Periodismo desde el centro del mundo

Luzileiser y su hija Ruth, rodeadas de ceniza y hierba seca, después que el fuego destruyera el lavrado, la vegetación autóctona de la comunidad indígena de Anzol

«Mis nietos y mi hija, cuando el fuego llegó al borde de nuestra casa, gritaban. Hoy hace nueve días que las llamas destruyeron nuestra selva. Fue una escena muy triste, porque es donde cazábamos, donde preservábamos nuestra selva… Hoy dormimos y nos despertamos entre cenizas. Hay animales muertos, como la tortuga morrocoy, que no corre, camina despacio. Los ciervos, los armadillos, se fueron a buscar otros bosques, porque aquí todo ardió. Los niños están sufriendo aquí dentro con todo este humo, respiran con dificultad, tosen. Hay ancianos. Todo el humo vino hacia nosotros. Si fueran de paja, creo que no hubiera quedado ni una casa en pie».

Con un nudo en la garganta y voz temblorosa, Luzileizer Duarte Brito Tavares habla con tristeza del incendio que el 13 de marzo devoró gran parte de la comunidad indígena del Anzol, territorio que aún no ha sido demarcado. Son aproximadamente 20 kilómetros cuadrados, a unos 70 kilómetros de Boa Vista, la capital del estado de Roraima. A sus 38 años, Luzileizer es la subcoordinadora local de mujeres del pueblo Macuxi. Camina junto al equipo desplazado de SUMAÚMA y su hija, Ruth Ester, de 2 años, por un paisaje de cenizas.

INFOGRAFÍA: RODOLFO ALMEIDA/SUMAÚMA

La belleza de la mañana, de la tarde y de la noche, matizada por el sol y por la luna, por las aves y por todas las formas de la Naturaleza, se ve empañada por la intensa humareda que ha envuelto Roraima, en la Amazonia brasileña. El fuego se extendió por el lavrado —la vegetación autóctona de campo abierto típica de la región—, por la selva e incluso por los jardines urbanos de la capital, Boa Vista. El último domingo de marzo, las nubes oscuras aún ensombrecían la ciudad. El humo —procedente de varios rincones del estado y de Guyana, país vecino— y el calor provocaban una sensación angustiosa y aterradora. Los signos de destrucción y la lucha por preservar la vida estaban por todas partes.

Solo en los primeros cuatro meses de este año (del 1 de enero al 14 de abril), Roraima ha sido escenario de 4.481 focos de incendio, según el Instituto Nacional de Estudios Espaciales (INPE, por sus siglas en portugués). El estado concentra casi el 30% de los focos de incendios de Brasil. El rastro del fuego en Roraima ha crecido un 285% respecto al mismo período de 2023, consecuencia de varios factores combinados, entre ellos la crisis climática, la deforestación y los incendios provocados.

Encontrar animales muertos por el camino, como esa tortuga que no tuvo tiempo de escapar del fuego, es lo que entristece a Dewelkelleson Bezerra, principal líder de Anzol

De camino a Anzol, el paisaje natural, compuesto por plantas nativas como el matapalo y el nanche, ha dado lugar a la hierba seca, gran parte ya quemada. Avanzamos entre la devastación de la etnorregión conocida como Murupu, formada por cinco comunidades: Serra da Moça, Morcego, Truaru da Cabeceira, Truaru da Serra y Anzol. El joven tuxaua Dewelkelleson da Conceição Bezerra, de la comunidad indígena Anzol, recibió a SUMAÚMA. Tuxaua es la palabra que utilizan algunos pueblos indígenas para referirse a su principal líder.

Con el consentimiento del pueblo originario, y conducidos por el tuxaua de Anzol, nos dirigimos hacia la zona destruida por las llamas. Nos acompaña Erialdo da Silva Tavares, agente indígena de saneamiento básico que brinda apoyo al centro de salud y se ocupa del abastecimiento de agua. El día del incendio, Erialdo cargó agua y ayudó a los brigadistas indígenas que trataban de sofocarlo con escasos recursos.

