¿Puede una huerta curar las heridas de la soledad?
Por Malu Delgado*
Hay un ritual que precede al discurso. Elizângela Baré saca de su mochila la pintura roja hecha con hojas de carayurú, pide permiso y se dirige al baño del segundo piso de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo (USP) para prepararse. Sale minutos después con tres pinturas en la cara: en la barbilla, el aparo, el sapo que creó el mundo y es dueño del frío —es «la pintura de los Baré»—; en ambas mejillas, flores, el símbolo de las mujeres del Río Negro y que «atraen la belleza»; en la frente, la marca de la tradición, la resistencia, la fuerza y la guerra del pueblo Baré. «Los pueblos del Río Negro somos guerreros. Esta es la pintura del tamiz que usamos para hacer tortas de harina de mandioca; es la pintura del cumatí, que donde sacamos la goma [de la yuca]», explica Elizângela.
Primera mujer indígena becada por la Fundación de Apoyo a la Investigación del Estado de São Paulo (Fapesp) para cursar una maestría, ha sido nominada al premio Mulher Imprensa en la categoría de podcast de periodismo, como presentadora de la primera temporada de Radio SUMAÚMA. Elizângela es una líder de la Tierra Indígena Cué-Cué/Marabitanas, en el Alto Río Negro, en el estado de Amazonas. Para ella, pintarse es «demarcar el territorio, es tener con ella a su familia», aunque vivan a 4.000 kilómetros. «Aquí estoy reforestando mentes. La universidad debe conocer nuestra historia», afirma. A pedido de SUMAÚMA, Elizângela registró en un diario sus primeras impresiones de lo que es vivir en São Paulo, la ciudad más poblada de Brasil y la quinta del mundo (por detrás de Tokio, Delhi, Shanghái y Daca, si se considera el área metropolitana), con 11,4 millones de habitantes, construida sobre ríos hoy enterrados.
«La gente no dice buenos días o buenas tardes. Parece que su tiempo es siempre ir hacia adelante. No ven los lados, solo van hacia delante todo el tiempo, como si alguien les persiguiera. Así que, aunque hay mucha gente, me siento muy sola», cuenta.
Para ocupar el espacio de la universidad y curar las heridas de la soledad, la indígena del pueblo Baré plantó en la huerta de la USP unas semillas de urucú que trajo de São Gabriel da Cachoeira, en el estado de Amazonas: «Las planté hace un mes y ya están saliendo las primeras hojas». Para reforestar almas y mentes, también trajo ajíes (para proteger a las mujeres), semillas rojas de Dioclea violacea (para la artesanía), semillas de Marcgravia coriacea (para proteger a las mujeres, como madre de la selva) y Cyperus lucidus (para el dolor de estómago y menstrual). La gente de la ciudad necesita un psicólogo porque no consigue equilibrar su cuerpo y su mente, dice Elizângela.
Elizângela Baré se presenta como científica social, artesana, agricultora, mujer indígena y, «por último, investigadora indígena». De 2011 a 2015, estudió Sociología en la Universidad Federal de Amazonas. Cuando terminó la carrera, se graduó en Educación escolar indígena. En 2017, fue elegida coordinadora del Departamento de la Mujer de la Federación de Organizaciones Indígenas de Río Negro (FOIRN). Durante la pandemia de covid-19, Elizângela asumió un papel central para guiar a su pueblo, y especialmente a las mujeres, en la lucha contra el virus desconocido y mortal.
Cuando la enfermedad estalló, nadie pensaba en los indígenas, y mucho menos en las mujeres, recuerda Elizângela. ¿Cómo explicarles qué era la coriza? ¿Cómo hacer que llevaran mascarillas sin preocuparse de dónde las iban a desechar y del riesgo de contaminar los ríos? ¿Y qué diablos era el oxímetro? ¿Por qué tenían que hacerse el test? ¿Cómo protegerse? Cuando llegó el primer cuerpo de un indígena muerto por la covid-19 «en una cajita, incinerado», su comunidad se quedó muy impresionada. «Esto no está en nuestra tradición. Nosotros enterramos a nuestros muertos».
