrada por el trabajo. Y añade que la miniplanta beneficia a más de 40 personas de su comunidad, 14 de las cuales están empleadas y cobran más de 2.000 reales (330 dólares) al mes. Raimunda está trabajando para aumentar la variedad de productos procesados y crear más miniplantas, ya que considera que es una forma de proteger los territorios.
Pero, para poder crecer, es importante que la selva se mantenga sana. Actualmente, en la reserva extractivista el clima es más seco de lo normal y la cosecha de castañas disminuye año tras año. En 2018, según Raimunda, la cosecha de castañas fue récord, salieron 900 cajas. En aquella época, un kilo costaba 40 reales (6,7 dólares) y la cosecha media era de 200 cajas. Según Raimunda, el kilo de castañas ha subido a 100 reales (16,6 dólares). «Pero este año no llegamos ni a 60 cajas», advierte, porque todo se ha vuelto más difícil.
En 2023 disminuyeron las cosechas de cacao y castañas, y se espera una nueva reducción. Poco a poco, los extractivistas ven peligrar su producción. Los árboles necesitan lluvia para mantener las flores y las semillas. Pero en el verano de 2024 solo llovió dos veces en la reserva del Irirí. Los extractivistas fueron a los castañares a ver los daños que había causado el fuerte verano y observaron que habían sobrevivido pocos brotes.
Debido al calor, el horario de trabajo de los Ribereños ha cambiado. «La gente que trabaja en el campo no puede trabajar desde las 7 de la mañana hasta las 11.30 o 12, porque el sol está más fuerte», dice la líder extractivista. La gente sale a trabajar a las 6 de la mañana e intenta llegar a casa a las 10 «porque el sol está que arde». Para recoger las castañas, hay que remontar el río, pagar el combustible y la mano de obra. Con la disminución de las cosechas, los que trabajan «apenas consiguen pagar las cuentas o asumen una deuda hasta el año siguiente», se lamenta Raimunda.
Poco a poco, la agricultura orgánica crece en Brasil. En 2020, la venta de estos productos creció un 30%, según un estudio de la Universidad Federal de Río Grande del Sur y la Universidad Tecnológica Federal de Paraná. Parte de este crecimiento se debe al trabajo de gente como Raimunda, Jader y Sebastião, que, certificados o no, se ensucian las manos para producir alimentos sanos respetando los conocimientos tradicionales de las comunidades y los tiempos de la Naturaleza, sin utilizar venenos ni matar la selva. A pesar de todas las dificultades, Sebastião garantiza que seguirá sin utilizar pesticidas, fiel a su lema: «Manos sucias, dinero limpio».
Sebastião en su bicicleta repartiendo productos como la col orgánica sin pesticidas. Foto: Juliana Bastos/SUMAÚMA e InfoAmazonia
Reportaje y texto: Juliana Bastos
Edición: Fernanda da Escóssia
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Douglas Maia
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum