Periodismo desde el centro del mundo

Participantes del Fospa reunidos en Rurrenabaque debaten sobre un plan para salvar a los humanos y a las demás especies del colapso climático. Foto: Archivo Fospa

El pequeño barco a motor se acerca lentamente a la orilla del Río Beni. Hay que tener cuidado al poner los pies en la arena y pisar el suelo humedecido por las recientes lluvias. Luego, un sendero conduce al centro de Carmen Florida, la aldea del pueblo Takana dentro de la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas, en la Amazonia boliviana, donde nos encontramos ante un enorme césped verde rodeado de casas. Las nubes son un aliento para la comunidad que hace seis meses estaba rodeada de incendios esparcidos por la selva. En esas semanas en las que se acercó el fuego, faltó agua y comida. Los niños se intoxicaron con el humo. La escuela cerró. Ahora el camino está verde y el campo muestra señales de revivir, pero los cultivos todavía sufren porque la sequía no se acabó completamente. Un efecto más de la crisis climática.

El tiempo, que antes era más predecible, ahora se entiende poco. Si hoy hace falta lluvia, en el pasado, en dos ocasiones, hubo que reconstruir Carmen Florida en zonas más altas del territorio debido a las inundaciones. El Río Beni también está más turbio, describen los vecinos, contaminado por vestigios de proyectos de minería que se encuentran a pocas horas de distancia. Cerca de allí hay máquinas en la selva: el fantasma de otro delirio estatal, la construcción de dos megaproyectos hidroeléctricos, Chepete y El Bala, que pueden dejar varios pueblos —además de toda su historia— bajo el agua. Los planes del gobierno boliviano están paralizados por el momento, después de una intensa presión de la sociedad, incluida la de Carmen Florida. Sin embargo, el Estado no retrocedió oficialmente y el aparato que usan en el estudio de los proyectos sigue en la selva y acecha a los Indígenas.

El pueblo Carmen Florida, en la Amazonia boliviana (a la izq.), y (a la der.) el Río Beni en lenta recuperación de una sequía extrema. Fotos: Fospa

No muy lejos, en la provincia boliviana de Cordillera, la historia se repite. “Tenemos a las empresas mineras encima, a las petroleras encima. Luchamos contra un complejo de ocho represas y ahora además la extracción de litio [impulsada por los autos eléctricos]”, cuenta Lourdes Miranda, de la nación Guaraní. Entre los Kamëntšá Biÿá, en Colombia, las empresas mineras acosan a los habitantes mientras contaminan el Río, lo que sucede también en Surinam. Para los Waorani y los Sarayaku, en Ecuador, el terror es el petróleo. Y cualquiera de estas situaciones podría describir la angustia de diversos pueblos en Brasil.

En la Panamazonia, un conjunto de nueve países donde se extiende la selva tropical más grande del mundo, los dolores de sus pueblos son muchos y parecidos. Cada año ven y sienten que las temperaturas baten nuevos récords, las sequías provocan más incendios y las inundaciones invaden sus comunidades. Y saben que muchas de las causas que llevan a este colapso están ahí, en la destrucción que causan las actividades como la minería, la extracción de petróleo y las grandes obras estatales que se hacen en sus territorios —y que también afectan a sus cuerpos—. Pero estos dolores encuentran la lucha de quienes saben vivir como selva.

Y por eso hay que escucharlos.

El centro de Rurrenabaque, municipio donde se encuentra Carmen Florida, está a poco más de treinta minutos en barco desde allí. La ciudad de pocas calles es la puerta de entrada al Parque Nacional Madidi, una de las áreas con más biodiversidad del mundo que, hasta antes de la pandemia, atraía a turistas de todas partes. Allí, durante cuatro días de junio, 1.500 Indígenas, Quilombolas, Ribereños, activistas y académicos se reunieron en el Foro Social Panamazónico (Fospa) para discutir un plan para intentar salvar al mundo del colapso climático. A partir de sus experiencias personales y de sus formas de relacionarse con la Naturaleza, llevaron propuestas para hacerle frente al fracaso de las Conferencias de las Partes de la ONU, las COP, que ya se han realizado 28 solo para discutir el clima y otras 15 para tratar la biodiversidad. Sin embargo, hasta la fecha estos encuentros entre países con intereses a menudo antagónicos y que priorizan sus economías en vez del clima y la supervivencia de la casa-planeta obtuvieron resultados muy por debajo de lo que exige el momento.

