La herramienta creada para ayudar a que los países cumplan las metas de reducción de la contaminación ha suscitado un interés creciente entre las empresas de la Amazonia. Entiende los motivos
¿Por qué hablamos de esto?
En el debate sobre el cambio climático, pocos asuntos despiertan más pasiones que los llamados créditos o bonos de carbono. Algunos piensan que son la llave de una caja fuerte maravillosa donde hay miles de millones que podrían destinarse a Brasil. Pero otros sienten aversión por el comercio de carbono y afirman que «el mercado no es capaz de responsabilizarse de la vida en el planeta» y que se está poniendo en venta la naturaleza. Ni tanto ni tan poco: los créditos de carbono son solo una herramienta para facilitar que se cumplan las metas climáticas del Acuerdo de París. Como cualquier herramienta, pueden utilizarse bien o mal.
¿Qué es el carbono?
Para entender los créditos de carbono hay que entender primero qué es el carbono. Las actividades humanas, como la deforestación y la combustión de gasolina y gasóleo, emiten un exceso de gases que atrapan el calor de la Tierra en la atmósfera. Son los llamados gases de efecto invernadero. El principal es el dióxido de carbono, o CO2. En las cantidades adecuadas, es crucial para la vida en la Tierra. Pero en los últimos 200 años, tras la Revolución Industrial y con el aumento de la deforestación en la Amazonia y otras selvas, ha habido una sobredosis de gases de efecto invernadero en el planeta. Las temperaturas medias suben y el tiempo se vuelve inestable, con sequías y tormentas extremas. La gente sufre y muere, sobre todo en las periferias y en las comunidades más pobres, que tienen menos estructura para protegerse de las catástrofes.
¿Y cómo puede solucionarse?
Tras la Cumbre de la Tierra, que tuvo lugar en Río de Janeiro en 1992, se firmó un acuerdo internacional para evitar las peores consecuencias del efecto invernadero: la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. En 1997, en Kioto (Japón), representantes de más de 190 países elaboraron un protocolo para implementar la convención. El Protocolo de Kioto obligaba a los países desarrollados a reducir, hasta 2012, sus emisiones de gases contaminantes en un 5,2%, respecto a los niveles de 1990. En 2015 se firmó el Acuerdo de París, que establece que todos los países deben reducir sus emisiones para evitar que la Tierra se caliente más de 1,5 °C en comparación con el período anterior a la Revolución Industrial.
¿Y dónde entran los créditos de carbono?
El acuerdo de Kioto aportó una serie de facilidades para que los países cumplieran sus objetivos. Por ejemplo: si una nación concreta necesita reducir las emisiones en un volumen determinado, pero resulta demasiado caro hacerlo internamente, podría comprar una parte de la reducción a otro país en el que reducir las emisiones fuera más barato, siempre que éste ya hubiera superado su propio objetivo.
Para citar un caso completamente hipotético, supongamos que un cierto año Alemania y Portugal tuvieran cada uno la meta de reducir 100.000 toneladas de CO2. Alemania solo pudo reducir 95.000; pero Portugal sobrepasó su meta y logró reducir 105.000 toneladas; entonces Portugal podría vender esas 5.000 toneladas que redujo de más como «crédito» a Alemania. Para la atmósfera, da igual que el CO2 se emita en un país o en otro: lo que importa es que, en total, se hayan reducido 200.000 toneladas. Por lo tanto, el crédito de carbono es un derecho a contaminar comercializable entre naciones que tienen que cumplir metas de reducción de emisiones.
Pero ¿por qué esas transacciones reducen las emisiones?
El mercado del carbono en sí no elimina ni un gramo de gases de efecto invernadero del aire: se limita a mover ese carbono de un lado a otro según las leyes de la economía, adonde resulte más barato y eficiente reducirlo. Al hacerlo, sin embargo, contribuye a estimular la difusión y el abaratamiento de las tecnologías limpias. ¿Cómo? Un ejemplo es lo que sucedió en la ciudad de São Paulo, cuando a principios de la década de 2000, São Paulo instaló centrales de generación de energía en sus vertederos, que quemaban el metano que emitía la descomposición de los residuos y utilizaban el gas para producir electricidad. Si el metano no fuera quemado, iría directo a la atmósfera, pero al capturarlo para generar energía, São Paulo hizo un aporte adicional al combate a la crisis climática–puesto que sin este proyecto la contaminación habría sido 28 veces superior– y pudo emitir créditos de carbono en el mercado internacional. Así, en un círculo virtuoso, recibió dinero que se pudo invertir en proyectos similares, diseminando la generación de energía limpia en otros vertederos e impidiendo más emisiones de metano.
¿Qué tipos de mercado de carbono existen?
El Acuerdo de París de 2015 creó un mercado de carbono –mundial y regulado–, que aún no se ha puesto en marcha. Los mercados todavía son nacionales o regionales, como el European Trading Scheme (ETS), restringido a los países de la Unión Europea.
