¿También sientes que el tiempo pasa cada vez más rápido? Quiero decir, ¿también te das cuenta de que pasan más eventos por unidad de tiempo? ¿Quizás una consecuencia directa de que haya más seres humanos en el planeta? Cada uno actuando e interactuando, unos en relación a los otros y a todo lo que tanta gente hoy llama… ¿Naturaleza?
Pero si cada árbol de la selva desentiende de bordes, cada uno parte y fragmento de una vasta y profunda red de raíces, rizomas, micorrizas y otras entidades microscópicas, vivas, orgánicas… ¿de dónde vino en definitiva esta idea absurda de que tenemos una frontera definida con TODAS las formas de vida y no-vida? ¿De que no somos nosotros mismos la propia Tierra, sino solo seres apartados, aislados y semovientes sobre ella? ¿De dónde salió esta idea trunca de que somos nosotros CONTRA la Naturaleza?
Naturaleza somos. Los guardianes de esta verdad ancestral, tan antigua como el origen de la Vida, de hace unos 3.700 millones de años, son los pueblos originarios de cada continente, como los pueblos indígenas amazónicos que mantienen suspendido, aunque trémulo, el mismo cielo. El apocalipsis tiene muchas armas en su granero: fuego, veneno, mentira, violencia y muerte. Bombardeado por la incesante guerra del hombre blanco contra la Tierra, el cielo se va derrumbando en sequía, incendio, lluvia e inundación. Que lo diga Manaos, que lo queme Ribeirão Preto, que lo vele Porto Alegre.
Sin embargo, a contrapelo de todas las evidencias sobre la crisis ambiental, está en curso en la Corte Suprema de Brasil un vergonzoso intento de conciliación entre los derechos territoriales de los pueblos indígenas y los intereses predatorios de los terratenientes, ladrones de tierras y mineros responsables de la reciente aprobación de la Ley 14.701/2023, que define las tierras que ocuparon o disputaron los indígenas el 5 de octubre de 1988 como hito temporal para la demarcación de todos los territorios indígenas. Que se diga la verdad de una vez por todas: la usucapión es de quien llegó primero. Como lo señala Paulo Nazareth en su obra Marco Temporal, actualmente expuesta en Inhotim, el único hito temporal posible es 1492, año en que empezó la invasión transatlántica. Quien llegó después que encuentre la manera de honrar a los originarios: o los acepta o los respeta.
Y tenemos que hablar de las reparaciones debidas. Menos de cien años después de la llegada de Colón a la isla Española, en el Caribe ya no quedaba vivo casi ningún indígena Taíno, a fuerza de masacres, epidemias y una esclavitud brutal. Una devastación similar se produjo, más tarde o más temprano, en todas partes de América. Se cuenta que en 1637 el pueblo Omágua-Kambeba habitaba más de 400 aldeas solo entre los ríos Javarí y Jutaí, pero hoy sus integrantes no sobrepasan los mil individuos entre Brasil y Perú. Expulsados de sus tierras después de la Guerra del Paraguay, los Guaraní-Kaiowá hoy acampan en los márgenes de las carreteras en el estado de Mato Grosso do Sul o son martirizados por hacendados y pistoleros a sueldo en el intento de retomar las tierras sagradas de sus abuelos. Tan solo tres ejemplos del holocausto indígena que se repite en todas partes y no cesa.
Una parte esencial de la estrategia de dominación colonial fue —y sigue siendo— la defensa a toda costa de la idea de que los pueblos indígenas son socialmente primitivos, lo que explicaría la facilidad con la que fueron dominados. Desde la Junta de Valladolid en 1550-1551 d.C., los opresores difundieron la noción de que los pueblos indígenas eran subyugables, inimputables y adoctrinables porque carecían casi por completo de ciencia, ciudades, escritura, ropa e incluso alma.
En el siglo XX esta posición adquirió una fisionomía arqueológica a partir de los hallazgos de puntas de flecha en el sitio de Clovis, en el estado de Nuevo México, Estados Unidos. Se empezó a defender estos artefactos, que datan de hace unos 13.000 años, como evidencia completa de que la migración humana por el continente americano habría empezado solo cerca del final de la última glaciación. Todos los pueblos amerindios serían, por lo tanto, migrantes recientes, novatos en el continente y con poco tiempo de evolución cultural en comparación a los pueblos afroeurasiáticos, lo que explicaría, al menos en parte, su supuesta simplicidad.
Sin embargo, resulta que muchos otros descubrimientos arqueológicos —en Chile, Brasil e incluso en Estados Unidos— señalan fechas más antiguas para la llegada de las primeras poblaciones humanas a América. Hoy existe consenso en que las primeras migraciones debieron ocurrir entre hace 15.000 y 20.000 años, y quizás incluso mucho antes de eso.
Estudios genéticos, arqueológicos y antropológicos revelan la existencia de inmensas redes de intercambio material e inmaterial en el complejo cultural Amazónico-Andino-Mesoamericano. A lo largo del tiempo, la ocupación indígena de la selva produjo inmensas extensiones de árboles fructíferos sobre tierra negra (adobada naturalmente), riquísima en nutrientes derivados de la misma presencia humana. Inmigraciones amerindias alcanzaron la Polinesia oriental, se construyeron inmensas ciudades en medio de la selva, se erigieron observatorios astronómicos desde las cercanías de la desembocadura del río Amazonas hasta la península de Yucatán en México. Un arte extremadamente sofisticada y complejos sistemas de escritura y matemática se inventaron y perfeccionaron a través de los milenios. Indudablemente hubo tiempo de sobra para pensar y experimentar.
