Periodismo desde el centro del mundo

Paisaje en sufrimiento: en Altamira, en el estado de Pará, el árbol, la selva, el cielo cubierto y el río doliente son víctimas de la emergencia climática. Foto: Jonathan Watts

Todas las mañanas saco a pasear a mis perros hasta la escena de múltiples crímenes, donde lloro por las víctimas y pienso en los culpables.

El sitio es la orilla del río Xingú, que está a cinco minutos a pie de mi casa. Acompaño el texto de una foto de este hermoso pero brutalizado panorama para que aprecies la violencia que se ha infligido al paisaje en los nueve años que han transcurrido desde que visité Altamira por primera vez.

La primera víctima, descarnada en primer plano, es un árbol muerto, uno de los muchos millones que murieron cuando el embalse de la hidroeléctrica Belo Monte inundó las orillas del río, ahogando innumerables plantas y otras especies, incapaces de huir de la crecida de las aguas.

La segunda puede verse en la ladera distante, al otro lado del río, donde hay dos amplias extensiones de terreno despejado, deforestadas por los hacendados vecinos que querían más espacio para que pastara su ganado.

La tercera es el cielo, envuelto en una bruma acre procedente de decenas de incendios que han ardido en los alrededores de Altamira en las últimas 24 horas, según las imágenes de satélite de la NASA.

La cuarta —y más alarmante de todas— es el propio río Xingú, que ha vuelto a reducirse a niveles no vistos en la memoria reciente como resultado de una estación seca extrañamente larga y calurosa. En comparación con el punto álgido de la estación lluviosa, la profundidad del río ha disminuido cuatro o cinco metros.

El lugar donde suelo nadar es ahora un lodazal. Las rocas afloran en medio de la corriente, generando decenas de islas y aumentando el desafío de navegar por ella. El impacto sobre otras especies es inconmensurable.

Que semejantes atrocidades hayan llegado a ocurrir era, no obstante, demasiado predecible. En junio de 2023 escribí que El Niño, sumado a la crisis climática, crearía una emergencia dentro de otra emergencia, para la que las autoridades brasileñas debían prepararse, ya que, casi con toda seguridad, habría una grave sequía en la Amazonia.

Pero la preparación ha sido nula. En toda la Amazonia, la gravedad de la prolongada sequía ha desbordado a las brigadas de extinción de incendios y ha afectado a los sistemas de transporte. Mientras tanto, los ladrones de tierras públicas, aprovechando las condiciones de sequía, empeoran la situación provocando incendios para deforestar la selva.

Esas llamas causan problemas mucho después de que se hayan apagado las brasas. Innumerables estudios han demostrado que la deforestación provoca un calentamiento local, regional y mundial, y, además, debilita la capacidad de la selva tropical de generar lluvia. Si se sustituyen los árboles por bueyes, como es habitual en Altamira y gran parte de la Amazonia, el efecto es mucho peor, porque los eructos y pedos de metano del ganado son un gas de efecto invernadero más potente que el dióxido de carbono. Uno de los reportajes más impactantes de las últimas semanas es un estudio que demuestra que, cuando el papel del ganado se incluye en la deforestación, los 220 millones de vacas y bueyes de Brasil (casi la mitad de los cuales están en la Amazonia) tienen una huella climática mayor que todas las fábricas, autos, centrales eléctricas y 125 millones de habitantes de Japón.

Camino de la muerte: en el estado de Pará, una operación del Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables en la Tierra Indígena Ituna/Itatá descubre haciendas ilegales de animales que, tras ser rescatados, son llevados al matadero. Foto: Lela Beltrão/SUMAÚMA

Esto nos lleva a una cuestión de vital importancia para la justicia y las soluciones: ¿quiénes son los culpables? Desde luego, no los inocentes bueyes que pronto serán sacrificados. Pero nos llevan a un grupo de culpables: los ganaderos y, detrás, las multinacionales cárnicas que ganan miles de millones de dólares con la devastación de la Amazonia y del clima mundial, mientras hacen la vista gorda ante la carnicería continua.

Un nuevo estudio divulgado por el indicador público de transparencia Radar Verde muestra que el 90% de la tierra deforestada en la Amazonia se convierte en pasto, pero casi ningún matadero o minorista tiene medidas adecuadas para limitar, o incluso controlar, en qué medida esta destrucción forma parte de sus cadenas de suministro. De las 201 empresas que se investigaron, solo dos se acercan a un comportamiento corporativo responsable: el grupo de supermercados Pão de Açúcar y la cadena de frigoríficos Marfrig. La peor empresa con diferencia en este sentido es JBS, el mayor productor mundial de carne de vacuno, que tiene el mayor número de mataderos en zonas que, en el momento del estudio, estaban muy deforestadas, embargadas o en riesgo de ser deforestadas. Gran parte de la culpa de la crisis climática recae sin duda en esta multinacional. Pero no está sola.

