Periodismo desde el centro del mundo

Ana Mirtes da Silva Santos y su hijo Samuel, de 10 años, en la puerta de casa en la favela de Chuvisco, en la zona sur de São Paulo. El domingo, finalmente soleado, sonríe. Foto: Isabella Finholdt/SUMAÚMA

Ana Mirtes da Silva Santos se exprime contra un viejo fogón de cuatro quemadores dentro de su casa de madera. Intenta evitar una gotera. En esa único espacio, donde la sala y la habitación están separados por una tabla sin puerta, guarda su vida y la de Samuel, su hijo de 10 años. Hay un lavabo, una mesa, un televisor, una bicicleta, un frigorífico, una cama de soltero donde ambos duermen, una manta cuadriculada que cubre la ventana en lugar del vidrio, algunas prendas de ropa. Sobre el suelo de cemento, retazos de lo que un día fue una alfombra, empapados por las gotas que se cuelan por la teja agujereada. Se puede sentir el agua bajo los pies. Ana llora al contar que, el día anterior, cuando la lluvia tampoco dio tregua, la camiseta se le quedó empapada sin ni siquiera salir a la calle. Cuando Ana llora, su llanto es también el desahogo de muchos dolores acumulados. Desde que la pandemia hizo escasear las casas donde limpiaba, hay días en que su hijo y ella comen arroz con lechuga o una papilla de harina de maíz. Cuando la comida no llega para los dos, ella escoge alimentar a su hijo e irse a dormir con hambre. «El estómago ruge», dice.

Es el martes de la semana antes de las elecciones más importantes desde la redemocratización de Brasil. El domingo siguiente el país decidirá en las urnas si el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) Luiz Inácio Lula da Silva y el ultraderechista Jair Bolsonaro se enfrentarán en una reñida segunda vuelta. Ana Mirtes no puede escoger. La pobreza le ha secuestrado el derecho básico de elegir a quién le gustaría que liderara el país. Ana prefería el candidato del PT, pero no fue a votar porque necesitaba el dinero del transporte que la llevaría al colegio electoral para llenar el estómago. Dos horas después de que se abrieran los colegios, se vio en el dilema de votar o comer. Fue la misma decisión que tuvieron que tomar muchos de sus vecinos, que contribuyeron a que el nivel de abstención de estas elecciones fuera el mayor desde 1998: el 20,95% no compareció a las urnas.

A quien vive la indignidad de no saber cómo va a alimentarse todos los días no le queda tiempo de preocuparse con quién va a dirigir el país. No garantizar el derecho a la alimentación es una violación constitucional, pero en las callejuelas de la favela de la zona sur de São Paulo sobran historias que exponen los malabarismos que se hacen para buscar comida. Las donaciones de canastas básicas proporcionan arroz, frijoles, fideos, aceite, harina de trigo y de maíz. Pero solo llegan 35 al mes para 500 familias, explica una líder comunitaria de la favela de Chuvisco, que organiza una rotación entre las familias más necesitadas. Para conseguir frutas y verduras, muchos recurren a la buena voluntad de quienes tienen puestos en los mercados ambulantes, que regalan lo que les queda al final. La proteína hay que comprarla. Generalmente son huevos o salchichas, más baratos.

La favela es el retrato de un Brasil hambriento, donde solo 4 de cada 10 familias tienen pleno acceso a la comida, según los datos de la Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Red Penssan), publicados en junio. En la forma más grave de la denominada inseguridad alimentaria, cuando no se hacen todas las comidas del día, se encuentran 33,1 millones de brasileños, un nivel equivalente al de los años 90. En el país que en 2014 salió del mapa del hambre de las Naciones Unidas, en poco más de un año (entre finales de 2020 y principios de 2022), 14 millones de personas dejaron de hacer todas las comidas diariamente. Los datos indican que el 15,4% de las familias no desayunan diariamente, el 10% no almuerza cada día y el 19,9% a veces no tiene qué cenar. Otra categoría incluye a quienes, aunque no pasan hambre diariamente, no tienen garantizado el acceso a los alimentos: 3 de cada 10 familias relatan esta angustia cotidiana de no saber cómo será el día siguiente.

La inseguridad alimentaria volvió a empeorar en Brasil a partir de 2016, explica Rosana Salles Costa, investigadora de la Red Penssan. Los recortes económicos del Gobierno de Michel Temer, el aumento del desempleo y la desestructuración del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria —que controlaba y proponía políticas públicas para esa área y fue destituido el primer día del Gobierno de Bolsonaro— hicieron que Brasil llegara fragilizado a la pandemia. Las políticas bolsonaristas, que retrasaron la vacunación contra la covid-19, agudizaron la crisis económica. Se creó el escenario perfecto para que aumentara el hambre.

