El último indígena que había sobrevivido al genocidio de su pueblo fue encontrado muerto en la selva amazónica, en el estado de Roraima, en agosto de este año. Vivía solo, huyendo de nosotros. Yo tampoco confiaría en quienes hubieran matado a todas las personas que conocía y amaba en el mundo.
Gracias a la Fundación Nacional del Indígena (Funai), ese organismo tan menospreciado por los ruralistas, el hombre de la tierra indígena Tanaru pudo dejar de huir y vivió sus últimos 25 años en un territorio protegido. Aunque era el único superviviente de su pueblo, prefirió la soledad a convivir con nosotros. Sabiendo que existíamos a su alrededor, evitó, deliberadamente, durante décadas, entrar en contacto con nosotros. Nunca supimos su nombre ni el de su pueblo. La política pública de no forzar el contacto garantizó la protección de su secreto. Empezó a llamársele Tanaru, nombre de un río de su tierra, o «indio del agujero», por la costumbre de cavar un agujero en su casa. Aunque no tuviera un nombre que nosotros conociéramos, aunque no tuviera un documento de identidad o fiscal, se le respetó el derecho a la autonomía de su decisión de permanecer aislado. Por lo menos hasta el día de su muerte.
Tanaru fue encontrado tumbado en su hamaca, adornado con plumas que no formaban parte de su hábito cotidiano. Se vistió de forma ritual y todo indica que cumplió, en soledad, el rito funerario de sí mismo.
Y entonces llegó el Estado brasileño con todo su aparato. Papeles, bolígrafos, agentes, normas, aeronaves. Se llevó el cuerpo de Tanaru a la ciudad de Brasilia con la intención de descubrir si su muerte había sido violenta. Durante 55 días, no se supo nada de Tanaru. Cincuenta y cinco días. Pedimos varias veces explicaciones a la Funai, que se limitó a responder que «el cuerpo estaba siendo examinado».
Y ahora circulan rumores de que se han enviado dos cajas de huesos a la Comisaría de la Policía Federal de la ciudad de Vilhena, en Rondonia. El Estado brasileño sacó del lecho de muerte a un indígena adornado con plumas y devolvió dos cajas de huesos.
Ese hombre que luchó para vivir libre de nosotros durante décadas, en su muerte no escapó del ansia colonizadora del Estado. Para regresar dentro de dos cajas, Tanaru debe haber sido cortado, analizado, examinado, descuartizado. ¿Dónde estará su carne? ¿Le faltarán las plumas de sus adornos en los oficios del más allá? Me pregunto con qué autoridad el Estado lo trató como a un indigente. ¿Con qué autorización analizó su cadáver?
Dos cajas de huesos descansan en el estante de una comisaría de una pequeña ciudad del interior de Brasil. Inerte, entre tazas de café, protocolos y sellos, yace Tanaru.
El Estado intentó violar la memoria, el cuerpo y el derecho a un entierro con las mejores intenciones de averiguar si la muerte había sido violenta. No lo fue, constató. Nada parece haber sido violento. Al menos, hasta la llegada del Estado.
Al cadáver le negaron la integridad incluso en su condición más mundana, que es la de objeto, de cosa sometida a la protección jurídica. A la despedida le negaron la posibilidad. Por ser el último, por ser el postrero, el Estado presupuso que nadie querría decirle adiós o pasar por los ritos de resignarse con su marcha. Se equivocó.
Al que murió le negaron la dignidad de un último deseo, considerando, bajo la óptica de la comprensión jurídica, que se le da al individuo que se muere el control del proceso de su muerte. Con su cuerpo, ya poco se puede hacer, de tan vilipendiado. Pero la historia de Tanaru se puede cuidar. Sepultarlo dignamente no significa solo dar abrigo a sus huesos mortales, sino también concretar inmaterialmente la dignidad, cuidando el registro y la preservación de la memoria.
Nuestros cultos a los muertos y nuestros rituales fúnebres, tanto los indígenas como los no indígenas, están relacionados con la perpetuación o la renovación de la vida. Son un momento para resignificar al que se va y también a nosotros, los supervivientes. Cuando permitimos que el Estado persiga y mate a todo un pueblo, que viole la memoria y el cadáver de su último superviviente e impida su entierro, es que hemos perdido nuestra capacidad para empatizar, resignificar y ser compasivos.
¿En qué tipo de sociedad nos hemos convertido cuando autorizamos que el Estado, en el siglo XXI, lleve a cabo este tipo de destrucción todavía mayor que la muerte física, haciendo desaparecer la identidad de todo un pueblo?
Si hay una dignidad en vida, tiene que haber una dignidad en muerte. Garantizarle esa dignidad a Tanaru es respetar la memoria de todos los pueblos indígenas de Brasil. De aquellos a quienes el genocidio hizo desaparecer y de aquellos que sobrevivieron y siguen resistiendo.
Ya no hay ningún indígena que habite el suelo donde Tanaru vivió. En esa tierra él cavó sus agujeros, cosechó, cortó envira para tejer sus cestos y hamacas, cazó los guacamayos que desplumó para adornarse para la muerte. Es allí, junto a sus muertos, donde debe ser enterrado, y no hay ningún argumento capaz de justificar lo contrario. Lo contrario, si sucede, solo se podrá justificar con la inhumanidad y el horror, a los que, desgraciadamente, ya casi estamos acostumbrados.
Carolina Ribeiro Santana. Abogada e indigenista. Doctoranda en Derecho por la Universidad de Brasilia. Investigadora visitante en la Universidad de Lisboa. Asesora del Observatorio de los Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas Aislados y de Reciente Contacto (OPI), representante de Indigenous Peoples Rights International en Brasil. Miembro del grupo de trabajo «Derechos indígenas: acceso a la justicia y singularidades procesales» del Consejo Nacional de Justicia y miembro de la Comisión de Promoción de la Participación Indígena en el Proceso Electoral del Tribunal Superior Electoral.
Foto inédita de la casa del «indio del agujero», el último hombre de un pueblo totalmente exterminado. Crédito: archivo personal