Periodismo desde el centro del mundo

En Maués, en el estado de Amazonas, unos Ribereños llevan cestas de guaraná. El término «sociobioeconomía» se acuñó para incluir a los pueblos-selva. Foto: Lalo de Almeida/Folhapress

Está en todas partes, nadie sabe exactamente de qué se trata, suena positivo porque habla de la vida y, por eso, hasta los que se lucran con la destrucción de la naturaleza quieren su sello: ¿qué es? El juego de las adivinanzas puede aplicarse también a la bioeconomía —literalmente, economía de la vida (bio en griego)—, un término que ha irrumpido con fuerza en los debates sobre políticas públicas en Brasil.

La bioeconomía ya era objeto de un plan que el gobierno del estado de Pará lanzó en 2022; es uno de los seis ejes del Plan de Transformación Ecológica del Ministerio de Economía; figura en una de las seis misiones del programa Nueva Industria Brasil, del Ministerio de Desarrollo, Industria, Comercio y Servicios; y es el objetivo de una iniciativa que ha propuesto Brasil en el Grupo de los 20, el G-20, formado por los países con las mayores economías del mundo. Incluso el presidente francés Emmanuel Macron, en su visita a Belém a finales de marzo, anunció con el presidente Lula un programa para recaudar 1.000 millones de euros —el equivalente a más de ocho veces el presupuesto anual de la ciudad de Altamira, en Pará— en cuatro años para invertirlos en bioeconomía en la Amazonia brasileña y la Guayana francesa, el vecino territorio francés.

Ahora, tras casi año y medio de negociaciones internas del gobierno, un decreto anunciado el 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, crea una Estrategia Nacional de Bioeconomía. Entre los objetivos de la estrategia figuran aumentar «la participación en los mercados y los ingresos de los pueblos Indígenas, las comunidades tradicionales y los agricultores familiares» y promover un desarrollo «a partir del uso de los recursos biológicos, sobre una base ambiental, social y económicamente sostenible».

El decreto prevé el nombramiento de una Comisión Nacional de Bioeconomía, compuesta por personas del gobierno y de la sociedad, para formular un Plan Nacional de Desarrollo de la Bioeconomía en solo 60 días, con el fin de poner en práctica la estrategia. El plan definirá recursos, acciones, responsabilidades, metas e indicadores para el sector.

La comisión la nombrarán los ministerios de Medio Ambiente y Cambio Climático, de Desarrollo y de Economía. Para apoyar la aplicación del plan, se creará un Sistema Nacional de Información y Conocimiento sobre Bioeconomía, del que será responsable la cartera de Marina Silva. «El esfuerzo es salir de las visiones que cada uno tiene de lo que es la bioeconomía y construir una visión integrada de gobierno», afirma Carina Pimenta, secretaria de Bioeconomía del Ministerio de Medio Ambiente.

Cabe imaginar las dificultades que entraña la redacción del decreto y del futuro plan, ya que bioeconomía es un «concepto en disputa», como afirman varias de las personas que ha entrevistado SUMAÚMA para este reportaje. «Es como una gran narrativa, que abarca muchos significados y está abierta a interpretaciones muy diferentes», explica la bióloga Joice Ferreira, investigadora desde hace 17 años en la unidad Amazonia Oriental de la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria, en Belém. «Algunos grupos a nivel nacional, por ejemplo, consideran que la bioeconomía es todo lo que no utiliza combustibles fósiles, todo lo que se planta. Todo lo que aprovecha un recurso natural renovable se considera bioeconomía y, a veces, se confunde con el término «agricultura»», explica.

Un ejemplo es un estudio que realizó en 2022 el Observatorio del Conocimiento y la Innovación en Bioeconomía de la Fundación Getúlio Vargas, que calculó el Producto Interno Bruto de la bioeconomía, es decir, el valor de todo lo que produce. Para ello, tuvo en cuenta todos los sectores que utilizan «recursos biológicos renovables» e incluyó, entre otras actividades, la agricultura, la ganadería, la pesca y toda la producción de alimentos, carne, papel, celulosa, tabaco y biocombustibles.