Encargada de preparar un folleto sanitario en lenguas indígenas durante la pandemia —experiencia que ahora compartirá con otros investigadores de la USP—, se dio cuenta de que las mujeres morían menos que los hombres. «Los hombres eran más resistentes, no usaban plantas medicinales ni se hacían baños, y las mujeres todo lo contrario: hacían baños, sahumerios, tomaban infusiones, cuidaban a los niños, se cuidaban con hierbas medicinales, todo lo sacaban de la selva, raíces, hojas», cuenta. A partir de lo que vio, empezó a registrar las «cestas de conocimiento de las mujeres del río Negro», los estudios que las mujeres hicieron en medio de la selva, durante la pandemia.
Para Elizângela, la medicina tradicional y la ciencia milenaria indígena son dos mundos que pueden —y deben— ir de la mano. Médicos, enfermeras y nutricionistas no deben hostigar ni ignorar a los bendiceros, a los expertos en plantas medicinales y a las comadronas, argumenta. «Sabemos cómo utilizar las hojas para hacer curas, sabemos cómo preparar una raíz para tomarla. Cuando nos duele la barriga, vomitamos o tenemos diarrea, no podemos ir a la farmacia a buscar medicamentos. Sacamos los remedios de las hojas. Eso es lo que deberían entender. Pero no quieren». Con su investigación en la USP, pretende «escribir y decir que el conocimiento indígena es también una ciencia milenaria». Esa es la única razón por la que Elizângela —o, mejor dicho, Kuyã Baré— soporta São Paulo.
*Malu Delgado es editora de contenidos y jefa de reportaje de SUMAÚMA.
‘Interculturalidad bulliciosa’: São Paulo a través de la mirada de Kuyã Baré
Empiezo con estas preguntas: ¿has viajado alguna vez en avión? ¿Te has ido de viaje alguna vez? ¿Vives en la ciudad? ¿Qué comes? ¿Tienes estudios universitarios? ¿Has viajado en autobús? Varias preguntas, a menudo sin respuesta, porque mi vivencia no se resume a mi existencia, sino que también es la superación que he ido trazando.
Soy una mujer indígena Baré. Ocupar el espacio es confrontar diariamente la cultura. Poco a poco vamos haciendo incidencias para ocupar los espacios públicos. Esto requiere mucho valor y coraje para vencer. Somos líderes, profesoras indígenas, sabemos hablar y escribir en portugués. Las mujeres indígenas llevamos en nuestros discursos, guerreras, la búsqueda de autonomía e igualdad. Soy otra guerrera aventurándome en «el mundo académico». Eso requiere un aprendizaje que nunca había vivenciado. En mi vida académica he recorrido varios caminos. A los 39 años, miro de dónde vengo.
¿Podré arreglármelas sola, sin nadie de la familia? Hoy podemos comunicarnos a través de los celulares, pero eso no me basta, no forma parte de mi vivencia cultural. El ambiente aquí me daba miedo y angustia. Al amanecer me pregunté si, lejos de mi hogar, soportaría todo esto para formar parte de este espacio que llamamos universidad.
Fui muy bien recibida por los colegas de la maestría y del doctorado, agradezco las palabras y los momentos que he vivido como mujer indígena Baré. Es un proceso constante de adaptación y supervivencia: comportamientos, hábitos alimentarios, ropa e incluso la casa donde viviría, una habitación diminuta. Nunca imaginé que pasaría por este proceso. Cuando me di cuenta, me faltó el aire, quise llorar, pero me conformé. Lo conseguiré.
Sé que puedo superar la vivencia universitaria, en la que los baños son compartidos y en la cocina hay aparatos eléctricos que ni yo ni mi familia hemos visto nunca (como la placa de inducción). La casa en la que estoy no tiene lavadero, pero un día encontré un arroyo en el barrio Liberdade [se refiere a una lavandería de autoservicio]. Con cada obstáculo que se cruza en mi camino, aprendo lo esencial para seguir viva y ocupar el espacio. Les estoy muy agradecida al profesor José Miguel, a las profesoras Bárbara Lourenço y Juliana Sangion, del Colectivo de Antropología y Salud de la Facultad de Salud Pública de la USP, a Verónica Goyzueta [cofundadora de SUMAÚMA] y a otras personas que contribuyeron a mi llegada a esta ciudad tan diferente.
