Periodismo desde el centro del mundo

El collage digital Árbol del Tiempo, de la artista Indígena Vivi Kariri, está realizado con una fotografía de Samuel Macêdo que retrata a un niño del pueblo Kamakã Mongoió en Brumadinho, Minas Gerais

¿Cuál ha sido la última catástrofe climática en el planeta, o en su país, en su región, en su barrio? Quizás cuando mis palabras les lleguen a los ojos u oídos, otro fenómeno extremo nos habrá atravesado. Y no solo los afectados directos sufren el impacto emocional. Nosotros también nos preguntamos: ¿tenemos tiempo? ¿Aún podemos soñar?

El dolor de tantos dolores me llevó a soñar, y este texto lo viví en el despertar, en ese momento entre el sueño y la vigilia. El primer sueño llegó en forma de canción, pero solo se me quedó la repetición de la estrofa de Paulinho Moska: «Meu amor, o que você faria se só te restasse um dia? Se o mundo fosse acabar, me diz o que você faria» (Amor mío, ¿qué harías si solo te quedara un día? Si se acabara el mundo, dime, ¿qué harías?).

¿Qué podemos y qué perdemos cuando no existe el mañana? ¿Vamos, paramos… o caemos? ¿Caemos en la satisfacción inmediata? ¿En el placer? ¿Paramos en el miedo, la tristeza, la resignación?

Me dediqué a esa frase que se repetía. Si no existe el mañana, ¿se puede hacer? ¿Se puede desear? ¿Aún podemos soñar?

Este pasaje me hizo querer reflexionar con ustedes sobre lo rápido que hemos acortado nuestro tiempo de mundo. ¿Cómo se dio el movimiento de salir de la negación, del estado de «el cambio climático es un problema del futuro» al «se acabó, ya está», ha llegado el fin del mundo?

Y eso me lleva al segundo momento de mi despertar. Estábamos en el auge del cielo cubierto de humo en São Paulo, me desperté con una frase, la anoté en un libro que tenía en la mesita de noche y me volví a dormir. Por la mañana, leí: «La opción subversiva de soñar».

La había escrito en la última página de African cosmology of the Bântu-Kôngo, de Fu-Kiau, filósofo congoleño de referencia en los estudios sobre las filosofías africanas, traducido recientemente al portugués por Tiganá Santana. No sabía que en ese libro también hablaba de los sueños. La palabra que designa al intérprete de sueños en las cosmologías bantú-kongo también puede entenderse como «persona que profundiza en el corazón».

Esta persona interpreta los sueños de la comunidad y algunos los presenta a un consejo comunitario. Fu-Kiau explica que en nuestros sueños hay advertencias, mensajes y que, a través de ellos, aprendemos sobre salud, política, las personas, nuestro territorio y el presente, el pasado y el futuro. Necesitamos sueños para pensar sobre el «futuro de la humanidad y del mundo», afirma.

Conocí a este autor por sugerencia de una querida amiga, Veridiana Machado, que también me presentó el Tiempo en el candomblé angola [variante de origen bantú del candomblé, una de las religiones de matriz africana presentes en Brasil]. El Tiempo del que hablo aquí es un nkisi [objeto que contiene energía espiritual], es divino, «uno de los dioses más bellos», como cantaba Caetano Veloso en Oração ao Tempo.

En 2012, conocí el Tiempo en su día, 10 de agosto, en Salvador, en una fiesta para él, y entendí que, cuando el Tiempo es sagrado, lo respetamos, no lo aceleramos, no lo atropellamos. El tiempo no se acaba, se mueve en espiral, como dijo [la poeta, ensayista y dramaturga afrobrasileña] Leda Maria Martins. Es principio, medio, principio, como enseñó [el filósofo, poeta y líder quilombola] Antônio Bispo. Es al Tiempo-Rey a quien Gilberto Gil canta: «Vejam como as águas de repente ficam sujas/[…] tudo agora mesmo pode estar por um segundo» (Miren qué sucias se ponen las aguas de repente/[…] todo ahora mismo puede durar un segundo). 

Y es al Tiempo, «tambor de todos los ritmos», a quien pide: «Transforma las viejas formas de vivir».

