Periodismo desde el centro del mundo

Entre santos y visajes, la fe en los quilombos de Gurupá resiste el calor del infierno climático. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

«Mientras que la sociedad se hace con los iguales, la comunidad se hace con los diversos. Somos los diversales, los cosmológicos, los naturales, los orgánicos. […] Todos somos cosmos, menos los humanos. No soy humano, soy un Quilombola. Soy labrador, pescador, soy un ente del cosmos.» 

(Pasaje de A terra dá, a terra quer, de Antônio Bispo dos Santos)

Cuando hay tormenta en el Quilombo Jocojó, Gabriel Soares da Conceição, de 88 años, revive el terror de la noche en que estuvo entre el cielo y el infierno. Volvía de pescar en el Jocojó, el riachuelo de color café que da nombre y acceso a la comunidad, cuando cayó un temporal. Gabriel fue a ducharse con el agua de lluvia que caía del canalón del tejado. Extendió una mano para recoger un poco de agua para bendecirse y fue cuando oyó el ¡bum! Lo alcanzó un rayo. «Solo dije “el Padre, el Hijo…”, no dije más, ni el Espíritu Santo. Me caí». La descarga eléctrica le quemó parte del cuerpo y lo dejó inconsciente unos minutos.

En ese rato, Gabriel dice que lo llevaron al infierno, donde, se acuerda bien, le ofrecieron un plato de comida. «No había comido nada hasta entonces», cuenta. La comida se incendió antes de que pudiera probarla. Luego salió del infierno y enseguida estaba en el cielo, pero no pasó de la puerta. En la entrada, un mensajero pidió que lo regresaran: «Aún no es su hora».

Gabriel sobrevivió, pero no volvió a ser el mismo. Está apegado a los santos y se estremece cada vez que se avecina mal tiempo en Jocojó.

Gabriel Soares da Conceição, el comparsista más veterano de Jocojó, tiene un altar vivo de recuerdos en la pared de su casa. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Y el tiempo en Jocojó, como bien sabe, tampoco es el mismo. Cada vez es más confuso e imprevisible en los quilombos (comunidad formada por descendientes de africanos esclavizados que conquistaron el derecho a poseer tierras) de Gurupá, en el Archipiélago de Marajó, en la región del Bajo Amazonas, en el estado brasileño de Pará. Los ancianos saben que allí todo está diferente. Más calor, más lluvia, una sequedad que antes no existía. En todo el municipio de Gurupá quedan 12 quilombos, repartidos en 83.000 hectáreas de tierra titulada donde viven 740 familias.

Los quilombos de Gurupá son territorios de devoción, hogar de santos, espíritus y encantarias (manifestación espiritual y religiosa afroindígena). La fe y el imaginario del pueblo, en sus muchas facetas, confluyen con la selva. Las múltiples prácticas religiosas se manifiestan de muchas maneras, ya sea en la fe en los espíritus protectores de los ríos y la selva, o en el sonido de los tambores afrobrasileños que resuenan en los templos para las festividades. Es profunda la conexión con los cuerpos de agua, y los ríos se convierten en senderos para las medias lunas, las procesiones flotantes.

Pero Gurupá, como toda la Amazonia, sufre los efectos de los fenómenos climáticos extremos. Los devotos, las rezadoras y los comparsistas de las antiguas cofradías religiosas tienen que hacer frente al calor, la sequía y los temporales. Se ven obligados a encontrar nuevos caminos para sus tradiciones.

Es lo que Ivanete Duarte Fernandes, de 41 años, siente en sus carnes. Cocinera en una escuela, vive al final de la calle principal del Quilombo Jocojó, un camino de tierra suelta donde no se ve ni un alma durante las horas de sol fuerte. Es difícil de soportar incluso dentro de las casas, cubiertas con tejas onduladas de fibrocemento (una mezcla de cemento y fibras sintéticas). Lo único refrescante es el recuerdo de las esmolas en las que participaba cuando era adolescente. Tradición de expresión colectiva de fe y solidaridad, la esmola (limosna en portugués) es una procesión en la que las comparsas de las cofradías religiosas llevan las imágenes de los santos a visitar a los devotos de las comunidades. Van de casa en casa rezando, confraternizando, cantando y recogiendo donativos para las subastas que se hacen durante las fiestas.