30 de mayo de 2023: Angustia en el pecho
Ese día comenzó un nuevo viaje de mi vida, en el que solo seré la autora de la historia adentrándome en un territorio que no me pertenece, lo que me parte el corazón. Mi familia no me acompañará en esta jornada académica. Siempre he contado con el apoyo de mi familia. Me casé muy joven, a los 18, a los 19 ya era mamá. Tengo tres hijos: para una mujer indígena eso no es fácil, es muy doloroso. Distanciarme de mis hijos mancilla profundamente mi alma de madre. Sé que voy a un espacio de nuevos comienzos y de superación. Y así ha sido. Hice el viaje de Manaos a São Paulo con angustia en el pecho. En mi interior, pensaba: ¿qué será de mí? ¿Qué voy a comer? ¿Cómo lo voy a hacer? Millones de preguntas.
Cuando llegué al territorio llamado São Paulo, el profesor José Miguel y su familia me esperaban en el aeropuerto. En ese primer momento, me alojé con su familia en su residencia y me recibieron muy bien.
Al llegar a São Paulo, mucha lluvia y frío. Recibía mensajes de mi familia, mis hermanas, mi marido y otros colegas preguntándome cómo estaba. La palabra que más respondía era «frío». Pero también respondía «Estoy bien, gracias a Dios». Tuve que encontrar la manera de protegerme de un fenómeno de la naturaleza que tenía pocas razones para cuestionar. La primera noche lo pasé muy mal. Los calambres constantes en los dedos se reflejaban en los pies, lo que me causaba un dolor insoportable en la columna, en los oídos, en todo el cuerpo. Tenía ropa de invierno que me había dado la profesora Flavia Melo. Compré más en la tienda de segunda mano de mi vecina: las prendas fueron las protectoras que tuve a mi llegada al territorio llamado São Paulo.
31 de mayo: Una nueva huerta que cuidar
Seguía en casa del profesor y su familia. Ese día tuve la oportunidad de ir a la universidad en metro por primera vez, acompañada por la profesora Bárbara. Hacía mucho frío y llovía, y pensé: «¿Qué hago aquí? ¿Es necesario? ¿Servirá para algo?».
En mis primeros días en São Paulo fue muy duro ver cosas que nunca había imaginado. Siempre he participado en actividades del movimiento indígena, donde todo está ya organizado y programado. En este viaje, yo misma tuve que planearlo todo.
Mi primer día en el metro fue otra superación. Entrábamos en las profundidades de la tierra, donde la vida reina como millones de hormigas, corriendo de aquí para allá. Pensé: «Dios mío, ¡otra prueba que paso y otra historia que contar!». Me imaginaba cómo se habían perforado esos agujeros bajo tierra… Y, por encima, los autos, los autobuses, la gente y los edificios y comercios funcionando como si nada pasara en sus profundidades. Hay millones de cosas escritas y diferentes formas de entender el destino de las líneas de metro, me asustaba solo de pensarlo.
En São Paulo se viven dos mundos distintos: las profundidades de la tierra y la luz del día en la ciudad construida en dos espacios geográficos, donde el autor de todo esto es el hombre.
Cuando llegué a la Facultad de Salud Pública, aquel edificio me dio escalofríos. Me preguntaba qué me esperaría en aquel lugar. Tuve miedo. ¿Podré aprender todo lo que hay en este enorme edificio, lo dominaré? Eso me puso nerviosa, esa urgencia por averiguar qué había realmente ahí dentro. Era una extrañeza y una necesidad de dominar el territorio, como si se tratara de una huerta nueva que tenía que saber cuidar. Y es lo que está ocurriendo: en este momento estoy cursando la asignatura de Salud Colectiva con gente de derecho, economistas, fisioterapeutas, médicos… Nunca me había imaginado estar entre esta gente, con estos estudios. ¿Voy a aprender de verdad? ¿Vale la pena estar aquí? No dejo de preguntármelo…
Para mí fue un día histórico. Ser la primera mujer indígena del pueblo Baré, hija de campesinos, sin ninguna formación académica, en este espacio donde muchas personas proceden de familias nobles, con buenas condiciones económicas para mantenerse. Yo ni siquiera tenía 100 reales [20 dólares] en mi cuenta, comía lo que me ofrecían.
