Fotos: Pablo Albarenga
LA MUJER YANOMAMI SE SIENTA EN EL BANCO DE MADERA, ESPANTA CON LAS MANOS LOS MOSQUITOS QUE INSISTEN EN ACERCÁRSELE. El largo collar de cuentas amarillas le cruza los pechos descubiertos y le contornea la barriga de embarazada. Su hijo de 4 años se anida en su regazo, y ella lamenta su delgadez. “La malaria se lo ha comido”, explica. En la selva invadida y controlada por la minería ilegal, los niños como él mueren tras pasarse días o semanas con fiebre alta y vómitos ininterrumpidos. La desnutrición es una realidad desde hace años y se ha agravado en varias aldeas. En los territorios controlados por la minería ilegal, los pequeños Yanomami vomitan gusanos. Los medicamentos tardan en llegar o no llegan. Entonces la mujer empieza a contarnos lo que le da más miedo que el hambre y la malaria, más que que los niños vomiten gusanos. Nos cuenta qué les hacen a sus vaginas.
Foto: Pablo Albarenga. Imagens: mulheres Yanomami
El cuerpo de la mayor selva tropical del mundo, gran reguladora del clima del planeta, ha sido violado e invadido por unos 20.000 mineros ilegales en la Tierra Indígena Yanomami, un territorio de 9,6 millones de hectáreas ubicado entre los estados de Roraima y Amazonas, en el norte de Brasil, cerca de la frontera con Venezuela. Abren cráteres en el suelo, revuelven el lecho de los ríos con sus inmensas dragas, vierten heces, mercurio, gasolina y diésel en grandes cantidades en las aguas de la selva. Algunos utilizan armas militares y en algunas regiones se relacionan con facciones del crimen organizado, la narcominería. Y avanzan, ante las señales de omisión deliberada del Gobierno de Jair Bolsonaro.
En marzo, un centenar de garimpeiros se acercó a la aldea de esta mujer Yanomami en busca de oro. Instalaron seis balsas a una hora de su casa. Un joven de su comunidad fue con su esposa hasta el garimpo (mina ilegal). Con los ojos puestos en su mujer, un grupo lo estimuló a beber hasta que se desmayó.
“Estaba borracho, en el suelo, por eso le comieron la vagina”, cuenta. Y las violaciones continuaron. Un joven Yanomami, que hacía de barquero, atrajo a una adolescente de 17 años a una de las balsas. “Le dijo: ‘¡vamos a conseguir una escopeta para tu padre, yo quiero un motor [para la barca]!’”. Cuando ambos llegaron a la barca, los garimpeiros le dieron cachaza a la niña. Y un hombre violó su cuerpo. Y luego otro. Y otro. “Fueron muchos”, dice, mostrando con los dedos una cantidad que no sabe precisar.
Tras la violación colectiva, la familia de la adolescente recibió paquetes de arroz, frijoles, salchichas, harina y sardinas. No hay a quién denunciarlo. Y, aunque se formalizara una denuncia, sería muy difícil encontrar a unos hombres que entran y salen de la selva ilegalmente cuando y como quieren. En el territorio demarcado hace exactamente 30 años y que está bajo la protección constitucional del Estado brasileño, hay regiones controladas por la minería ilegal donde los jefes de los garimpos se han convertido en el Estado. En los casi cuatro años de presidencia de Jair Bolsonaro, esa realidad no ha hecho más que agravarse, sin que haya ninguna ofensiva consistente y realmente eficaz por parte del poder público. Ante la presión internacional, el Gobierno se limita a hacer operaciones pirotécnicas puntuales, en las que destruyen maquinaria y aeronaves durante 15 días, generan imágenes para la prensa, pero no cambian nada. En 2021 se hicieron tres. Este año, solo una, a principios de agosto, y los garimpeiros ya han vuelto.
La mujer finalmente nos pregunta en su lengua. Su voz contiene dolor e indignación: “¿Por qué los garimpeiros joden las vaginas de las mujeres Yanomami?”.
¿Por qué? ¿Cómo le respondemos esa pregunta a una mujer que es testigo de la destrucción de su mundo desde que el primer napëpë [blanco, extranjero, enemigo] puso los pies en la selva? ¿Por dónde empezar?