Bueyes criados ilegalmente en la Tierra Indígena Ituna/Itatá. Una parte de la agroindustria, que monopoliza el crédito, reivindica que es bioeconomía. Foto: Lela Beltrão/SUMAÚMA

Joice Ferreira fue una de las autoras de los documentos sobre bioeconomía del Panel Científico para la Amazonia, creado en 2019 e integrado por científicos de los ocho países que comparten la mayor selva tropical del mundo, además de la Guayana Francesa. «¿Cuál es la gran diferencia en este debate?», pregunta. «Hacer una economía diferente, capaz de responder a las exigencias de un presente y un futuro más sostenibles. Si tenemos un monocultivo que no avanza en términos de preocupaciones sociales y no mejora sus prácticas ambientales, entonces ¿qué tiene de nuevo si incluimos las viejas prácticas bajo el paraguas de la bioeconomía? ¿Qué progresos hacemos?», cuestiona Joice.

Antes de incorporarse al gobierno, la secretaria Carina Pimenta dirigía el Instituto Conexiones Sostenibles, el Conexsus, una organización no gubernamental que da apoyo a negocios comunitarios que conservan biomas amenazados. Pimenta, que negoció el decreto con 16 ministerios, suele hablar de «bioeconomías», en plural (de hecho, el texto menciona los «diferentes segmentos de la bioeconomía» y «negocios adecuados a diferentes escalas y modelos»).

Según Pimenta, las bioeconomías incluirían una parte de la generación de energía a partir de biomasa —nombre genérico de los materiales orgánicos procedentes de cultivos o residuos, como la caña de azúcar, la madera de eucalipto, los aceites, la corteza vegetal y el bagazo, la basura— y una parte de la agricultura, la de «bajas emisiones de carbono». En las 13 directrices de la nueva estrategia, definidas en el decreto, se habla de una producción de biomasa que no cause una «conversión de la vegetación nativa original» —es decir, deforestación— y de fomentar «la agricultura regenerativa, la restauración productiva, la recuperación de la vegetación nativa, la gestión y producción forestal sostenible, especialmente los sistemas alimentarios sanos».

La secretaria afirma que las 13 directrices son los principios orientativos a los que se someterán todas las actividades que puedan calificarse de bioeconomía. El primero habla de fomentar actividades «que promuevan el uso sostenible, la conservación, la regeneración y la valorización de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos», que son los beneficios que la naturaleza aporta a los humanos, como la regulación del clima. «En Brasil no se va a estimular una actividad económica que degrade nuestros ecosistemas», reitera Pimenta.

Un problema adicional de este debate es que la propia definición de lo que es «sostenible» es imprecisa. Consagrado en la década de 1980 en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el «desarrollo sostenible» se describió como aquel que «satisface las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades». En la llamada Agenda 2030 de la ONU, se ha desglosado en 17 objetivos que deben alcanzarse en esta década, entre los que se encuentran el fin del hambre y la pobreza y «energía limpia y asequible» para todos. Pero corresponde a cada país definir cómo se hará.

Sociobioeconomía, un término brasileño

En la Amazonia brasileña, la discusión ha cobrado fuerza por la necesidad de fortalecer alternativas a los negocios hechos «para derribar la selva», que hoy monopolizan créditos, subsidios, asistencia técnica e inversiones en infraestructura, como señala Ivanildo Brilhante, oriundo de Gurupá, en la isla de Marajó, y director del Consejo Nacional de Poblaciones Extractivistas.

Este debate regional se basa en los conocimientos centenarios de los pueblos Indígenas, Ribereños, Quilombolas (comunidades cimarronas) y agricultores familiares y en la experiencia de las reservas extractivistas creadas en los últimos 30 años. En este siglo, a menudo con el apoyo técnico de organizaciones no gubernamentales como el Instituto Socioambiental, estas poblaciones también han empezado a vender sus productos agrícolas y artesanales a un público más amplio.

Pequeños agricultores de Tomé-Açu, en el estado de Pará. Una carta de los pueblos de la selva reclama tecnologías que respeten su modo de vida. Foto: Oswaldo Forte/Fotoarena/Folhapress

En la región surgió el concepto de «sociobioeconomía» o «economía de la sociobiodiversidad», según el cual la selva no existe sin las personas que la habitan. Su objetivo sería «salvaguardar y valorizar la diversidad biológica, cultural y social» de la Amazonia, según propone un grupo de académicos liderado por Francisco de Assis Costa, del Núcleo de Altos Estudios Amazónicos de la Universidad Federal de Pará, en un artículo de 2022.