Hace unos años, invité a mi amiga Veridiana a hablar sobre el Tiempo. Ella hablaría del Tiempo en el candomblé angola. Yo, del tiempo lógico del psicoanalista Jacques Lacan. En ese encuentro, dijo: «Creo que mis ancestros resistieron porque pensaban con ese Tiempo, porque sabían que para ellos se acababa, pero que continuarían en nosotros». Y luchamos y resistimos cuando sabemos eso.

Nuestro tiempo está hecho de ayeres, y los futuros dependen, necesariamente, de nosotros. La linealidad cronológica que nos hace pensar que el tiempo es una recta evolutiva, como si supiéramos lo que ha sido y tuviéramos algún control sobre lo que está por venir, es tan prepotente como ilusa. Otra artimaña de la subjetividad occidental que aplana nuestra experiencia de mundo.

En este momento que vivimos un tiempo crítico, que exige acciones inmediatas y cambios radicales, pensar sobre el Tiempo me parece fundamental. Abrirnos a las temporalidades de tantas otras culturas nos ayuda a reflexionar sobre este acortamiento de tiempo que estamos viviendo ahora, de la noche a la mañana.

Aunque ningún científico, ecologista o representante comunitario haya dicho «se acabó, ya podemos desistir», es curioso que hayamos oído mucho más las ideas de «fin del mundo» que el «postergar» que convoca Ailton Krenak [líder y filósofo Indígena brasileño]. En la misma línea, Carlos Nobre, referente mundial en la ciencia del clima, dijo recientemente: «Tenemos que sentirnos con ánimos, no podemos entregar el futuro del planeta, el futuro de nuestras generaciones». Pero los titulares recortaron una frase: «La enfermedad del planeta Tierra somos nosotros, la humanidad».

Este recorte no es justo con Carlos Nobre, que sabe que el problema no es la humanidad como un todo, sino el sistema económico y el proceso de colonización, ese modo de vida que explota y extermina todo lo que es diferente de sí mismo, que mata la selva en muchos sentidos. Generalizar a la humanidad como culpable y no responsabilizar a los criminales que deben ser nombrados hace imposible el castigo e invisibiliza a la parte de la humanidad que resistió sosteniendo mundos y construyendo selvas.

También es importante decir que tampoco debemos llevarlo a la culpabilización individual. Esta noción del tiempo tan precaria está relacionada con la difusión colonial de una comprensión de mundo estrecha, de monocultivos, que individualiza nuestros cuerpos, ataca el hacer comunitario y produce cada vez más desamparo.

Cuando perdemos la comunidad, es mucho más fácil que nos dejemos llevar por la resignación que, en este momento, se está apoderando de gran parte de la población. De hecho, solos ante un problema de escala planetaria, nada es posible, y es en este sentido que puede ser vital escuchar a la selva, una interlocutora que sabe muy bien qué se produce con la diferencia.

Gabriela Alves, compañera de los Talleres de Sueños que organizamos con activistas socioambientales y cofundadora de Perifa Sustentável, un instituto comprometido con la organización de jóvenes por la justicia racial y ambiental, me dijo mientras hablábamos de sueños y resistencia: «Mari, tenemos que fijarnos en la TPI [tierra negra de los indígenas]». Esa tierra extremadamente fértil la crearon los pueblos amerindios de la región amazónica en colaboración multiespecie con seres vivos y no vivos a lo largo de miles de años. Así es, una tierra hecha de restos, cenizas, trozos de alimentos, animales, hojas secas y cerámicas que dieron lugar a un compost aún más fértil miles de años después. ¿Qué tipo de temporalidad experimentaba esa parte de la humanidad que hace hoy para los que vienen después?

Muchos estudios recientes han demostrado que parte de la Selva Amazónica es fruto de la acción humana y su biodiversidad está estrechamente relacionada con la diversidad de pueblos que han vivido y gestionado ese territorio, como aún lo hacen. Fue esa humanidad, formada por diferentes pueblos, la que construyó ese lugar imprescindible para que sigamos vivos. Esa humanidad sabe componer mundos. Por eso, cuando [el líder Indígena y chamán] Davi Kopenawa Yanomami, representante de esta selva, dice que hay que soñar para sostener el cielo, ¿qué puede ocurrir si nos tomamos en serio este llamado?