Ana Maria Machado me acompaña. Indigenista y antropóloga, es una de las pocas traductoras de una de las seis lenguas que hablan los Yanomami y convive con algunas comunidades desde hace 15 años. Entró con el equipo de reportaje porque buscamos la palabra exacta y queremos entender lo que vive el pueblo Yanomami en sus propios términos. Ni siquiera Ana estaba preparada para lo que escucha y presencia. Niñas que conoce desde que dieron sus primeros pasos han sido violadas y prostituidas, adolescentes a quienes vio crecer sobornan a sus amigos a cambio de teléfonos celulares. Es un mundo en disolución, y Ana sabe que, aunque los garimpeiros se vayan, sus marcas permanecerán, porque lo que está cambiando es una forma de ser selva y de estar en la selva, como señala el gran chamán Davi Kopenawa en un artículo de esta edición. Como la selva amazónica, los Yanomami pueden estar cerca del punto sin retorno. El exterminio que está en marcha no es solo físico, a través de armas de fuego, enfermedades y contaminación; también se está exterminando un modo de vida que plantó parte de la selva que ahora pisamos.
Sabíamos que sería muy difícil llegar a las regiones dominadas por la minería ilegal, porque los delincuentes controlan no solo la tierra, sino también el aire. Tienen información sobre todos los que llegan y hasta los equipos de profesionales sanitarios enfrentan dificultades para prestar asistencia. Hemos presenciado cómo la selva se ha convertido en un territorio controlado por una especie de milicia, como sucedió en las favelas y algunos barrios de grandes ciudades brasileñas, como Río de Janeiro. Y hemos visto cómo atraen a los adolescentes indígenas de la misma forma que, primero el tráfico de drogas y después las milicias formadas por exintegrantes de las fuerzas de seguridad públicas, atraen a los niños negros de los barrios urbanos. Eso está ocurriendo en este momento. Ante la escasa respuesta del poder público, la principal resistencia es la de líderes como Davi Kopenawa, organizaciones como la Hutukara Asociación Yanomami y activistas socioambientales.
Los datos que hemos obtenido por medio de la Ley de Acceso a la Información muestran que, desde julio de 2020, los ambulatorios que funcionan dentro del territorio Yanomami se han cerrado 13 veces, ya sea por las amenazas que han sufrido los profesionales de salud o por los conflictos armados provocados a menudo por los garimpeiros. En Homoxi, unos garimpeiros expulsaron al equipo sanitario y transformaron el lugar en un depósito de combustible para sus aeronaves. En estos momentos, 5 de los 37 puestos de salud del territorio están cerrados, sin ningún profesional de salud. Eso significa 3.485 indígenas abandonados sin asistencia en un momento de explosión de enfermedades.
Cuando necesitan atención urgente, los Yanomami que tienen celular se ven obligados a pedir a los garimpeiros si pueden utilizar la conexión de internet que el propio crimen organizado ha instalado. Desesperados, piden ayuda a la Secretaría Especial de Salud Indígena (Sesai). El único helicóptero disponible para asistir a los Yanomami a menudo está averiado, según cuentan los profesionales sanitarios, mientras las decenas de aeronaves de los garimpeiros surcan el cielo ilegalmente sin problema. En la región de Xitei —donde el puesto de salud está cerrado desde hace cinco meses, por tercera vez desde mediados de 2020—, los datos oficiales muestran que 7 niños murieron el año pasado por falta de atención médica. En todo el territorio Yanomami, 46 niños menores de cinco años perdieron la vida el año pasado por falta de diagnóstico y tratamiento. Según la asociación Hutukara, en 2022, desde finales de julio hasta ahora, han muerto otros ocho niños.
Desde que el precio del oro se disparó, las facciones criminales empezaron a incluir esa materia prima en su cartera de negocios ilegales y se abalanzaron sobre regiones como el territorio Yanomami. A menudo cuentan con la complicidad de algunos funcionarios y el apoyo de una parte de las élites locales, cuya relación con la selva está marcada por el extractivismo depredador. Si hay 28.000 indígenas, los invasores son unos 20.000, según los cálculos de organizaciones no gubernamentales, y la tendencia es que esta cifra aumente. Tienen armas capaces de hacer frente a la Policía Federal y a la Fuerza Nacional. El Sistema de Control de la Minería Ilegal en la Tierra Indígena Yanomami, de la Hutukara Asociación Yanomami, muestra que actúan en áreas que afectan a 273 de las 350 aldeas, provocando impactos en regiones ocupadas por el 56% de la población Yanomami.
¿Qué les queda a las mujeres, adultas y niñas, principales víctimas de todas las guerras? ¿Cómo empezar a responder a la pregunta de la mujer Yanomami?
