Una mañana de domingo de noviembre, el profesor universitario Rodolfo Salm notó que los árboles que había plantado hacía 11 años en un terreno al lado de su casa, en Altamira, estado de Pará, habían sido agujereados. Doce árboles nativos de la Amazonia, entre los que se encontraban yopos, caobas y angicos, fueron atacados. Los agujeros, muy simétricos, a pocos centímetros de las raíces, probablemente fueron hechos con un taladro manual. Según la recomendación de un colega, Rodolfo examinó cada agujero, vio que eran recientes y no tuvo dudas: el siguiente paso iba a ser la aplicación de veneno.
El pequeño bosque plantado por Rodolfo tiene cerca de 30 árboles y ocupa 500 metros cuadrados en una esquina de un barrio de clase media alta con vistas al río Xingú. Es lo que sobró cuando cuatro propietarios subdividieron el área. Oficialmente pertenece a estas personas que construyeron sus casas en el barrio. Rodolfo, profesor de biología de la Universidad Federal de Pará (UFPA) y reconocido ambientalista de la ciudad, plantó los árboles con el consentimiento de sus vecinos. “Lo hice con una idea pedagógica, con el objetivo de demostrar que se puede recuperar la selva amazónica en pocos años”, afirmó. Ya sea por coincidencia o no, solo los árboles más grandes, algunos de los cuales medían más de 50 centímetros de diámetro, fueron atacados.
Ataque: el biólogo Rodolfo Salm notó agujeros simétricos en 12 árboles en el bosque que había plantado cerca de su casa que iban a ser envenenados. Fotos: Soll/SUMAÚMA
Que mueran árboles de repente, bajo la sospecha de haber sido envenenados, no es algo poco frecuente en la ciudad de Altamira. A mediados de agosto, media docena de árboles de mango recién plantados por la municipalidad en una zona ambiental protegida presentaron rajaduras en el tronco y se empezaron a secar. Este lugar está ubicado en la región central, una zona de potencial valorización inmobiliaria. Pero como estas muertes de árboles casi nunca generan investigaciones, es difícil saber lo que sucedió realmente. Hoy, al lado de donde yacen los restos de los árboles, hay algunos carteles publicitarios y una valla.
El pasado 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, la municipalidad de Altamira coordinó una acción de plantación de árboles con estudiantes de uno de los reasentamientos construidos para reubicar a familias expulsadas de sus casas por la construcción de la central hidroeléctrica de Belo Monte. Los estudiantes plantaron 58 brotes de lapacho amarillo, blanco y rosa a lo largo de una avenida. Poco tiempo después, técnicos de la municipalidad comprobaron que algunos de los brotes –debidamente identificados con vallas blancas– también habían muerto repentinamente.
“No lo entendí, de verdad. No sé si quisieron matar el césped u otra cosa del cantero y terminaron damnificando algunos plantones”, dijo el secretario municipal de Gestión Ambiental, Antônio Ubirajara Junior. Aunque no se haya realizado ningún análisis para identificar sustancias, los técnicos de la secretaría creen que las plantas, por su apariencia, fueron envenenadas: “Se pusieron marrones, se fueron secando, como si estuvieran muertas, con las hojas así secas. Por eso nuestra gente identificó que probablemente se usaron pesticidas”, afirmó el secretario.
En la calle Cumaru hay pocos árboles
El reasentamiento donde mataron los plantones de lapacho tiene nombre de árbol: Jatobá (una especie de algarrobo típico de algunas regiones de Brasil). Sus calles tienen nombres de árboles en portugués: Aroeira, Jarana, Andiroba y Castanheira. Este estándar lo creó la compañía Norte Energia, concesionaria de Belo Monte, que tuvo que construir seis reasentamientos en la ciudad de Altamira para reubicar a los afectados por la formación del lago de la central hidroeléctrica.
La jubilada María Eduarda Álvarez fue trasladada a una de las casas de allí, justo enfrente del colegio. Mientras barre la acera, muestra las marcas de machete en un árbol de lapacho que está enfrente de su casa, en la calle Cumaru. Una vecina quiso cortarlo para “limpiar” el cantero, pero ella no se lo permitió. “No sé lo que pasa aquí en Altamira que les molestan tanto los árboles”, dice María. “Pocas casas tienen árboles adelante. A veces el mismo propietario los manda cortar”.