El tema ha vuelto al centro del debate en estas elecciones. Bolsonaro sustituyó el programa social Bolsa Familia por el Auxilio Brasil, de 600 reales (115 dólares), que corre el riesgo de bajar a 405 reales (78 dólares) el año que viene, según la previsión del presupuesto federal de 2023. Y prometió anticipar el pago de este mes para antes de la segunda vuelta, para agradar a los electores más pobres. Por otro lado, Lula discute incluir en su programa de Gobierno la propuesta del excandidato a la presidencia Ciro Gomes a cambio de su apoyo, que consistiría en implementar una renta básica de mil reales (193 dólares). Pero Rosana Salles Costa, que también es profesora del Instituto de Nutrición de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), destaca que, para erradicar el hambre, no basta solo con tener un programa de transferencia de renta. Hay que tener una política de gobierno que incluya, además de la obvia mejora económica, la congelación de los precios de los productos de la canasta básica, por ejemplo, que en solo el último año han subido entre el 13,4% y el 26,54% en las capitales brasileñas, según el Departamento Intersindical de Estadística y Estudios Socioeconómicos (Diesse). En São Paulo, un trabajador que cobra un sueldo mínimo (233 dólares) se gasta el 69,31% de su renta en comprar productos básicos de alimentación.

En septiembre, Ana Mirtes cobró por primera vez los 600 reales del Auxilio Brasil. «El dinero no alcanza para nada», dice. «Solo el gas cuesta 125 reales [24 dólares]. Yo utilizo un ebullidor para ahorrar», explica. Y señala una resistencia de ducha eléctrica colgada encima de la pila, donde calienta el agua antes de ponerla al fuego, para acelerar el proceso de cocción. Un remiendo peligroso, que puede incendiar su vivienda y la de todos los vecinos. Además de comida, también hay que comprar ropa, medicamentos, productos de higiene personal. Todo eso en un Brasil con los precios disparados. «Si no tuviéramos las canastas básicas y el mercado ambulante, no sé qué haríamos», se desahoga. Ana revuelve la basura de los alrededores en busca de latas vacías para vender, pero ante el aumento de la competencia, a veces tarda dos semanas en reunir las 70 unidades que forman un kilo, vendido a seis reales (1,15 dólares).

Rafael Damasceno, Ritiele Patriste y su hija Ana Clara, de 1 año. Sin esperanza en el resultado, Rafael decidió no votar. Foto: Isabella Finholdt/SUMAÚMA

En otra casa a algunas calles de distancia, Rafael Damasceno, de 27 años, también desistió de votar el 2 de octubre. «Lo pensé mucho. Pero estos políticos solo prometen. Y solo roban», afirma. Los días antes de las elecciones, llegó a plantearse comparecer a las urnas, pero quería aprovechar el domingo de sol para poder vender caramelos en un semáforo, ya que la lluvia incesante de toda la semana no se lo había permitido. Pero poco antes del almuerzo, celebró que había cobrado 150 reales de trabajar como repartidor de comida a domicilio. Con el dinero, compró carne, al fin, y patatas. Se quedó en casa para almorzar con su mujer y sus cuatro hijos. Calculó que tenía la proteína garantizada hasta el jueves. Pero, aun así, votar no entró en sus planes porque no tiene ninguna esperanza de que su vida cambie con el resultado de las urnas.

El martes antes de las elecciones, su mujer, Ritiele Patriste, de 23 años, abrió el refrigerador y le mostró los estantes casi vacíos. En el último había dos grandes zanahorias ya ennegrecidas. Más arriba, una botella de agua y una olla de presión con algunos frijoles cocidos. En la puerta, un pote de mostaza con manteca y un único huevo, que había sobrado del día anterior. Aunque en el armario tenía algunos paquetes de frijoles, azúcar, arroz, fideos y aceite —de una canasta básica que había recibido hacía unos días—, para la proteína del almuerzo solo tenía aquel huevo para los seis integrantes de la familia. Cuando supo que había cobrado seis reales (1,15 dólares) de la empresa para la que reparte comida, Rafael decidió comprar nueve huevos para complementar la comida.

Antes de la pandemia, trabajaba de jardinero y la familia vivía de forma más estable. Pero lo despidieron y pasó a formar parte de la masa de 9,7 millones de desempleados del país, según los últimos datos que divulgó el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Sin dinero para comprar una bicicleta para repartir comida, necesita esperar a que la de su tío, que también es repartidor, quede libre. Por eso no trabaja todos los días y no sabe exactamente cuánto dinero cobrará. Hasta el mes pasado, su familia solo conseguía alimentarse cuando le daban una canasta básica. Las frutas y verduras se las regalaban en el mercadillo. Pero el dinero para complementar la alimentación tenía que salir del trabajo de repartidor o de la venta de caramelos en el semáforo. «Cuando no tenemos nada, nos vemos obligados a pedir a los vecinos. A recoger latas, a revolver la basura», explica Ritiele.