En el Encuentro Amazónico sobre Sociobiodiversidad, que tuvo lugar en Belém en octubre de 2021, organizaciones extractivistas, Indígenas y Quilombolas hicieron pública una carta con su visión sobre el tema. «La sociobioeconomía que defendemos se alinea con la ciencia y la tecnología para mejorar la recolección de productos forestales y pesqueros, de manera que nos permitan procesar, almacenar y comercializar los productos de la sociobiodiversidad respetando nuestras formas de vida», dice el texto. «Estamos en contra de los procesos de innovación que den lugar a paquetes (…) extendidos para sustituir la vegetación autóctona por monocultivos de variedades genéticamente uniformes, con el objetivo de servir a la industria alimentaria y que luego se propagan falsamente como sistemas adecuados para el medio ambiente».

Es decir, se trataría de evitar que se fomenten algunos pocos cultivos que ya han conseguido mercados fuera de la Amazonia, como el azaí.

El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), el mayor movimiento social del campo en Brasil, no utiliza el término sociobioeconomía. Pero desde 2014 ha declarado formalmente su objetivo de sustituir los métodos de la agroindustria, el monocultivo y el uso intensivo de pesticidas, por la «agroecología», que combina el cultivo de alimentos con la conservación de la Naturaleza.

En uno de sus documentos sobre el tema, el Panel Científico para la Amazonia trata de definir por exclusión lo que puede considerarse sociobioeconomía. Dice que incluye actividades que «conduzcan a la conservación y restauración de los ecosistemas»; «promuevan agroecosistemas y prácticas agroecológicas diversas e integradas»; «protejan los derechos humanos y territoriales»; «añadan valor localmente a los productos amazónicos» e «integren el conocimiento científico con el Indígena y local», entre otros puntos. Cita como ejemplos la «conservación y restauración de vegetación autóctona para pagos con créditos de carbono y de biodiversidad»; «el cultivo, la recolección y el procesado de frutos secos nativos»; «la recolección de plantas y aceites para cosméticos y medicinas»; «el cultivo de fruta en sistemas agroforestales y su procesado para transportarlos en forma de productos de mayor valor».

Un agricultor de Manicoré, Amazonas, con aceite de andiroba. A veces, las pequeñas innovaciones, como en la extracción de aceite, generan más ingresos. Foto: Nilmar Lage/Greenpeace

Por el contrario, según el Panel, las actividades que «conducen a la deforestación y la degradación ambiental»; «reducen la conectividad fluvial»; «promueven los monocultivos, la simplificación y la intensificación insostenible»; «reducen la biodiversidad y perjudican los servicios ecosistémicos» y «benefician solo a élites o grupos privilegiados o aumentan la desigualdad social» no entran dentro de la sociobioeconomía. Eso incluye todo tipo de minería, legal e ilegal, la deforestación para la ganadería, los monocultivos, la producción de biocombustibles a gran escala y los grandes proyectos hidroeléctricos, así como la pesca depredadora.

La economista y geógrafa amazonense Tatiana Schor dirige la Unidad Amazonia del Banco Interamericano de Desarrollo, donde gestiona el programa Amazonia para Siempre, que cuenta con tres fondos por un valor total de 349 millones de dólares. El dinero se destinará, en un período de cinco a siete años, a subvenciones, préstamos y asistencia técnica para actividades que reduzcan la presión de la deforestación. Uno de los fondos, que recibe dinero del Fondo Verde para el Clima de la ONU, se destina exclusivamente a iniciativas de bioeconomía.

Schor explica que la palabra «sociobioeconomía» aún no ha calado fuera de Brasil y que ha tenido que superar algunas dificultades derivadas de la falta de definición de «bioeconomía». Bolivia, uno de los países amazónicos, rechaza el término porque lo asocia a grandes proyectos que convierten toda la Naturaleza en mercancía. Lo mismo ocurre con la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica, que llegó a un acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo para apoyar las actividades económicas de los pueblos originarios. Para que el acuerdo pudiera firmarse, se acordó que no incluyera la palabra «bioeconomía», sino la expresión «economías Indígenas».