Luzileizer nos contaba el miedo y la angustia que sintió al ver el fuego avanzando. Temía que arrasara su casa. A lo largo de 1.200 metros no sobraron más que cenizas, hojas secas y restos de animales. Las casas se salvaron, pero la imagen de los cuerpos de las tortugas morrocoy y los puercoespines quedó grabada en la memoria de los vecinos. «El incendio no vino de la comunidad. La comunidad no tuvo la culpa, porque insistíamos mucho en que teníamos que controlar el fuego, en tener cuidado. Y cuando el fuego viene, viene de donde las haciendas y destruye lo que nosotros estábamos cuidando. Eso nos entristece mucho, sobre todo por la caza», lamentó el tuxaua. Él también sufre por las plantas destruidas. «La “madera de ley” es la del palosangre [árbol regional], la aprovechamos para hacer casas y leña. Y otros árboles frutales, como el nanche, la copaiba, la guayaba y la jagua, que son plantas que utilizamos en nuestra cultura. Esa ha sido nuestra gran pérdida».

La comunidad indígena de Anzol, con 14 familias y una población de 59 personas —la mayoría niños y ancianos—, forma parte de la Tierra Indígena Serra da Moça. Como esta zona quedó fuera de la demarcación realizada en 1991, hace más de diez años que mantienen una batalla judicial con la empresa FIT Manejo Florestal. Debido a esta incertidumbre territorial, los habitantes de Anzol viven confinados, sin fuentes de agua ni selva. Para sobrevivir, apuestan por la agricultura de existencia, utilizando pequeñas áreas de unos 1.500 metros cuadrados para cultivar bananas, yuca brava —con la que producen fariña— y yuca común, además de criar animales pequeños, como cerdos y gallinas. Con la sequía y la propagación de los incendios, con poco espacio, la comunidad no puede producir a una escala suficiente como para alimentar a todos sus habitantes de forma constante. Por tanto, la única alternativa que les queda es comprar comida en la ciudad. Por si fuera poco, las semillas de yuca se perdieron en el incendio, lo que pone en peligro la vida de la población. Todo ha sido engullido por el fuego.

Erizos, ciervos, armadillos y otros animales intentaron escapar del calor y el fuego y buscar «otros matorrales», pero la mayoría no lo consiguió

Aunque Anzol está bañado por el río Uraricoera, uno de los principales del estado, el acceso al agua es difícil y se agravó durante la sequía. Los arroyos están secos, algo que no había sucedido en los últimos cuatro años. Solo existe un pozo artesiano para abastecer a la comunidad. Erialdo, que se ocupa del suministro de agua, ya advirtió sobre el riesgo de escasez. Cuenta que el tanque de agua instalado en el centro de la comunidad se llenaba en hora y media. Ahora, en el período seco, hay que esperar cinco horas. El pozo artesiano, que abastece el tanque de agua, ya no logra satisfacer las necesidades de la comunidad.

«Nuestro pozo se está secando. El fuego ha acabado con todo. Tenemos que almacenar agua para ir tirando. El verano está fuerte y no hay previsión de lluvias. Y aquí estamos, luchando, concienciando a la gente para que no prendan fuego, porque eso es un delito. No nos afecta solo a nosotros, afecta a todo el planeta», advirtió Erialdo.

El día del incendio, Raimundo Nonato de Souza, de 58 años, estuvo cara a cara con el fuego. «A eso de las 10.00 fue angustiante. El fuego llegó muy cerca; si no hubiera nadie aquí, y sin la ayuda de la gente, mi choza habría ardido. Duró el día entero, la gente corría con el agua de aquí para allá a toda prisa… Las llamas se dirigían hacia mi gallinero, casi lo quemaban todo. Fue mucho humo, aún hoy me encuentro mal, también por todo ese acaloramiento. Nunca me había puesto malo así, después de toda esa humareda estoy inquieto. Me dan escalofríos de fiebre, me duele la cabeza», dijo. Raimundo vive en la única casa de la isla cercana al proyecto de plantación de frijoles con sistema de riego solar, apoyado por el Consejo Indígena de Roraima (CIR), un área que fue consumida por el fuego. El agua utilizada para el riego procedía del arroyo. Con la sequía, el proyecto está paralizado.