El plástico protege la imagen de Nuestra Señora de los Dolores y refleja el cuidado y la devoción de Etelvina, que se aferra a la santa con la esperanza de días mejores. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Conversión y resistencia en la encrucijada de los invisibles

Gurupá siempre ha sido una encrucijada de ríos donde la fe desagua en canales diversos y se entrelaza con las tradiciones religiosas. Antes de la llegada de las naves, los galeones y las carabelas de los colonizadores, la región era una ruta de encuentro y moitará (trueque) entre diferentes pueblos Indígenas que navegaban en canoas y otras embarcaciones de pequeño porte, excavadas a partir del tronco de un único árbol. Las canoas llevaban personas, ofrendas y saberes espirituales. En una cosmovisión compartida por muchos grupos, incluidos los Tupinambá, la Tierra, los arroyos y los hermanos no humanos eran seres con personalidad y espíritu, tan dignos de respeto como los propios Indígenas.

De la Península Ibérica llegó la doctrina católica, que impuso la fe cristiana a los pueblos Indígenas mediante las misiones jesuíticas, incluso antes de la fundación de Gurupá, en 1623. El lugar empezó como puesto militar de la Corona portuguesa para construir el Fuerte de San Antonio, erguido en lo alto del ribazo donde hoy se encuentra el municipio. En el mismo ribazo desembarcaron tradiciones y conocimientos de fe provenientes de África junto con los negros esclavizados que se trajeron a la Amazonia. Muchos colonizadores, incluidos los jesuitas y otros misioneros, creían que los Indígenas y los africanos esclavizados no tenían «alma» en el sentido cristiano. Sus expresiones religiosas se consideraban inferiores, lo que justificaba la «necesidad» de convertirlos a todos al cristianismo.

A la fuerza, hubo conversión. La fe de los pueblos negros e Indígenas de Gurupá resistió como pudo, encontrando formas de coexistir y emerger por medio de fragmentos. Para Robson Lopes, científico de la religión e historiador que investiga desde hace años el catolicismo popular y sigue las cofradías religiosas de Gurupá, los pretos velhos (entidad que representa a los espíritus de viejos africanos esclavizados, venerados por su sabiduría y conexión con el mundo espiritual), miembros de la Cofradía de la Comparsa del Glorioso San Benito de Gurupá, son como «una religión dentro de la religión». «La doctrina que siguen es el catolicismo lusitano, traído por la Corona portuguesa. Pero utilizan el código religioso del catolicismo para expresar sus propios códigos, presentes en reminiscencias, símbolos, gestos y canciones, que no están en forma de doctrina», afirma Robson.

El fuego y el calor cambian la hora

El día de la esmola es uno de los más importantes del año para José Edir Nascimento Pantoja, de 75 años, comparsista de las cofradías de San Benito, Nuestra Señora de Nazaré y muchas otras. Fue en las cofradías religiosas de Gurupá donde aprendió a cantar con su abuelo y con el maestro de ceremonia Francisco Pereira Santana, de 80 años. Empezó con el xeque-xeque, una especie de sonajero de madera, luego se pasó al tamboril, un tambor más grande, un bastón… Se pasaba todo el día en las fiestas. Las familias recibían a los santos y a los comparsistas con gran afecto y con mesas decoradas para la ocasión: tartas, café, refrescos, gachas, lo que cada devoto pudiera ofrecer de corazón. El cariño y los cánticos han resistido el paso del tiempo; la comodidad térmica para pasar el día en la fiesta, no.