A falta de una definición, Tatiana Schor afirma que un principio esencial de la bioeconomía es que debe ser «positiva para la biodiversidad». La responsable del Banco Interamericano de Desarrollo encargó una encuesta, que escuchó a más de mil personas y ahora está en la fase de revisión, sobre qué se entiende por bioeconomía en los países amazónicos. «Lo que puedo adelantar es que en todos los países había una idea muy fuerte de que «bioeconomía» implicaba introducir tecnologías innovadoras en los procesos tradicionales», explicó. Este énfasis también está presente en el decreto brasileño.

Joice Ferreira, de la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria, dice que, en la Amazonia, las innovaciones que facilitan la vida de quienes viven de actividades compatibles con la conservación del medio ambiente no siempre están relacionadas con el uso de tecnología muy avanzada. «Para las poblaciones locales, a veces pequeñas innovaciones, como la forma de extraer el aceite [de un fruto seco o una planta], marcan la diferencia», afirma. La bióloga menciona también el control de calidad de los productos de la selva. «A la gente le resulta muy difícil hacer este control, no lo hacen con regularidad. Así que no pueden vender [sus productos] a los comedores escolares porque no cumplen los criterios mínimos», ejemplifica.

Un caso concreto de innovación es el de la Cooperativa Mixta Agroextractivista de Santo Antônio do Tauá, en Pará, que vende a la empresa cosmética Natura las almendras de la palmera murumuru, entre otros productos, para la fabricación de cremas y champús. Gilson Santana, coordinador de producción de la cooperativa, explica que han desarrollado una máquina para partir la semilla de murumuru y extraer la almendra. «Antes se hacía una a una, a mano. Se tardaba un mes en romper una tonelada de semillas. Ahora solo 50 minutos», dice. Las cáscaras se llevan a unas calderas que producen energía a través de vapor.

Procesamiento de tucumá y murumuru en Santo Antônio do Tauá. Fotos: Gilson Santana/Camtauá

El ‘ecoblanqueo’ de la economía ecológica

El sociólogo Ricardo Abramovay, profesor titular de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo, ha estudiado la relación entre la producción de alimentos y el medio ambiente. Cuando lo invitaron a ser uno de los autores del capítulo sobre bioeconomía del Panel Científico para la Amazonia, se puso a investigar el origen del término. Descubrió, entre otras cosas, que las selvas tropicales no formaban parte de la literatura científica. «Incluso en Latinoamérica, el término se asocia a combustibles renovables y biomateriales, plástico verde. Y lo que es peor: no hay una consideración crítica de los fundamentos en los que se basan las materias primas. Así que el maíz para fabricar etanol es bioeconomía», dice, en referencia a los monocultivos que agotan el suelo con el uso intensivo de agua, fertilizantes y pesticidas.

Abramovay defiende la idea de que la bioeconomía se considere un «valor ético-normativo», es decir, un tipo de relación entre la sociedad y la Naturaleza en la que la producción de bienes y servicios no destruye el medio ambiente. Por eso, dice, importa menos el producto que la forma de obtenerlo. «En la economía de la vida o la economía ecológica, las actividades económicas deben intentar, en la medida de lo posible, regenerar el suelo, respetar la vida de los animales», explica. Y pone un ejemplo: las granjas donde las aves y los chanchos estén «sometidos a una situación para la que el término tortura no es exagerado» no pueden considerarse parte de la bioeconomía.

El concepto de economía ecológica lo desarrolló en la década de 1970 el rumano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994). Profesor en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, fue redescubierto en los últimos años, cuando la crisis ambiental y climática se hizo más evidente. Georgescu-Roegen resaltó que la economía no puede desvincularse de los límites de la Naturaleza, como hacen los economistas tradicionales. Para simplificar una teoría compleja, decía que la utilización de la Naturaleza en pos de un crecimiento económico ilimitado conduciría al agotamiento de los fundamentos que permiten la continuidad de la vida y de la propia organización económica.

Nicholas Georgescu-Roegen, el rumano que creó el concepto de «economía ecológica». Foto: Reproducción de internet

Desde entonces, la palabra bioeconomía empezó a utilizarse sobre todo en los países materialmente ricos, pero con significados diferentes del original. Los artículos de investigadores brasileños sobre el tema suelen citar un estudio de 2016 dirigido por el noruego Markus Bugge, de la Universidad de Oslo, que sintetizó las tres visiones de la bioeconomía que predominan: la biotecnológica, la de los biorrecursos y la bioecológica.