Ella vive en la región de la Misión Catrimani, una de las áreas que pertenecen a la Tierra Indígena Yanomami. Ya no nos es posible llegar a su casa sin correr el riesgo de morir. El dominio de los garimpeiros se ha extendido hasta allí y controlan la entrada. En cada región a la que planeamos llegar, las personas que Ana Maria conoce desde hace más de una década nos avisan que, si entramos, podremos no salir. Los Yanomami están sitiados y sus voces, cada vez más silenciadas. Para cruzar esa barrera sin convertirnos en víctimas, como les sucedió recientemente al indigenista brasileño Bruno Pereira y al periodista británico Dom Phillips, ejecutados en junio en el Valle del Yavarí, otra región invadida por el crimen organizado, buscamos una solución. Con el apoyo del Instituto Socioambiental (ISA), una de las mayores organizaciones no gubernamentales brasileñas, sacamos en avión a las mujeres de los territorios afectados y las llevamos a Demini, una región liderada por el chamán Davi Kopenawa, donde podrían relatar lo que viven y ser escuchadas sin peligro. Pusimos en marcha una compleja operación periodística en un territorio de guerra, una guerra cuyas fuerzas son tan desiguales que la palabra más exacta sería masacre.
Llevamos a otro grupo de mujeres a una finca cerca de la capital del estado de Roraima, Boa Vista, cuyo principal monumento es una estatua de un garimpeiro. Una vez allí, les pedimos que dibujaran lo que escuchan, ven, sufren. Son los dibujos que ilustran este reportaje junto a las fotos de la tercera persona del equipo de Sumaúma, Pablo Albarenga. Como tienen que volver al territorio que controlan los delincuentes, no podemos identificarlas para que no corran el riesgo de ser ejecutadas, al igual que sus familias y comunidades. Pablo tiene la difícil misión de documentar la realidad dramática del territorio Yanomami en imágenes sin identificar a las mujeres. La solución que encontramos es juntar las fotos y los dibujos. Cada foto de este reportaje asocia una mujer a su interpretación personal de cómo las afecta la minería. Es la imagen que ellas revelan al mundo con el rostro que tienen que ocultar.
Una lleva una vieja camiseta blanca y una falda negra corta. En casa siempre va con una tanga de lana y collares de cuentas que adornan su cuerpo, pero ahora está en la ciudad, siguiendo un tratamiento. Ella se empeña en pintarse cinco rayas rojas de pasta de urucú en el rostro minutos antes de la entrevista. Se trata de un gesto de autoafirmación y afirmación de su identidad indígena, pese a saber que su rostro no aparecerá. Las mujeres de la selva utilizan el pigmento del fruto amazónico para arreglarse, perfumarse y también como protector solar. Cuando está lista, hace el dibujo con el que empieza este reportaje, los penes desproporcionados que estampa salen de sus pesadillas y ocupan el papel. La mujer indígena cuenta que, hace cinco meses, tuvieron que sacarla de la aldea y llevarla urgentemente a un hospital de la ciudad. “Perdí a mi hijo en la barriga. Nació muerto en el hospital”. Se encoge en la silla. Es el tercer aborto seguido que sufre en los últimos años. Antes, tuvo dos hijos, que ahora tienen 20 y 9 años. Los abortos espontáneos, indeseados, son inusuales en la vida de mujeres como ella. O lo eran.
Es imposible saber la causa exacta de la muerte de sus hijos sin una investigación. Pero el mercurio que se utiliza en la minería ilegal para separar el oro de las rocas puede provocar la malformación del feto. “El metal contamina los animales acuáticos y acaba siendo ingerido por las personas cuando se alimentan. Después, se extiende por todos los órganos y tejidos del cuerpo”, explica Paulo Basta, investigador de la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz). En 2014, lideró un estudio que ya denunciaba la alta contaminación por esta sustancia en los cuerpos de los Yanomami. Otro estudio, publicado en agosto de este año también por la Fiocruz, estima que el 45% del mercurio que se utiliza en la minería ilegal se vierte en los ríos y arroyos de la Amazonia sin ningún tipo de tratamiento o cuidado. A principios de 2021, los investigadores recogieron muestras de peces en el río Uraricoera, que cruza el territorio Yanomami y es uno de los más afectados por la minería ilegal. Descubrieron que, de cada 10 peces, 6 presentaban niveles de mercurio por encima de los límites estipulados por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Una persona contaminada con mercurio puede tener alucinaciones, convulsiones, dolores de cabeza constantes y pérdida de visión y audición. Además de perder el feto, las gestantes expuestas a esta sustancia pueden tener hijos que tardarán en sentarse, gatear, dar los primeros pasos, hablar y aprender. Será un daño que atravesará generaciones, ya que el mercurio puede permanecer en el medio ambiente durante 100 años. “Lo que sucede con los Yanomami es una crisis sanitaria y humanitaria sin precedentes”, afirma el científico.
