Para los guaraníes la yerba mate es la planta madre, la más sagrada, pero en Paraguay, la cuna de la bebida sin alcohol más popular del Cono Sur, encontrarla puede ser una odisea, consumirla, un placer y un acto de resistencia
Un día hace veinte años, alrededor de un fuego, Victoria le dijo a su esposo Ernesto que no tomaría más yerba
Aún no son las cuatro de la madrugada en Tekoha Y’apy (Territorio del Manantial en guaraní), una aldea en el norte de Paraguay a menos de 200 kilómetros de la frontera con Brasil, cuando un anciano sale con agilidad de una casa de ladrillos sin pintar. Es octubre de 2022, primavera austral, pero hace frío. Huele a tierra mojada y a hojas frescas de menta y salvia. Ernesto Vera, así se llama el hombre que madruga, viste un abrigo gris un par de tallas más grande de lo que necesitaría su 1,60, y la capucha solo deja ver un flequillo de cabello negro, una ancha nariz y unos pómulos redondos. El tamoi (líder espiritual en guaraní) camina sobre pequeñas ramas tan húmedas que no suenan al pisarlas. Después de entrar al oga guasu, la gran casa comunal, una construcción rectangular con un techo de cañas amarillas, se acuclilla y enciende un fuego con fósforos donde hierve agua en una cazuela desgastada. Brillan sus ojos y sus manos, de un color parecido a la tierra bajo sus sandalias. Mientras el agua llega al punto justo antes del hervor, Ernesto Vera pone la yerba mate molida en una calabacita hueca y esculpida, luego le agrega el agua caliente y, tomándola con las dos manos, la sorbe con una caña de madera, un fino junco o tacuara. No hay un día, “si hay tiempo”, puntualiza, que empiece sin tomar mate. Cuando le ofrece la yerba a Victoria, su esposa, está amaneciendo. En el círculo alrededor del fuego también están dos de sus hijas y dos nietas. El canto de los pájaros acompaña los cantos y la percusión de la familia.
Los guaraníes llevan realizando ceremonias parecidas en estas tierras tropicales, la cuna de la yerba mate, durante al menos 1,000 años, según algunos autores como el argentino Pau Navajas («Caá Porã. El Espíritu de la yerba mate», 2013). Los académicos europeos la llamaron “ilex paraguariensis”. Aunque el mundo la conozca más por Lionel Messi o por el papa Francisco, es parte de la identidad guaraní desde que este pueblo y su lengua (tupi-guaraní) se extendió a través de los ríos americanos: desde las selvas amazónica hasta el Caribe (Panamá es una palabra tupi) o las cataratas del Yguasu (agua gigante), y continúa siéndolo hoy, cuando unas 225.000 personas entre Brasil (60.000), Paraguay (60.000), Argentina (25.000) y Bolivia (80.000) integran este pueblo-nación sin Estado.
Ernesto Vera posa frente al tatuape, un horno de ramas con forma de esqueleto de armadillo, donde seca cientos de kilos de yerba mate con lengüetadas de fuego
Todas las plantas son sagradas para los guaraníes: hay ceremonias para el maíz (avatikyry) y para las nuevas plantas (ñemongarai), pero la yerba mate, la ka’a, es las más sagrada de todas, explica el tamoi. La consideran la planta madre. La forma más antigua de usarla era ponerla en la boca, morderla con los dientes y tomar agua del río con las manos. Basta eso para sentir su sabor y sus propiedades estimulantes. En los rituales importantes, como el del año pyahu (nuevo) o el mitakarai (la ceremonia del pueblo avá-guaraní para otorgar el nombre espiritual a cada joven de la comunidad), la yerba mate debe tomarse para purificarse, para prepararse, para estar más fuerte, más sano y conectado con la tierra. Y, sin embargo, un día hace veinte años, casi a la misma hora de la madrugada y alrededor de un fuego en el mismo lugar en el que estamos ahora, Victoria, maestra de escuela y cuidadora de la prole y la huerta, le dijo a su esposo Ernesto que no tomaría más yerba.
—¿Mba’e (qué)? ¿Qué mal puede hacerte la ka’a?,— le preguntó en guaraní Ernesto.