En la primera, se hace hincapié en la creación de productos a partir de elementos vegetales y animales, como vacunas o medicamentos. En la segunda, en el cultivo y procesamiento de biomasa para fabricar biocombustibles, envases y plásticos biodegradables e incluso muebles. Aunque la visión de los biorrecursos también incluye el reciclaje, solo la visión bioecológica, según este análisis, tiene como premisa la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad. Para las demás, no importa el proceso que condujo al producto final, al contrario de lo que defiende Abramovay.

Hincapié en la tecnología

En el decreto anunciado el Día del Medio Ambiente, el énfasis en la tecnología comienza con la definición que el texto hace de «bioeconomía»: un «modelo de desarrollo productivo y económico basado en valores de justicia, ética e inclusión, capaz de generar productos, procesos y servicios de forma eficiente, a partir del uso sostenible, la regeneración y la conservación de la biodiversidad, guiado por el conocimiento científico y tradicional y por las innovaciones y tecnologías, con vistas a agregar valor, generar trabajo y renta, a la sostenibilidad y al equilibrio climático».

En las directrices, el decreto habla de promover la «bioindustrialización», ampliar la innovación basada en la biodiversidad y en la agricultura y estimular la investigación para «integrar los conocimientos científicos y tradicionales».

La secretaria Carina Pimenta defiende el peso de la biotecnología en el plan. «Las fronteras del conocimiento en la bioeconomía están estrechamente ligadas a conocer mejor nuestra biodiversidad, a nuevos fármacos, nuevos usos de los cosméticos, las funciones de un alimento, la ingeniería genética que hay detrás de la mejora de la productividad de un cultivo agrícola», afirma. «Eso tiene que formar parte de la política tanto como vigilar la producción sostenible del azaí, las castañas y las almendras barú».

El decreto abre la posibilidad de que parte de la producción de biocombustibles se considere bioeconomía, al incluir entre sus objetivos el fortalecimiento de la competitividad de los productos de la biodiversidad brasileña «en la transición hacia una economía baja en carbono». Hoy en día, en Brasil, esta producción se basa principalmente en monocultivos como la caña de azúcar y el aceite de palma. Pero el texto no menciona específicamente la palabra «biocombustibles», que son la gran apuesta del gobierno de Lula para la transición energética en el transporte.

Eso contrasta con los debates del G-20, que Brasil preside este año. En la nota conceptual sobre bioeconomía presentada al grupo, el gobierno brasileño afirma que los biocombustibles tienen potencial para ser una «solución sostenible» no solo para los automóviles, sino también para el transporte aéreo y marítimo. Uno de los obstáculos para alcanzar un acuerdo en el G-20 es la falta de consenso internacional sobre si los biocombustibles son realmente ecológicos, lo que el gobierno de Lula atribuye a los intereses comerciales de los países que invierten en otras alternativas al petróleo y al gas. En las reuniones internacionales a las que asiste, la ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, defiende que la producción de biocombustibles en Brasil puede ser sostenible y no pone en peligro el cultivo de alimentos.

La propuesta brasileña es que los países del G-20 acuerden unos «principios de alto nivel» para la bioeconomía que ayuden a definir qué actividades entran o no en el concepto. Si se llega a un entendimiento, el tema se incluirá en la declaración final de los presidentes y primeros ministros del grupo, que se reunirán en Río de Janeiro en noviembre. Así, el gobierno de Lula espera atraer inversiones a estas actividades.

Cultivo de caña de azúcar en Ribeirão Preto. A pesar de los monocultivos, los biocombustibles centran el debate sobre bioeconomía en el G-20. Foto: Ricardo Benichio/Folhapress

¿Quién se lleva la mayor parte del pastel?

Cuando hay tantos sectores interesados en convertirse en bioeconomía, existe el temor de que, una vez más, los más poderosos se lleven la mayor parte del pastel. El decreto determina que el Plan de Desarrollo de la Bioeconomía prevea cómo se financiará y menciona la creación de instrumentos para esta financiación. Pero todo depende de qué actividades se incluyan finalmente, y que el gobierno haya mencionado las políticas agrícolas como una de las bases del plan podría abrir un resquicio para la agroindustria tradicional.

