Periodismo desde el centro del mundo

Cientos de voluntarios se han unido a los organismos oficiales para ayudar a rescatar a las personas aisladas en Porto Alegre. Foto: Anselmo Cunha/AFP

Tal vez fuera ese zapatito de bebé sujeto al cadáver de un caballo que flotaba en el agua turbia. Tal vez la mirada atónita del niño parapléjico cuyo padre dejó en nuestra barca mientras luchaba contra la corriente para salvar a su hijo. Todo era muy confuso aquel martes por la tarde, mientras navegaba en un bote de madera por la misma avenida que había recorrido en bicicleta unos días antes. En medio de la fuerza del agua que sumergió barrios enteros de la capital del estado brasileño de Río Grande del Sur, de repente algo me quedó muy claro: ahora es la vida real, es mi vida y la de mis vecinos. La teoría se materializaba ante mí.

Para alguien que, como yo, lleva décadas estudiando y escribiendo sobre el cambio climático, nada de esto debería sorprender. El consenso científico sobre la insostenibilidad de nuestro modelo económico existe desde hace mucho tiempo y cada vez es posible calcular con mayor precisión la magnitud de los daños que las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por los humanos están causando a nuestro planeta. El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos en el Cambio Climático (IPCC), publicado en 2023, es categórico al afirmar que los fenómenos extremos, como lluvias torrenciales, sequías prolongadas y olas de calor, son cada vez más intensos y frecuentes debido a la acción humana. El planeta es ya 1,27 grados centígrados más caliente que en la época preindustrial, según el servicio climatológico Copernicus, de la Unión Europea. El resultado es un calentamiento de la atmósfera, los océanos y la superficie terrestre. Si la temperatura de los océanos es más alta, se evapora más agua, lo que genera más energía y, consiguientemente, intensifica fenómenos como las tormentas y los ciclones. Una atmósfera más calurosa retiene más humedad y este vapor de agua se convierte en el combustible de tormentas severas y concentradas. Es la receta ideal para los fenómenos climáticos extremos.

No es casualidad que las imágenes de inundaciones, tormentas y otras catástrofes sean también cada vez más habituales en las portadas de los periódicos. No hace mucho, publiqué reportajes sobre las olas de calor que batieron récords en Europa, sobre los desequilibrios de la biodiversidad en California; detallé las consecuencias del deshielo de los glaciares en la Antártida; informé sobre el drama de quienes viven una de las sequías más extremas en el norte de Brasil; hablé de epidemias cada vez más graves a causa del clima. Todos claros indicios de lo que la ciencia advierte desde hace mucho tiempo. Pero cuando la crisis climática llega de una forma tan arrolladora a nuestra ciudad, a nuestro barrio y a nuestra familia, la tragedia adquiere otra dimensión. Ahora somos nosotros los que estamos en un bote de rescate, teniendo que contarle al mundo que nos ahogamos.

En Lajeado, algunas personas tuvieron que ser rescatadas en helicóptero. Hay más de 11 desaparecidos. Foto: Jeff Botega/Agência RBS vía Reuters

Escribo este texto un jueves por la mañana, arrullada por el incesante ruido de los helicópteros de rescate. Algunos están tan cerca que las ventanas de mi casa tiemblan. Por lo menos aún tengo casa, pienso. Este es el sonido que acompaña a gran parte de los habitantes de Río Grande del Sur desde hace casi una semana, cuando una secuencia de fuertes lluvias elevó el nivel de los ríos a niveles históricos, dejó ciudades enteras bajo el agua y destruyó miles de vidas humanas y más-que-humanas. Las cifras oficiales muestran que, hasta ahora, más de 500.000 personas han sido desplazadas, 149 han perdido la vida y otras 112 están desaparecidas en el estado.

Pero basta dar una vuelta por la capital para ver que la tragedia es infinitamente mayor. En uno de los principales puntos de embarque y desembarque de los botes de rescate, en el norte de la ciudad, un grupo de veterinarios voluntarios trabaja sin cesar para atender a la gran cantidad de animales domésticos asustados, enfermos y en estado crítico que les traen. Al acercarme al lugar para tomar una barca, me empuja una chica que lleva en brazos a Feijão, su labrador. «¡Está en parada, está en parada!», grita. Le cedo el paso y veo como un par de veterinarios agarran al animal mojado que entraba en parada cardíaca. Una multitud se congrega a su alrededor. Desde lejos, angustiada, espero el desenlace. Tras unos minutos de silencio, aplausos. Han conseguido reanimar a Feijão. La multitud se separa y la gente esboza tímidas sonrisas. Cualquier noticia que se aleje de la tragedia alimenta un poco la esperanza. El problema es que esta sonrisa dura poco. En cuanto el perro vuelve con su dueña, se oye un fuerte ruido que viene del agua. Es una barca que se acerca con cinco personas rescatadas. Están muy mojadas, algunas tiemblan. Entre ellas, un anciano que necesita ser medicado inmediatamente. Una vez más, la multitud se reúne para ayudar. Hay mucho movimiento en ese punto. Día y noche.