—Creo que me hace mal al estómago. Cada vez que tomo me da acidez—.
—¡E’a!,—repetía Ernesto sorprendido.
Victoria, una mujer de hablar suave y una larga y oscura melena atada a un moño, suele apuntar sus ojos negros al suelo cuando responde al padre de sus cuatro hijos, pero ese día, dice Ernesto, le habló mirándole de frente.
Ernesto quedó en shock, pero las palabras de Victoria le hicieron reflexionar: hacía otros veinte años que habían dejado de tomar la ka’aite, la yerba mate auténtica, en su forma silvestre. Como es una planta del bosque y cada vez había menos bosque comenzó a ser imposible encontrarla. Aunque es una planta esencial de la dieta guaraní y de sus rituales espirituales, se había convertido casi en un capricho. Lo primero era sembrar maíz, la mandioca y los porotos. Alimentar a las gallinas y trabajar para comer ellos: poner los alambrados de las estancias de un karaí guasu (gran señor), que por menos de 100 dólares manda un camión y sube a los trabajadores para no volver hasta dentro de un mes o quién sabe cuándo; a veces cargar madera para hacer carbón, otras veces domar una vaca salvaje que se le escapó al patrón.
Ernesto y Victoria, dedicados a la agricultura y con casi cero ingresos, compraban la yerba mate de una tienda. La traían a casa ya molida y empaquetada en un papel con forma de ladrillo. Por más de 20 años la consumieron industrial, de marcas comerciales que son dueñas de grandes monocultivos de yerba mate y dueñas del destino de pequeños agricultores. Son las empresas yerbateras que acopian las hojas, las que usan agroquímicos, las que aceleran los procesos rompiendo la tradición, rebajan el precio a los productores y la venden más barata a los consumidores. Hasta que el estómago de Victoria dijo basta.
Después del anuncio de su esposa, Ernesto se refugió bajo el oga guasú, donde canta esta mañana de primavera para nosotros. Rezó y cantó a Tupá, uno de los más grandes dioses guaraníes. Fumó de su pipa mientras meditaba preocupado por la salud de su esposa. Y así fue, recuerda, como tuvo una idea: buscaría un tesoro. Cruzaría los grandes ranchos para encontrar los retos del bosque donde crecen los árboles silvestres de ka’a. Le traería a Victoria las hojas más tiernas y naturales que existen.
Bienvenida Vera Ortiz recoge una calabaza de la chacra. Las familias Avá Guarani de la comunidad indígena Y’apy del pueblo Avá Guarani, producen hortalizas para el autoconsumo
En busca de un tesoro
En Tekoha Y’apy 1.800 agricultores preservan 850 hectáreas de bosque húmedo y viven en otras 650 hectáreas que dedican a sus hogares y huertas. A pocos kilómetros, tres propietarios acaparan unas 300.000 hectáreas en el mismo departamento, llamado San Pedro, que han deforestado casi por completo. Paraguay es uno de los países con la tasa de posesión de tierra más desigual del mundo —un 2 por ciento de la población es dueña de cerca del 80 por ciento de la superficie cultivable— y el 80 por ciento de los bosques está dentro de propiedades privadas, en su mayoría latifundios. Decenas de miles de hectáreas de tierra fértil, de ríos, montañas, manantiales y valles, donde cabrían varios países europeos, están en manos de una sola persona, como el brasileño Tranquilo Favero, el expresidente paraguayo Horacio Cartes, o el descendiente de argentinos y españoles Carlos Casado, una suerte de señores feudales del siglo XXI en tierras que pertenecían a pueblos indígenas.
Su abuelo le había enseñado a Ernesto Vera los caminos para encontrar la ka’aete, que crecía bajo los robustos lapachos de flores rosadas o entre los yvyra pyta cubiertos de musgo y rodeados de helechos gigantes. Eran árboles fuertes y altos, de hasta 15 metros, que dos hombres podían trepar al mismo tiempo sin que apenas se movieran. La yerba mate, recuerda Ernesto, crecía muy cerca de Tekoha Y’apy. Bastaba caminar una hora para llegar a ella, disfrutando del aroma de las orquídeas y de la tierra mojada por el agua del arroyo, de la orquesta de pájaros, monos y grillos.