La desembocadura del Arroyo Gurupá Mirim es una puerta de entrada a los palafitos de la orilla del quilombo; en uno vive el comparsista José Edir y su familia, rodeados de pájaros y árboles de azaí. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Antes, los devotos hacían la esmola hasta el atardecer, después de recorrer todas las casas. «Ahora, por Dios, hace un calor absurdo», lamenta Ivanete Duarte. No cae un buen chaparrón desde hace más de dos meses, y aún no ha llegado el auge del verano. En Gurupá Mirim, un quilombo cercano, ocurre lo mismo. A finales de septiembre, Edir ya empezaba a planear las visitas de la festividad de Nuestra Señora de Nazaré, la patrona de Gurupá Mirim, que comenzaría dentro de cuatro días: «O lo hacemos por la noche, o por la mañana hasta las 10, porque nadie aguanta andar por las casas de los demás con un santo con este calor», dijo. Y lo dijo el 28 del septiembre brasileño más caluroso de los últimos 63 años. La temperatura media nacional ese mes fue de 25,9 grados centígrados según el Instituto Nacional de Meteorología, 1,7 por encima de la media más alta de la temporada, que es de 24,2 grados centígrados.

En los quilombos de Gurupá no fue diferente. El temor en Gurupá Mirim y Jocojó es que el verano pasado se repita o sea aún más intenso. «Lo pasamos muy mal. Prácticamente todas las comunidades quilombolas se vieron afectadas por los incendios», recuerda Ivanete. En la escuela donde trabaja, las clases tuvieron que cancelarse durante unos días porque los niños no soportaban tanto humo. El fuego se propagaba rápidamente, saltando de un lado a otro del arroyo con las chispas que lanzaba el viento. «Y nosotros en este humedal con cubos, llevando agua con ollas, botellas. Hombres, mujeres y niños».

La misma preocupación planea sobre la cabeza de Agenor Ramos Pombo, presidente de la Cooperativa Agroextractivista de los Remanentes de Quilombos Defensores de la Selva de Gurupá. Agenor, de 58 años, es hijo de un comparsista que hizo historia en Jocojó, Benedito Bentes Pombo, conocido como Benipombo, un maestro de ceremonias que todos los que hablan del pasado de la tradición recuerdan. «Papá era comparsista en todas las cofradías de aquí», recuerda su hijo. El principal instrumento de Benipombo, un rascador de bambú, se conserva como una reliquia en la pequeña iglesia de la comunidad. Tocado por los maestros de ceremonia, que dirigen la comparsa, el raspador está hecho de un trozo de bambú seco, tallado con surcos en la superficie que generan un sonido seco y repetitivo cuando el comparsista lo raspa con un cuchillo de madera, cumpliendo su función central de marcar el ritmo durante el tamborileo y el canto.

El principal instrumento del comparsista Benipombo, un rascador de bambú, se guarda en la pequeña iglesia de la comunidad, entre ventiladores, santos y cintas de colores. Fotos: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

La puerta de la iglesia, con dos hojas de madera y un arco en la parte superior, es de un azul oscuro envejecido, casi gris. El interior es sencillo y acogedor, con los bancos dispuestos en filas y vigas de madera a la vista en el techo. En el altar de la pared del fondo hay una pequeña imagen de la Virgen María de la que cuelgan cintas de colores, un elemento tradicional en las manifestaciones de fe popular. La novedad son los ventiladores, dos en cada pared lateral.

Agenor cuenta que, durante las novenas, los fieles confiaban en la brisa que entraba por la ventana en cualquier época del año. Hoy tienen que convivir con el ruido del ventilador en las misas de domingo: «No puede estarse sin que esté encendido, y aun así todos se abanican con una hoja».

Zilda Duarte Viana, de 45 años, y Perpétua Socorro dos Santos Pombo, de 50, son las inseparables rezadoras de Gurupá Mirim. No pueden faltar en las celebraciones porque son las responsables de las letanías, un rezo cantado que mezcla portugués y latín. Con un ritmo suave y meditativo, repitiendo y repitiendo invocaciones cortas a Dios y a los santos, las letanías crean una atmósfera de conexión con lo sagrado y de cercanía entre los fieles, que tienen que repetir los últimos versos con las rezadoras.

