Altamira se ha convertido en uno de los principales centros de Bolsonistán. Si Altamira fuera Brasil, Bolsonaro habría ganado en la primera vuelta, cuando obtuvo casi el 58% dos votos, contra el 36,9% de Lula. En este momento, hay un grupo de manifestantes acampados frente al 51º Batallón de Infantería de Selva, que está ubicado en el límite de la ciudad, que piden una «intervención militar», es decir, un golpe de Estado. Delante del batallón, hay varias parrillas a todo vapor. A la población le prometieron una parrillada si Bolsonaro ganaba las elecciones presidenciales. Con la derrota, la carne que falta en la mesa de los miles de personas que viven en la periferia de Altamira se está utilizando para atraer «simpatizantes» a la protesta golpista. Carne, refrescos y otras mercancías llegan en cajas que envían algunos comerciantes y empresarios locales, lo cual ayuda a mantener viva la rebelión golpista contra el resultado legítimo de las urnas.
Al día siguiente a la segunda vuelta, grabé la protesta en vídeo dos veces. Creía que estaba pasando desapercibido. Este domingo, fui de nuevo. Me tomaron el celular de las manos. Mientras protestaba a gritos, se formó un cerco de personas vestidas con camisetas amarillas a mi alrededor. Tuve que negociar con uno de los líderes de la derecha local para que me devolvieran el aparato, a cambio de comprometerme a apagar el vídeo. Me dijo que, en las ocasiones anteriores, había algunas personas preparadas para agredirme. Han descubierto cómo me llamo y ahora me atacan en las redes sociales. Me han avisado que circula por WhatsApp el mensaje de un militar de mi barrio que dice que tiene ganas de «pegarme un tiro».
Hace 14 años que vivo en Altamira, una de las principales ciudades del arco de la deforestación, en la Amazonia. Es la primera vez que estoy asustado, hasta el punto de alejarme del debate político con la sociedad local. Varios empresarios que financian las acciones golpistas se enriquecieron con el robo de tierras públicas (grilagem), cometiendo fraudes en proyectos de desarrollo regional de la dictadura militar y empresarial (1964-1985). Algunos de ellos hoy reclaman la propiedad de territorios ya invadidos y deforestados de la Tierra Indígena Ituna-Itatá, donde hay evidencias de la presencia de pueblos aislados, a unos 100 kilómetros de la ciudad. Cuando se les cuestiona, dicen que los indígenas han «desaparecido». Claro, están aterrorizados porque sus tierras han sido invadidas por milicias armadas y han huido a zonas más remotas. En la manifestación frente al batallón, los seguidores de Bolsonaro gritaban: «libertad, libertad». Quienes viven en la Amazonia saben que la «libertad» que defienden es la libertad de invadir tierras públicas, quemar, deforestar, extraer oro y madera ilegalmente. Existe una correlación explícita entre el arco de la deforestación de la Amazonia, el área de mayor intensidad de actividades predatorias que destruyen el medio ambiente, y las áreas donde Bolsonaro obtuvo más votos.
Llegué a la ciudad en 2008, después de ser aprobado para una vacante de ecólogo en la Universidad Federal de Pará (UFPA). Sin embargo, mi relación con la región amazónica empezó en 1996, cuando empecé a establecer contacto con los Kayapó como estudiante de Biología de la Universidad de São Paulo (USP). Me enamoré de la selva amazónica de la cuenca del Xingú y de la cultura combativa de este pueblo.
Pero la realidad que encontré en Altamira años más tarde fue completamente diferente: una ciudad que odia la selva, desprecia a los indígenas y hace de todo para renegar de su origen. Casi no hay árboles en las calles, y los pocos que hay van siendo rápidamente borrados del paisaje urbano. En estos últimos años, he ido convirtiendo el entorno de la casa que construí en una selva, pero hace poco un vecino invadió mi terreno y envenenó algunos árboles que le tapaban parcialmente la vista del río Xingú. En lugar de protestar, me vi obligado a callarme, porque se trata de un grileiro (ladrón de tierras públicas) que suele resolver sus problemas a la antigua. Dedico una parte sustancial de mi jornada laboral a intentar arborizar el campus de la Ufpa y, a menudo, tengo conflictos con quienes consideran que los árboles son una amenaza para las estructuras físicas de la universidad.
Cuando llegué, el río Xingú corría libre y bello frente a mi casa. Altamira tenía un ritmo apacible, un tránsito tranquilo y playas de arena blanca donde la gente se divertía los fines de semana. Pero la construcción de la Central Hidroeléctrica de Belo Monte transformó el paisaje: las playas se inundaron, el río se pudrió, se produjo una degradación urbana y social y un aumento de la violencia.
