— Fátima, ¿adónde van los Yanomami cuando mueren?
— Al hutu mosi.
— ¿Y dónde está el hutu mosi? ¿Ya has ido?
— He ido en sueños. El hutu mosi está en el cielo, parece lejos, pero está cerca. Es precioso, hay mucha abundancia, los Yanomami siempre bailan, cantan, las mujeres y los hombres vuelven a ser jóvenes, siempre están arreglados. Todos viven felices en el hutu mosi.
— ¿Cómo pueden vivir felices si están muertos?
— El cuerpo muere, pero la imagen se transforma en pore. Son pore, pero todavía viven.
La imagen que se convierte en pore cuando la persona muere es la parte que se desprende del cuerpo cuando sueña. En lengua de los Yanomami, se dice pei utupë. Se traduce como la imagen que todos los seres poseen en su interior. Utupë también puede ser un reflejo, una sombra. Así, la imagen que se ve en el espejo es un utupë, del mismo modo que una foto o una imagen que se ve en la televisión.
Para que un Yanomami pueda morir, todas las partes que lo componen deben destruirse.
— ¿Qué hacen ustedes, los blancos, cuando un pariente muere?
— Lo enterramos.
— ¿¿Ponen a sus muertos bajo tierra?? ¿¿Dejan que se pudra solo?? ¿¿Cómo pueden hacer eso??
— Con nuestros muertos lo hacemos así. A veces los incineramos, como hacen ustedes, los Yanomami.
— ¿Y qué hacen con todo lo que era del muerto?
— Se lo dejamos a nuestros hijos.
— ¿Cómo pueden dejar las cosas de los muertos a los que están vivos? De este modo, los vivos contemplarán estas mercaderías y no podrán olvidar a los muertos, y sufrirán. ¡Ustedes, los blancos, son realmente otra gente!
Estas fueron algunas de las conversaciones que mantuve con Fátima, una mujer Yanomami de 40 años, con la que conviví y aprendí mucho sobre el mundo del pueblo que sostiene el cielo. El asombro de Fátima proviene del hecho de que las cosas de los muertos llevan su marca y, por lo tanto, generan tristeza y nostalgia en los que se quedan. En el pensamiento Yanomami, hay que lograr la separación entre muertos y vivos, y borrar todo lo que haga referencia a los muertos, algo que se consigue a lo largo de sucesivos y complejos rituales funerarios que pueden durar años.
La imagen forma parte del muerto, al igual que su nombre. Por eso, cuando alguien muere, no se debe pronunciar su nombre, porque llamarlo es acercarse, y hay que distanciarse de los muertos, hay que olvidarlos, para que ellos puedan ir definitivamente al hutu mosi y los vivos puedan seguir viviendo.
Hay que destruir todo lo que pertenecía al muerto. Por eso, la imagen, que es parte constitutiva y fundamental de la persona Yanomami, es algo tan preciado y debe tratarse con cuidado. Y por este motivo, los Yanomami pidieron hace días que se borrara la foto en la que aparecía una anciana en estado de desnutrición severa. Ella ha fallecido, pero, en el pensamiento Yanomami, no puede morir mientras su imagen permanezca en este plano y reanime en los vivos el dolor de su ausencia.
Davi Kopenawa, chamán y líder político Yanomami, sabe que su imagen permanecerá incluso después de su muerte, e hizo esta concesión consciente de que era necesario dar a conocer al mundo la situación que vivían los Yanomami a finales de los años 80 y principios de los 90, cuando tuvo lugar la primera fiebre del oro. Sí, esta tragedia ha ocurrido antes, pero nunca a la escala que está ocurriendo ahora.
Las imágenes que captó la fotógrafa Claudia Andujar también tuvieron que recorrer el mundo para dar testimonio de la tragedia que supuso la construcción de la carretera Perimetral Norte en los años 70 y, más tarde, el boom de los buscadores de oro de los 80. La foto de Carlo Zacquini, misionero de la Consolata, en la que aparecen mujeres con la cara pintada de negro sosteniendo unos cestos, impresa en la portada de los principales periódicos del mundo en 1993, son mujeres de luto. En los cestos están las cenizas de sus muertos, asesinados en la masacre de Haximú, considerado el primer crimen de genocidio reconocido por la Justicia brasileña: 16 niños, adultos y ancianos Yanomami fueron brutalmente asesinados por un grupo de mineros.