Y otra pregunta que no sabemos ni por donde empezar a responder: ¿por qué la mujer que dibuja penes desproporcionados fue condenada a sufrir tres abortos? ¿Por qué está condenada a temer el próximo embarazo tanto como teme la proximidad de los hombres dueños de los penes que dibuja? ¿Quién hará que estos criminales paren de violar los cuerpos de las mujeres, los ríos y la selva?
Basta sobrevolar el territorio Yanomami para ver que el cuerpo de la selva está lleno de heridas abiertas, cráteres y lodo revuelto que han engullido los árboles. El marrón avanza sobre el verde. La imagen se parece al daño que hacen las bombas lanzadas desde el cielo. Un único agujero llega a ocupar hasta 300 hectáreas de selva. Piense en 422 campos oficiales de fútbol juntos y tendrá una imagen aproximada. En agosto, el último mes del que hay datos disponibles, la deforestación provocada por la minería ilegal ya alcanzaba las 4.411 hectáreas, equivalentes a 6.000 campos de fútbol.
En el suelo, la violencia huele. “El agua apesta”, cuenta una Yanomami de la región de Parima. Los garimpeiros están cerca de su aldea y vierten sus excrementos en el río, donde su comunidad se baña, pesca y utiliza el agua para beber y cocinar. “Ellos hacen caca en el agua y nosotros tenemos diarrea”, relata. “Cuando no había mineros, estábamos bien. Pescábamos cangrejos y peces sanos, bebíamos agua muy buena, pero ahora está mala. Si los mandaran bien lejos, si el agua volviera a estar limpia, ¿los peces estarían buenos otra vez?”, pregunta.
Fotografia: Pablo Albarenga, Desenhos: mulheres Yanomami
Esta no es la primera invasión en masa del territorio Yanomami. A finales de la década de los ochenta, 40.000 hombres se dispersaron por toda la región. Llevaron virus, bacterias y armas de fuego. El resultado fue el exterminio del 14% de la población. De esa época, la principal documentación es de Claudia Andujar, fotógrafa que se convirtió en una de las principales voces que difundió la masacre del pueblo Yanomami en la prensa internacional. Xawara es como los Yanomami llaman a la ola avasalladora de enfermedades que matan a su pueblo. En aquel momento, el territorio no estaba demarcado y la conmoción mundial fue determinante para que la Tierra Indígena Yanomami se homologara en 1992, siete años después de la redemocratización de Brasil y cuatro después de la primera Constitución que reconocía los derechos de los pueblos originarios.
Davi Kopenawa Yanomami, cuya familia —incluyendo a su madre— fue diezmada por el sarampión que habían traído años antes unos misioneros evangélicos, se convirtió en la voz de su pueblo. A queda do céu (La caída del cielo), el libro que escribió con el antropólogo francés Bruce Albert, se ha convertido en un hito en la literatura mundial y un punto de inflexión en la antropología. Es el testimonio de un chamán del avance colonizador en el cuerpo de la selva, en el cuerpo de los seres de la selva. Es también el testimonio de un humano de la selva sobre el colapso climático. Los chamanes aguantan el cielo, pero los chamanes están muriendo a manos de los napëpë y sus xawara. La expresión poética de Kopenawa se alinea con la mejor ciencia, al mostrar que la acción de la selva, ese ente complejo de alta tecnología formado por el intercambio constante de tantos vivientes, es quien “crea” el cielo, o la atmósfera terrestre. Si deja de existir como selva debido a la destrucción acelerada que está en marcha, el cielo “cae”.
La demarcación de la Tierra Indígena Yanomami y la redemocratización de Brasil, tras una dictadura empresarial y militar que duró 21 años y transformó la selva en un cuerpo para explotarlo de forma predatoria, significaba una posibilidad de cambiar la manera de tratar la naturaleza y a los pueblos que jamás se separaron de ella. Pero los gobiernos democráticos no fueron capaces de estancar —o no quisieron— la destrucción de la Amazonia. A lo largo de las últimas décadas, la selva y sus pueblos han sufrido ataques de la minería ilegal, de grandes empresas mineras transnacionales, de la agroindustria, de las madereras y de los ladrones de tierras públicas. Y usurpación, debido a grandes obras gubernamentales, como hidroeléctricas, carreteras y ferrocarriles. Antes de las invasiones de los buscadores de oro, en 1973, durante la dictadura, la abertura de la carretera Perimetral Norte marcó el momento en que los contactos esporádicos con los Yanomami pasaron a ser masivos. Algunos indigenistas señalan que la carretera supuso el inicio del holocausto que vive uno de los pueblos más complejos del planeta.