Dentro y fuera de la iglesia rosada de Gurupá Mirim, los tambores reverberan recuerdos de fe de una África lejana, en el tiempo y en el espacio. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Antes de Zilda y Perpétua, las fiestas de Gurupá Mirim dependían de rezadoras y comparsistas de otras comunidades, que venían para las celebraciones. «Gurupá Mirim no tenía rezadoras. Había en Ribeira y Jocojó. Pero nosotras ya llevamos un tiempo aprendiendo», cuenta Zilda Duarte. Ahora, ella y Perpétua Socorro llevan solas las 12 noches de oración de la fiesta de Nuestra Señora de Nazaré, en octubre.

Pero no ha sido fácil.

Zilda dice, que con el verano como está, es la peor época para rezar. El calor obliga a encender los ventiladores, que esparcen polvo, con lo que la garganta se seca muy rápidamente. «Hacia el fin de la reza, la voz está agotada, nos quedamos roncas».

Los árboles penan, las frutas ‘pecan’, las medias lunas desaparecen 

El alivio del calor es la Ceiba que está en el centro del pueblo. Con su gigantesca copa, proporciona una amplia zona de sombra. También es un punto de encuentro para diversas actividades comunitarias. Esta sombra es la que permite jugar en el pequeño campo de fútbol. Bajo la misma sombra, dos hombres cubren el poste hecho con el tronco del Chingalé, un tipo de Jacarandá, que se utilizará para la fiesta de Nuestra Señora de Nazaré, entrelazándolo con las hojas de la palmera de azaí, todavía verdes.

El árbol centenario e imponente ni siquiera parece sentir el calor. Germinó preparado para largos períodos de sequía, con su estructura, que reserva una gran cantidad de agua, y sus inmensas raíces.

La sombra centenaria de la Ceiba es un refugio contra el calor extremo en la comunidad de Gurupá Mirim. Fotos: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Los árboles de aguacate, copoazú y azaí del patio trasero de la rezadora Zilda están penando. Y las frutas, se lamenta, están «pecando», expresión que se utiliza para decir que, con el calor, se estropean antes de tiempo, «las bayas de azaí caen antes de madurar».

El Archipiélago de Marajó, en el delta del Río Amazonas, está considerado el mayor archipiélago fluviomarítimo del mundo, bañado por las aguas del río y del Océano Atlántico. En Gurupá, la marea es de río de agua dulce. Y, como en todo el archipiélago, la cadencia de la vida, del trabajo y de los encuentros en las comunidades de Gurupá sigue el ir y venir de la marea. Hay un tiempo de aguas grandes, de ríos y arroyos llenos, en el que se puede ir, y otro tiempo en el que hay que esperar.

En el Arroyo Gurupá Mirim, algunos tramos están cubiertos de ramas. El agua trae un frescor que acaricia la piel cuando se navega por estos estrechos senderos en barca o canoa. Que ahora se están secando, dejando varada en el tiempo otra tradición importante en las fiestas de los santos de Gurupá: las medias lunas.

En las procesiones flotantes, devotos, comparsistas y promesantes hacen equilibrios sobre las barcas que descienden por las aguas mientras todos rezan, tocan y cantan con el santo homenajeado. Hacen el mismo trayecto tres veces, yendo y viniendo, bordeando el arroyo en forma de media luna.

En Jocojó, la gente celebra las medias lunas cinco veces al año. El primer festejo es el de San Sebastián, en enero. Luego viene la media luna de la Santísima Trinidad, que puede caer en mayo o junio, seguida de la de San Juan, también en junio. En Jocojó, la media luna de Nuestra Señora de Nazaré es en septiembre, y la última es la de Nuestra Señora del Buen Remedio, el 15 de octubre, la fiesta que reúne más promesantes.

En al menos dos de estas festividades, Nuestra Señora de Nazaré y Nuestra Señora del Buen Remedio, la procesión de la media luna ya no existe.

«¿Cómo se puede hacer la media luna cuando el río está seco?», pregunta Ivanete Duarte.

