Las personas que nacen en Estados Unidos están acostumbradas a autodenominarse “americanos”, dejando implícito, casi como un hecho consumado, que son las únicas ocupantes legítimas de América. La alternativa obvia, la palabra “estadounidense”, tiene un significado preciso, pero crea ambigüedad porque, en definitiva, tanto Brasil como otros países del mundo se constituyen nacionalmente como una unión de estados. Además, el término “estadounidense” omite el nombre del continente, sacándole a este pueblo del norte exactamente el topónimo que los distingue. Por otro lado, llamarlos “norteamericanos”, como todavía insisten algunos, es perder de vista que sus vecinos más cercanos, Canadá y México, integran la porción septentrional del continente. El problema se complica porque México está culturalmente mucho más cerca de sus vecinos latinoamericanos del sur que de los países de habla inglesa y francesa del norte.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué es ser latinoamericano? ¿Hay fundamentos compartidos entre todos estos más de veinte países o somos solo un agregado amorfo de sociedades dispares? ¿Qué huellas persisten todavía de la inmensa población indígena, estimada en 47 millones de personas, que habitaba nuestro continente antes de la invasión europea? ¿Qué memoria traemos de la avasalladora migración forzada que trajo a más de 10 millones de africanos a trabajar y a morir a estos pagos?
Comparemos Brasil y México, los dos países más grandes de la región.
A Brasil, el único país de habla portuguesa de toda América, se lo sigue definiendo por su historia colonial extractivista. El mismo nombre del pueblo brasileño remite directamente al doloroso trabajo brazal que se requiere para talar y exportar los durísimos troncos del árbol de palo brasil, lo que instaló la enfermedad de la mercancía a niveles avanzados ya a partir de 1511.
En los siglos XVI y XVII la región costera de Brasil se convertiría en la principal productora de azúcar del planeta, mediante la esclavización de Indígenas y africanos para realizar el brutal trabajo del monocultivo de la caña de azúcar, tan dulce de chupar y tan amarga de tragar. Luego vinieron el oro, las esmeraldas y los diamantes como excusa para tanto sufrimiento y muerte, permitiéndole a Europa una acumulación primitiva de capital que hasta la fecha sostiene su descarada riqueza material. Los taladores de palo brasil dieron lugar a los trabajadores en los cultivos de caña de azúcar y a los mineros ilegales, mientras la vida en esta parte del mundo se volvía cada vez más abyecta.
Ocupantes originarios del territorio y creadores de los senderos en la selva, numerosos pueblos indígenas migraron hacia muy lejos de los hombres blancos matadores y violadores, que invadían todas las tierras que podían y después se volvían a sus pueblos en la costa luciendo collares de orejas cortadas. De la misma manera, los africanos esclavizados rechazaron con vigor su implacable opresión, escapándose hacia más cerca de los Indígenas y fundando miles de quilombos [comunidades de descendientes de esclavizados africanos]que se mantienen hasta nuestros días. Son ejemplos de resistencia a la muerte y memoria viva de otra manera de convivir y bailar la danza cósmica, con una fe indestructible en el poder del tiempo, lo que la higuera acoge y enseña.
En 1822, con la declaración de la independencia de Brasil de Portugal y la creación del Imperio Brasileño, la bandera nacional incorporó ramas de café y tabaco, importantes productos de exportación en el siglo XIX, reforzando la vocación de un país extractor de riquezas naturales. Transformado en cafetalero y tabacalero, el pueblo brasileño siguió siendo rehén de la producción a una escala descomunal de las commodities [productos primarios] requeridas por el desarrollo del capitalismo global. Después fue el turno del cacao y del caucho. Los productos cambiaron, pero el proyecto de enriquecimiento desigual y opresivo se mantuvo intacto.
A pesar de la supuesta independencia, el dibujo de la bandera se mantuvo por opción personal del emperador, el fondo verde alusivo a la Casa de Bragança, el linaje monárquico del rey de Portugal y de su hijo predilecto, Don Pedro I. También se mantuvo el rombo amarillo, que representa la Casa de Habsburgo de Austria, familia de la emperatriz María Leopoldina. Esta verdadera bandera de la Dependencia se mantendría durante todo el Imperio, hasta que en 1889 un golpe militar finalmente derrocó y exilió al linaje de los Bragança. Aun así, los nuevos dueños del poder optaron por mantener los colores y formas de la bandera, en una evidente demostración de continuidad ideológica, incluso en la aparente ruptura.
El contraste con México no podría ser más evidente. El país hispanohablante más grande de América, con una población fuertemente mestiza, mucho más indígena que blanca o negra, trae en su nombre y su bandera, desde su independencia en 1821, huellas imborrables del pueblo conocido como Mexica o Azteca, es decir, de la etnia indígena predominante en el valle central de México cuando llegaron los invasores españoles. Actualmente la identidad azteca está presente en todas partes, tanto en el seleccionado nacional de fútbol como en uno de los principales bancos del sistema financiero. Los Mexicas fundaron su capital, Tenochtitlán, que luego daría origen a la Ciudad de México, en el lugar donde vieron, sobre un cactus, un águila dominando con sus garras a una temible serpiente de cascabel. Este fue precisamente el símbolo elegido para la bandera. Es como si Brasil se llamara Tupí y luciera un grafismo típico de esa cultura en su bandera.