Desierto urbano: en Altamira la plantación de árboles no prospera porque envenenan los plantones y los canteros son blanco de vandalismo. Foto: Soll/SUMAÚMA
El agroecólogo Elnatan Ferreira Feio, empleado de la Secretaría Municipal de Gestión Ambiental (SEMMA) también comparte esta percepción. Elnatan coordina un estudio de todos los árboles de la ciudad, una especie de “censo”, que debe terminar en abril del año que viene. Cuando está en campo, algunas personas se le acercan para mostrarle la desaprobación por su trabajo: “A veces la gente se acerca y dice: ‘Ah, este árbol no sirve para nada, solo ensucia, se le caen las hojas’. La mayoría de las veces, la gente ve el árbol como algo que solo ensucia”.
Expansión del hormigón
Con la construcción de Belo Monte, la ciudad de Altamira creció rápidamente. De cerca de 100.000 habitantes antes de la obra, en pocos años, según una estimación de la municipalidad, el municipio llegó a casi 150.000 habitantes. Además de los reasentamientos, surgieron en la ciudad otras seis parcelaciones, que suman más de 28 mil lotes, con el objetivo de aprovechar la efervescencia económica que se produjo a raíz de la construcción de la represa. Además de la migración, el desplazamiento de las familias de las zonas inundables de la región central también contribuyó con la ocupación de la zona periférica. Con la expansión del perímetro urbano, el asfalto, el cemento y el hormigón se apoderaron de lo que antes era bosque.
Como efecto de esta rápida expansión, Altamira se convirtió en un “desierto urbano”, según palabras de Elnatan que, durante su maestría en Biodiversidad y Conservación en la UFPA, escribió un artículo, junto con los profesores Gabriel Veloso y Raírys Herrera, sobre los índices de plantación de árboles en la ciudad. En la investigación encontró un Porcentaje de Cobertura Vegetal (PCV) del 0,49% para Altamira, mientras que lo recomendado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sería de al menos un 30%. La investigación también mide la relación entre las áreas de las copas de los árboles y el número de habitantes y llega a una proporción de 1,72 metros cuadrados de copa por habitante, que está muy por debajo de lo recomendado por la Sociedad Brasileña de Arborización Urbana, que es de 15 metros cuadrados de copa por habitante.
Elnatan resalta que, en Altamira, las zonas que tienen más árboles son las más antiguas, en la región central. Pero los viejos árboles, de decenas de años, cada vez más se consideran una amenaza para la infraestructura urbana.
En agosto de este año, la municipalidad arrancó una enorme ceiba que estaba al lado de la terminal de autobuses. Un proyecto para ampliar la terminal disputaba el espacio con el árbol. “Como secretario me encontré ante un dilema, fue muy difícil dar esa autorización”, dijo Ubiratan Junior. “Siempre hacemos lo que podemos, hacemos todos los estudios, pero por la remoción de las raíces había una probabilidad muy alta de que cayera encima de la terminal”, justificó.
Para Antônia Melo, activista histórica de la región del Xingú, en Altamira existe un proceso de “persecución” contra los árboles. Ella, personalmente, fue testigo de varios casos en el centro de la ciudad. Un día, un enorme pomarrosa, un árbol frutal, fue talado porque un comerciante quería visibilidad para la fachada de su tienda. En otro, Antônia sorprendió a un hombre talando dos árboles sin autorización municipal porque estaban “ensuciando” la casa de una vecina. Eran angicos, una especie de la Amazonia muy usada para la forestación urbana, ya que crece relativamente rápido, da buena sombra y tiene raíces profundas que interfieren poco con la acera.
Antônia suele presentar denuncias ante la municipalidad y el Ministerio Público, pero no siempre queda convencida con las excusas que le dan. La tala de árboles en espacios públicos debe ser autorizada por la municipalidad. De lo contrario, los infractores pueden ser multados, pero para que eso suceda hace falta que los denuncien o los sorprendan in fraganti, lo que no es muy frecuente.