En septiembre, también consiguió cobrar por primera vez los 600 reales del Auxilio Brasil, «que mejoró un poco las cosas». Pero el dinero no cubre todos los gastos con cuatro niños de entre 1 y 7 años. Además del gas, la luz y el agua, tienen que comprar leche, pañales, productos de higiene y ropa. Lo que garantiza que sus hijos coman todos los días con cierta calidad es la escuela. «Prefiero llevarlos, porque allí desayunan y almuerzan. Cuando llegan a casa, solo tenemos que darles alguna cosita». Pero aquella semana lluviosa, en que las callejuelas se transformaron en arroyos y fue necesario hacer equilibrios sobre tablones de madera para caminar sin mojarse, los niños tuvieron que quedarse en casa.

No tener acceso a todas las comidas a menudo puede perjudicar el aporte de nutrientes fundamentales, como vitaminas, proteínas y minerales, que hacen funcionar el metabolismo. Al cuerpo le falta energía para realizar las actividades del día a día, especialmente las físicas. El sistema inmunológico se debilita y se vuelve más susceptible a enfermedades infecciosas.

Dependiendo de la gravedad y del tiempo que uno pasa hambre, pueden quedar comprometidos los huesos y los músculos, explica Inês Rugani, profesora del Instituto de Nutrición de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ). Los niños son más vulnerables todavía. La falta de nutrientes esenciales puede desacelerar el crecimiento. Si ocurre durante los dos primeros años de vida, cuando el sistema nervioso está en formación, la capacidad cognitiva puede verse perjudicada, lo que conllevaría una dificultad mayor a la hora de aprender e interactuar con el mundo. El hambre, por lo tanto, es una marca que uno llevará toda la vida, aunque en el futuro tenga comida en abundancia.

Camila, Joyce y su madre, Andrea Gomes de Souza, cruzan el área cercana a un arroyo de camino al colegio electoral. Foto: Isabella Finholdt/SUMAÚMA

En la calle de entrada a la favela, el domingo de las elecciones, salían de su casa de tres habitaciones las hermanas Camila, de 24 años, Joyce Cristina, de 18, y su madre, Andrea Gomes de Souza, de 43. Recién duchadas y con el pelo mojado, cruzaron la favela y continuaron en fila india por un camino que pasaba junto a un muro apuntalado con maderas. A cada tramo, tenían que decidir si pasaban por debajo o si saltaban la tabla. Un cálculo que tenía que ser preciso, ya que un tropiezo podía hacer que los pies, calzados con sandalias de dedo, acabasen dentro del agua mezclada con residuos de desagüe que corría al lado.

Era casi mediodía y el grupo había decidido votar. Empezaba ahí una caminata de 50 minutos. Casi al final del trayecto, Andrea desistió. Acababa de descubrir que el colegio donde había votado los últimos años, en medio del barrio de clase media Campo Belo, había sucumbido a la especulación inmobiliaria. Se había convertido en un edificio. La página del Tribunal Superior Electoral indicaba que su sección electoral ahora quedaba a varios kilómetros de distancia de allí. Como Joyce todavía no tiene cédula de electora, solo Camila, con su hija Ana Vitória, de 1 año y 8 meses, en brazos, consiguió llegar a la urna electrónica en otro colegio un poco más allá.

Su padrastro la había convencido de que votar era importante, por eso se había sacado la cédula de electora este año. Apretaría el número 13, de Lula, pero no sabía que también tendría que escoger a dos diputados, un senador y un gobernador. Caminaba solo con algunas galletas de agua y sal en el estómago. En la macabra yincana de la alimentación, hay días de suerte, como la tarde anterior, que pudieron comprar bistecs después de que su cuñado consiguiera algún dinero con la venta de cables de cobre. Y hay días de mala suerte absoluta, que no hay qué comer y lo único que se puede hacer es dormir, a la espera de un mañana mejor.

Foto: Isabella Finholdt/SUMAÚMA

«El hambre duele. Duele la cabeza, duele el estómago. Lo que siento es tristeza en el corazón», dice Camila. Desde el inicio de la pandemia, y ahora con la pequeña, ha sido difícil arregláselas con trabajitos en el supermercado o de niñera, como hacía antes. Por suerte, su hija ha conseguido una plaza en la guardería pública, donde hace todas las comidas, explica mientras cruza el barrio rico donde vota. Un hombre blanco mira a Ana Vitória y pregunta, riendo: «¿La vas a dar en adopción? ¡Yo la quiero!». La joven madre responde con rabia: «¿Me vas a adoptar a mí también?».

Camila dejó la sección electoral sin emocionarse. La urna le pareció complicada, pero consiguió confirmar sus votos. Desde ahí iría a visitar a su sobrina, que vive con su padre en otra favela y cumplía años ese día. No sabía qué tendría para cenar cuando volviera a casa.

Traducción de Meritxell Almarza

 

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