Cuando llegué al departamento me presentaron a algunos de los profesores y a los alumnos del profesor José Miguel. Me recibieron muy bien. Me dieron regalos para mis cuidados, como una toalla de baño, una taza, jabón, sábanas y mantas. Poco a poco me fui organizando. Aun así, la preocupación reinaba en mi cabeza porque sabía que los compañeros que me habían presentado no siempre estarían a mi lado para ayudarme.
En la universidad tienes que poner contraseñas para acceder y ocupar el espacio, estamos compuestos de números infinitos. Todo funciona con electricidad, sin ella parece que la vida no tiene sentido para la gente de aquí.
Por la tarde fuimos a buscar la llave de mi habitación. Cuando llegamos, fue un shock, porque nunca había vivido en una habitación diminuta. Pero ¿qué podía hacer? Tenía que afrontar la realidad. Me quedé la llave y fuimos de nuevo a casa del profesor Miguel. Fuimos a pie desde la universidad. Esto me ayudó mucho, necesito saber moverme por la ciudad y conocer algunos lugares. No conozco nada. Solo sé lo que necesito para sobrevivir mientras enfrento la jornada académica.
1 de junio: Escudo de protección
Ese día fui a sacarme el pasaporte. Aunque esté en la universidad, mi faceta de líder no desaparece, porque creo que también es una de las herramientas que me mueven a seguir soñando más allá de las dificultades que afrontamos en nuestros territorios. Son nuestro escudo de protección. Por eso acepté hacer mi primer viaje internacional para hablar en nombre de los pueblos originarios de Brasil, en nombre de la colectividad y de la resistencia. Agradezco las oportunidades que llegan a mi vida.
Ese día también fui a la secretaría de la universidad a recoger mis carnés vitales, que utilizo para comer y desplazarme [carné de estudiante para tomar el autobús y carné de identificación como estudiante de la USP]. Los llamo carnés vitales porque, si no los tuviera, no podría comer ni usar nada en la universidad, en la biblioteca, en el comedor, ni imprimir textos. Necesito estos carnés para todo. Tienen un número que dice quién soy. Ni siquiera aparece mi nombre. Solo aparece un número.
2 de junio: Estrategia de vivencia
Fuimos con el profesor hasta la calle 25 de Marzo [una famosa vía comercial de la capital paulista] y pasamos por las líneas Verde, Amarilla y Azul del metro. Pensaba en que un día voy a andar por aquí sin el profesor, voy a aprender todo esto y demostrar que las mujeres indígenas superamos las cosas y siempre tenemos ganas de aprender.
Mi familia siempre me envía SMS, eso me hace sentir segura para seguir soñando con días mejores para mí y para la colectividad. Sé que todo es difícil, pero nada es imposible.
La 25 de Marzo era lo que veía en los libros de geografía de 4.º de primaria: mucha gente, el desorden urbano, lleno de autos, gente, tiendas. Allí vi lo que nos enseñan en la escuela para diferenciar lo urbano de lo rural. Eran cosas que no había visto nunca. Es demasiada gente, ni siquiera sé cómo explicar que esto existe de verdad, fuera de los libros.
Cuando llegué a la 25 de Marzo, enseguida encontré semillas de açaí. Fue genial saber dónde tienen lo que necesito para hacer mis artesanías, fue increíble. Por la tarde, me trasladé a mi pequeña y fría habitación. Ese día lloré mucho, pensando: mis padres nunca me educaron así, mira cómo vivo ahora, mis hijos lejos, mi familia lejos, mi marido… Todos están lejos de mí. Si me pongo enferma, ¿quién cuidará de mí? Mira este lugar, tan diferente.
Al anochecer, Verónica me envió un SMS. Me alegré porque me dijo que tenía un abrigo para protegerme: era lo que más necesitaba para soportar el frío. Me visitó, echó un vistazo a mi pequeña habitación y me preguntó qué más quería. Me dio vergüenza, dije que quería comida y fuimos al mercado. Compramos todo lo que necesitaba, le comenté que la casa no tiene área de lavandería. Instaló la aplicación Globoplay en la computadora para que yo pudiera ver la tele. Agradezco la ayuda, así sigo en este mundo enorme. Incluso me pongo algodón en las orejas para protegerme del frío.
