El clima es una expresión de la vida. Pero lo olvidamos por nuestra cuenta y riesgo. Las terribles inundaciones y deslizamientos de tierra que han asolado recientemente el sureste de Brasil deben considerarse algo más que catástrofes naturales. Hay que reconocer que han sido provocados por el ser humano y que cuanto más erosionamos la Amazonia y otros pilares vivos del mundo natural, menos estable es el cielo que tenemos encima y el suelo que tenemos debajo.
Ahora que hemos entrado en una era de alteraciones climáticas, las calamidades de esta magnitud serán cada vez más frecuentes y afectarán a franjas cada vez más amplias de la sociedad. Los habitantes de las periferias pobres ya las sienten, porque se les ha empujado a vivir en los terrenos más vulnerables y degradados. Los urbanitas de clase media, por el contrario, hasta hace poco seguían viviendo en sus burbujas con aire acondicionado como si nada hubiera cambiado. Y los superricos, a su vez, estaban lo suficientemente informados como para prever el problema, pero respondieron de forma bastante egoísta: se construyeron búnkeres antiapocalipsis.
La última mortandad demuestra que ni siquiera el dinero puede garantizar una vía de escape. El sábado 18 de febrero, un diluvio monstruoso —en solo 9 horas llovió el doble de la media de todo el mes— provocó graves inundaciones y las laderas deforestadas se deslizaron sobre la carretera que conecta São Paulo y las cuidades turísticas costeras de São Sebastião, Ilhabela, Ubatuba y Bertioga. Al menos 65 personas murieron, 4.000 se vieron obligadas a abandonar sus hogares y un sinnúmero de paulistas adinerados que habían ido a refugiarse del ruido y las multitudes del carnaval quedaron aislados. Su escapada se convirtió de repente en un encierro. El pánico se apoderó de los veraneantes que empezaron a hacer compras. Hubo problemas de abastecimiento y los residentes informaron de que los precios del agua y otros artículos de primera necesidad se dispararon.
La solución no es simplemente quitar todo el lodo y reconstruir la carretera. Catástrofes como esta se producirán cada vez con mayor frecuencia a menos que la sociedad brasileña reconozca que tiene que restaurar la deteriorada infraestructura natural del país. A estas alturas de la historia de la humanidad, ese es el reto más acuciante al que se enfrentan todos los países. Si el siglo 20 fue la era del hormigón y el acero, el 21 debe ser la de plantar árboles y proteger los biomas esenciales para la estabilidad climática.
Casas destruidas por un deslizamiento de tierra en Barra do Sahy, en el litoral de São Paulo, tras una tormenta el fin de semana de carnaval. Foto: Rovena Rosa/Agência Brasil
La Amazonia, la Mata Atlántica, el Pantanal, el Cerrado, la Caatinga y la Pampa no solo absorben dióxido de carbono, sino que ayudan a regular las precipitaciones, la temperatura y la composición química del aire que respiramos. Los árboles desempeñan un papel importante, por supuesto, pero la mayor parte del trabajo lo realizan las formas de vida más pequeñas: las bacterias, billones de criaturas que reciclan constantemente, expulsan gases y garantizan que la atmósfera de la Tierra sea habitable. Cada vez que los humanos drenamos un pantano, talamos un bosque o pavimentamos una pradera, estamos debilitando esa capacidad.
En cambio, quienes protegen y nutren la selva tropical y otros centros de vida contribuyen a la estabilidad de este sistema global de soporte vital. Es un principio fundamental de la biogeoquímica moderna y de la ciencia del sistema Tierra, aunque muchos pueblos de la selva lo saben desde hace siglos. No en vano el intelectual indígena Davi Kopenawa Yanomami afirma que su pueblo «sostiene el cielo». Los forasteros creen que los indígenas son los guardianes de los árboles, pero ellos se ven más como parte de la selva y de la materia orgánica de este pilar viviente.
Así, vemos que la lucha por la Amazonia se da entre, por un lado, los que acaban con la selva en nombre de intereses de mercado individuales y cortoplacistas y, por otro, los que quieren fortalecer la selva en aras de una biosociedad viva, interdependiente y sostenible. Todo lo que ocurre en la Amazonia es, pues, una historia climática, una historia política y una historia de supervivencia.
Esto ayuda a enmarcar y explicar lo que, de otro modo, podrían considerarse meros descuidos, accidentes o incidentes de negligencia. Pongamos por ejemplo la última exclusiva de SUMAÚMA sobre la emergencia humanitaria en territorio Yanomami, provocada por la invasión de garimpeiros (mineros ilegales). La editora de reportajes especiales Talita Bedinelli revela que, ya en 2020, el gobierno de Jair Bolsonaro fue advertido por funcionarios de salud de que las comunidades Yanomami sufrían enfermedades, violencia, prostitución, alcoholismo y drogadicción como resultado de la afluencia de mineros. Su negligencia deliberada, que dio lugar a una investigación por genocidio, contribuyó a la muerte evitable de al menos 570 niños, información que publicó por primera vez SUMAÚMA y que ahora cubren medios de comunicación de todo el mundo. Talita también hace un seguimiento de las primeras medidas del gobierno de Lula para expulsar a los mineros ilegales y los continuos problemas a los que se enfrentan los jóvenes indígenas que caen bajo su dominio.