— Eran parte del bosque como lo eran los jaguaretés—, dice.
(Jaguareté en guaraní, viene de jaguá, que es como les decían a los felinos antes de la llegada de los españoles y sus perros. Desde entonces le agregaron el sufijo eté, que significa auténtico).
Pero cuando Ernesto emprendió la búsqueda de la ka’aete para Victoria, su comunidad era ya una isla de selva oscura y frondosa rodeada de un mar de pastos y vacas de grandes ganaderos. Desde 1950, Paraguay ha deforestado ocho de los nueve millones de hectáreas de su Bosque Atlántico del Alto Paraná (BAAPA), nombre oficial de la academia para esta selva, monte y bosque subtropical que se extiende también por Argentina, Uruguay y Brasil. En Paraguay, uno de los diez mayores productores de carne bovina del mundo, hay ya casi el doble de vacas (unos 14 millones) que de personas.
En su búsqueda Ernesto Vera se topaba con nuevos portones de madera de palo santo de las estancias ganaderas, con más pasto para las vacas y los caballos, con nuevos alambrados y hasta con guardias armados. Cada vez menos bosque, menos “monte”, como le dicen en Paraguay, aunque no haya montañas, y cada vez más ruido: el canto del pájaro campana (procnias nudicollis) sustituido por el motor de una excavadora, el rugido del jaguareté mutilado por el golpe seco y sordo de la pala de acero contra la base de un árbol centenario, el tránsito sin fin de coches y motos sustituyendo los cantos de las cigarras.
Fernando Vera consiguió permiso de los propietarios de esta finca para cosechar. Muchos de los bosques nativos de yerba mate están hoy en propiedad privada
—Antes había muchísimas más cosas en el monte en general. Más tipos de árboles, de animales… había más de todo. Más plantas medicinales. Más frutas. Antes de que vengan los extranjeros. Era muy fresco el monte antes. Se acabó el monte y vino el calor—, dice Ernesto en guaraní mientras caminamos alrededor de su casa con su nieto Fernando, de 19 años, que está a punto de entrar en la universidad gracias a una beca y que se ha convertido en mi traductor.
Durante varios días Ernesto atravesó aquellas estancias ganaderas a principios de los 2000, esquivó los nuevos cercados y a los guardias armados, hasta que cerca de un arroyo encontró lo que buscaba. Trepó por el árbol de mate sin mirar abajo hasta que tuvo un centenar de hojas en los bolsillos y decenas de ramas enteras sobre el hombro.
— Emañami, mirá un poco che amor. Esta no va a hacerte daño—, le dijo a Victoria posando el tesoro en el suelo.
La secaron al fuego, la estacionaron unos días, la molieron y probaron. Sintieron el sabor verdadero, que dura en el paladar, a hoja ahumada, verde, dulce y amarga al mismo tiempo. El sabor se mantenía incluso tras muchos usos. Cuando Victoria tomaba la yerba de Ernesto ya no sentía acidez estomacal.
‘Esta no va a hacerte daño, mi amor’
Argentina, Paraguay y Uruguay celebran sus días nacionales de la Yerba Mate en distintas fechas, y Paraguay tiene otro día para el tereré, la misma yerba tomada fría pero con la misma pasión. En cada uno de estos países hay más de 200 marcas diferentes: con o sin palito, más molida o menos, con menta o con estevia, con limón o sola… El mate sigue siendo la bebida sin alcohol más consumida de Argentina, Paraguay, Uruguay, Chile y el sur de Brasil. Cada uruguayo —los que más toman, más que los argentinos— puede consumir unos 8 kilos al año. Como buen símbolo nacional, el mate es noticia en los medios de comunicación y tema central en debates domingueros. Para un extranjero que piensa en el Cono Sur quizás la primera imagen que le viene a la cabeza es la de un futbolista, probablemente la segunda sea la de gente caminando con termos bajo el brazo.
