Periodismo desde el centro del mundo

El Ibama encontró animales criados ilegalmente en territorio de indígenas aislados en agosto de 2023, durante una operación que siguió SUMAÚMA. Foto: Lela Beltrão/Sumaúma

«Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia», declaró el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, en un intento de justificar lo injustificable: el corte de agua, electricidad, gas y alimentos a la población de la Franja de Gaza tras la masacre de civiles israelíes a manos del grupo terrorista Hamás. Los corresponsales que cubren la guerra en Oriente Próximo —o la masacre, dada la desproporción de las fuerzas— escuchan frases con contenido similar de gente corriente, tanto de Israel como de Palestina, como mostró el periodista Yan Boechat en un reportaje de Folha de S.Paulo. El otro es el «animal», el que ya no se ve como «humano». Aunque es obligatorio señalar que es muy diferente que una autoridad llame «animal» públicamente a otro pueblo, la palabra elegida por el sentido común para denominar al otro, sea israelí o palestino, ejemplifica lo que varios articulistas de todo el mundo han definido como la «deshumanización» de aquellos que son étnica o racialmente diferentes, raíz de los genocidios ocurridos a lo largo de la historia. Como los tutsis, en Ruanda, a quienes los hutus llamaban «cucarachas». «Matad a las cucarachas», se exhortaba por la radio y los periódicos. Y más de 500.000 tutsis fueron asesinados en cien días.

Al tratar al otro como un «animal», el exterminio estaría justificado. Bastaría con promover la deshumanización para autorizar la matanza. Esta deshumanización mutua es quizá el único consenso explícito entre la extrema derecha israelí liderada por Benjamin Netanyahu y los líderes de Hamás. Para ambos bandos, la única salida es barrer al otro no solo de su territorio, sino de su vida. Y, para ello, toda la violencia contra la población civil sería legítima. Pero ¿se trata de deshumanización?

Desde una perspectiva eurocéntrica, sin duda. Sin embargo, merece la pena arriesgarse a pensar desde otras tradiciones filosóficas, que desafían el antropocentrismo —la especie humana en el centro—. Para muchos de los pueblos originarios de las Américas, por ejemplo, «los animales son personas». La humanidad reside en el punto de vista de quien la mira. Lo que significa que, para sí mismos, los animales son humanos. No es posible explicar algo tan complejo en un editorial. Para profundizar en esta idea, sugiero sumergirse en el fascinante concepto de «perspectivismo amerindio», tejido por los antropólogos brasileños Eduardo Viveiros de Castro y Tânia Stolze a partir del conocimiento de distintos pueblos originarios.

Así pues, lo que todos comparten no es la «animalidad», sino las «humanidades». Esta visión es evidente en los mitos, que evocan una época en la que los diferentes seres se comunicaban y se reconocían mutuamente como humanos. No se trata de una mera inversión, sino de un desplazamiento radical del pensamiento colonizador. Esta forma diferente de entender los mundos y de entenderse en los mundos permitió una existencia en la que es posible vivir con todos los demás sin la aniquilación de nuestra casa común, hoy denominada crisis climática por los no indígenas y «venganza de la Tierra» por chamanes como Davi Kopenawa, del pueblo Yanomami.

13 octubre de 2023: un niño palestino herido en un bombardeo en la Franja de Gaza recibe atención médica en el sexto día de guerra en Oriente Próximo. Foto: Saher Alghorra/AFP

Si traigo esta reflexión en este momento de horror desencadenado por los acontecimientos de Oriente Próximo, es porque sospecho que la denuncia de la «deshumanización» del otro, al ser denominado «animal», aunque sea «animal humano» —ya sea israelí o palestino—, sigue remitiendo a la misma lógica que mueve la guerra, todas las guerras. Por lo tanto, la denuncia opera con la misma lógica que denuncia. Hay que romper el enclaustramiento del pensamiento para poder crear una salida. Mientras las posibles soluciones operen con la misma lógica que produce las guerras, la aniquilación será la regla, como ha demostrado el tiempo.

Este pensamiento y esta lógica son los mismos que provocan la sexta extinción masiva de especies y el calentamiento global, pertenecen a una concepción de mundo que ha perdido la posibilidad de entender que todas las vidas tienen cabida y todos comparten el mismo destino, y esta es quizá otra traducción de las humanidades, en plural. Si hay alguna posibilidad de que salgamos del horror, es mediante la decolonización radical del pensamiento. Empezando por comprender que el mundo no lo forman «individuos», sino relaciones: todo está «en relación con». La selva amazónica, como los otros enclaves de naturaleza que resisten a pesar de la destrucción que promueve el capitalismo, es una relación entre muchas humanidades.

¿Es fácil cambiar a una población moldeada por la idea de que el mundo es como ella lo ve y nada más, es como ella lo habita y nada más, es como ella ha aprendido que es y nada más? No. Es quizás lo más difícil. Esta decolonización radical del pensamiento exige vestir un cuerpo que no se separe de las otras humanidades que comparten la casa-planeta y la crean y recrean en estas relaciones incesantes. Este movimiento de transmutación no es solo necesario para israelíes y palestinos. Es quizás la única salida para enfrentar el cataclismo climático promovido por la lógica que sigue permitiendo que empresas transnacionales destruyan nuestra casa común, con la complicidad de gobiernos y parlamentos de todo el mundo. ¿Lo vamos a conseguir? Las posibilidades son escasas, pero existen en la medida de nuestra capacidad para imaginarlas. Tenemos que aferrarnos a nuestra imagina/acción para ampliarlas.