Mi investigación sobre los impactos de la emergencia climática en la subjetividad comenzó en 2019, en el primer año del gobierno de extrema derecha en Brasil. En 2022, ya sufríamos muchos efectos visibles del calentamiento del planeta, pero no se hablaba tanto de ello como hoy. Yo me preguntaba: ¿cómo es posible? ¿Qué es este silencio? ¿Acaso la gente está soñando lo que no puede ver?

Es más, basándonos en el potencial anticipatorio de los sueños, ¿podrían ayudarnos a vivir lo que está por venir?

Puesto que los sueños están más allá de las fronteras, son subversivos en cuanto a categorías, cuando en sueños puedo ser un árbol, volar como un Águila, cuando no hay principio, medio y fin, cuando puedo sentir afectos que no son míos, ¿podrían ofrecer importantes aperturas para hacer frente y, quizás, para comprometerse con esta causa que solo puede ser colectiva? ¿Podrían ayudarnos a confeccionar posibilidades de vínculo, de reconstrucción de comunidades, de lidiar con la brecha Naturaleza-Cultura y tantos otros binarismos que han desgarrado nuestra subjetividad?

Muchos grupos, durante la pandemia o incluso antes, en períodos de guerra, reconocieron la dimensión social de lo que soñamos y se dispusieron a escucharlos como testimonios inconscientes de una época. Entonces se me ocurrió: si la gente sueña con lo que estamos viviendo en el planeta, sería importante compartir ese contenido, formar una red. La gente ya estaba viviendo la amenaza del calentamiento global, pero de una forma muy desamparada, y necesitamos saber que no estamos sufriendo ni soñando solos.

Así surgió Jacarandá: Soñar en Red, un proyecto que se propone escuchar «sueños de mundo», ofreciendo un espacio para que las personas puedan tener a quién contar sus sueños, pero también para contribuir a una colección que comparta lo que se sueña colectivamente.

Como se trataba de un trabajo que tenía el deseo de llegar no solo al mundo académico, me resultó difícil ponerle un nombre. Estuve un tiempo dándole vueltas, hasta que se me ocurrió: tengo que soñar ese nombre.

Muy generosamente, esa misma noche, me visitó un sueño.

Estaba en casa: familiares, desconocidos y yo, de pie, hablando con copas en la mano, como si fuera un cóctel, una fiesta. De repente, una Serpiente gigante, brillante, morada y rosa, con dibujos geométricos, entra en la estancia. Me quedé perpleja porque sabía que era un ser encantado, pero luego me invadió el miedo, no dejaba de mirar la ventana cerrada, la puerta cerrada, y de pensar… ¿por qué rendija ha entrado?

Ella sigue moviéndose por la estancia y yo grito: «¡Es un Jacarandá! ¡Es un Jacarandá!». Pero nadie me oye. Entonces la Serpiente devora lentamente un trozo de la casa y se marcha. Llamo la atención de los demás sobre lo que acaba de ocurrir, pero todos siguen charlando, de pie, distraídos, con la copa en la mano. La Serpiente vuelve a entrar y yo grito: «¿Es que no lo ven? ¡Es un Jacarandá!».

Ella se come otro trozo de la casa y se va. Cuando abro la boca para decir que la Serpiente volverá, y que, cuando no quede nada que comer, nos devorará, me despierto.

En este sueño, miro una Serpiente y nombro un árbol, intento llamar a la gente, grito para decir que nuestra casa está siendo devorada, pero nadie me oye. Siguen distraídos en la fiesta y yo me desespero sola.

A veces queremos olvidar una pesadilla, pero, tanto en el psicoanálisis como en las comunidades Indígenas, es mejor no quedársela para sí. Muchos de los sueños que hemos recibido en el proyecto Jacarandá tienen este contenido de horror que te hace despertar.

Nuestros sueños a menudo nos hacen ver antes de comprender, representan el horror, lo traumático, antes de que hayamos conseguido hablar de ello. Y estas imágenes esbozan lo impensable de lo que vivimos.