Las hojas de mate tienen cafeína como principio psicoactivo y contiene xantinas, alcaloides que hay también en el café y en el chocolate. Tiene virtudes estimulantes, depurativas y antioxidantes. Pero para los habitantes de estos países es mucho más: es una ceremonia. El mate se “ceba”, es decir, se lo alimenta. La mayor parte del tiempo los afectos se comparten alrededor de un mate o un tereré. Ese “círculo de la palabra” que aún hoy enseñan los guaraníes y casi todos los pueblos indígenas de América frente al individualismo feroz de nuestros tiempos. Incluso cuando se toma solo se produce un diálogo con uno mismo: todo matero recuerda la primera vez que lo consume en solitario acompañando sus pensamientos. Tomar mate es usar las mismas hojas de una planta y un poco de agua por horas. No consumir, no comprar, no gastar de forma compulsiva. Es un símbolo y una señal. El mate es identidad.
Mariano Vera y Fernando Vera realizan la primera tostada de las hojas de Yerba Mate de forma manual y directamente sobre las brasas. La siguiente parte del proceso continúa en el Tatu Ape
Sin todo esto no se explica que en Siria y Líbano se consuma mate con cotidianidad. Después de la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano, muchos habitantes de Oriente Medio llegaron a América a empezar nuevas vidas. Adquirieron amor por la tierra y formaron parte esencial de su desarrollo. Cientos de miles se quedaron. Los que regresaron a sus países de origen se llevaron la costumbre del mate con ellos y se la heredaron a sus hijos y nietos como símbolo y recuerdo de su odisea. Yo mismo, hijo de una familia de migrantes argentinos en España, recuerdo a mi padre preguntándose camino al aeropuerto de Madrid cuánta yerba mate habrían traído los abuelos, los tíos o la madrina. A mí mordiéndome las uñas al lado de una maleta llena de paquetes como si fueran unas Navidades adelantadas. A mi familia gritando, llorando y riendo, todo al mismo tiempo, alrededor del mate.
El mundo consume cada vez más yerba mate. En Estados Unidos y Europa empieza a encontrarse en formas insólitas como latas de refresco o sacos de té en supermercados. Se venden como una alternativa más natural a los super estimulantes como RedBull, pero extremadamente procesado. Un ejemplo: la Club-Mate, la más extendida en Europa, es una bebida alemana que tiene cafeína extraída del mate, pero que lleva 10 gramos de azúcar en cada 33 centilitros además de otros 23 ingredientes. Donde más se produce y se exporta es en Argentina, con un promedio anual de 35 mil toneladas, siendo sus principales destinos Siria (72%), Chile (14%), Líbano y Estados Unidos (2%), según el Instituto Nacional de la Yerba Mate de Argentina.
Mientras para consumir un derivado del mate el norte global solo tiene que ir a WallMart o Carrefour, Ernesto Vera, tamoi, guaraní, seguía su aventura en busca de la auténtica yerba mate y la felicidad de Victoria.
Para qué revivir el trauma?
El bosque de Tekoha Y’apy ya no estaba solo rodeado de vacas. A partir de la primera década de los 2000, Paraguay se convirtió en un país de vacas y soja. Gran parte de los pastos fueron convertidos en campos de soja transgénica, hiperproteicos granos que se convirtieron en una materia prima indispensable para el alimento del ganado de Europa y China. Los sojales en Paraguay han crecido hasta ocupar unos 3 millones y medio de hectáreas, océanos verdes donde no queda un árbol asedian a los últimos pueblos indígenas y los bosques de Paraguay, Brasil y Argentina.
A Ernesto la búsqueda de la ka’a para Victoria se le complicó todavía más. El tamoi comenzó a explorar otras comunidades, a preguntar dónde habría una isla de bosque en la que creciera la yerba mate. En sus caminatas había una palabra que se repetía: permiso. Ernesto Vera tenía que pedir permiso a un estanciero, permiso a alguna de las familias o grandes empresas dueñas de la tierra. Permiso para abrir la puerta de la estancia sin que le disparen, permiso para caminar entre las vacas, permiso para tomar en la mano algunas hojas y ramas. Permiso para cruzar los grandes campos de soja donde una sola persona subida a un tractor con pantalla táctil y aire acondicionado puede cosechar cientos de hectáreas en una tarde o fumigar agrotóxicos alrededor de su comunidad.