Carina Pimenta, la secretaria de Bioeconomía, afirma que está trabajando para que no haya disputas entre las distintas bioeconomías. «El plan se dividirá en varios sectores, que tendrán un conjunto de instrumentos de implementación», explica. «Y luego tenemos que asegurarnos de que los planes sectoriales incluyan instrumentos específicos, para que una bioeconomía no compita con las demás. Y para que no llamemos bioeconomía a todo, sino que solo reforcemos un tipo».

En la actualidad, los ministerios de Medio Ambiente y Cambio Climático, de Desarrollo Agrario y Agricultura Familiar, y de Desarrollo y Asistencia Social, Familia y Lucha contra el Hambre ya están trabajando en el plan sectorial para la «economía de la sociobiodiversidad». La idea es empezar la implementación eligiendo territorios en los que se pueda acelerar la solución para muchas de las deficiencias detectadas: regularización de tierras y ambiental, infraestructuras, asistencia técnica y financiación.

Abogado y uno de los fundadores del Instituto Socioambiental, Sergio Leitão es ahora director ejecutivo del Instituto Escolhas. Desde 2019, la institución ha realizado y encargado estudios sobre la generación de empleo e ingresos en actividades que pueden catalogarse como bioeconomía. Se trata de estudios que concluyen, por ejemplo, que la recuperación de 1 millón de hectáreas de selvas degradadas en Áreas de Protección Permanente que están en asentamientos de la reforma agraria podría crear más de 238.000 puestos de trabajo en la implantación y gestión de sistemas agroforestales. O que la recuperación de 12 millones de hectáreas de selva deforestada —objetivo oficial de Brasil para 2030— generaría más de 5 millones de empleos en gestión de tierras y producción de injertos.

«Nuestra preocupación tiene que centrarse en tener el relleno del concepto [de bioeconomía]: las propuestas efectivas que nos permitan hacer la disputa real», afirma Leitão. «Esta disputa real pasa por tener propuestas que demuestren al gobierno, a los inversores, a los bancos públicos y a los bancos privados que esta actividad conlleva una reducción de la pobreza, una mejora de las condiciones de vida de las poblaciones tradicionales, de los pueblos Indígenas, pero también una posibilidad real y concreta de tener nuevas posibilidades económicas en la región amazónica, en el Cerrado, en todos los biomas de Brasil», subraya.

Leitão también señala que estimular la bioeconomía puede beneficiar no solo a los pueblos de la selva, sino también al «tipo que sostiene la motosierra», es decir, a la gente sin trabajo ni salario en las ciudades del interior o en las periferias de las grandes ciudades amazónicas. «Hay que recuperar las zonas que han sido deforestadas alrededor de estas ciudades. Eso creará puestos de trabajo», afirma.

Un avión lanza pesticidas sobre una plantación de soja en Bahía. En Barcarena, Pará, se cosecha el azaí. Fotos: Marizilda Cruppe/Greenpeace y João Laet/SUMAÚMA

Es la sociobioeconomía la salvación de la Amazonia?

Pero ¿podrán realmente las actividades de la sociobioeconomía competir con los negocios que actualmente asolan la Amazonia y el Cerrado y cuentan con un fuerte apoyo político?

En el caso del sector agropecuario, otro estudio de Escolhas mostró que, en 2022, esta actividad, en la región Norte, recibió 5.900 millones de reales (1.100 millones de dólares) en beneficios fiscales del gobierno federal, por medio de reducción o exención de impuestos, y 4.400 millones de reales (820 millones de dólares) en subsidios, que es cuando el gobierno asume el pago de las cuentas de un sector. A través del Fondo Constitucional de Financiación del Norte, el sector agropecuario de la región recibió otros 9.000 millones de reales (casi 1.700 millones de dólares), el 76% de la dotación total del fondo.

Un estudio realizado por técnicos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social mostró que, entre 2017 y 2021, el banco destinó 156 millones de reales (casi 30 millones de dólares) a la ganadería, plantaciones de pinos, soja y otros monocultivos, cerca del 88% del dinero que desembolsó para el sector agropecuario en la región Norte. «Venimos diciendo que la bioeconomía o sociobioeconomía no necesita ni más ni menos de lo que la agroindustria ha recibido. Solo quiere el mismo trato», dice Sergio Leitão.