Raimundo Nonato dice que sigue teniendo dolor de cabeza y fiebre a causa del humo y el calor. «Estoy mal», dice

Cleide da Conceição Duarte, de 68 años, es una de las vecinas más antiguas de Anzol, hija del patriarca de la comunidad, Alfredo Duarte. Cualquiera que escuche a Cleide describir lo que ocurrió el pasado 13 de marzo visualiza un escenario apocalíptico. Pensó que iba a «perderlo todo». Al ser hipertensa, no pudo sumarse a la movilización que sofocó el incendio, pero vio como las mujeres y niños lo daban todo para apagarlo. Después del incendio le dolía mucho la cabeza, tosía, vomitaba y tenía molestias por el cuerpo. Con la mascarilla puesta durante la conversación con SUMAÚMA, la mujer contó: «Antes teníamos huertos, pero el fuego ha arrasado con todo. Las yucas se ahornagaron [un estado en el que la planta se seca tanto que no se puede producir harina con ella], el incendio acabó con los bananeros». Cleide recuerda cuando la comunidad hacía «quemas controladas». En aquella época, llovía y la tierra producía. Ahora, «solo calorina y mucho fuego». La harina, principal producto de la alimentación indígena, empieza a escasear.

Con la producción de existencia perjudicada por la sequía y el incendio, la comunidad de Anzol todavía está buscando formas de reponerse. El clima acabó con lo poco de maniva-semente [una parte del tallo de la yuca que hace de semilla] que quedaba, según el tuxaua. Ahora tendrán que buscar más en otras comunidades. Desatendidos por los organismos públicos, los habitantes de Anzol buscan la ayuda de socios, como organizaciones indígenas, entidades y comunidades, para cubrir sus necesidades básicas.

Y los árboles se volvieron maleza

«¿Por qué ardió así?», se pregunta en voz alta Wanderley da Silva Pereira, coordinador regional del Grupo de Protección y Vigilancia Territorial Indígena. El antiguo tuxaua de la comunidad Malacacheta, del pueblo Wapichana, acompañó a SUMAÚMA hasta la base de apoyo contra incendios que los brigadistas indígenas construyeron, a 60 kilómetros de Boa Vista, con la ayuda de agentes del Centro Nacional de Prevención y Combate de Incendios Forestales (Prevfogo), vinculado al Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama). La acción contra el fuego también cuenta con el apoyo de la comunidad indígena Malacacheta, del Consejo Indígena de Roraima, del Instituto Socioambiental y del Ibama.

Vanderley da Silva Pereira (izquierda) y su hijo Janderley, dos generaciones de brigadistas indígenas que luchan por la preservación de sus territorios y contra la falta de políticas públicas

Wanderley ha presenciado ya muchos incendios en Roraima, pero le impresiona la matanza en la selva. «Hubo un incendio, nadie sabe de dónde. Era una selva virgen, nunca se había incendiado, y murieron muchos árboles, como algarrobos, curbariles y cumarús. Algunos se vinieron abajo; otros, se secaron. Y con este nuevo incendio, ahora todo es maleza, matorrales. Si no hay apoyo para la vigilancia y los brigadistas, veremos la sierra sin madera, solo habrá piedras», advirtió. El brigadista pone como ejemplo Serra Curupira, ubicada en una propiedad privada cercana a la Tierra Indígena Malacacheta. El nombre —Curupira, como la figura del folclore brasileño, guardián de los bosques— se lo pusieron los indígenas porque en el área, hoy, solo hay piedras.

Según el coordinador del Grupo de Protección, desde hace más de un mes había una zona ardiendo sin parar en el Asentamiento Tatajuba, a siete kilómetros de allí. «Se adentró en el territorio, alcanzando un área de preservación ambiental. Así que ese fuego vino de fuera y se propagó», aseguró. Wanderley exige al poder público que elabore un plan anticipado de lucha contra los incendios. «Todos los años hay invierno y hay verano. No podemos esperar, necesitamos que el gobierno estatal, federal e incluso el municipal formen esa alianza, porque hasta el día de hoy no la tenemos».

El Ibama/Prevfogo afirma que trabaja en colaboración con estados y municipios para prevenir y combatir los incendios, algo esencial para intentar proteger las áreas forestales. Pero resalta que de agosto a septiembre de 2023 se registraron las precipitaciones más bajas de los últimos 24 años. «El cambio climático representa un factor crítico en el aumento de los casos de incendios, siendo El Niño un factor añadido de riesgo por su relación con la sequía prolongada en la región», informó a SUMAÚMA. El equipo del Prevfogo cuenta actualmente con más de 300 brigadistas, y se están utilizando cuatro aviones para ayudar a combatir el fuego. Debido al cambio climático, el Ibama afirma haber contratado a 17 brigadistas más que en 2023 y a 49 brigadistas más que en 2022.