3 de junio: Sobrevivir entre máquinas
Me quedé en el cuartito, aunque intenté adaptarme a la cocina de la casa. No salió muy bien, pero le doy las gracias a Julia Kaori, una compañera de la maestría, por ayudarme a enfrentarme a mi miedo a las hornillas eléctricas.
Estoy consiguiendo sobrevivir entre máquinas que hacen de todo. Le dije a Kaori que, desde que llegué, no había conseguido cocinar. Vimos en YouTube como encender las hornillas. Mientras no haya ninguna olla encima, la cocina no emite calor.
Estoy así, como en una huerta que cuidamos para que no desaparezca. Todo lo que aprendo intento ponerlo en práctica. Se aprende equivocándose.
4 de junio: Interculturalidad bulliciosa
Fui a visitar la residencia de Tamires Machado Moreira. Tamires hizo una investigación de campo para su doctorado sobre las comadronas en mi territorio, en São Gabriel da Cachoeira; fue así que conocí la Facultad de Salud Pública de la USP. Tamires es obstetra y la persona más cercana que conozco en São Paulo, ella y el profesor José Miguel. En 2019, viajé con ella por mi territorio.
Fui sola a su casa, en metro, con el corazón en un puño. Lo conseguí. Me bajé en Liberdade. Ese día conocí un mercado donde lavan la ropa, es decir, una lavandería dentro del mercado. Aquí hay de todo, pero solo puedes acceder si tienes dinero.
La gran ciudad es así: todo se mueve por dinero. Mucha gente vive en la calle, los llaman mendigos. Unos tienen mucho y otros no tienen nada, es una pirámide muy compleja. Mientras que en el territorio indígena reina lo colectivo y se multiplican los frutos de la naturaleza, aquí todo se manipula y maneja. Los que tienen dinero y trabajo están bien, pero para los estudiantes como yo —y las madres— es muy difícil.
Todo lo que veo aquí pienso en mis hijos: ¿qué dirían de esto si estuvieran aquí conmigo? Sé que nadie podrá contar mejor que yo todo lo que veo y siento, lo que tiene esta gigantesca ciudad. En su desconocido interior, millones de edificios, millones de personas, interculturalidad bulliciosa, desapercibida para los individuos que la componen.
Para la gente de aquí, todo parece natural. ¿Habrán leído sobre el cambio climático? ¿O solo piensan en sí mismas? ¿No piensan que su comida viene de la tierra? Que si no hay agua, si no llueve, si no hay tierra, ¿qué van a comer?
La preocupación de la gente es esta: tengo mi trabajo, voy, vuelvo y no pienso más allá. No veo preocupación sobre por qué hace tanto frío, tanto calor, sobre por qué hay inundaciones. Son hormigas que trabajan día y noche y no saben para quién. Dicen que es para una reina.
Ese día fui al cine por primera vez. Fue muy bueno porque cada vivencia me enseña…. Nunca había ido al cine. Fue muy extraño. El cine hablaba en inglés y se traducía al portugués. Tenía que leer. Verlo en esa gran pantalla asusta. Siempre me pregunto cómo es la vida de los blancos. El cine es muy diferente de la diapositiva, es otra visión para entender, para intentar estar en ese lugar. Da la sensación de que estás en medio de la película, como en un río, rodeado.
5 a 7 de junio: Cestas de conocimiento
Fui a la primera asignatura de la maestría, un momento de mucho intercambio de conocimientos y aprendizaje. Para mí es otro espacio de cuidado que comienza, un momento de reflexión. Lo estoy consiguiendo poco a poco. Ya he recorrido varios caminos.
Mi marido, incluso insultándome desde lejos, me dijo: «Ya has gastado mucho, la gente te está ayudando, sigue así, lo conseguirás». No sé si lo dice en serio, pero quiero creer que sí.
Estoy aprendiendo poco a poco lo que es una Facultad de Salud Pública. El mundo académico exige leer y describir la diversidad del conocimiento. Comparto las cestas de conocimiento de las mujeres de Río Negro, compuestas de infinita diversidad, con plantas medicinales y cuidados para la protección del cuerpo. He oído muchas palabras técnicas, estoy conociendo nuevos conceptos sobre la salud. Sé que aquí hay aprendizaje y más aprendizaje.