Si se sacrifican plantas que tardaron décadas en crecer sin pensarlo mucho, Altamira debería empezar a reconsiderar su importancia ahora que la emergencia climática ya es una realidad. Un estudio de los investigadores de la UFPA Márcia Hamada y Francivaldo Mendes muestra los efectos de la forestación en el microclima de Altamira. Comparan la Praça da Independência, más arbolada y, en la región central de la ciudad, con la Praça do Mirante, en el barrio de Brasilia, más periférico y con menos cobertura arbórea, a poco más de 2 kilómetros de distancia. La plaza con más árboles registró una temperatura promedio de 33,3 grados Celsius, mientras que la otra registró 37,2 grados Celsius, una diferencia de casi 4 grados; las mediciones se tomaron durante una semana, todos los días.
Una ciudad de espaldas al río
Belo Monte provocó un cambio enorme en Altamira, pero no fue el primero ni quizás tampoco el más profundo. La ciudad, que nace a principios del siglo XX como un típico pueblo ribereño, renace en los años 1970, transfigurada en una ciudad de frontera, con la instalación de la carretera Transamazónica, una obra prioritaria para la dictadura militar. Con la apertura de la carretera y la llegada de miles de migrantes para asentarse en sus márgenes, la población de Altamira se triplicó de 15.345 a 46.509 habitantes en solo 10 años. Como símbolo de la nueva relación de la ciudad con la selva, el hito de la carretera es la muerte de un enorme Castaño Amazónico (árbol que da la nuez amazónica), talada en 1970, al principio de las obras. Dos años más tarde, el árbol recibiría el apodo popular de “palo del presidente”, debido a la presencia del dictador Emílio Garrastazu Médici en la inauguración de la carretera Transamazônica.
Pero la relación de Altamira con la destrucción de los árboles está lejos de ser solo simbólica y hasta la fecha el municipio figura en el podio de los más deforestados del país.
Pasado: la inauguración de la carretera Transamazônica, en el gobierno de Médici, fue realizada en un claro donde antes había un enorme árbol de nuez de Brasil. Foto: Folhapress
Existe una cultura de deforestación que influye en la relación de la población con los árboles en el medio urbano, considera Antônia Melo, cuya familia migró del estado de Piauí a la región de Altamira: “Las autoridades de esa época le dijeron a mi padre que quien más talara la selva era un gran trabajador, una persona que estaba aquí para desarrollar la Amazonia y el país. Así que esta educación de destrucción de la selva, de los árboles, se aferró a la mente de la población, especialmente entre quienes vinieron con la intención de devastar grandes hectáreas de tierra para los pastizales”, evalúa.
Amistad a la sombra: vecinos de Altamira, como Enéias de Freitas, se reúnen debajo del mango de 40 años para escapar del calor. Fotos: Soll/SUMAÚMA
No es fácil matar una selva
No es la primera vez que el profesor universitario Rodolfo Salm sospecha del envenenamiento de los árboles que plantó. Frente a su casa, el año pasado, un guaje y dos almendros tropicales se secaron de repente. En ese mismo período, un pomarrosa que ya estaba dando frutos también murió repentinamente en el jardín trasero de su casa.
Por suerte, esta vez los árboles del bosque no habían sido envenenados. Con un poco de improvisación, Rodolfo tapó los agujeros con epoxi, puso una cinta de advertencia alrededor del área y, para inhibir un posible nuevo ataque, limpió bien el área e instaló reflectores nocturnos.
Mientras realizaba este trabajo, Rodolfo se dio cuenta de que había nacido un árbol que no había plantado: una ceiba, todavía muy frágil, pero ya más alta que un humano adulto. La semilla que le dio origen debe haber llegado allí llevada por el viento. Una ceiba que nació sola y resiste, en una ciudad donde, como dice Antônia Melo, los árboles son perseguidos.
Reportaje y texto: Elisa Estronioli
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Editoras: Malu Delgado (responsable de reportaje y contenido), Viviane Zandonadi (flujo y estilo) y Talita Bedinelli (coordinación)
Dirección: Eliane Brum
Resistencia: la cultura de la deforestación sacrifica árboles, pero existen nichos de esperanza, como el bosque del barrio Alberto Soares. Foto: Soll/SUMAÚMA