Hoy, en pleno siglo XXI, Brasil sigue siendo uno de los líderes mundiales en la producción de azúcar, café, cacao, soja, etanol y naranjas, además de seguir siendo uno de los líderes mundiales en hambre, analfabetismo y aniquilación sistemática de los no blancos. Según el Instituto de Investigación Económica Aplicada (Ipea), la población en situación de calle se ha disparado en la última década y ha aumentado casi diez veces: en 2023 Brasil tenía 227.087 personas viviendo en la calle, en comparación con 21.934 en 2013. Si se incluye el número estimado de las personas no registradas, el Ipea calcula que la población en situación de calle de Brasil es de aproximadamente 281.000 personas.
Cotidianamente, la policía sigue ejecutando a jóvenes negros en las favelas del país, mientras en el campo avanza la masacre de líderes indígenas a manos de hacendados en connivencia con milicianos y policías. Fue lo que sucedió el 21 de enero de 2024 en la Tierra Indígena Caramuru-Catarina Paraguassu, en el sur del estado de Bahía, cuando el hijo de un hacendado disparó un tiro fatal contra Maria de Fátima Muniz, apodada Nega Pataxó, líder espiritual y profesora de los Pataxó Hãhãhãe. Su hermano, el cacique Nailton Muniz Pataxó, recibió un disparo en los riñones y hubo que operarlo, mientras que a otro Índígena le rompieron el brazo por la acción de unos 200 ruralistas. Exactamente un mes antes, el 21 de diciembre de 2023, había sido asesinado el cacique Lucas Pataxó, de 31 años, y la policía todavía no ha identificado a los agresores.
Una muerte similar fue la de la ialorixá Mãe Bernadete, líder quilombola y sacerdotisa del candomblé, asesinada con 25 disparos el 17 de agosto de 2023 en la región metropolitana de Salvador, seis años después de la muerte casi idéntica de su hijo Flávio Gabriel. Este es el sino de los Pataxó, los Yanomami, los Guaraní Kaiowá y de tantos otros pueblos indígenas. Este es el sino de los favelados y quilombolas de todo Brasil. Incluso cuando los crímenes se cometen a plena luz del día, los asesinos casi siempre permanecen desconocidos y libres para seguir matando.
Toda esta violencia refleja el espíritu de la indignante ley del Marco Temporal [hito temporal] una tesis jurídica aprobada por el Congreso brasileño en diciembre de 2023. El verdadero proyecto social en marcha desde hace más de medio milenio es el exterminio total de las 267 etnias indígenas del territorio brasileño. Lo mismo vale para las casi 6.000 localidades de quilombos que quedan, como lo demuestra la brutalidad del conflicto entre la Fuerza Aérea Brasileña y los Quilombolas de Alcântara, en el estado de Maranhão.
Brasil nunca se ha reconocido como indígena ni como africano, a pesar de que el 55,5% de su población se declare negra o mestiza. La sociedad que vampirizó la vida de tantas generaciones de personas esclavizadas sigue haciendo lo mismo con sus descendientes para enriquecer a un puñado de personas, casi todas blancas, muchas de ellas extranjeras que nunca han puesto un pie aquí.
Mientras tanto, la teología de la prosperidad avanza con ferocidad en su proceso de evangelización capitalista, tan eficaz en subyugar mentalmente a las personas más humildes, desarraigadas de su ancestralidad y completamente entregadas a la enfermedad de la mercancía y a la adoración al Dios Dinero. Amparadas por absurdas exenciones fiscales, estas iglesias siguen parasitando al pueblo y al Estado y resistiendo a las presiones del Ministerio de Hacienda para que simplemente paguen impuestos.
De donde nada se espera, realmente nada sale. El contingente de diputados y senadores del Congreso Nacional que produjo estas distorsiones tiene en sus filas casi prácticamente solo a hacendados, empresarios, pastores y patrones. Hombres blancos, ricos y poderosos, cínicos e inescrupulosos, herederos directos e indirectos de los colonizadores que siempre sacaron al máximo todo lo que pudieron y que siempre tuvieron ventaja en todo.
En este contexto de tierra arrasada, mucho mejor que celebrar elecciones periódicas para elegir a los parlamentarios sería sortear a las personas al azar, pero siguiendo la distribución sociodemográfica brasileña. Al menos tendríamos una representación estadísticamente legítima de Negros, Mestizos, Mujeres, Índígenas, Quilombolas, personas LGBTQIA+ y otras minorías actualmente excluidas.
Frente al abismo social que Brasil insiste en profundizar, resulta inspirador mirar hacia México, donde el Estado es laico desde 1857, se hizo la reforma agraria hace casi un siglo y los derechos constitucionales están siempre en boca del pueblo. Si algún día decidimos cerrar las venas abiertas de América Latina y liberarnos de la explotación de todos los tipos de gringos, será por la afirmación de nuestras raíces afroindígenas, que insisten en reverdecer la vida como una ceiba en la selva, una higuera en el cerrado, un cactus en el desierto.
Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O oráculo da noite y Sonho manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe mensualmente la columna Sembrar.
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Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Diane Whitty
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