Cuando aún era posible navegar en estos períodos, los devotos venían de otras comunidades remando, bajaban el arroyo todos juntos hacia las cinco de la tarde. «Era muy animado, un barco grande, lleno», recuerda. 

Ivanete Duarte y su marido Benedito se emocionan hablando de las «aguas grandes» en las antiguas medias lunas del Quilombo Jocojó. Fotos: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

João Ramos Fernandes, de 66 años, lo recuerda bien: «En aquella época apenas había motores. Solo a remo. Iba en aquellas canoas más grandes, llenas de gente, los comparsistas, la santa. Íbamos remando. Ahora solo hay media luna en enero, mayo y junio».

Los ríos Jocojó y Gurupá Mirim forman parte del complejo sistema fluvial del Amazonas. Son afluentes directos e indirectos que conectan con los numerosos brazos que desaguan en este río principal, que este año hace frente a una de las sequías más graves en más de un siglo. Según un estudio del Centro Nacional de Monitoreo y Alertas de Desastres Naturales, unidad de investigación del Ministerio de Ciencia, en septiembre 1.133 municipios brasileños experimentaron graves condiciones de sequía, Gurupá entre ellos.

Etelvina, sin piernas pero con penas, sigue rezando

Etelvina da Silva Duarte, jubilada de 78 años, vive en la primera casa a la derecha de la desembocadura del arroyo en Gurupá Mirim. Es una señora inquieta, con una mirada profunda y fuertes líneas en el rostro, que recuerdan un mapa de islas y ríos amazónicos que se cruzan. Aunque lo deseaba, no estudió. Cuando veía los barcos en la orilla de Gurupá, con las hermosas letras pintadas en ellos, le entraban muchas ganas de leer. Aprendió un poco ya de adulta. Mientras habla, el televisor vocifera de fondo sin cesar. De vez en cuando se vuelve y entrecierra los ojos para espiar qué pasa.

Etelvina y su marido, Benedito Ferreira, llegaron a Gurupá Mirim en los años 70, donde encontraron un arroyo donde pescar, tierras que plantar y una iglesia donde expresar su fe. Foto: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

Dice que ya no tiene piernas para ir a misa, al festejo y a la procesión. Los dolores no le dejan alcanzar la pequeña iglesia rosada que está en lo alto de la cuesta que lleva al pueblo. «Trabajé mucho… Sacaba caucho, cortaba madera, cortaba hojas de palma…». Solo le quedaron los dolores al caminar. Pero nunca dejó de expresar su fe. «Cuando me acuesto, cuando me levanto, rezo». También mantiene cerca a la Virgen de los Dolores para cuando le urge decir una oración.

En la mayoría de las casas de la comunidad hay una, dos o más imágenes sacras pequeñas. Ya sea en un altar, en una estantería, debajo o encima de los televisores, o en una mesita de madera en la cocina. Lo importante es que el santo o la santa esté ahí en las oraciones diarias o cuando se enciende una vela en busca de la iluminación. En casa de Etelvina, la santa cuelga de la pared del dormitorio. En un viejo cuadro, atado con una cinta azul y cubierto por un plástico amarillo.

Al estar más recogida, Etelvina sabe que el tiempo está cambiando. Cuando mira por la ventana y ve que el arroyo está más seco cada año. Y también lo ve en la televisión, que no descansa con tantas noticias de inundaciones, incendios y otros fenómenos climáticos extremos y desastres puntuales. «Me asusto cuando hay tormenta. Porque ahí fuera está fatal la cosa». Mira la televisión. «Al principio no era así. No veíamos tantas cosas. Ahora lo vemos ahí. Me pongo nerviosa. Cuando empieza el mal tiempo, pienso en estas cosas que pasan ahí afuera», lamenta. Parece no saber muy bien qué hacer ante lo que está presenciando. «Solo podemos aguantar. Dios manda, ¿no?».