La imagen del presidente Lula y Tuire Kayapó estrechándose y levantando la mano para mí es la síntesis de la campaña electoral de 2022. Tuire se hizo mundialmente famosa en 1989, cuando acercó su machete al rostro del entonces presidente de Eletronorte, José Antônio Muniz, cuando defendía la construcción de la hidroeléctrica, que en aquella época se llamaba Kararaô. Lula, por otro lado, que llegó a la presidencia por primera vez rodeado de grandes expectativas para conservar la mayor selva tropical del planeta, decepcionó a indígenas y a activistas ambientales al desempolvar aquel antiguo proyecto de la dictadura.
Mientras el país crecía gracias a los innegables avances sociales que proporcionaron los Gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), en Altamira denunciábamos repetidamente la inviabilidad técnica y económica de la que se consideraba la mayor obra del sector eléctrico del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), al igual que sus terribles consecuencias para el medio ambiente. En 2010, la Fuerza Nacional nos reprimió cuando intentamos protestar durante la visita del entonces presidente Lula a la ciudad, a la que vino para defender Belo Monte. Irónicamente, en aquella ocasión, Lula confraternizó con muchos de los que hoy lo calumnian, han luchado contra su elección y circulan por la parrillada golpista ante el cuartel del Ejército. Belo Monte se materializó en el río Xingú, y todas nuestras peores previsiones se confirmaron.
Manifestantes em Altamira, uma das principais cidades do arco do desmatamento da Amazônia, protestam contra a vitória de Lula. Crédito: Reprodução
Solo un giro político inesperado tan grande podía convertir a los opositores de Belo Monte en fervientes defensores de la elección de Lula. La forma criminal con la que el Gobierno actual, bajo la responsabilidad directa de Jair Bolsonaro, actuó durante la pandemia costó la muerte de casi 700.000 brasileños. Perdí a dos amigos de Altamira y del Xingú: el maravilloso reportero fotográfico Lilo Clareto, que vivía en la ciudad y retrataba los crímenes ambientales y humanos que causó la construcción de la hidroeléctrica de Belo Monte, y mi hermano en la cultura Kayapó, el cacique Paulinho Paiakan, que a finales de los años 80 fue el líder más importante en la lucha contra la construcción de la hidroeléctrica. La Comisión Parlamentaria de Investigación solo no denunció a Bolsonaro por crimen de genocidio por un tecnicismo. Para algunos, el genocidio tendría que realizarse contra grupos étnicos específicos, mientras que los crímenes de Bolsonaro durante la pandemia se habrían cometido contra toda la población brasileña. Si se aceptara esa definición, el concepto podría aplicarse al tratamiento que Bolsonaro dio específicamente a los pueblos indígenas.
Bolsonaro prometió durante la campaña de 2018 que no demarcaría ni un centímetro más de tierras indígenas, violando la determinación de la Constitución de 1988, y cumplió su promesa a rajatabla. Lo que es peor: incentivó el garimpo (minería ilegal) en las tierras indígenas, tanto en sus discursos como desmantelando los órganos de inspección y controlando políticamente la Fundación Nacional del Indígena (Funai). Varias aldeas de la Tierra Indígena Kayapó, la que conozco más profundamente, cedieron a la presión y permitieron la explotación minera en su territorio. Otras todavía resisten. Aukre, mi aldea, fundada por Paulinho Paiakan, adonde vuelvo todos los años para reconectarme con la selva, hasta ahora ha resistido al garimpo. Pero difícilmente resistiría a un nuevo Gobierno de Bolsonaro.
La campaña electoral fue violenta, Bolsonaro abusó del poder económico y de la maquinaria pública. Vi a mucha gente de Altamira, de las clases más bajas, que tenía miedo de expresar que votaría a Lula, tenía miedo de andar por la calle, a pie o en bicicleta, o tenía miedo de su jefe. Hasta en eso Altamira es desigual. Solo porque tengo auto, me consideran «rico». Creí que, si cubría el auto de adhesivos de Lula, correría algún riesgo. Pero no, obtuve el apoyo de la gente que lamentaba no poder hacer lo mismo. Por miedo.
Quien sufrió fue mi hijo adolescente, a quien matriculé en la que creía que era la mejor escuela de la ciudad. Cuando sus compañeros vieron los adhesivos, muchos de ellos, hijos de bolsonaristas, empezaron a hacerle bullying. Llegaron a acorralarlo diciéndole que, si era de izquierda, no podía tener celular. Me preocupa la juventud que apoya la destrucción de la selva y defiende a un político que ensalza a torturadores.
Altamira me recuerda la famosa frase de Bertolt Brecht: «la perra del fascismo está siempre en celo». Hoy, en Altamira y en Brasil, esa perra está ávida y es feroz. A pesar del alivio que representa la victoria de Lula, la Amazonia sigue pendiendo de un hilo.
Rodolfo Salm. Doctor en Ciencias Ambientales por la Universidad de East Anglia, profesor de Ecología en la Facultad de Biología de la Universidad Federal de Pará (UFPA), en Altamira.
Traducción de Meritxell Almarza