Aquella situación le recordaba demasiado a lo que sus antepasados habían sufrido durante cientos de años. Los colonizadores europeos observaron el primer consumo de yerba mate en el siglo XVI en lo que hoy es Paraguay y entonces era el Virreinato del Perú. Tan pronto como lo vieron lo prohibieron. En 1610 la Inquisición del Reino de Castilla prohibió usar la planta y en Asunción se impusieron penas de 100 latigazos para los indígenas y 100 pesos de multa para los españoles que consumieran o traficaran yerba, según cuenta el argentino Jerónimo Lagier en el libro La aventura de la yerba mate.
Solo 20 años después, los españoles la legalizarían y la convertirían en la base de su expansión económica y territorial en la región, dando lugar a la “Provincia Paraquaria”, una especie de Estado jesuita que llegó a abarcar parte de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay cuando aún España y Portugal se repartían el territorio americano en tratados. Esta rama de la Iglesia Católica, junto a franciscanos y dominicos, gestionó las relaciones diplomáticas, bélicas y religiosas con casi todos los pueblos guaraníes. Por unos dos siglos impusieron su religión y costumbres a los nativos mientras absorbían sus saberes, su fuerza de trabajo y, no solo su yerba mate, si no sus tierras. Sus bosques. Fueron los primeros europeos en hacer monocultivos para exportación desde América del Sur.
“Y el Capitán grande, Duiy que vino el otro día, también delante de nosotros a un indio que acababa de llegar de Mbaracayú, le dio de palos él mismo con sus propias manos queriéndolo llevar a Mbaracayú”, dice un manuscrito albergado en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. El documento lleva por título:
“Respuesta que dieron los indios a las Reales Providencias en las que se manda no sirvan los Indios de las Reducciones más que dos meses como S.M. lo manda y no sean llevados a Maracayú en tiempo enfermo”. Está fechado a 25 de agosto de 1630 y lo conocemos gracias al trabajo del lingüista jesuita español Bartomeu Melià.
Torturas, asesinatos, hambrunas, violaciones, golpizas. Lo mismo siguió ocurriendo 200 años después. No cambió cuando los jesuitas fueron expulsados por los Reyes Católicos, ni cuando, más tarde, los españoles fueron expulsados por los criollos que proclamaron la Independencia de Paraguay. Los descendientes de los guaraníes, los campesinos medio indígenas, medio españoles, medio afrodescendientes, medio portugueses siguieron en régimen de esclavitud produciendo la yerba mate. Los llamaban los mensú, porque supuestamente cobraban una mensualidad, aunque nunca ocurría. Una sola empresa, la Industrial Paraguaya concentró una de las más grandes superficies de tierra de Paraguay:
“Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas. Se ha visto a minero llorar con el raído a cuestas. Otros, impotentes para el suicidio, sueñan con la evasión. Pensad que muchos de ellos apenas son adolescentes. Su salario es ilusorio. Los criminales pueden ganar dinero en algunos presidios. Ellos no. Tienen que comprar a la empresa lo que comen y los trapos que se visten”.
Esto fue escrito en 1909 por Rafael Barret, periodista y poeta anarquista español que vivió un poco en casi todos los países yerbateros. Y de casi todos fue expulsado.
La situación hoy ha mejorado, pero las empresas yerbateras actuales pagan tan poco que solo asociándose en cooperativas los campesinos paraguayos logran pagos justos. Es el caso de la marca Oñoirũ, un modelo de producción campesina orgánica, que beneficia y representa a muchas familias de la zona de Itapúa.