No es lo que cree José Edir, un jubilado que vive al otro lado del arroyo. Para él, la posibilidad de futuro es ancestral. Y el clima «desordenado» es el resultado de la devastación de la Naturaleza y de algo que se ha perdido en la forma como la gente se relaciona con ella. Cuenta que su padre, cauchero, le enseñó a trabajar respetando a los demás y a la Naturaleza. «Mi padre trabajaba con el caucho, cortando la corteza, sacando leche de la madera, aquello no acababa», dice Edir.

Cuando no está seco, el Río Jocojó es un espejo para las ramas de sus orillas y para las barcas, templos flotantes a cielo abierto durante las tradicionales medias lunas. Fotos: Soll/Infoamazonia y SUMAÚMA

‘Lo que se toma de la Naturaleza se echa en falta más adelante’

Para él, la forma de trabajar de su padre, con técnicas tradicionales que respetaban el ciclo vital de los árboles, podría ser la clave para dejar algo de selva a las generaciones futuras. «No matábamos los árboles como se hace hoy. Las empresas vienen y lo talan todo, en un mes arrasan con lo que hay en la zona», dice. «Aprendí mucho de mis antepasados. Sabían que si tomaban algo de la Naturaleza lo echarían en falta, no solo ellos, sino los demás más adelante». Edir también vivió una época de abundancia de caza, peces y árboles. «Hoy mis hijos no verán eso. A veces ni siquiera conocen la caza. No saben lo que es un Agutí, no saben lo que es una Paca. Mis nietos, aún peor. Mi padre decía: “Esta madera es de tal árbol”. Había [madera], hoy no hay».

Aprender es una palabra que repite mucho José Edir. Que no entiende por qué a veces profesores e investigadores acuden a él para conocer la historia de las cofradías religiosas de Gurupá. «Yo nunca estudié, ni siquiera hice cuarto, ¿cómo le voy a dar una clase a un profesor?», se extraña. Lo dice mientras, con mucho cariño, orienta a su nieta, Laila Brilhante Pantoja, de 4 años, que lo acompaña en la demostración del tamborileo de la comparsa. Cuando le tocó aprender, recuerda su abuelo, el sistema era más estricto, «cuando nos equivocábamos, nos castigaban», de rodillas sobre unas piedras. No lo repetirá con la pequeña Laila, porque tiene la sabiduría necesaria para filtrar lo que conviene aprovechar del pasado.

Desde que se mudó al Quilombo Gurupá Mirim, hace más de cinco décadas, Benedito Ferreira dos Santos, de 89 años, espía el cielo desde el borde del Arroyo Gurupá Mirim. Incluso con la vista «ahumada», incapaz de reconocer un rostro, el anciano puede ver, sentir y oler que el clima está diferente. Eso es lo que hace todos los días, sentado frente a su palafito pintado de azul. La casita está suspendida de la llanura aluvial por patas de madera y está preparada para la llegada del «agua grande», las fuertes lluvias del invierno amazónico, que van aproximadamente de noviembre a abril.

Benedito dice que hasta las lluvias están diferentes, «con rayos que solo les falta caer dentro de casa». Y el calor más fuerte, que antes llegaba en septiembre, ahora se apresura, llega un mes antes. «Como dicen los caboclos: “No sé si la tierra subió o el cielo bajó, solo sé que hizo más calor”». El infierno está llegando a Gurupá.

Entre letanías y festejos, el vídeo muestra las tradiciones de Gurupá, donde las promesas de fe y protección resuenan con fuerza bajo el sol abrasador

Este reportaje, fruto de la colaboración entre SUMAÚMA e InfoAmazonia, ha contado con el apoyo del programa Voces para la Acción Climática Justa (VAC), que trabaja para amplificar acciones climáticas locales y pretende desempeñar un papel central en el debate global sobre el clima. InfoAmazonia forma parte de la coalición «Fortalecimiento del ecosistema de datos e innovación cívica en la Amazonia brasileña» con la asociación de Afro Envolvimento Casa Preta, el Colectivo Puraqué, PyLadies Manaus, PyData Manaus y Open Knowledge Brasil.


Reportaje y texto: Soll
Edición: Fernanda da Escóssia
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al ingles: Diane Whitty
Traducción al spañol: Meritxell Almarza
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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