Más de 40 años después, Jair Bolsonaro, notorio defensor de la dictadura, y el actual Congreso, dominado por representantes de los intereses de la agroindustria y de la minería depredadora, ha aumentado y acelerado la destrucción de la selva en un momento en que el colapso climático provoca fenómenos cada vez más extremos. Exponente de la nueva extrema derecha mundial, Bolsonaro ya fue garimpeiro cuando estaba en el Ejército. Al asumir la presidencia, en 2019, promovió el desmantelamiento de las estructuras de los órganos que inspeccionan los delitos ambientales en el país, a la vez que estimuló la explotación de la selva en sus discursos públicos. “Por mí, abro el garimpo,. Existe un proyecto para permitir el garimpo en tierras indígenas”, dijo en 2020. Durante la campaña, ya dejó claro cuáles serían sus banderas: “Pueden estar seguros de que, si llego [a la presidencia], no habrá dinero para las ONG. Si de mí depende, todos los ciudadanos tendrán armas de fuego en casa y no se demarcará ni un centímetro para reservas indígenas o para los quilombolas [descendientes de esclavos africanos]”, afirmó en un acto público. La promesa de no demarcar ni un centímetro más de tierras indígenas la ha cumplido a rajatabla. La ley para permitir la minería en tierras indígenas está en trámite en el Congreso.
La actuación de Bolsonaro provocó varias comunicaciones a la Corte Penal Internacional por genocidio indígena. Durante la pandemia, llegó a vetar el acceso al agua potable a los pueblos originarios, entre otras decisiones que impidieron combatir eficazmente la covid-19 y resultaron en la muerte de algunos de los principales líderes indígenas de Brasil. En el caso de la etnia Juma, murió el último anciano de su pueblo. La pandemia también alejó de la selva a las organizaciones no gubernamentales que defienden la naturaleza y a sus pueblos, pero no alejó a los depredadores. Al contrario. La frase “Los destructores de la Amazonia no teletrabajan” se hizo famosa en varias lenguas.
Las pandemias como la de covid-19 están relacionadas con la deforestación de la selva y otros biomas: los virus que antes estaban contenidos en la vegetación llegan hasta los humanos cuando pierden su hábitat. Aun así, en Brasil la pandemia se utilizó para expandir todavía más la destrucción de la Amazonia. Dos meses antes de que Bolsonaro asumiera el poder, en octubre de 2018, el proyecto de la asociación Hutukara que controla la deforestación provocada por la minería ilegal señalaba una devastación de unas 1.200 hectáreas en áreas demarcadas. En diciembre de 2021, casi dos años después del primer caso de covid-19 en Brasil, la destrucción se había más que doblado, llegando a 3.272 hectáreas. En 2022, hasta agosto, la actividad ilegal ha consumido 1.100 hectáreas más de selva. Otro control, realizado por el Gobierno Federal, señala que solo en enero de este año se emitieron 216 alertas de deforestación por extracción minera dentro de territorios indígenas, casi siete al día. Hay casos todavía más alarmantes: en la región de Xitei, el área deforestada aumentó un 1.101% entre diciembre de 2020 y el mismo mes de 2021.
Vectores de varias enfermedades, los garimpeiros y su fuerza de destrucción han multiplicado la malaria en el territorio Yanomami. Una mujer de la región de Hakoma cruza los brazos sobre el pecho, cierra los ojos con fuerza y sacude todo el cuerpo. Es como explica la fiebre de más de 40 grados que tuvo al contraer la enfermedad. Cuenta que se quedó en poremu, que significa en un estado de fantasma o espectro, porque su imagen vital se vio afectada. No conseguía hacer nada, ni siquiera podía levantarse de la hamaca. En su aldea, la medicaron y se recuperó. Un tiempo después, volvió a tener malaria, su cuadro se agravó y tuvieron que llevarla al hospital de Boa Vista.
Desde su casa, en la aldea, escucha todo el día el ruido de las máquinas de extracción de oro que trabajan en la selva. “Po-po-po-po-po-po-po”, cuenta. Con los puños cerrados, marca el ritmo que se ha vuelto cotidiano. El ruido no cesa ni cuando cae la noche. “Bajan muchos aviones. En el lugar donde hacen los agujeros, bajan escopetas, cartuchos, sábanas, comida, combustible, esas cosas”, explica. Los datos obtenidos mediante la Ley de Acceso a la Información muestran un aumento avasallador de la enfermedad. Entre 2018, cuando el número de mineros ilegales se disparó en el territorio, y 2021, los casos de malaria aumentaron un 105%. Si en 2014 hubo 2.928 casos, en 2021 el número alcanzó los 20.394. Por lo menos 15 personas murieron el año pasado, diez eran niños de 1 a 9 años.