Hay quienes sostienen que la humanidad en su conjunto es responsable de este horrendo año de calor asesino, incendios mortales, inundaciones devastadoras y otras calamidades climáticas mundiales, pero eso solo es cierto en parte. Sí, estos fenómenos extremos ciertamente han empeorado por culpa de los combustibles fósiles que queman los humanos. La temperatura media del mundo ya es 1,3 grados centígrados superior que al principio de la Revolución Industrial. Cada vez hay más pruebas de que, con este aumento, fenómenos como El Niño sean más probables. Sin embargo, a pesar del creciente número de muertes de todas las especies a causa de este calor, la humanidad emite más gases de efecto invernadero que nunca.

A mediados de noviembre, una lectura del observatorio Mauna Loa (la estación de medición atmosférica de referencia en el mundo, que se encuentra en Hawái) evidenciaba que los niveles de CO2 han alcanzado las 422,36 partes por millón (ppm), lo que supone 5,06 ppm más que el mismo día del año pasado. Se trata probablemente del mayor aumento jamás registrado en 12 meses: más del doble de la media anual de la última década. Es posible que la erupción del volcán Mauna Loa haya influido en estas lecturas. Pero, si no fuera el caso, esta prueba pasará a la historia como la más clara hasta la fecha de que nuestra especie ha fracasado a la hora de abordar la crisis climática.

Pero «todos nosotros» no tenemos la misma culpa. Ni mucho menos. Existe una enorme brecha de carbono entre los superricos, que disfrutan del aire acondicionado y viajan por el mundo en yates de lujo, y los pobres, que se mueren de calor y sufren las peores consecuencias climáticas a pesar de ser los menos responsables. Un nuevo estudio de Oxfam y el Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo pone de relieve la enormidad de este abismo y sus efectos. A partir de datos de 2019, constatan que:

  • el 1% más rico del mundo (cualquiera que gane más de 140.000 dólares al año) emite más contaminación por carbono que los 5.000 millones de personas que constituyen el 66% más pobre
  • un año de emisiones del 1% más rico podría causar 1,3 millones de muertes por exceso de calor en las próximas décadas
  • el impacto de las emisiones acumuladas del 1% más rico entre 1990 y 2019 equivaldrían al impacto de erradicar las cosechas del año pasado de maíz en la Unión Europea, de trigo en Estados Unidos, de arroz en Bangladesh y de soja en China
  • el 10% más rico (que cobra al menos 41.000 dólares al año) es responsable del 50% de todas las emisiones. Puede que se sientan menos culpables que los superricos, pero son muchos más, por lo que su impacto combinado es considerable

Este abismo no solo tiene que ver con la riqueza y las emisiones, sino también con las emociones y el poder. La ansiedad climática tiene distintos significados a distintos lados de la línea divisoria de la riqueza. Para los pobres, significa miedo al calor y a las inundaciones. En la cúspide, significa el miedo a la gente cada vez más desesperada que está por debajo. ¿Cómo interpretar si no a los multimillonarios que planean construirse búnkeres del Juicio Final en Nueva Zelanda y Nevada, o a los que despegan del planeta en cohetes privados y hablan de colonizar el espacio? En lugar de hacer todo lo posible por reducir las emisiones, aumentan su huella de carbono poniendo más distancia entre ellos y las masas.

El informe de Oxfam revela que las clases con poder de decisión que dominarán en la COP28 se encuentran también en el 1% de las rentas más altas. Son políticos de alto nivel y presidentes de corporaciones que poseen acciones en compañías petroleras o agrícolas. Y son un obstáculo para el cambio. Dario Kenner, autor de Carbon Inequality, ha identificado lo que denomina una «élite contaminante», formada por cualquier persona que tenga un patrimonio neto superior a un millón de dólares que refuerza el uso de combustibles fósiles con su estilo de vida, sus inversiones en empresas contaminantes y su influencia política.

Este año, será difícil eludir que los intereses del petróleo han capturado la cumbre del clima. Los delegados que están en la COP28 solo tienen que salir del centro de conferencias de Dubái para presenciar la brecha de carbono. Emiratos Árabes Unidos es una de las naciones más desiguales del mundo, en gran parte como consecuencia de la riqueza que sus gobernantes han acumulado gracias a la extracción de petróleo y gas del desierto y de las malas condiciones de los trabajadores inmigrantes, que constituyen el 80% de la población.

