Periodismo desde el centro del mundo

En 2023, pueblos-selva y movimientos sociales marcaron presencia en la Cumbre de la Amazonia, en Belém, con la expectativa de llegar más fuertes a la COP-30. Foto: Carlos Borges/SUMAÚMA

Dos mil veinticuatro fue el año en que los científicos del clima y del sistema terrestre se desesperaron. Los efectos del cambio climático provocado por los humanos llegaron más rápido de lo que esperaban. El brasileño Carlos Nobre se declaró “aterrorizado” y el sueco Johan Rockström, director del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam, Alemania, afirmó que los estudiosos del planeta estaban “muy nerviosos”. La expresión “emergencia climática” adquirió mucha más materialidad con la confirmación de que el año pasado fue el más caluroso desde que empezaron las mediciones a mediados del siglo XIX. El aumento de la temperatura de la Tierra sobrepasa el límite de 1,5 grados Celsius considerado seguro para la vida y, si se mantiene la trayectoria actual de emisiones de gases de efecto invernadero, en los próximos años se va a consolidar esta tendencia.

El aumento en Brasil fue superior, estimado en 1,8 grados Celsius por Berkeley Earth, un centro de estudios de California. El climatólogo José Marengo, del Centro Nacional de Monitoreo y Alertas de Desastres Naturales, Cemaden, dijo al periódico O Globo que el centro de Sudamérica y México “habían hervido como nunca”. Las inundaciones devastaron Rio Grande do Sul y la extrema sequía en la Amazonia facilitó la propagación de incendios, que afectaron de forma anómala extensas zonas de la selva en pie, ya debilitadas por la deforestación y la falta de lluvias que también hubo en 2023.

Pese a este escenario, una gran parte de las autoridades del gobierno de Lula, la clase política en general y los dueños del dinero, en el país que acogerá en noviembre la 30ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, COP-30, no demuestran haberse dado cuenta de que la emergencia climática es real. Es más, hablar de “colapso climático” expresa mejor el riesgo actual de extinción de la vida. Y la Amazonia, donde se realizará el encuentro, posee una de las llaves maestras para determinar si habrá un futuro, lo que tampoco es una exageración retórica, porque si la selva muere, va a morir el planeta. Por lo tanto, qué hacer para cortar radicalmente la inundación de la atmósfera con gases contaminantes, en Brasil y en el mundo, e impedir que esta sea otra reunión internacional fracasada debería ser la máxima preocupación de todas las personas con poder.

Desafortunadamente, no parece serlo.

La mayor sequía de la historia, en 2024, produjo escenas apocalípticas como la de Ribereños transportando agua sobre el lecho seco del Río Madera. Foto: Edmar Barros/Amazônia Latitude

En teoría, combatir el cambio climático es un tema “transversal” para el gobierno. Existe un comité interministerial dedicado al tema, que incluso aprobó la nueva meta de reducción de emisiones que Brasil presentó en la COP-29, en Bakú, Azerbaiyán. En la práctica, solo la ministra Marina Silva, del ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático, y los jefes de los negociadores climáticos brasileños —el embajador André Corrêa do Lago, del Ministerio de Relaciones Exteriores, y Ana Toni, secretaria de Cambio Climático— insisten en la urgencia de actuar. Los apoyan, con menos frecuencia, el equipo del ministro de Hacienda, Fernando Haddad, responsable de elaborar un Plan de Transformación Ecológica que, en un ministerio balcanizado, carece de coherencia.

Marina Silva y la ministra Sonia Guajajara, del Ministerio de los Pueblos Indígenas, por ejemplo, hicieron publicaciones en Instagram sobre la temperatura récord en 2024. Sin embargo, en esa red social no hubo comentarios del jefe de Gabinete de la Presidencia, Rui Costa, cuyo ministerio alberga la secretaría extraordinaria encargada de la infraestructura y la logística de la COP-30. Ni del ministro de Agricultura y Pecuaria, Carlos Fávaro, responsable del sector económico que es, a la vez, el principal causante de la deforestación y uno de los más afectados por los eventos extremos. Tampoco de Alexandre Silveira, ministro de Minas y Energía, un entusiasta del petróleo y el gas que todavía tiene pendiente presentar un plan de transición energética.