Compárese, por ejemplo, con los fondos que recibieron distintas actividades comunitarias en Pará a través del proyecto Inova Sociobio, financiado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y el gobierno noruego. Por medio de una convocatoria pública de licitación, el Consejo Nacional de Poblaciones Extractivistas recibió donaciones para tres proyectos en Oeiras, Curralinho y Gurupá, por valor de 100.000 reales (unos 19.000 dólares) cada uno. Con el dinero, crearon un vivero de injertos para reforestar, un centro de procesamiento de pulpa de azaí y un taller para aprovechar las sobras de un proyecto de gestión forestal —este último aún espera una conexión eléctrica para empezar a funcionar—. «Hicimos un milagro colectivo para invertir», afirma Ivanildo Brilhante, del Consejo Nacional de Poblaciones Extractivistas.

Brilhante insiste en la importancia de contar con más fondos y funcionarios dedicados a agilizar la regularización ambiental y de la tierra de los territorios comunitarios, condición indispensable para acceder a créditos bancarios y licencias para actividades económicas. Hoy en día, muchas comunidades no pueden inscribirse en el Catastro Ambiental Rural porque no tienen dinero para pagar un estudio cartográfico de sus zonas. Es habitual que tercericen la tarea a empresas a cambio de acuerdos desfavorables de venta de sus productos.

«También necesitamos créditos que tengan en cuenta la canasta de la sociobiodiversidad», añade Brilhante. «La pesca, las semillas, los aceites, las frutas, los bejucos, las resinas, la artesanía. Hay créditos para financiar el azaí, pero pronto estaremos azaizando la selva. Hay otros para financiar castañas, pero no podemos tener solo castañas», afirma. «En ganadería, el propio ganado es la garantía. En nuestro caso, la garantía podría ser la canasta de la región financiada».

Tatiana Schor, del Banco Interamericano de Desarrollo, ve «tres escalas» en la sociobioeconomía de la Amazonia. La primera son los territorios protegidos, Indígenas y tradicionales, donde se está desarrollando una «economía de nicho» que necesita apoyo, pero si llega a crecer excesivamente perturbaría los procesos culturales y la integración con la Naturaleza. La segunda escala es la de los productos que ya han entrado en circuitos comerciales más amplios, como las castañas, pero en la que el productor es el que gana menos. «En esta cadena, el eslabón más débil es el de la producción, ya sea el extractivismo, la agricultura familiar o el trabajador rural. Esto hay que resolverlo, porque no tiene sentido escalonar este producto y seguir teniendo esta pobreza en el campo en la Amazonia», afirma Schor.

La tercera escala, en su análisis, se divide en dos. Una son los productos que ya están en los grandes mercados, como el azaí, pero que necesitan adoptar elementos de conservación de la biodiversidad. «Sabemos que no vamos a conseguir hacerlo al 100% en las plantaciones de azaí, pero podemos trabajar con distintas especies, criando abejas para producir miel en sistemas agroforestales», afirma. Esta tercera escala incluye también los procesos tecnológicos que permiten transformar los productos de la sociobiodiversidad para aumentar su valor.

Sin embargo, Tatiana Schor cree que la bioeconomía por sí sola no podrá superar la presión económica de los sectores que devastan la selva. Por eso, incluye la economía creativa —arte, festivales, turismo, gastronomía, moda, arquitectura y diseño— en el mismo eje del programa para la Amazonia. «Esto es lo que realmente genera empleo hoy en la Amazonia», argumenta. Los datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, citados por el proyecto Amazonia 2030, muestran que más del 80% de los empleos de la región se encuentran en zonas urbanas y el 46% en el sector servicios.

Sergio Leitão subraya que la mayor parte de las actividades de la sociobioeconomía en la Amazonia, ya las realicen comunidades tradicionales, agricultores familiares o empresarios privados, no deben considerarse grandes negocios. «Podemos decir que los negocios de bioeconomía en la Amazonia serán grandes por la suma de todos ellos. Es decir, serán pequeños, porque la escala de la logística es diferente; pero eso no la hará pequeña, porque es la suma de los pequeños negocios», explica.