No, no eran nada primitivos los pueblos que los europeos despedazaron. Negar el estatus científico de los saberes indígenas es pretender que solo los saberes universitarios merecen la distinción de ser “la ciencia”, el supuesto diapasón único de la verdad universal. Esta tontería racista ignora conocimientos no solo producidos y acumulados durante milenios, sino transmitidos casi siempre de forma gratuita a universidades, institutos y corporaciones de Europa y Estados Unidos.
Salieron del complejo cultural Amazónico-Andino-Mesoamericano el cacao que cautiva los paladares en todas partes, así como la papa y el asaí que sacian el hambre de cualquiera. En particular, vinieron de la selva amazónica el caucho de mil y una utilidades, la quinina que trata la malaria y la ayahuasca que alivia la depresión. Ninguna de estas maravillas fueron meras dádivas naturales encontradas al azar por personas primitivas. Por el contrario, todas se constituyeron como audaces innovaciones de los pueblos originarios, paciente y diligentemente desarrolladas con mucha perspicacia y sabiduría. Innovaciones milenarias que en los últimos siglos el hombre blanco monetizó, enajenó y se apropió, casi siempre de forma unilateral y sin compartir ningún beneficio.
En verdad, a medida que se realizan más investigaciones y se vislumbra en el horizonte un principio de justicia epistemológica, empieza a hacerse evidente que los aportes amerindios a la cultura planetaria van mucho más allá de productos y procesos, y alcanzan incluso conceptos fundamentales para la filosofía, la economía y las ciencias políticas. La noción moderna de libertad, por ejemplo, generalmente atribuida al filósofo iluminista Jean-Jacques Rousseau, probablemente se articuló por primera vez en los salones de Europa a través de las palabras del diplomático indígena Kondiaronk, de la nación Wendat, entre finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII, que habrían influido en el autor francés de forma decisiva.
En su crítica contundente de la sociedad europea, Kondiaronk identificó el dinero como la principal fuerza motriz de la corrupción social, anticipándose en más de 300 años a la demostración, de la psicología experimental, de que el dinero es emocional y moralmente tóxico. Kondiaronk nos legó una denuncia lúcida de esta sociedad que idolatra el dinero y que está formada por el “pueblo de la mercancía” del que nos habla el chamán Davi Kopenawa Yanomami. Un pueblo inmediatista que desea objetos y experiencias de manera voraz e incesante, sin considerar las consecuencias. Un pueblo capitalista recién llegado al ajetreo humano, pero cada vez más dominante e inhumano. Un pueblo vaciado de sentidos que solo reconoce el valor venal de las cosas, un pueblo embotado y antipático que ya no reconoce el alma en nada, ni siquiera cuando eventualmente busca encuentros con el mundo espiritual.
En la sociedad del pueblo de la mercancía los intercambios son cada vez más frenéticos, la saciedad es cada vez más efímera, la acumulación de recursos es cada vez más injusta y la destrucción socioambiental es cada vez más rápida. La regla implícita del juego es que quien más acumula más manda. Y así, en la dinámica maníaca de las apuestas inconsecuentes de las mesas de póquer de los financistas globales, se va desplegando el apocalipsis de este pueblo triste.
Sin embargo, contrariamente a lo que imaginaba Rousseau, la libertad no es un atributo primitivo del ser humano, una ingenuidad inicial eliminada natural e inexorablemente por el propio devenir del proceso histórico. La libertad es, más bien, una consecuencia del ejercicio consciente y colectivo de la idea sencilla de que la disparidad de los bienes materiales nunca puede producir disparidad del poder político. Algo cada vez más difícil de imaginar en la sociedad capitalista, pero que todavía practican cotidianamente miles de sociedades originarias que siguen viviendo sus caminos.
Son profundos los saberes indígenas y escuchar sus advertencias puede terminar salvándonos. Si eres un ministro de la Corte Suprema y estás leyendo estas palabras, por favor presta atención: la preservación de lo que queda de la Amazonia y de los demás biomas necesita desesperadamente la demarcación de las tierras indígenas. Hasta la fecha solo las tierras indígenas demarcadas lograron resistir de verdad la voracidad de la deforestación.
Hay que actuar ahora para contener la metástasis capitalista en la selva húmeda más grande del planeta. Solo los pueblos de la selva pueden regenerarla. Apurarse trae buena fortuna. ¿Te das cuenta de que el tiempo pasa cada vez más rápido? Naturaleza somos. Los guardianes de esta verdad original son los pueblos ancestrales. Observa sus señales.
Son profundos los saberes indígenas y escuchar sus advertencias puede terminar salvándonos. Foto: Pablo Albarenga/SUMAÚMA
Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O Oráculo da Noite y Sonho Manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe la columna Sembrar.
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes e Douglas Maia
Editora de fotografia: Lela Beltrão
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
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