Bienvenida Vera y Daina Ortiz juegan junto a un arroyo. La conservación de la naturaleza es esencial para la cultura de su pueblo. Su territorio está rodeado de bosques y agua dulce
La historia mantuvo a Ernesto Vera, y a casi todos los guaraníes, alejados de la producción de yerba mate. ¿Para qué cultivar la ka’a si te la compran por monedas? ¿Para qué revivir el trauma de sus padres y abuelos? Pero cansado de buscar un bosque que ya no existía, de que la yerba mate apenas creciera en lugares que podía contar con los dedos de una mano, Ernesto Vera se hizo otra pregunta: ¿Hasta cuándo me darán permiso? Y entonces, igual que cuando Victoria le dijo que no consumiría más mate, Ernesto Vera reflexionó y tuvo otra idea: si él no podía ir por la yerba mate, la yerba mate crecería en la comunidad.
—¡Y menos mal que lo hice! —, exclama ahora frente al gran tatuape, un horno de ramas con forma de esqueleto de armadillo, donde seca cientos de kilos de yerba mate con lengüetadas de fuego que salen de un pozo.
Cansado de buscar, Ernesto plantó y cosechó
Se conocieron hace diez años durante el mitakarai. Ernesto Vera bailaba al ritmo que su esposa Victoria y otras mujeres marcaban golpeando contra el suelo los palos huecos de tacuara. Él movía en sus manos las mbaraká –maracas– mientras entonaba una melodía que favorece el trance. Norma Ávila, cantante y artista, había llegado de Asunción, la capital, y había sido invitada a pasar al oga guasu. Se dejaba llevar por la música, en comunión con los demás. Surgió una relación de amistad y, para sorpresa de Norma, de negocios.
Ernesto Vera se había unido con otras familias que plantaban su propia yerba y seguía invitando a otros para que volvieran a cultivarla. Cuando Norma Vela llegó a Tekoha Y’apy, esta comunidad y otras vecinas acumulaban varios cientos de kilos de yerba. Si el tamoi tuvo la idea de ir a buscar hojas para Victoria y de cultivar la yerba en la comunidad, fue a Victoria a quien se le ocurrió ofrecer a la visitante la producción de yerba propia, hecha como antes, y que la vendiera en la capital.
Ernesto y Victoria le mostraron a la visitante el proceso. La comunidad Tekoha Y’apy acopia las ramas cargadas y prende una hoguera para hacer el sapecado, un primer secado que consiste en exponer las ramas muy brevemente a las llamas hasta que parecen chillar en coro cuando el agua que contienen se evapora. Después las secan varios días en el tatuape, una estructura de unos tres metros de altura cuidadosamente atada con las raíces del güembé, las mismas que se usan para los arcos de caza, sin un solo clavo o tornillo. El horno, que Ernesto Vera escala sin esfuerzo, puede sostener cientos de kilos de ramas y hojas de yerba y a varias personas. Justo debajo, un pozo cavado en la arena roja y arcillosa alberga un fuego pensado y preparado para durar varios días. Arden ahí maderas que ahúman y van cocinando muy lentamente las hojas de la yerba mate. Después de unas tres semanas comienza el proceso de molienda manual, en morteros enormes, hechos con troncos de árboles, y cuando la yerba ya está lista se almacena por un año para que alcance el punto óptimo de sabor.
Ernesto Vera suele descansar bajo el tatuape, una especie de horno artesanal hecho con ramas que sostiene las hojas de yerba mate mientras se tuestan y desprenden un suave aroma. Debajo de esta estructura con forma de esqueleto de armadillo se encuentra la chimenea que distribuye el calor de un fuego subterráneo alimentado por leña recogida en el bosque
De la comunión entre Ernesto y Norma nació SEA. En el paquete de papel marrón está escrito un párrafo que recuerda los tiempos de la Inquisición: “PROHIBIDA LA YERBA: Voz y yerba del demonio. Será quemada en plaza pública, excomunión a quien la bebe, 15 días de cárcel para el que la mete en la ciudad, 100 latigazos a quien fuese encontrado en posesión de yerba”.
SEA se ha convertido en algo así como la mejor yerba mate del mundo. Es la única catalogada en “El Arca del Gusto”, una lista de 5.000 alimentos que la humanidad debería preservar por su propio bien, según la Fundación Slow Food, que promueve este catálogo mundial desde 1986.