Muchas voces, muchos gritos. Contrastan con el silencio casi asfixiante de la siguiente esquina, donde el agua ya se ha apoderado de todo.
Estoy allí con la misión de seguir los rescates e informar sobre la situación de los miles de refugiados climáticos que están desplazados dentro de su propia ciudad, viviendo en autos, en refugios o bajo las marquesinas de las paradas de autobús. Pero solo hace falta alejarse unos metros del asfalto seco —lo que solo es posible en barca— para entrar en una capa aún más profunda de catástrofe. La capa de una realidad que ya no existe. De nuevos comienzos imposibles. Son kilómetros de casas, tiendas, autos y vidas bajo el agua. Mientras el cuerpo del caballo pasa flotando a nuestro lado, con aquel zapatito rosa enganchado, pienso en cómo se podría haber evitado todo esto. Hasta me esfuerzo por no centrarme en las causas, en los culpables, en lo que podría y debería haberse hecho. Al fin y al cabo, es el momento de dedicar cada segundo a ayudar. Pero para alguien que lleva tanto tiempo estudiando el tema, es casi imposible aceptar tranquilamente que solo las lluvias son las responsables, como muchos insisten en afirmar.

Más de 11.000 animales han sido rescatados en todo el estado desde que comenzaron las inundaciones. Foto: Nelson Almeida/AFP

Lo que ocurre en Río Grande del Sur —y en otras partes del planeta— es el resultado de un modelo de sociedad que ha vivido demasiado tiempo en la prepotencia de considerarse el centro del mundo. Que entiende la naturaleza solo como un recurso y no como una compleja maraña de vidas que dependen unas de otras. Una maraña a la que, irónicamente, estamos umbilicalmente unidos. Una sociedad que niega la ciencia cuando le conviene y que, con esa mentalidad, elige a sus representantes. Los climatólogos hace décadas que muestran que el sur de Brasil es muy vulnerable por tratarse de un punto de encuentro entre sistemas tropicales y polares, lo que favorece la aparición de períodos de lluvias intensas y otros de sequía. El último informe del IPCC subraya que existe un número significativo de estudios que indican una relación entre las fuertes precipitaciones observadas desde la década de 1950 en la región denominada Sudeste de Sudamérica (SESA), que incluye Río Grande del Sur, y el cambio climático provocado por la acción humana. Hace nueve años, el informe del Grupo Brasileño de Expertos en el Cambio Climático ya pronosticaba más tormentas extremas en el sur del país y sequías prolongadas en el norte a causa del cambio climático. Y, sin embargo, la inversión pública en prevención y adaptación ha sido escasa o nula. Al contrario. Científicos del ClimaMeter, un proyecto de investigación financiado por la Unión Europea y el Centro Nacional para la Investigación Científica francés, analizaron las lluvias de finales de abril y principios de mayo en el sur de Brasil y concluyeron que el cambio climático, provocado por la acción humana, las ha hecho un 15% más intensas.

Mientras las inundaciones hunden el sur y las sequías deshidratan el norte, en Brasilia decenas de políticos intentan aprobar al menos 25 proyectos de ley y tres enmiendas constitucionales que podrían causar daños irreversibles a los ecosistemas brasileños. Hasta que las políticas públicas no se basen en la ciencia, se escuchen debidamente las voces de los pueblos Indígenas y cambie nuestra percepción de la vida que nos rodea, Brasil —y el mundo— seguirán planeando un futuro imposible.

Los científicos convergen en la conclusión de que las repercusiones climáticas en las personas y los ecosistemas ya son más vastas y severas de lo que se esperaba, y los riesgos futuros aumentan con cada fracción de grado de calentamiento. No obstante, cuando los líderes mundiales se reúnen anualmente en las Conferencias de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, las COP, las discusiones no avanzan con la misma urgencia. Los científicos concuerdan en que, dependiendo de las decisiones que se tomen de ahora en adelante, aún se puede frenar el aumento de la temperatura global y evitar las peores proyecciones futuras, que, como siempre, afectan a la población más pobre con mucha más intensidad.

Afortunadamente, la misma ciencia climática que nos muestra un escenario tan inquietante también señala un posible camino a seguir. Solo hay que saber hacia dónde mirar a partir de ahora y cuál será nuestra elección como sociedad.

Las fuertes lluvias elevaron el Río Guaíba al nivel más alto jamás registrado. Barrios enteros han quedado sumergidos. Foto: Lauro Alves/Secom


Reportaje y texto: Jaqueline Sordi
Edición: Talita Bedinelli
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Jefa de reportage: Malu Delgado
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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