El medicamento que se utiliza para tratar la enfermedad causada por uno de los tipos de protozoos, el Plasmodium vivax, no está disponible en Brasil, según admite un comunicado técnico del propio Ministerio de Salud, de junio de este año, conseguido en exclusiva por la agencia de periodismo independiente e investigativo Amazônia Real. Se trata de la cloroquina, falsamente divulgada por Jair Bolsonaro como un antídoto para combatir precozmente la covid-19. Además de dar una falsa sensación de seguridad ante la pandemia, la mentira que difundió el presidente brasileño provocó que faltara un medicamento esencial para combatir la malaria, lo cual empeoró la tragedia para los indígenas. “La salud está en colapso”, define Júnior Hekurari Yanomami, presidente del Consejo Distrital de Salud Indígena Yanomami (Condisi). “No hay medicamentos para los gusanos, no hay cloroquina, el hambre está llegando. Nuestra historia está siendo interrumpida.”
Con la enfermedad, llegaron el hambre y la desnutrición. El modo de vida tradicional de los Yanomami implica pasarse la mayor parte del tiempo cultivando la tierra, recolectando frutos y otros alimentos de la selva, además de pescar y cazar. Cuando una gran parte de la población se enferma, se pierde la cosecha y no se recolecta. La contaminación de los peces y otros animales de los ríos con mercurio y otras sustancias tóxicas agrava la situación de inseguridad alimentaria. Con la invasión de miles de hombres, que construyen poblados a la fuerza en la vegetación, los animales que podrían ser cazados desaparecen. Es una destrucción en cadena del sistema alimentario de un pueblo, que ve cómo su modo de vida milenario de repente se vuelve imposible. Y se ve obligado a mendigar comida a sus verdugos, en general alimentos ultraprocesados. El precio que pagan siempre es muy, muy alto.
“Nuestra cosecha se inundó. Había mucha agua. Las yucas se pudrieron. Mi nieto dice que tiene hambre”, dice otra mujer Yanomami. “No tenemos yuca, por eso yo y mi marido hemos venido a la ciudad [para intentar conseguir canastas básicas de alimentos]. Nuestra nueva cosecha todavía es pequeña. Todos los niños han adelgazado, por eso estoy muy triste”. Vive en Palimiu, donde la deforestación aumentó un 228% entre diciembre de 2020 y el mismo mes de 2021. Cuenta que los garimpeiros utilizan una manguera para drenar agua para las máquinas que separan el oro y luego vierten el líquido contaminado en la selva.
En abril de 2021, un grupo de Yanomami de Palimiu impidió que una embarcación de los invasores pasara frente a la aldea e incautó 990 litros de combustible que llevaban a la explotación minera ilegal. Los mineros que venían en otra embarcación dispararon contra los indígenas. Después de aquel episodio, se produjeron otros nueve ataques a tiros, hasta agosto del año pasado. En uno, dos niños se perdieron de sus parientes. Los encontraron muertos en el río, con indicios de ahogamiento.
En otras aldeas, sin embargo, la entrada de garimpeiros se ha producido sin resistencia. Muchas veces, los hombres de la comunidad indígena llaman a los invasores. En 1500, cuando los primeros invasores portugueses llegaron a Brasil, se produjo el clásico intercambio de baratijas con espejitos por oro. El mismo intercambio se repite ahora, más de cinco siglos después, en el territorio Yanomami y en otras regiones amazónicas. Algunos jóvenes indígenas se alían a los destructores a cambio de la versión contemporánea de los espejitos, que va desde cachaza a teléfonos baratos. Desde hace poco, también quieren oro. Davi Kopenawa suele denominar a los blancos “el pueblo de la mercancía”, porque les gustan las cosas, las baratijas, y las cambian por la vida. Este gusto por las mercancías empieza a seducir a los adolescentes Yanomami.
Hay relatos de que algunos jóvenes Yanomami sobornan a niñas que empiezan a menstruar para que mantengan relaciones sexuales con los garimpeiros en los prostíbulos que montan en los campamentos. Los relatos de alcoholismo entre los indígenas debido a estas corruptelas de la minería se han multiplicado. Suelen comprar bebida con lo que cobran trabajando con los mineros. “Cuando quieren comprar cachaza [en el bar del campamento], compran y vuelven borrachos”, dice una de las mujeres que entrevistamos. Estos campamentos se están convirtiendo en poblados, con comercios y cabarés, y, si siguen el modelo de colonización de Brasil y el Estado no se lo impide, pronto habrá pequeñas ciudades totalmente ilegales dentro de la Tierra Indígena Yanomami, una afrenta sin precedentes a la Constitución brasileña y a las leyes internacionales.