Estas imágenes tuvieron que salir a la luz y dar la vuelta al mundo para que los napë pë (blancos) pudieran tener la dimensión de la tragedia humana que vivían los Yanomami. Este año se cumplen 30 años del genocidio de Haximú y la tragedia vuelve a repetirse, pero esta vez los registros fotográficos dan fe de lo que ocurre en medio de la selva. Nosotros, el pueblo de las mercancías, como señala Davi Kopenawa, somos también el pueblo de la imagen, y a través de la imagen podemos constatar la calamidad que viven los Yanomami.
Si los relatos no tuvieran esas imágenes desgarradoras que publicó SUMAÚMA, que luego proliferaron por todas partes en las redes sociales, sin duda no habrían tenido el impacto necesario que tuvieron. Los napë pë solo creemos en lo que vemos, y por eso las imágenes son tan importantes. Pero como necesitamos la imagen, hoy los Yanomami mueren sin poder morir. Al otro lado de la selva Yanomami, la imagen también tiene su lugar, y los parientes que se quedan no consiguen lidiar con el dolor de la pérdida del muerto sabiendo que, mientras la imagen permanezca, una parte seguirá presente en el mundo de los vivos.
Al principio de la pandemia, unas madres Sanumá perdieron a sus bebés, que fueron enterrados en la ciudad de Boa Vista sin su consentimiento y con un falso diagnóstico de covid-19. Estas madres regresaron a sus comunidades sin sus hijos, no solo porque murieron, sino porque no se pudieron llorar sus cuerpos y no se pudo hacer el duelo. La separación entre vivos y muertos no pudo hacerse.
Ese dolor de no poder dar a sus muertos el tratamiento funerario adecuado porque falta el cuerpo, o una parte —su imagen—, no es específico de los Yanomami. Los napë pë también tenemos nuestros ritos. Para las familias de las tres personas de la tragedia de Brumadinho que aún no han sido encontradas o para las familias cuyos parientes y amigos «desaparecieron» durante la dictadura empresarial y militar (1964-1985), existe un vacío que no puede se puede llenar, un luto que no cesa, porque no se han encontrado los cuerpos y los muertos no se han podido llorar como es debido.
Los Yanomami hacen un esfuerzo permanente por olvidar a sus muertos, sabiendo que, cuando mueran, todos se encontrarán en el hutu mosi, un lugar mucho mejor donde vivirán felices. Como diz Fátima, «son pore, pero todavía viven».
Esta idea de borrar a los muertos de la memoria puede parecernos extraña a los napë pë, que lo registramos todo y nos aseguramos de que no nos olviden, sobre todo después de nuestra muerte. Pero si hay algo que los Yanomami no olvidan es a quienes mataron a sus muertos. Ninguna muerte es natural, siempre la causa otro, que viene de fuera. Los 570 niños Yanomami que han muerto en los últimos 4 años no han muerto por nada, sin motivo. Murieron por culpa de una política deliberada del Gobierno de Bolsonaro. Sí, fue un genocidio, y esta vez no habrá amnistía.
Hanna Limulja es antropóloga e indigenista. Trabaja con los Yanomami desde 2008, ha colaborado con varias ONG de Brasil y del extranjero, como la Comisión Pro-Yanomami (CCPY), el Instituto Socioambiental (ISA), Wataniba y Survival International. Es autora del libro ‘O desejo dos outros — Uma etnografia dos sonhos Yanomami’ (El deseo de los otros: una etnografía de los sueños Yanomami, 2022).
Traducción de Meritxell Almarza
Vista aérea de la aldea Demini, en la Tierra Indígena Yanomami, en el estado de Amazonas. Foto: Pablo Albarenga/SUMAÚMA