Conocí a la indígena Sarlene Macuxi, de Roraima. Ella es la primera mujer indígena en el doctorado de la USP, y yo soy la primera en la maestría. Fuimos a una exposición de venta de libros. Cada momento se hace como un niño que aprende a dar sus primeros pasos.
9 a 11 de junio: Todo está en juego
Fuimos a la Pinacoteca a apreciar la danza final de la familia de Francineia Baniwa, una mujer indígena muy fuerte que siempre quiere superar los desafíos de la vida. Sé que nada es fácil, todo es diferente: los hábitos alimenticios, la ropa, la forma de hablar… Más aún para nosotras, las mujeres indígenas. Todo está en juego, nuestro territorio, nuestras familias.
Ese día, cuando vi a su padre, a su hermano y a su hijo con ella, pensé: debe de ser muy feliz, porque tiene una parte de ella que la acompaña, algún día tendré a alguien de mi familia muy cerca de mí… Ojalá yo también tuviera a alguien con quien compartir los momentos que paso, contar a mis hijos y nietos cada lugar al que he ido, cada comida que he comido, cada momento que he pasado. Soy una mujer nómada en busca de una vida mejor y de superación, porque el contexto indígena es machista y es difícil romper el tabú de la tradición. Me alegró ver lo importante que es para Francineia el espacio que ha construido. Requiere el valor de la ancestralidad que la acompaña.
12 a 18 de junio: Yo sola entre millones
Fue una semana en la que hice un poco de todo. Leo libros, hago artesanía y escribo. Lo hago para que mi corazón no tenga ganas de llorar. Fui a la avenida Paulista sola, sin nada de qué hablar, ¿hablar de qué y con quién? Millones de personas sonriendo, paseando, comiendo, y yo sola entre millones…
Continúo, llorando entre millones de personas y pensando que podría estar con mi familia, sin ver a esta multitud. Eso no me sirve de nada. Sé que un día recordaré esto y diré: cometí errores, pero aprendí por mí misma. Solo yo y Dios. Solo él sabe adónde fui con el corazón en un puño, preguntándome «¿lo conseguiré?». Tengo que aprender a volar y a andar con mis propias piernas.
Esa semana fui por mi pasaporte, estoy organizando el viaje a Ginebra. Viví muchos momentos emocionantes. Escribo porque no tengo forma de compartir con nadie cada momento que recorro. Hacerlo por celular no es lo mismo… Además, no quiero preocupar a nadie con las locuras que estoy pasando, sobre todo a mi familia. Mis hijos y mi marido están en el lugar más seguro del mundo, los cuidan mis hermanos, mis hermanas, mis cuñados, su padre, sus abuelos.
Si me mandan preguntas al celular —si estoy bien, si he comido—, siempre digo que sí, que no estoy enferma, que estoy en la universidad. Nunca respondo diciendo que tengo frío… Sé que un día me recordarán como una mujer indígena, una madre, que siempre creyó que el estudio puede ayudarnos individual y colectivamente, y por eso seguiré luchando por días mejores.
19 a 23 de junio: Renacer con las semillas
Fui a casa de la profesora Bárbara a lavar mi ropa. Volví a mi habitación el día 21 y, en la universidad, planté mis semillas, que ni siquiera sé si crecerán, porque pasaron mucho tiempo fuera de la tierra.
El jueves fui a la huerta de la universidad, donde tuve la oportunidad de conocer a una estudiante que lo cuida. Me dijo que podía plantar las semillas que había traído de Amazonas. Fui a ver la casita donde guardan el material de siembra. Allí agarré tierra y macetas para plantar. Pero, al buscar agua, pensé que habría una manguera. Pero hay una app que ayuda a abrir el agua, me quedé mirando a la chica y el agua no salía. Agarré unas regaderas y fui a por agua donde los alumnos se lavan las manos de camino al comedor. ¡Cuánta burocracia para una huerta universitaria!
El 30 de junio tendré una primera reunión con la profesora que lo organiza. Vamos a ver lo que me dice. Solo quiero plantar una semilla para cuidar el cuerpo, otra para hacer artesanía y otra para comer. Solo eso. Espero que todo salga bien, que puedan renacer junto a mí y así seguir viviendo en mundos diferentes.
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página: Érica Saboya