Una de las mujeres que entrevistamos todavía es una niña. Calza unas chancletas rosas número 30, que normalmente calzan menores de seis años que tienen una estatura considerada normal para su edad. Ella tiene 18, pero mide menos de 1,20 metros y habla tan bajito que a veces cuesta entenderla. Está en Boa Vista, pero no recuerda cómo llegó.
Vivía en un campamento minero ilegal, cerca de su aldea, y dormía con otras tres niñas Yanomami, dos de 14 y una de 13, en la terraza de una casa de madera. Dice que era un “lugar de mujerzuelas”. Un joven de su comunidad le convenció a huir de casa con su prima, y se quedaba allí por la comida. A su hermanastra, de 14 años, ya se la habían llevado antes. Mantenía relaciones sexuales con los invasores a cambio de arroz, galletas, fideos y azúcar.
Las mujeres no indígenas dormían dentro, pero las adolescentes Yanomami colgaban las hamacas afuera. En el campamento, enfermó de malaria. Sin ayuda, se desmayó y los garimpeiros abandonaron su cuerpo en su aldea. Los Yanomami llamaron al servicio de emergencia, y fue trasladada en avión a la UCI de Boa Vista. Y, así, despertó sola en la ciudad. Agarrada a un chupetín rosado, la pequeña Yanomami no admite que se prostituye, solo afirma que las demás se prostituyen. No sabe que existen los preservativos.
En la aldea Demini, la artista Ehuana Yaira Yanomami, que nos ayudó a traducir otras lenguas Yanomami, vive en uno de los reductos de la selva donde todavía no ha llegado la minería ilegal. Ella y sus dos hermanas aparecen en la única fotografía en que las mujeres muestran la cara. Ehuana escucha el sonido de los guacamayos y de las hojas que se balancean con el viento. Anda entre los árboles que conoce desde niña y se abre camino con un machete para llegar a un tramo del río donde los peces vuelven a aparecer. Con ella van las mujeres con las que nos hemos encontrado, llegadas de regiones corroídas por la minería. Ese momento reencuentran un modo de vida que se distancia, allí recuerdan lo que les arrancaron. En la comunidad, organizan una pesca colectiva con hojas de timbó que sacan de sus tierras. La hierba tóxica, macerada y mezclada con tierra, se echa al río para que los peces se asfixien temporalmente. De esta forma, flotan y se pueden capturar fácilmente. Los movimientos precisos de los muchachos y hombres con sus flechas y de las chicas y mujeres con sus machetes y cestos, garantizan el alimento. Repiten allí los gestos de sus ancestros, mientras la amenaza se acerca a Demini.
“Cuando nos despertamos, un poco antes del amanecer, a veces pensamos: ‘¿tendré que arrancar la yuca ahora temprano? No tenemos tapioca (tortilla de fécula de yuca), ¡pasaremos hambre!’. Y salimos a recolectar yuca. Pero antes comemos un poquito, mientras esperamos que claree. Comemos un poco de banana antes de salir, no salimos con hambre. Cuando vamos a recolectar yuca nos llevamos a nuestras hijas, los hombres no vienen. Después llevamos leña a casa, para poder cocinar. Es así como nuestro pensamiento nos hace actuar. Si al despertar queremos adentrarnos en la selva, si nos hemos ido a dormir con hambre y queremos pescar, vamos a recoger hojas de timbó. Traemos las hojas y pescamos. Cuando volvemos a casa con los pescados, los cocinamos y nos los comemos y, con la barriga llena, nos tumbamos en la hamaca. Después nos duchamos y, al final del día, cuando ya está anocheciendo, volvemos a alimentar a la familia. Si hay carne de caza, comemos un poco”.
Este es el día a día contado por una mujer de Demini. Las mujeres de la aldea se visten diariamente con tangas de lana roja, que les cubren la vagina, y collares de cuentas cruzados en el pecho, con los senos libres para nutrir a sus hijos menores siempre que quieran. Como casi todas las mujeres Yanomami, tienen de tres a seis hijos y siempre van con el menor a cuestas, con una especie de cabestrillo, y rodeadas por los otros pequeños. Recorren a pie los caminos de la selva que bordea la comunidad, conocen el nombre de cada árbol, planta o insecto que vive allí. Detestan ir a la ciudad al médico, prefieren el frescor de la selva, de donde algunas nunca han salido. La selva es casa, alimento, medicina, agua, luz y sombra. Una vida que se basta porque está inmersa en un intercambio constante con todo lo que está vivo. Las familias conviven sin paredes que las separen. Charlando en las hamacas, las mujeres sueltan carcajadas. Sin embargo, saben que su mundo está en convulsión. Y, si sigue así, el cielo caerá.