Temperaturas récord, la Amazonia ardiendo —repito, la Amazonia ardiendo— y sus ríos secándose. Llamas que llegan hasta nuestras ventanas. Ciudades inundadas como nunca antes —repito, como nunca antes—. Lo surrealista y la ciencia ficción han llegado a la vida real y cotidiana, y no podemos normalizarlo, pero tenemos que pensar cómo podemos afrontarlo sin enfermar o querer escapar.

Además de esta función de ver antes incluso de vivir, tener a alguien a quien contarle estos sueños puede desempeñar un papel fundamental a la hora de trabajar lo traumático, que es el de servir de testimonio: escucho el horror que estás viviendo y lo reconozco. El potencial de lo traumático no se debe solo a la tragedia en sí, sino al hecho de vivirla en soledad, en un desamparo afectivo y también representativo.

Necesitaremos espacios para hablar de ello, los traumas serán más frecuentes y cada vez más colectivos. Escuchar el dolor de quienes han vivido catástrofes climáticas o sufren con esta amenaza será imprescindible. Pero tenemos que ir más allá. El reconocimiento no consiste solo en encontrar un oído. Es esencial tener en cuenta que el testimonio es eficaz cuando hay responsabilización.

El riesgo de que lo llamemos Antropoceno, de decir que la humanidad le ha hecho esto al planeta, es extremadamente alto. Si la culpa es de la humanidad, todos merecemos el castigo. Pero no, los mayores índices de emisión de gases que provocan el calentamiento global proceden de la producción y del uso de combustibles fósiles. Son las corporaciones de petróleo, carbón y gas natural; de soja, carne y aceite de palma; de minería, pesticidas y ultraprocesados las que están destruyendo el planeta. Sus principales accionistas son multimillonarios y supermillonarios, personas con nombre y apellidos, que con cada año de colapso concentran aún más la renta global. En Brasil, el mayor contribuyente a las emisiones es el (ab)uso de la tierra, la deforestación. Además de las corporaciones, la mayoría de las cuales son de países del norte global, hay hacendados, ladrones de tierras públicas, grandes latifundistas que queman la selva para convertirla en pastos, producir soja y aceite de palma o simplemente especulan con la tierra.

Lo que estamos viviendo es un abuso no reconocido. La negligencia, la lentitud de las políticas públicas, la indiferencia ante las advertencias de los científicos y de los pueblos de la selva acentúan el potencial traumático de lo que estamos viviendo y aún vamos a vivir. Pero, como he dicho, afirmar que la humanidad tiene la culpa es otro abuso, porque la mayor parte de la humanidad ya está sufriendo las consecuencias de lo que la menor parte ha causado.

No es la humanidad como un todo la que nos está llevando a la extinción, hay mucha gente que intenta resistir con sus formas de existir y mucha gente queriendo vivir de otra manera, interesada en formar lazos y comunidades.

Y es entonces cuando los sueños emergen, de nuevo, como una opción subversiva. Esta dimensión de cuidar al otro también aparece en los sueños que hemos recibido en el proyecto Jacarandá: «Necesitaba avisar a la gente». Y, a la vez, una sensación de impotencia: «Lo intentaba, pero no me oían».

También recuerdo un sueño que escuché de una líder Indígena del pueblo Wapichana a la que trato como psicoanalista. Ella oía ruidos musicales que le producían escalofríos; le pregunté qué eran y me dijo que parecían trompetas anunciando el apocalipsis. Sintió mucho, mucho miedo, pero luego se dio cuenta de que tenía un recién nacido en brazos y que debía cuidarlo. De alguna manera, entendió que tenía que centrarse en cuidar del bebé y no distraerse con el ruido.

Recordé el sueño que tuve cuando vivíamos el cielo cubierto de humo, hablé con algunos colegas y oí: «Ya está, chicos, es el fin del mundo». Y una amiga me dijo: «Si tuviera hijos, sería mucho peor».

La noche anterior, tengo que decirlo, había llorado viendo a mi hijo dormir. Muchas personas ya dicen que no quieren tener hijos por miedo al futuro. Y me pregunto: ¿cómo podemos crear un mundo en el que nuestros hijos no sean solo nuestros hijos? ¿Cómo pueden el amor y la responsabilidad ensanchar la parentalidad?