La crítica más contundente que se hace en Occidente a la transformación de los «animales» en mercancías —otros-cosas de los que se puede disponer, como se hace mundialmente con bueyes, cerdos y pollos, seres criados para la esclavitud y la aniquilación a escala industrial, con la reedición diaria de holocaustos— es el «especismo». Este concepto puede resumirse —de forma bastante burda, pero fácil de entender— en racismo hacia los animales. La misma lógica que alimenta el racismo entre los seres humanos justifica la aniquilación cotidiana de los no humanos —o más-que-humanes, formulación que adoptaremos en SUMAÚMA—. Conviene recordar que unas de la justificaciones para la esclavitud de las personas africanas, que en Brasil duró cuatro siglos, era que no eran personas y no tenían alma. Lo que hoy horroriza a la mayoría —o se espera que la horrorice— se normalizó en los hogares de la gente de bien, del mismo modo que la mayoría ha normalizado comer carne de bueyes que nacieron y murieron confinados en una línea de producción. En nuestro manifiesto defendemos que no es posible hablar de democracia en el siglo XXI sin abarcar a les más-que-humanes.

Ha crecido en el mundo, especialmente entre las generaciones más jóvenes, la idea de que no hay justificación ética para martirizar a otros seres en líneas de producción que implican una cotidianidad de tortura y muerte, en la que nacen para que les violen (en el caso de las vacas), torturen y asesinen, un invento capitalista que no tiene absolutamente nada en común con el ritual de caza de los pueblos originarios o las comunidades tradicionales. Hoy, gran parte de la soja que se produce a costa de deforestar la Amazonia se utiliza para alimentar a estos esclavos.

Fábrica de la cooperativa Aurora en el municipio de Chapecó, en el estado de Santa Catarina, región sur de Brasil. Foto: Marlene Bergamo/Folhapress

A su vez, tanto la deforestación como los eructos de los bueyes son responsables de una parte significativa de las emisiones de carbono que provocan el calentamiento global. Un estudio inédito del Observatorio del Clima, presentado el pasado martes 24 de octubre, estima que los sistemas alimentarios fueron responsables del 74% de los 2.400 millones de toneladas brutas de gases de efecto invernadero liberados por Brasil a la atmósfera en 2021. Las emisiones incluyen el dióxido de carbono que va al aire cuando la selva se convierte en cultivos y pastos, las emisiones directas de la ganadería, como el metano de los eructos de bueyes y vacas, los combustibles fósiles que queman la maquinaria agrícola y el transporte de alimentos, el uso de energía en la agroindustria y en los supermercados y los residuos sólidos y líquidos de todos estos procesos. Si fuera un país, el bife brasileño sería el séptimo emisor del planeta, por delante de Japón.

El capitalismo es un productor de muerte a gran escala, que conecta formas de matar la casa viva que, a la vez, somos y habitamos. Muy a menudo, los pueblos originarios tienen conceptos mucho más elaborados que el especismo, en los que la comunicación entre los seres la llevan a cabo chamanes con la ayuda de compuestos vegetales como la ayahuasca o la yãkõana. A principios de octubre, durante la conferencia Más que Derechos Humanos (MOTH) celebrada en Chile, se debatió sobre las posibilidades que abren la ciencia y la inteligencia artificial para comunicarse con seres como las ballenas, por ejemplo. José Gualinga, uno de los líderes del extraordinario pueblo Sarayaku de Ecuador, intervino: «Nosotros somos descendientes del jaguar. Nuestros ancestros eran jaguares». Un cambio radical de perspectiva.

¿Qué tiene esto que ver con Israel y Palestina? ¿Qué tiene esto que ver con la Amazonia? Todo. Sin decolonizar el pensamiento, cualquier solución alimentará la lógica de la guerra, porque nace del mismo útero. Sin decolonizar el pensamiento, israelíes y palestinos seguirán llamándose mutuamente «animales», la cosa sin alma que se puede exterminar, y continuaremos la carrera acelerada hacia el cataclismo climático. La cuestión no es dejar de ver al otro como un «animal» y reforzar el antropocentrismo que durante siglos nos ha autorizado a destruir el planeta, sino rehumanizar a los animales que comparten la casa común, lo cual cambia radicalmente la lógica que nos oprime y aniquila.

¿Una utopía? Posiblemente. Pero si no tratamos de imaginar un mundo en el que podamos vivir con todos los otros y, a través de la imaginación como poderoso instrumento de resistencia y creación de posibilidades, convertirnos en la utopía que imaginamos, solo nos quedará presenciar la extinción, ya sea a través de conflictos y masacres o a través de fenómenos extremos que, en este 2023, ya han demostrado que pueden destruir y matar más que cualquier guerra.

Al fin y al cabo, una minoría de humanos produjo un modo de no vida capaz de, en poco más de dos siglos, a partir de la llamada Revolución Industrial, cambiar el clima y la morfología de la Tierra, punto en el que estamos hoy. ¿Puede haber algo más absurdo que esto, algo que en siglos pasados si alguien hubiera sugerido que podía ocurrir sería tildado de loco, algo que a día de hoy muchos niegan que esté ocurriendo, incluso cuando sus casas se les derrumban literalmente encima por un ciclón que nunca antes había ocurrido?

Ante la posibilidad de nuestra propia extinción, al menos tendremos que ser capaces de cambiar nuestra forma de pensar/sentir, la forma de habitar nuestro cuerpo, la forma de entendernos en relación con los otros, para que sea posible volver a vivir, no como humanidad, sino en una constante relación entre humanidades.

* Este editorial se desarrolló a partir de la columna de opinión de la autora en el diario español El País, en la edición del 18 de octubre de 2023.


Verificación: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Flujo de edición, estilo y montaje: Viviane Zandonadi

Un indígena camina hacia la Corte Suprema el día de la votación final sobre el marco temporal. Foto: Matheus Alves/SUMAÚMA

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