Además de las autoridades federales, el debate no puede quedar confinado al periodismo especializado, a los ambientalistas y a las comunidades más frágiles que se encuentran en la primera línea de la devastación. La agroindustria que quiere lucirse como respetable debería repeler públicamente a quienes patrocinan leyes como la recientemente aprobada por la Asamblea Legislativa del estado de Mato Grosso, que clasificó partes de la Selva Amazónica como Cerrado [un bioma de Brasil que es una sabana tropical] para que se puedan talar más árboles. Las personas del sur del país que buscan tierras en la Amazonia, todavía imbuidos de la orden de la dictadura empresarial-militar (1964-1985) de devastar para ocupar, tienen que escuchar de sus propios pares que sus nietos corren el riesgo de morir de hambre en una tierra calcinada.

Quizás sea inútil querer que los portavoces del mercado financiero, que no piensan más allá del día siguiente y buscan clones de Javier Milei y Donald Trump para asumir el gobierno en Brasilia, se den cuenta de que puede no haber un mañana. Pero de nada sirve alardear del hecho de que la inflación ha aumentado y presionar al gobierno para que recorte el gasto a costa de los más pobres porque el precio de los alimentos seguirá aumentando, aquí y en el extranjero. El clima arruinará más cosechas y hará que sea más difícil producir alimentos, especialmente en un sistema mundial antiecológico, dependiente de unas pocas mercaderías que tienen que recorrer enormes distancias para cumplir su función de alimentar a Bueyes o Cerdos.

Las autoridades, los políticos y las grandes empresas deben entender que la COP no es un evento para vender la Amazonia como destino turístico. No es una conferencia para impulsar el poder político de nadie en función de su éxito o fracaso, ya sean Lula (Partido de los Trabajadores), el gobernador de Pará, Helder Barbalho (Movimiento Democrático Brasileño), o los enemigos declarados de la Naturaleza. No es una oportunidad para que empresas con pasivos ambientales, como la compañía Vale, JBS o Itaipú, hagan greenwashing. No es una feria de negocios. No es un festival de comida, artesanía y música de la Amazonia.

La COP-30 es la última oportunidad para sacar al planeta del camino a la catástrofe. Es también la última oportunidad para restaurar la credibilidad de las negociaciones climáticas, desmoralizadas por la lenta o inexistente implementación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que este año cumple 33 años, y, sobre todo, del Acuerdo de París, que cumple diez.

Ambigüedad es el nombre de los acuerdos

Los tratados internacionales sobre el clima y sobre la Naturaleza y todas las decisiones tomadas en su ámbito son leyes internacionales y, por ende, también tienen fuerza de ley para todos los casi 200 países que los firmaron. El problema es que, para lograr todas estas adhesiones, estos acuerdos usan lenguajes ambiguos y no prevén puniciones para los gobiernos que no los cumplan.

Para contrarrestar esto, organizaciones y países están recurriendo a tribunales nacionales e internacionales, como fue el caso del proceso interpuesto ante la Corte Suprema contra el desmantelamiento ambiental promovido por el extremista de derecha Jair Bolsonaro (Partido Liberal). Actualmente, Vanuatu, país insular de Oceanía, lidera un proceso que solicita a la Corte Internacional de Justicia, organismo de la ONU, que emita un dictamen sobre las obligaciones legales de los Estados para proteger el sistema climático y el medio ambiente.

La ambigüedad es una característica de los documentos medioambientales desde la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, Eco-92, en Río de Janeiro, que está en el origen de las convenciones sobre el clima, la biodiversidad y la lucha contra la desertificación. George H. W. Bush, Bush padre, en ese entonces presidente de Estados Unidos, país que es el principal contaminador histórico, solo decidió venir a Río cuando estuvo seguro de que el lenguaje que se estaba usando para negociar “era lo suficientemente vago” como para no comprometer a su país, como relata el físico José Goldemberg, que en ese momento era secretario de Medio Ambiente del gobierno de Fernando Collor, en el libro O Silêncio da Motosserra: Quando o Brasil Decidiu Salvar a Amazônia, del periodista Claudio Angelo.

Esta ambigüedad permite, por ejemplo, que no haya consenso sobre lo que significa financiamiento climático. La Convención sobre el Clima y el Acuerdo de París dejan claro que se lo tienen que proveer los contaminadores históricos a los demás, con la colaboración de otros países a los que se alienta a adherir voluntariamente. Pero, mientras las naciones con menos recursos monetarios insisten en que el dinero debe ser público, en forma de donaciones, las que detienen las mayores deudas con el planeta buscan trasladar su obligación a empresas privadas y bancos multilaterales, que imponen condiciones y cobran intereses inviables a muchos de los países que no tienen su propio dinero y que, en general, son los que menos han contribuido al colapso climático. 