Quienes viven en zonas boscosas alertan de la falta de acción de las autoridades públicas. SUMAÚMA se puso en contacto con la municipalidad de Boa Vista —responsable de la comunidad de Anzol—, que afirmó, en un comunicado, que desde octubre de 2023 toma medidas para contener los incendios, siendo la más relevante la creación de una patrulla de prevención y combate en la zona rural e indígena de la capital. Un comité de la municipalidad insta a la población a seguir las recomendaciones sanitarias, como el uso de mascarilla para mitigar los efectos del humo.

El gobierno de Roraima afirma que se lleva a cabo un trabajo efectivo para combatir las quemas, con el trabajo de 300 militares del Cuerpo de Bomberos. «Sobre el terreno hay nueve camiones de extinción de incendios, 29 camionetas con kits de extinción de incendios forestales, dos vehículos de transporte de tropas y dos camiones de carga, además de cuatro drones que se emplean para visualizar las zonas afectadas», informó el gabinete de prensa en una nota enviada a SUMAÚMA. Fue necesario pedir refuerzos del gobierno federal para el Cuerpo de Bomberos de Roraima, «considerando que parte de las quemas, incendios y sequías también se producen en áreas de competencia del Estado brasileño».

También se declaró el estado de emergencia en el estado y, desde entonces, se han contratado 240 brigadistas para reforzar la lucha contra las quemas. Desde octubre de 2023, los bomberos han realizado 2.041 intervenciones de este tipo.

La realidad a pie de campo cuenta una historia de insuficiencias. Selva adentro, un grupo de brigadistas indígenas y otro del Prevfogo hacían la «línea de defensa», tradicionalmente conocida como cortafuegos: un corte de 150 a 200 metros de distancia del fuego. Esa es la estrategia posible para impedir que las llamas avancen en el territorio. Batallando sin cesar para proteger bosques y selvas, los 56 brigadistas indígenas de Roraima trabajan de forma precaria. Usan sopladores, hoces, mochilas extintoras y motosierras. Una de las principales dificultades es la falta de agua.

Algunos brigadistas indígenas y del Centro Nacional de Prevención y Lucha contra los Incendios Forestales del Ibama trabajan juntos para abrir cortafuegos

Janderley de Souza Pereira, de 34 años, el primer hijo de Wanderley, es agente indígena de salud y sigue los pasos de su padre en la lucha contra los incendios y por la conservación del territorio. «Nos entristece ver la situación de nuestra tierra. Desde que tengo 12 años venimos luchando, defendiendo, limpiando y peleándonos contra los incendios. El sentimiento es de tristeza por perder varios árboles que durante mucho tiempo nuestros abuelos aprovecharon; extraían látex de la balatá, cogían cumarús… y hoy prácticamente ya no quedan». La acción, dice, es para intentar «salvar lo que tenemos».

Los incendios que afectaron a la comunidad del Anzol, así como a muchos otros territorios de Roraima, pusieron de manifiesto la falta de estructura y planificación pública en las acciones de extinción de incendios. El apoyo del gobierno federal es mínimo. Y el del estado y del municipio, casi inexistente, aseguran las comunidades. Son los indígenas, los vecinos y las organizaciones locales los que se unen y se movilizan para apagar el fuego en los campos. Mantener la selva en pie, lejos de las amenazas que se agravan con la emergencia climática, exige cada vez más una acción colectiva en defensa de la vida y del planeta. Pero el fuego avanza. Y a mucha más velocidad que las acciones públicas.

De enero a abril, en Roraima hubo más de 4.000 focos de incendios; la Sierra de Malacacheta, donde se encuentra la tierra indígena del mismo nombre, quedó cubierta de fuego y humo. Foto: Caique Souza/Ascom CIR


Reportaje y texto: Mayra Wapichana
Edición: Malu Delgado e Eliane Brum
Fotos: Benjamim Mast
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español:José Luis Sansáns
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Infografía: Rodolfo Almeida
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación del flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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