Después de París, se creó un mercado regulado, que aún no ha empezado a funcionar, que se divide en dos: los intercambios de créditos entre países (regulados por el artículo 6.2 del acuerdo) y los créditos generados por proyectos (regulados por el artículo 6.4). En esta segunda modalidad, cualquier institución pública o privada puede lanzar créditos de carbono al mercado, siempre que pasen por el tamiz de una autoridad internacional y que el país que acoge el proyecto deduzca los créditos vendidos de su propia meta.
Hay, asimismo, otro tipo de crédito de carbono que queda fuera de las normas del Acuerdo de París: el del llamado mercado voluntario. En este segmento, las empresas u organismos públicos que quieren transmitir una buena imagen a los accionistas o cumplir requisitos para obtener certificaciones internacionales de buenas prácticas financian proyectos de reducción de emisiones en otras regiones o países. En estos casos, no existe regulación ni control por parte del poder público, lo que puede facilitar el fraude.
¿Dónde entra la Amazonia en todo esto?
Pues bien, la selva tropical almacena el equivalente a 442.000 millones de toneladas de CO2, algo comparable a ocho años de emisiones mundiales. Reducir la deforestación es, por tanto, una forma eficaz de reducir las emisiones. Es mucho más barato evitar la emisión de una tonelada de CO2 dejando de talar árboles en cualquier área de la selva que, por ejemplo, cortando esa misma tonelada disminuyendo el fuel que calienta a los europeos en invierno.
La Amazonia, por tanto, se ve como una fuente para generar créditos de carbono a través de la Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación forestal (REDD+). Ya hay varios proyectos de REDD+ en marcha en la región, todos ellos en el mercado voluntario. Estos proyectos están certificados por entidades privadas y pueden compensar a estados, municipios o comunidades que eviten o reduzcan la deforestación o recuperen áreas forestales. También hay proyectos en los que propiedades privadas reivindican la emisión de créditos renunciando a la deforestación que pueden hacer legalmente (20% de la superficie en selvas que están dentro de propiedades particulares en la Amazonia).
El gobierno brasileño también dirige el mayor proyecto de REDD+ del mundo, el Fondo Amazonia, a través del cual Noruega y Alemania hacen aportaciones a Brasil siempre que el país mantenga las tasas de deforestación por debajo de un determinado umbral. Pero ninguno de estos proyectos permite a los países o a las empresas donantes, o que compran «créditos», descontar de sus metas de deforestación las emisiones reducidas.
¿Es buena idea utilizar los bosques para generar créditos?
Varias organizaciones de la sociedad civil, como Greenpeace, están en contra. Argumentan, no sin razón, que la venta desenfrenada de créditos forestales baratos daría vía libre a los países ricos para seguir quemando combustibles fósiles y no realizar la transformación necesaria en su forma de producir y utilizar la energía. Greenpeace no está sola: el gobierno brasileño siempre se ha opuesto a utilizar los proyectos de REDD+ como mecanismo de crédito para compensar las metas de los compradores (lo que se conoce como offset, que en inglés significa «compensación»).
También existe el riesgo de que se creen incentivos perversos: como las zonas con mayor riesgo de deforestación generan más créditos (ya que su protección es «adicional», es decir, en ausencia del proyecto la zona se deforestaría), eso podría desincentivar la reducción de la deforestación en el entorno de un proyecto de carbono en estas zonas.
¿Dónde ha funcionado bien el mercado del carbono?
El mejor ejemplo de mercado de carbono que funciona en el mundo no está relacionado con las selvas: es el ETS, el mercado europeo, que se puso en marcha en 2005 y en el que participan los sectores económicos que generan emisiones en el continente: la energía y la industria. En el mercado europeo, las empresas reguladas tienen un límite anual de emisiones (cap) y pueden comercializar permisos de contaminación entre ellas. Las que contaminan por encima del límite reciben multas importantes, por lo que existe un incentivo para comercializar (trade) esos permisos. Las que reducen más en su propia cadena de producción pueden vender créditos a las que no han podido reducir emisiones y no quieren ser multadas. Según la Comisión Europea, el ETS ha conseguido reducir las emisiones de las empresas participantes en un 35% entre 2005 y 2021, lo que no habría sido posible si no existiera este mercado.
¿Dónde ha empeorado la situación?
Cada dos por tres, algunos proyectos de créditos de carbono salen en los periódicos por denuncias de fraude, falta de adicionalidad (es decir, se paga a proyectos que no eliminan o evitan más emisiones de las que habría sin el proyecto) o el llamado «robo verde» de tierras públicas, como mostró SUMAÚMA en junio de 2023. Una investigación llevada a cabo por el periódico The Guardian en 2022 mostró que el 95% de los créditos de carbono forestal certificados por la mayor empresa del mundo de este tipo podrían estar «podridos», es decir, podrían no reflejar reducciones reales de deforestación. Cuando, por ejemplo, las empresas petroleras los utilizan como compensación, estos créditos falsos significan más emisiones y más calentamiento global.
Ilustración: Hadna Abreu
Verificación: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza y Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Montaje de página: Érica Saboya