En otra parte de la Amazonia, la misma negligencia maligna del Estado pudo detectarse también en los asesinatos el año pasado del indigenista brasileño Bruno Pereira y del periodista británico Dom Phillips. En una entrevista publicada en esta edición, la viuda de Bruno, Beatriz Matos, dice a la directora de SUMAÚMA, Eliane Brum, que su marido no habría sido asesinado si el gobierno Bolsonaro no hubiera desmantelado los sistemas de vigilancia medioambiental del Estado ni hubiera, de hecho, dado vía libre a las bandas criminales. «Dejaron que las cosas llegaran a este punto [en el Valle del Yavarí] por negligencia, porque el gobierno de Bolsonaro no hizo cosas básicas. Es lo mismo que estamos viendo ahora con los Yanomami, su negligencia está quedando clara ante el mundo», dice Beatriz.
La antropóloga ha sido nombrada directora del Departamento de Protección Territorial y de los Pueblos Indígenas Aislados y de Contacto Reciente, del Ministerio de los Pueblos Indígenas. Días después de la entrevista, ella volvió por primera vez a la zona donde Bruno y Dom fueron asesinados. El viaje estuvo encabezado por la ministra Sonia Guajajara, y contó también con la presencia de la viuda de Dom, Alessandra Sampaio. Uno de los objetivos era llevar un mensaje: el Estado pretende recuperar la región de manos del crimen organizado.
Dom y Bruno se han unido a una inquietantemente larga lista de mártires de la selva, que han pasado a formar parte del folclore de los activistas por los derechos de la tierra y el medio ambiente. La misionera estadounidense Dorothy Stang, asesinada hace 18 años, figura ahora en el imaginario popular como jaguar y santa a la vez. El antropólogo Edimilson Rodrigues de Souza analiza su legado y su transmutación iconográfica.
La Amazonia parece atraer y alimentar a personajes más grandes que la vida y no todos ellos, ni mucho menos, están a favor de recuperar la selva. Algunos políticos locales defienden abiertamente las industrias destructivas y niegan los daños que causan a las personas, la tierra y los ríos. El alcalde minero de Itaituba, Valmir Climaco, por ejemplo, contrariando todo el conocimiento médico, insiste en que el mercurio contaminante que utiliza la minería es bueno para la salud. En una entrevista a SUMAÚMA, la periodista Catarina Barbosa le cuestiona por qué ha concedido tantas licencias mineras y ha ignorado el impacto que produce esta actividad en las comunidades indígenas.
En un plano más amplio, uno de los principales problemas es la escasa regulación del comercio de oro, que permite que el oro ilegal de los garimpeiros se mezcle con el legítimo. En un artículo de opinión, los profesores de Derecho del King’s College Octávio Ferraz y Thomas Bustamante le piden al presidente Lula que elimine una de las mayores lagunas legales revocando una cláusula que facilita la compra de oro extraído de tierras indígenas.
El nuevo gobierno también debe mitigar los impactos catastróficos de políticas que se implantaron en administraciones anteriores. El símbolo más concreto de los errores del pasado es la central hidroeléctrica de Belo Monte, la mayor de la Amazonia, aprobada por el gobierno de Dilma Rousseff (Partido de los Trabajadores) y que ahora está devastando el otrora rico ecosistema de la Vuelta Grande del río Xingú. La reportera de SUMAÚMA Helena Palmquist revela cómo una antigua cuna de peces se ha convertido en un cementerio debido a la alteración de los niveles de agua. Este es uno de los dos artículos con los que Helena contribuye a esta edición, junto con una conmovedora historia sobre la pérdida de una querida ceiba de 200 años en Belém. La tristeza de la ciudad es una prueba más de que la gente ama, valora y depende de la naturaleza mucho más de lo que aprecian los mercados y la mayoría de los medios de comunicación. Los árboles y otras expresiones vibrantes de la vida, junto con el clima, nos fortalecen el espíritu.
Gracias por estar con nosotros una vez más,
Jonathan Watts
Creador y director de relaciones internacionales de SUMAÚMA
Traducción: Meritxell Almarza
ZONA DEFORESTADA EN LA SELVA AMAZÓNICA CERCA DEL PARQUE INDÍGENA DE XINGU, EN EL ESTADO DE MATO GROSSO. FOTO: PABLO ALBARENGA/SUMAÚMA