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Coluna SementeAr

Arte: Cacao Sousa

Una destacable presencia amazónica bajó lentamente las escaleras del abarrotado auditorio, cantando con tanta vitalidad que era como si la propia selva brotara por los huecos entre las butacas del histórico Teatro Brava, en el barrio latino de San Francisco, en Estados Unidos. El público, repleto de terapeutas, activistas, periodistas e investigadores, se conmovió ante la figura vigorosa pero serena de Adana Omágua-Kambeba, la primera médica cuyo nombre Indígena ha sido reconocido oficialmente por el Consejo Federal de Medicina de Brasil y que actualmente está finalizando su formación como chamana.

Era la clausura de las jornadas sobre cultura psicodélica que el Instituto Chacruna organizó los días 27 y 28 de abril de 2024, un evento internacional centrado en las raíces Indígenas de la psicodelia en un momento en el que el capitalismo coquetea con la apropiación total de estas sustancias. El motivo: los psicodélicos vuelven a estar de moda tras cinco décadas de feroz prohibición.

Los psicodélicos son sustancias capaces de modificar fuertemente la percepción, el humor y la cognición, y pueden producir visiones interiores y la sensación de expansión de la mente. Incluyen la dimetiltriptamina (DMT), presente en plantas como la Jurema y la Chacruna; la psilocibina, presente en ciertos hongos; la mescalina, en los cactus Peyote y San Pedro; y muchas otras moléculas naturales o sintéticas.

Desde que la ciencia académica-universitaria demostró que los psicodélicos pueden aumentar la producción de nuevas células nerviosas y de nuevas conexiones entre ellas, la opinión pública de Estados Unidos y de otros países dominantes está cada vez más fascinada por estas sustancias. No es para menos, ya que los efectos celulares a corto plazo de los psicodélicos van acompañados de una mejora del humor y la cognición a medio plazo.

Estos descubrimientos son bienvenidos, porque el planeta está lleno de personas ansiosas, angustiadas, deprimidas y traumatizadas. El sufrimiento psíquico es un rasgo distintivo de nuestro tiempo, sobre todo en grupos sociales vulnerables, que cada vez corren más riesgo de suicidio. Entre los Indígenas brasileños, en las selvas, aldeas, quebradas y orillas de carreteras, las tasas de suicidio en 2020 alcanzaron casi tres veces las encontradas en la población brasileña en general (17,6 y 6,3 suicidios por cada 100.000 habitantes, respectivamente). La ola de desesperación también golpea con fuerza lejos de allí, en Estados Unidos, donde las tasas de suicidio entre chicas de 14 a 18 años han aumentado en la última década, con resultados especialmente alarmantes entre las personas no blancas y/o LGBTQIAP+. Se calcula que un 30% de las estudiantes de secundaria han considerado seriamente suicidarse, mientras que un 13% lo han intentado. Entre estudiantes LGBTQIAP+, estas cifras ascienden a un 45% y un 22% respectivamente.

En el cataclismo global en curso, no sufren solo los seres humanos supeditados, tratados socialmente como presas: los que están en posición depredadora también pueden pasarlas canutas. En las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, una de las máquinas de guerra más mortíferas que el mundo ha conocido, en las dos últimas décadas el suicidio se ha cobrado cuatro veces más vidas de militares que todas las operaciones de combate.

Con tanto sufrimiento, es fácil comprender por qué la opinión pública está ávida de descubrimientos científicos sobre los efectos terapéuticos de los psicodélicos. Sin embargo, la forma como se utilizarán estos descubrimientos es objeto de una acalorada controversia. La validación científica de estas sustancias ha atraído la atención de la gran industria farmacéutica, que actualmente investiga estas sustancias como posibles sustitutos de los antidepresivos convencionales, de escasa eficacia y asociados a efectos secundarios adversos. Las iniciativas de apropiación son múltiples.

Mientras algunos investigadores corporativos intentan sintetizar moléculas similares a los psicodélicos, capaces de inducir neuroplasticidad sin producir ningún cambio en el estado mental, en un intento de sanear la experiencia psicodélica de cualquier alteridad, de cualquier perspectiva diferente, otros investigadores y empresarios intentan —ojo al parche— patentar su propia ayahuasca.

Un día antes de cantar, Adana había pronunciado un discurso sobre esta medicina sagrada, que utiliza su pueblo y docenas de otros pueblos originarios de Brasil, Perú, Ecuador, Bolivia, Colombia, Venezuela y Panamá. Al igual que otros psicodélicos, este preparado de dos plantas cocinadas juntas durante varias horas tiene poderosos efectos antidepresivos, que la ciencia académica-universitaria ya ha caracterizado bien. Sin embargo, entre los inventores originales de la ayahuasca, pueblos que van de los Ye’pâ-masa-Tukano a los Shipibo-Konibo, de los Huni Kuin a los Kichwa de Sarayaku, de los Ashaninka a los Puyanawa, de los Nukini a los Kuntanawa, de los Yawanawá a los Apolima-Arara y tantos otros, no es una simple medicina, sino una entidad espiritual de inmenso poder y/o un portal para contactar con una miríada de entidades.