“La Amazonia alcanzó un punto de no retorno y está en situación de emergencia climática. El colapso climático resultante de la deforestación y del extractivismo amenaza su supervivencia y la de las comunidades que la habitan, y pone en riesgo la vida de todo el planeta”, afirma el documento final de la Fospa. “Dado el fracaso de las negociaciones climáticas, convocamos a la construcción de un acuerdo para la vida, para enfrentar el colapso climático y ecológico (…) Los países responsables del calentamiento global deben asumir su deuda ecológica por la regeneración de la Amazonia y los países panamazónicos deben hacer la transición hacia un paradigma social del Vivir Bien”.

En el Parque Nacional Yasuní, en Ecuador, la comunidad venció la batalla contra los combustibles fósiles y ahora lucha para arrancar el acero del cuerpo de la selva. Foto: Rodrigo Buendia/AFP

Los pueblos-selva saben la respuesta

El Buen Vivir, un concepto inspirado en las cosmovisiones de los Aymara (suma qamaña) y Quechua (sumak kawsay), pero que encuentra paralelos en varios pueblos Indígenas, es el horizonte. “[Suma qamaña y sumak kawsay]  expresan un conjunto de ideas centradas en los sistemas de conocimiento, práctica y organización de los pueblos andinos”, explica el boliviano Pablo Solón, uno de los organizadores de la Fospa, en el libro Alternativas sistémicas (Editora Elefante, 2019). “Para el Vivir Bien, el ‘todo’ es la Pacha. Este concepto andino muchas veces ha sido traducido simplemente como Tierra. Por eso se habla de Pachamama como la Madre Tierra”, cuenta. “En la Pacha no existe separación entre seres vivos y cuerpos inertes: todos tienen vida. La vida solo se puede explicar por la relación entre las partes del todo […] Todos somos parte de la Naturaleza, y la Pacha como un todo tiene vida”.

“Para nuestra cosmovisión, la Madre Tierra es nuestra Madre. El territorio es una parte de la Madre Tierra, es sagrado”, afirma María Concepción Juajibioy Jacanamejoy, Conchita, una mujer Kamëntšá Biÿá que vive en el Territorio Ancestral del Valle de Sibundoy, en Putumayo, Colombia. “Tenemos una manera de concebir el mundo que parte del Vivir Bien porque somos recíprocos con la Naturaleza. Somos corresponsables. Cada hijo e hija de nuestro pueblo es hijo de la Madre Tierra. En ella vivimos, en ella nos desarrollamos y a ella volvemos”, dice Conchita.

Según las cosmovisiones de los pueblos-selva, los seres humanos tienen la misma importancia que todos los demás seres. Y, por lo tanto, el mantenimiento de la vida se vuelve inviable cuando la Madre Tierra —y todos sus hijos humanos y más-que-humanos— es constantemente violada para que se le saquen cada vez más y más materias primas para un mundo insustentable. “Nosotros, los pueblos, tenemos que consolidar territorios libres de extracción de petróleo, minería, deforestación, agronegocios, contaminación, falsas soluciones [para la crisis climática], libre comercio, militarización y violencia”, subraya la carta de los pueblos. “Hay que cambiar el sistema capitalista, no el clima, construyendo alternativas estructurales, una gobernanza inclusiva y participativa a nivel local, nacional e internacional”.