Sandra Benites, una madre, investigadora y activista Guaraní, en una entrevista dijo: «Mientras las mujeres sueñen con sus hijos, con los seres que vendrán, resistiremos». Los saberes que Sandra Benites y sus familiares comparten con nosotros nos enseñan que, cuando oímos que hace falta una aldea para criar a un niño, no se trata solo de un grupo de personas, sino de cosmologías que extienden la parentalidad a muchos otros niños. Y no solo a ellos, sino también a los árboles, los animales, las frutos, el agua, el aire, la tierra. Cuando supe que se habían plantado girasoles para filtrar el agua radiactiva de la central nuclear de Chernóbil, pensé en la potencia que tienen estas parentalidades para regenerar en muchos sentidos el mundo en que vivimos.

En uno de mis primeros encuentros con la joven Wapichana que mencioné antes, en 2022, me contó que había pasado la noche ardiendo, que había sentido mucho dolor: «Mariana, lloraba como un Jaguar, gritaba (en el sueño)». Cuando despertó, se enteró de que la selva ardía a kilómetros de distancia y me dijo: «Cuando la selva se quema, mi cuerpo arde».

El dolor de la selva también es suyo, y con ella aprendo que ese dolor también es nuestro. Es urgente que ampliemos nuestro repertorio de lo que es humano y lo que podemos hacer juntos.

La selva es fricción e interacción. Nuestro cuerpo no es uno. Nuestro cuerpo está atravesado no solo por un sistema de lenguajes, sino por muchos seres vivos, y solo sobrevivimos porque dentro de nosotros hay una infinidad de otros seres. Comunidades enteras sostienen nuestros cuerpos, y todo lo que somos es una metamorfosis de lo que ya fuimos. Somos el resultado de múltiples seres y tiempos y, para escucharlo genuinamente, puede que necesitemos la ayuda de nuestros sueños.

Hablo entretejida por los dichos y escritos de mucha gente, porque para hacer frente a este tiempo necesitamos realmente la compañía de muchos tipos de saber. Y así me sustento en una selva de referencias que incluye nombres como los de Davi Kopenawa, Antônio Bispo, Ailton Krenak, Kaká Werá, Txai Suruí, Eliane Brum, Sandra Benites, Hanna Limulja, Ilana Katz, Sidarta Ribeiro, Donna Haraway, Lucila de Jesus, Gabi Alves, Miguel Bairrão. Y también Édouard Glissant, poeta y escritor nacido en Martinica que defendía una poética de la diversidad con una particularidad: al tiempo que luchaba para hacer frente a la opresión y reconocer el dolor causado por el colonialismo, convocaba la afirmación de la creación, el placer y la alegría como fuerzas vitales.

No es el fin, pero vivimos un tiempo crítico en que la manera como se producirá esta metamorfosis del planeta depende mucho de nuestra presencia activa. No se trata de una crisis en el sentido de que pasará, sino de una encrucijada que requiere una compleja combinación de prisa y exigencia de cambios estructurales. No es una cuenta sencilla. Pero es posible que nuestros sueños nos ayuden a soñar la selva para poder abrirnos a otros Tiempos.


Mariana Leal de Barros es psicoanalista y antropóloga. Investiga los impactos de la condición socioambiental en la subjetividad contemporánea en el Center For Critical Imagination (CCI) y en el Núcleo de Investigación y Análisis sobre Medio Ambiente, Desarrollo y Sostenibilidad del Centro Brasileño de Análisis y Planificación (Cebrap-Sustentabilidade), donde también desarrolla el proyecto Jacarandá: Soñar en Red (@jacaranda.sonharemrede), dedicado a escuchar y compartir cómo las personas han soñado la metamorfosis acelerada del planeta.


Texto: Mariana Leal de Barros
Ilustración:
Vivi Kariri
Editora de Arte: 
Cacao Sousa
Editora de fotografia: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: : Meritxell Almarza
Traducción al inglés:: Diane Whitty e Maria Jacqueline Evans
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Coordinación de flujo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum

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