Allí, en Demini, la tierra del chamán Davi Kopenawa, no están en peligro, todavía no. Pero tienen miedo. Las que han llegado para contar el mal que avanza en la selva las llenan de presagios. “En el futuro, los blancos acabarán con nosotros”, dice una. “Los napëpë han corrompido a los Yanomami.”
Las mujeres de Demini observan con temor los grandes moxi xawarapë, la expresión Yanomami para “penes llenos de enfermedades”, dibujados por las visitantes. Saben lo que los napëpë y sus moxi xawarapë les reservan a las mujeres indígenas. Una verbaliza: “Si los garimpeiros nos comen el ano, nos van a hacer sufrir. Van a matar a nuestros hijos y se van a comer la vagina de nuestras hijas”.
Ninguna sabe responder a la pregunta de por qué se comen las vaginas de las mujeres Yanomami, por qué invaden la selva y sus cuerpos, por qué las violan a ellas y a la tierra. La respuesta no llega ni siquiera en susurros. Ese misterio brutal solo los napëpë lo conocen.
Editora: Eliane Brum
Traducción del Yanomami: Ana Maria Machado y Ehuana Yaira Yanomami
Traducción portugués-español: Meritxel Almarza
Asesoría antropológica: Ana Maria Machado
Infografía: Rodolfo Almeida
*Sumaúma ha contado con el apoyo del Instituto Socioambiental (ISA) para hacer este reportaje.
QUÉ DICE EL GOBIERNO DE BOLSONARO:
La Fundación Nacional del Indígena (Funai), organismo responsable de la protección de los pueblos indígenas de Brasil, afirmó que el territorio Yanomami cuenta con cinco Bases de Protección Etnoambiental (BAPE) de la fundación: Serra da Estrutura, Ajarani, Walo Pali, Xexena y Korekorema. «Todas estas unidades se encargan de llevar a cabo acciones permanentes y continuas de protección, inspección y vigilancia del territorio, así como de frenar las actividades ilegales, controlar el acceso y hacer un seguimiento de las acciones sanitarias, entre otras actividades», señaló el organismo. Sin embargo, según el Ministerio Público Federal, las bases de Walo Pali, Serra da Estrutura y Xexena fueron el resultado de acciones civiles públicas que promovió el propio ministerio, lo que significa que la Funai hizo las bases después de que la Justicia la obligara. La de Ajarani fue la única que no se ejecutó por vía judicial. La base de Korekorema, que de acuerdo con la Funai está funcionando, está vacía, según el fiscal Alisson Marugal, titular de la oficina de defensa de los derechos y las minorías en Boa Vista. En marzo de este año, la Justicia Federal impuso una multa diaria de 10.000 reales (unos 2.000 dólares) a la Funai por no haber reactivado todavía esa BAPE.
La entidad también destaca que «se llevaron a cabo varias acciones conjuntas en colaboración con los organismos ambientales y las fuerzas de seguridad pública competentes, especialmente en el Plan Operativo de Acción Integrada, coordinado por la Secretaría de Operaciones Integradas del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública». La operación, sin embargo, solo se llevó a cabo tras una demanda presentada por el Ministerio de Público Federal. El año pasado se realizaron tres operaciones. Este año, la primera tuvo lugar solo en agosto. «Estas operaciones duran 15 días, tienen muy buen resultado. Pero el garimpo se reconstruye fácilmente», afirma el fiscal. «La situación ha tomado unas proporciones gigantescas. El Gobierno tendría que hacer que un avión, durante seis meses, controlara los puntos logísticos, como las rutas de vuelo y los puertos fluviales», añade.
El Ministerio de Defensa y las Fuerzas Armadas, responsable de la vigilancia de las áreas fronterizas, como la tierra Yanomami cerca de Venezuela, informó en un comunicado que realiza análisis especializados que sirven de base para las acciones de otros organismos, y que en mayo de este año lanzó los primeros satélites del Proyecto Lessonia, cuyas imágenes se utilizarán para apoyar la lucha contra la minería ilegal. El Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos se limitó a declarar, ante la información sobre los abusos a las mujeres Yanomami, que la «Defensoría Nacional de los Derechos Humanos está preparada para recibir las denuncias de los pueblos tradicionales, incluidos los pueblos indígenas» y que la cartera «ha actuado de forma continua para recibir y remitir las demandas indígenas y las denuncias de violaciones de derechos humanos que llegan a este organismo». El Ministerio de Salud no ha querido hacer comentarios al respecto.