Hoy Norma Ávila es la vendedora, promotora, productora y distribuidora de esta yerba en Asunción y en el mundo, al que poco a poco se va abriendo el producto en paquetes de medio kilo al tiempo que vende en ferias locales de productos agroecológicos, como la de los sábados por la mañana en la Plaza Italia de Asunción, mi barrio. Norma ofrece la yerba y la historia. Cuenta de dónde viene, cómo la producen y quién es el tamoi Ernesto. Es una cuenta cuentos excelente y los clientes se convierten en oyentes y fans.
Con la maleta llena de paquetes de yerba creada por los avá-guaraní, Norma ha viajado recientemente a Berlín. Desde allí participa en más ferias, dando a conocer el producto y la importancia de mantener el entorno. Ha creado su “ritual del mate”, una ceremonia propia que mezcla la historia y mitología guaraní con sus propias canciones. Es una cata de mate para honrar a las personas que la crearon y a la naturaleza que se lo permitió. “Como un pequeño viaje a través de los relatos y el sabor ancestral, ese sabor a la selva. Eso es lo que intento con la ceremonia del mate, llegar un poquito a los corazones”, dice.
Mientras su yerba viaja por el mundo, comienza un nuevo día de primavera en Tekoha Y’apy. Victoria va a la chacra a ver cómo está el maíz, la mandioca, el maní, la piña o la batata. Otros se relevan en la vigilancia del tatuape o sapecan más ramas. Ernesto Vera, subido a la montaña gigante de ramas y hojas, coordina con un gran tridente de madera. Es el encargado de saber cuándo la yerba está suficientemente tostada. Es una especialidad en la cadena de trabajo familiar y comunal que ha trascendido a la industria yerbatera moderna. Aún en las empresas, a esas personas las llaman urú, que en guaraní significa maestro yerbatero. Pero antes de todo eso, alrededor de las cuatro de la mañana, todos se han despertado. Ernesto Vera ha entrado en la casa comunal y ha prendido fuego para el agua. Aún no ha amanecido cuando da los primeros sorbos de mate en este reducto de bosque, uno de los únicos lugares de Paraguay donde todavía, a veces, hace frío.
Santi Carneri es un periodista, fotógrafo y director de documentales nacido argentino, malcriado español y madurado en Paraguay. Vive hace 10 años en Asunción, rodeado por unas 400 plantas y macetas. Toma mate caliente cada día, aunque en Paraguay siempre haga calor.
Este reportaje forma parte del proyecto Colapso, de Dromómanos, una productora de periodismo independiente con sede en México.
Sobre Dromómanos
Dromómanos es una productora de periodismo independiente que investiga, forma y experimenta para contar América Latina junto a periodistas de toda la región. El proyecto surgió en 2011, cuando sus fundadores, Alejandra S. Inzunza y José Luis Pardo Veiras, recorrieron el continente a bordo de un Volskwagen Pointer de tercera mano intentando crear un nuevo modelo periodístico de cobertura continental documentando con más de 20 reportajes de largo aliento y el libro Narcoamérica cómo el tráfico de drogas afecta la vida de nuestras sociedades en toda Latinoamérica. En estos doce años Dromómanos ha trabajado con más de 100 colaboradores y se ha aliado con 60 medios nacionales e internacionales para narrar los temas más acuciantes para los latinoamericanos como la violencia, la crisis climática, el autoritarismo, la migración o la corrupción.
Sobre el proyecto Colapso
¿Qué ocurre cuando la fuerza de la naturaleza se cruza con las miserias de la humanidad? En pocos lugares se puede encontrar una respuesta más contundente a esta pregunta sobre nuestro presente y futuro como en América Latina, la región más desigual y una de las más biodiversas del mundo. Colapso se adentra en las selvas, sierras, islas, bosques, desiertos, océanos y ciudades de esta región para contar en el terreno los síntomas y consecuencias de la crisis climática.
Texto: Santi Carneri Tamaryn
Fotos: Mayeli Villalba
Verificación: Dromómanos
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al portugués: Paulo Migliacci
Traducción al inglés: Charlotte Coombe
Edición visual y montaje de página: Lela Beltrão y Érica Saboya
Victoria y Ernesto cultivan la yerba mate silvestre que recorre el mundo en la misma chacra donde cultivan alimentos para la familia