La conferencia del clima en Bakú no avanzó contra los combustibles fósiles y dejó para Belém la difícil tarea de hacer que paguen los contaminadores. Foto: Laurent Thomet/AFP

Fue este impasse el que hizo que la COP de Bakú terminara de forma amarga, con una mayoría de países indignados por el nuevo objetivo de financiamiento climático acordado. Además, la conferencia del año pasado no dio continuidad a la decisión adoptada en 2023 en Dubái de eliminar gradualmente los combustibles fósiles, principales responsables de saturar la atmósfera con gases tóxicos. Tampoco aprobó ningún documento del grupo de trabajo sobre “transición justa”, que busca equilibrar mundialmente la provisión de recursos tecnológicos y financieros para garantizar la implementación del Acuerdo de París de manera compatible con la erradicación de la pobreza.

Como anfitrión de la COP-30, Brasil heredó una pila de tareas incompletas, muchas de las cuales forman parte de una agenda obligatoria de la conferencia de Belém. Estas incluyen mejorar el Nuevo Objetivo Cualitativo Colectivo, o NCQG, en su sigla en inglés, como se denomina ahora el mecanismo de financiamiento. Será necesario revisar el documento sobre transición justa y terminar los indicadores que guiarán los planes nacionales de adaptación al cambio climático. Además, este año todos los países tendrán que presentar nuevos objetivos de corte de emisiones hasta 2035. Asimismo, será importante discutir si el conjunto de Contribuciones Nacionalmente Determinadas —nombre oficial de las metas— es compatible con el objetivo de contener el calentamiento global establecido en el Acuerdo de París. Idealmente, Brasil tiene que reintroducir en la agenda de la COP la propuesta de un cronograma para la salida de los combustibles fósiles. La conferencia tendrá que ser, como lo reiteran autoridades del Ministerio de Medio Ambiente y diplomáticos, la “COP de la implementación”.

Es una agenda exhaustiva y pesada, más aún en el actual ambiente internacional, que algunos diplomáticos y analistas lo consideran tan inestable como el período anterior a la Segunda Guerra Mundial y el menos favorable para las negociaciones climáticas desde la Eco-92. Trump, que vuelve al poder de la mano de las grandes corporaciones de la alta tecnología, del petróleo y de las finanzas, va a sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París y fortalecer a la extrema derecha negacionista en el mundo, con la ayuda de las redes sociales desreguladas.

El día de la investidura de su segundo mandato, Donald Trump confirmó que Estados Unidos saldrá del Acuerdo de París, agravando un escenario de extrema dificultad. Foto: Nicolas Guyonnet/Hans Lucas vía AFP

Además de Estados Unidos, otros grandes productores de fósiles y productos petroquímicos, como Arabia Saudita y Rusia, se movieron para salir incólumes de Bakú y torpedearon un acuerdo internacional contra la contaminación provocada por los plásticos. Francia y Alemania, que suelen liderar las decisiones en la Unión Europea, están atravesando un período de inestabilidad política, con electorados divididos y gobiernos débiles. Las guerras de Rusia en Ucrania y de Israel en Gaza han alimentado las ganancias de las industrias petrolera y armamentista. Contener a China, el país que es hoy el mayor contaminador en términos absolutos y también el que produce más equipos para la transición energética, es el principal objetivo de Estados Unidos, compartido en parte por los tradicionales aliados de Washington.

El economista serbio-estadounidense Branko Milanovic, que fue jefe del departamento de investigaciones del Banco Mundial, relacionó la nueva elección de Trump con la etapa actual del capitalismo global. Para él, el republicano personifica el momento en el que, del neoliberalismo globalizador proclamado por las potencias occidentales entre los años 1990 y la primera década de este siglo, solo “quedaron los impuestos bajos, la desregulación y el culto al lucro”. El sistema ahora prescinde de cualquier barniz social, como la igualdad de géneros y etnias. Los bancos y administradores de dinero estadounidenses han abandonado las iniciativas que promueven inversiones en actividades no contaminantes.

Aun así, lo que está en juego para todas las personas humanas y no humanas es la supervivencia, y esto es más importante que esas circunstancias tan difíciles. Como país que será anfitrión de la COP-30 y que se ve arrasado por los efectos del colapso climático, Brasil tiene que construir alianzas en las negociaciones y avanzar con propuestas que tengan el potencial de cambiar el juego, lo que también implica tomar decisiones internamente.