Entre las propuestas presentadas están: trabajar por el reconocimiento de todos los territorios tradicionales, donde comprobadamente la deforestación es menor; considerar la Selva Amazónica como un sujeto de derechos, así como sus ríos; declarar la selva zona prohibida para todas las formas de extractivismo y libre de combustibles fósiles; promover prácticas agrícolas tradicionales y familiares sin agrotóxicos ni semillas transgénicas, además de la ganadería en pequeña escala; prohibir la exportación e importación de productos que deforesten y eliminar subsidios y financiamiento para las actividades extractivistas; promover el turismo local; rechazar la transición energética propuesta por el norte global, en la que los autos eléctricos y los paneles solares intensifican la extracción de minerales como el litio; y centrarse en la soberanía energética autónoma de los territorios, que debe ser descentralizada – las comunidades deben tener sus propios sistemas independientes.

La declaración parte de los dolores, pero se inspira en la esperanza que trae la lucha. Palos Blancos y Alto Beni, en la Amazonia boliviana, son ejemplos exitosos de cómo la fuerza popular puede transformar el destino de la selva. Los dos municipios lograron que se los declarara, por intermedio de leyes, territorios libres de minería. Los dos se convirtieron en ciudades agroecológicas, donde, por ejemplo, el sistema de producción es ancestral y amigable con el medio ambiente, sin el uso de agrotóxicos. “Todo el río estaba cuadriculado”, explica uno de los representantes de Palos Blancos en la mesa de apertura del Fospa, en referencia a la división que hizo el gobierno federal en el río para poner áreas a disposición de proyectos mineros. “Pero nuestras aguas no van a estar contaminadas”, celebra. Como resultado, los ciudadanos también lograron frenar el avance de la minería de oro.

En Perú, las mujeres del pueblo Kukama Kukamiria crearon una asociación para defender el Río Marañón y el territorio ancestral. “Luchar por el río es luchar por nuestra propia vida”, dice Mari Luz Canaquiri, representante de la entidad. “Nuestros ríos en Perú están completamente contaminados por la minería. Pero todavía estamos a tiempo de salvarlos. Antes teníamos mucho pescado, comida de sobra, hoy ya no. Esto afecta la economía, la salud, el Vivir Bien”.

En mayo de este año, el Río Marañón, que nace en Perú y desemboca en el Río Amazonas en Brasil, se convirtió en un sujeto de derechos, un estatuto que puede frenar proyectos que lo afecten. La asociación de mujeres ya ha ganado en la corte tres casos que protegen su territorio, el último, en junio de este año, detuvo el avance del proyecto de la Hidrovía Amazónica, que provocaría un impacto a lo largo de 2.687 kilómetros sobre los ríos Huallaga, Marañón, Ucayali y Amazonas. Una lucha similar a la del municipio de Guajará-Mirim, en el estado de Rondonia: allí, el Río Laje, acorralado por el agronegocio, también se convirtió en un sujeto de derechos. El movimiento inspira al grupo Guardiões do Bem Viver [Guardianes del Vivir Bien] a presionar por los derechos del Río Arapiuns, en el oeste del estado de Pará.

En Colombia, que será sede de la próxima COP sobre Biodiversidad en noviembre, varios ríos ya son sujetos de derechos, así como el mismo bioma amazónico. En Ecuador, los Waorani lograron impedir judicialmente, en 2019, la apertura de un bloque de petróleo en el Parque Nacional Yasuní, lo que ayudó a la población del país a rechazar la explotación petrolera en la región en un plebiscito en agosto de 2023 —movimiento que también se repitió en un área de la selva cerca de Quito—. La Lucha en Yasuní fue tan simbólica que se convirtió en verbo: “Hay que yasunizar la Amazonia”, claman los participantes del Fospa.

“¿Qué podemos hacer para postergar el fin del mundo?”, preguntaba al micrófono una joven de la Reserva Extractivista Chico Mendes, en el estado de Acre, en la Amazonia brasileña, durante el primer día del encuentro. La respuesta, señalan los pueblos en un gesto de lucha, está en la selva.

El Río Arapiuns, en el estado de Pará, en la Amazonia brasileña, lucha para convertirse también en un sujeto de derechos. Foto: Guardiões do Bem Viver

La periodista Talita Bedinelli viajó a Rurrenabaque por invitación de la Fundación Solón


Reportaje y texto: Talita Bedinelli
Edición: Eliane Brum
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Infográfico: Rodolfo Almeida
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Jefa de reportage: Malu Delgado
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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