Lo que hace falta, añade Leitão, es hacer frente a los «garrotes» que los ahogan y frenan su potencial. Además de la falta de asistencia técnica y una infraestructura de electricidad, comunicaciones y transportes adaptada a actividades variadas y geográficamente dispersas, afirma que los bancos públicos federales y estatales tienen dinero «empantanado» que no prestan a actividades de bioeconomía porque solo tienen protocolos para tratar con negocios tradicionales, muchas destructores de la Naturaleza. Solo ahora, por ejemplo, la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria y el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social han desarrollado indicadores para evaluar solicitudes de financiación para la agroforestación y la restauración forestal. «Si no se resuelven estas cuestiones que estrangulan la economía de la selva en pie, la disputa [por recursos y prioridad] podría quedarse en mera retórica», advierte.

Monitoreo ambiental en la Tierra Indígena Paquiçamba, en el estado de Pará. Los conocimientos tradicionales sobre la Naturaleza son uno de los ejes del decreto. Foto: Soll/SUMAÚMA

La lucha por recompensar los conocimientos tradicionales

Cuando se habla de estimular el uso de la biodiversidad brasileña para fabricar cosméticos, medicinas, alimentos y otros productos, una de las preocupaciones es garantizar que las poblaciones que conocen las propiedades de las plantas y animales de la selva amazónica y otros biomas reciban su parte correspondiente en la explotación comercial de este conocimiento.

Para ello, hay que corregir la aplicación de la Ley de la Biodiversidad de 2015, que se menciona en el decreto mediante el cual se crea la Estrategia Nacional de Bioeconomía. La ley regula la investigación y el desarrollo de productos basados en el patrimonio genético de especies brasileñas y los conocimientos tradicionales sobre ellas, y prevé el reparto de beneficios. A partir de la ley se creó una base de datos, el Sistema Nacional de Gestión del Patrimonio Genético y del Conocimiento Tradicional Asociado, el SisGen. Desde noviembre de 2017 es obligatorio registrar en el SisGen cualquier investigación o desarrollo de productos con especies brasileñas.

Sin embargo, un estudio del Instituto Escolhas mostró que, hasta finales de 2022, el 87% de los 150.538 registros de investigación indicaban únicamente el acceso al patrimonio genético, sin identificar la existencia de conocimientos tradicionales asociados. Del 13% que afirmó haber accedido a conocimientos tradicionales, la mayoría no indicó el pueblo o la comunidad que lo poseía. De las 19.354 notificaciones de productos acabados, solo el 9% señalaba el uso de conocimientos tradicionales.

El Instituto Escolhas ve en estos números una prueba del robo de conocimientos tradicionales. «Un ejemplo […] es la rana amazónica kambó (Phyllomedusa bicolor), cuyas secreciones las utilizan diversos pueblos Indígenas amazónicos como medicina. La sustancia cuenta con 11 registros de patentes en países como Estados Unidos, Canadá, Japón, Francia y Rusia», explica el estudio, que sugiere la creación de una base de datos específica para los conocimientos tradicionales con el fin de facilitar el cruce de información.

El Consejo de Gestión del Patrimonio Genético, vinculado al Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático, creó en marzo una cámara técnica para buscar soluciones al problema. Según la secretaria de Bioeconomía, Carina Pimenta, el ministerio también trabaja desde 2023 para que el Fondo Nacional de Reparto de Beneficios, creado por la ley de 2015 y aún inactivo, pueda empezar a funcionar.

Brasil es signatario de dos tratados internacionales que prevén el reparto de los beneficios obtenidos de la utilización de elementos de la biodiversidad de los países: el Protocolo de Nagoya, acuerdo en el marco del Convenio sobre la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas, y el Tratado sobre Propiedad Intelectual, Recursos Genéticos y Conocimientos Tradicionales Asociados, concluido en mayo en la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.

Muestra de bacterias tomadas en las aguas del gran arrecife de la costa amazónica. La «biotecnología» tiene un peso significativo en la estrategia del gobierno. Foto: Marizilda Cruppe/Greenpeace


Reportaje y texto: Claudia Antunes
Edición:
Talita Bedinelli
Chequeo de informaciones: Douglas Maia e Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al ingles: Diane Whitty e Maria Jacqueline Evans
Traducción al español: Meritxell Almarza
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
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