Es una bebida sagrada que a menudo ni siquiera beben los enfermos, sino los chamanes que intentan curarlos. La ayahuasca se bebe en la selva para curar fiebres y dolores, en la oscuridad de la noche, teniendo cuidado de no hacer temblar la tierra. La ayahuasca se bebe alrededor de la hoguera bajo la Vía Láctea para cantar la noche entera y hacer que las estrellas bajen del cielo hasta el suelo. Para los descubridores y guardianes de sus secretos, tomar ayahuasca no es ingerir una mera dosis farmacológica, sino recorrer un trayecto espiritual. La ayahuasca se bebe para viajar, conocer y aprender.

El momento es, a la vez, precioso y peligroso. Por un lado, se trata de un gran movimiento cultural en el que la perspectiva Indígena asciende y enciende conciencias y hogueras en las grandes capitales del planeta. Un acontecimiento divino y maravilloso, en el que jóvenes Indígenas, casi todos ellos excelentes músicos, así como chamanes y sabios de todas las edades, mujeres y hombres de muchos pueblos originarios diferentes, salen cada vez más de sus aldeas para llevar al mundo la ayahuasca y otras medicinas sagradas como el rapé, la sananga y el kambó.

En estas idas y venidas también llevan sus lenguas, sus cantos y sus sistemas de creencias, que penetran en los sistemas de creencias dominantes con increíble agilidad, como la danza de la Madre Boa, que actualmente se ensalza en muchos países en rituales con diversos grados de sincretismo. Este creciente tráfico Indígena se produce en paralelo a la fértil trayectoria de las grandes iglesias creadas en torno a la ayahuasca, como Santo Daime, Unión del Vegetal y Barquinha, muy sincretizadas con el cristianismo y/o las religiones de matriz africana.

Por otro lado, el peligro es evidente. El discurso que reduce los psicodélicos a la plasticidad celular es la puerta de entrada a su apropiación mercantil, que los presenta como «drogas de nueva generación», cuando en realidad son «drogas de primera generación», de origen ancestral y uso tradicional. El aparato ideológico que prohibió los psicodélicos como un gran mal quiere venderlos ahora como un inmenso bien, siempre que sea a través de las manos del capital y expurgados de todos los aspectos culturales en nombre de una actitud supuestamente racional… En beneficio de las grandes corporaciones farmacéuticas. El lema de los vaqueros parece que sigue siendo el mismo: «aprenderlo todo de los indios y luego deshacerse de ellos».

En su conferencia, el primer día de las jornadas, Adana advirtió que el cuento se repetía, señalando un paralelismo con la historia del caucho. Durante la segunda mitad del siglo XIX, se extraían cada año miles de toneladas de látex de las Caucheras amazónicas para satisfacer el apetito de caucho del planeta. La selva ha alimentado el inmenso hambre del mundo sangrando árboles y personas, esclavizando a nordestinos pobres en las plantaciones de caucho y exterminando a los Indígenas.

En 1876, el botánico inglés Henry Wickham se llevó de contrabando 70.000 semillas de Cauchera a Inglaterra, donde se seleccionaron para plantarlas cuidadosamente en las colonias inglesas del Sudeste Asiático y África. A medida que los árboles crecían y maduraban, la producción sudamericana de látex tuvo que hacer frente a la dura competencia inglesa. Además, entre 1909 y 1940, unos químicos alemanes y luego soviéticos sintetizaron diversos tipos de caucho sintético polimerizando derivados del petróleo. En la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la demanda de neumáticos para vehículos de motor dio una sobrevida al látex brasileño y peruano, pero el final de la guerra y la reducción de la demanda acabaron por implosionar esa industria.

Durante el colapso económico que siguió, y muchas décadas después, no se hizo ninguna reparación efectiva por los abusos cometidos contra seres de tantas especies diferentes. Decadentes patriarcas locales, sádicos encastillados en sus micropoderosos privilegios, mantuvieron y perpetuaron las relaciones abusivas de trabajo y fe.

Solo a partir de la década de 1970, gracias a la valiente acción de chamanes, caciques, sertanistas (especialistas en la selva) y antropólogos, muchas personas que casi habían perdido su cultura, su lengua e incluso sus nombres originarios empezaron a reconocerse de nuevo como Indígenas, en un proceso de desevangelización en el que la ayahuasca tuvo —y sigue teniendo— un papel central.

En pleno 2024, ante una gigantesca crisis socioambiental, el fortalecimiento de las voces Indígenas es una señal positiva para la salud de Gaia. Hay que escucharlas para construir salidas al tremendo lío en el que estamos metidos. Los psicodélicos en sus formas tradicionales de uso son, sí, medicinas sagradas de inmenso valor para la curación planetaria, para nuestra construcción colectiva del futuro.

Dicho esto, no nos dejemos engañar por la idea de que estas «nuevas drogas» eliminarán por sí solas nuestro terrible sufrimiento, porque este está determinado, sobre todo, por nuestra forma de vivir tan mal. Dietas basadas en ultraprocesados y alimentos contaminados con pesticidas. Noches maldormidas por culpa de un salario indigno, un transporte público igual de infame o por huir pantalla adentro cada madrugada hipnótica. Falta de espacio y tiempo para estirar los músculos y mover el esqueleto. Falta de círculos de sueños, cantos, bailes e intercambios vivos.

Los trastornos mentales, en gran medida, se construyen socialmente. No perdamos de vista lo que es evidente: pobreza afectiva, soledad creciente, comunidad desfavorecida, enferma o ausente. Escuchen la voz de la selva: sin los nuestros, no somos nadie.

Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O Oráculo da Noite y Sonho Manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe la columna Sembrar.


Ilustración: Cacao Souza
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes e Douglas Maia
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Maria Jacqueline Evans
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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