En 2024, Lula propuso crear un Consejo de Cambio Climático en la ONU para acelerar la implementación del Acuerdo de París, pero todavía no se sabe hasta qué punto el presidente de Brasil se comprometerá personalmente para destrabar las negociaciones. Por otro lado, los movimientos para socavar la COP y la reputación ambiental y climática de Brasil y su gobierno son muy claros. Tras la gran caída de 2023, la deforestación del bioma amazónico volvió a aumentar entre julio y noviembre de 2024, según el sistema de alerta del Instituto del Hombre y del Medio Ambiente de la Amazonia, Imazon. Al mismo tiempo, Petrobras, las demás petroleras y ministros como Alexandre Silveira, de Minas y Energía, están redoblando la ofensiva para que el Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama) apruebe la licencia para la apertura de una nueva frontera de explotación petrolera en la costa amazónica.

La urgencia de las ‘tasas globales de solidaridad’

Hay propuestas sobre la mesa capaces de combinar el aumento del financiamiento climático con la presión en el único lenguaje que los grandes contaminadores entienden, que es el del dinero. Se trata de establecer impuestos especiales para los súper ricos, el comercio de combustibles fósiles, la aviación y la navegación. Esto es lo que los ambientalistas llaman “tasas globales de solidaridad”, que ayudarían a financiar la transición energética y ecológica. Además, Ana Toni, secretaria de Cambio Climático del gobierno Lula, ha mencionado medidas como el perdón de deudas externas a cambio de acciones climáticas y la reforma de los bancos multilaterales, un tema que el gobierno brasileño puso en la agenda durante su presidencia del G-20, el grupo de las mayores economías. El problema de la deuda también es una prioridad para Sudáfrica, que preside el G-20 este año. El tema es: ¿Lula y su gobierno harán esfuerzos para sacar adelante estas propuestas? ¿Tendrá el presidente o la presidenta de la COP, cuya función es liderar las negociaciones hacia el mejor resultado posible, respaldo del presidente para aspirar a la ambición máxima?

Poco después de la COP de Bakú, el sueco Johan Rockström y otros 20 científicos y economistas enviaron una carta abierta a todos los países signatarios de la Convención sobre el Clima, a la secretaría de la convención y al secretario general de la ONU, António Guterres. La carta, de una contundencia impresionante, tenía como objetivo mostrar por qué a los países materialmente ricos les conviene aumentar el financiamiento climático de inmediato. La realidad, afirman sus autores, está demostrando que el techo de aumento de la temperatura establecido en el Acuerdo de París, de 2 grados Celsius, no es compatible con el mantenimiento del equilibrio de la Tierra.

Si se consolida la superación del límite de 1,5 grados en los próximos años, explica el texto, esto probablemente conducirá al colapso de cinco de los 16 sistemas que regulan el clima del planeta, incluidas las capas de hielo de Groenlandia y del oeste de la Antártida y la corriente del Labrador, que enfría el Atlántico Norte. La carta recuerda que el “presupuesto” de contaminación del que dispone el mundo antes de que la temperatura siga aumentando más allá de 1,5 grados es de 200.000 millones de toneladas de dióxido de carbono, lo que equivale a solo cinco años de emisiones al ritmo actual.

Para que la Tierra llegue a finales de este siglo con un aumento controlado de 1,5 grados, los países tienen que cortar las emisiones entre un 40% y un 50% hasta 2030, advierten científicos y economistas. Por más que esto suceda, el “mejor escenario” posible ahora entre los previstos por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU es que la temperatura de la Tierra alcance un pico de aumento de 1,7 a 1,8 grados en 30 a 40 años, y que después vuelva a caer. En este escenario, hay que hacer todo lo posible para asegurar que los océanos y los bosques —y, en este caso, especialmente la Amazonia, la selva tropical más grande del mundo— mantengan su capacidad de absorber cerca del 50% del carbono que los humanos liberamos a la atmósfera. Son las maltratadas aguas y árboles del planeta los que han impedido hasta ahora el fin de la vida. “Estamos ante riesgos potencialmente inmanejables ya en las próximas décadas”, concluyen los autores.

Aunque no sea un contaminador histórico, Brasil es hoy uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero, debido, principalmente, a los depredadores de sus biomas. Los brasileños son y serán especialmente afectados por los efectos de la destrucción de la Naturaleza. La responsabilidad es enorme y es el momento de ejercerla.

Mercado Ver-o-Peso, uno de los símbolos de Belém, ciudad que albergará la primera COP en la Amazonia. Foto: Pablo Porciuncula/AFP

 

Reportaje y texto: Claudia Antunes
Edición: Eliane Brum
Edición de fotografía: Soll
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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