Su presidente, el jeque Mohamed bin Zayed Al Nahyan, pertenece a la familia más rica del planeta. El clan Al Nahyan posee el 6% de las reservas mundiales de petróleo, cuyo valor supera, según una estimación, los 300.000 millones de dólares. La huella climática de las inversiones de la familia es igualmente espectacular. La realeza Al Nahyan posee, directa o indirectamente, participaciones en el club de fútbol Manchester City, un circuito de Fórmula 1, el parque temático cubierto Ferrari World, la fabricante de naves espaciales SpaceX, entre otras empresas. Este mes ha incrementado su participación en la compañía minera india Adani Enterprises. La familia controla International Holding Company, una sociedad de cartera que recientemente registró la valoración bursátil de más rápido crecimiento del mundo: un 28.000% en solo cinco años. El jeque y su familia poseen al menos tres superyates, dos jets privados y múltiples palacios.

Mientras tanto, en el otro extremo de la escala social de Dubái se encuentra la mano de obra migrante vulnerable al clima, procedente en su mayoría de India, Filipinas y el norte de África. Trabajan en la construcción, en restaurantes o limpiando oficinas, con ingresos mensuales que oscilan entre 300 y 750 euros, apenas suficientes para cubrir el alquiler. Su consumo de carbono es marginal y su exposición climática, peligrosamente alta. Los casos de golpe de calor entre esta población son desproporcionados, porque muchos trabajan al aire libre a temperaturas superiores a 40 grados centígrados. Si la temperatura global aumenta hasta 3 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales, que es hacia donde se dirige el mundo, el número de días extremadamente calurosos al año en Abu Dabi se duplicará.

Desigualdad: en julio de 2023, un trabajador intenta refrescarse en el calor de 40 grados centígrados de Dubái. A la derecha, el jeque Mohamed bin Zayed Al-Nahyan sube a su avión tras visitar Francia. Era junio de 2022. Fotos: Karim Sahib y Giuseppe Cacace/AFP

En muchas partes del mundo, donde la temperatura se ha convertido en un marcador de estatus social, sucede lo mismo. Los edificios con aire acondicionado excretan calor a las calles, volviéndolas aún más calurosas. En Bombay, en la India, en la inmensa barriada de Dharavi la temperatura es 5 grados centígrados superior a la de los vecinos barrios cerrados de clase media. En São Paulo, Brasil, decenas de miles de habitantes de la mal ventilada favela Paraisópolis (que significa Ciudad Paraíso) ven como sus adinerados vecinos de clase media viven en una torre de 13 plantas, cada una con una terraza con piscina al aire libre.

Estos casos demuestran que la desigualdad crece dentro de los países, aunque entre ellos se reduzca ligeramente. La desigualdad y la injusticia climática están entrelazadas con el sexismo, el racismo, la negación de los derechos de los indígenas y otros factores de desigualdad. Algunos estudios han demostrado que los residentes negros de Nueva York tienen el doble de probabilidades de morir de enfermedades relacionadas con el calor que los blancos. Los barrios negros de Nueva Orleans y Houston sufrieron las mayores pérdidas por los huracanes Katrina y Harvey. Las comunidades indígenas de la Amazonia brasileña se encuentran ahora en la primera línea de la sequía, aunque el balance neto de emisiones de su estilo de vida sea positivo debido al papel que desempeñan en la gestión de la selva tropical.

Todo ello nos recuerda que la desigualdad y la crisis climática están estrechamente interrelacionadas. Por el momento, se están empeorando mutuamente y la solución está cada vez más lejos. Sin embargo, hay un lado positivo: esta toma de conciencia podría fortalecer la justicia climática, que mejoraría la vida de la inmensa mayoría de la gente y haría que los superricos temieran menos al resto de la humanidad. Los impuestos a los multimillonarios y los grandes emisores podrían proporcionar dinero para realizar una transición energética justa, invertir en fuentes más limpias y ofrecer apoyo financiero a las comunidades más afectadas por el clima extremo. Pero primero, el 66% tiene que recuperar el control de la política que está en manos del 1%. Puede parecer algo imposible ahora mismo, pero será esencial a medida que la humanidad sufra las consecuencias de más crímenes climáticos, mientras los autores se amurallan en búnkeres, zarpan en yates o vuelan al espacio.

Cuando saco a pasear a mis perros, sé que por mucho calor que haga ahora, dentro de cinco años me parecerá que hacía fresco. Y por muy degradados que parezcan hoy la tierra, el río y el cielo amazónicos en comparación con 2014, probablemente serán un recuerdo prístino si vuelvo aquí en 2034. Ya es demasiado tarde para impedirlo, pero aún podemos controlar el aumento de la temperatura y la magnitud de los daños, si recordamos no solo que estamos todos juntos en esto, sino que algunos tienen una responsabilidad de cambiar mayor que otros.


Texto:  Jonathan Watts
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al portugués: Denise Bobadilha
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Flujo de edición y estilo: Viviane Zandonadi
Dirección: Eliane Brum

El Niño en la Amazonia: en el municipio de Beruri, en el estado de Amazonas, este lago a orillas del río Purus estaba prácticamente seco el día de la foto, hace poco más de un mes, el 10 de octubre. Foto: Michael Dantas/SUMAÚMA

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