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El agricultor y pescador Ediel Maciel da Silva habla sobre la desaparición de su hijo de 16 años en el derrumbe que hubo en la comunidad de Arumã, en el estado de Amazonas: ‘En este agujero en forma de corazón está enterrado mi hijo’

En el último peldaño de una escalera de madera al borde del barranco que corre el riesgo de derrumbarse, Ediel Maciel da Silva, de 42 años, mira el cráter que se tragó el pueblo de Arumã, ubicado en una de las curvas del río Purús, municipio de Beruri, en el interior del estado de Amazonas. Parecía que todavía le costaba creerlo: la erosión del 30 de septiembre se lo llevó todo abajo del lodo y del agua en cuestión de minutos. Se llevó incluso la vida de su hijo Geiel Vidinha da Silva. Tenía 16 años. La escalera fue el único recuerdo que quedó de la casa donde vivía Ediel con sus ocho hijos y su compañera Ezivania Aires, de 40 años. La tragedia es una sombra persistente en sus vidas. Hace solo dos años, en 2021, el más pequeño de la familia, un bebé de 2 años, murió durante la subida del río en el canal que pasaba por detrás de la casa de Ediel. La familia Silva es, en el estado de Amazonas, una de las miles de víctimas de la crisis climática que ha agravado una situación de inseguridad ya conocida por las autoridades, pero no por sus habitantes. Perdió un hijo por la subida del río y otro por la sequía.

Infografía: Rodolfo Almeida

El río, que da vida a la comunidad de Arumã y se llevó a dos de los hijos de Ediel, también es víctima de los extremos climáticos. Durante la actual sequía, el Purús, uno de los 25 ríos más grandes del mundo, registra la quinta mayor sequía de todos los años desde 1967, cuando el Servicio Geológico Brasileño empezó a medir su volumen de agua. El año pasado, el Purús sufrió su peor sequía y en abril de 2023 su segunda mayor crecida. Debido a la severa sequía, Beruri se encuentra entre los 62 municipios en situación de emergencia del estado de Amazonas. Solo en el canal del Purús hay más de 140 mil personas afectadas, casi siete veces la población de Beruri, estimada en 20.718 habitantes, según el censo de 2022 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE).

“Allí, en ese agujero en forma de corazón, está enterrado mi hijo… Veo toda la desesperación en mi mente”, dijo Ediel. Era la primera vez que volvía al lugar del accidente.

La primera vez que vuelve al lugar del accidente, Ediel observa la destrucción. Cuenta que, después del derrumbe, guió a más de 200 personas selva adentro en busca de un lugar seguro para que se albergaran

La tragedia en Vila do Arumã mató a dos personas y dejó tres desaparecidos, a quienes los familiares consideran muertos. En el pueblo, formado por ribereños que viven de la pesca y la agricultura, destruyó unas 47 casas, un centro de salud, una escuela y tres iglesias. Otras 30 viviendas corren peligro de derrumbarse. Hay alrededor de 300 personas desalojadas. Ni la Defensa Civil del estado ni la municipal informaron números exactos sobre las viviendas del pueblo ni tampoco sobre los afectados.

En un informe de 2014, del Servicio Geológico de Brasil, el organismo advirtió sobre el riesgo en la zona. Pero los habitantes solo se dieron cuenta del peligro que corrían por el noticiero, días después de que sus vidas y sus hogares hubieran sido destruidos. Después del accidente y las muertes, el informe salió a la luz en la prensa. La gestión actual de Beruri se limitó a decir que no había sido informada por la administración anterior.

Por otro lado, a los supervivientes, a diferencia de los organismos y gestores públicos, la naturaleza sí les había dado varias señales de que Arumã iba a ceder sobre el Purús. Días antes del derrumbe empezaron a surgir grietas en el suelo de algunas casas, de la estación de servicio y de la escuela. Un pozo desactivado, sin agua y que tenía la bomba trabada, volvió a funcionar.

“Valmir [un vecino] me dijo: ‘Esta bomba estaba tapada, pero la jalé y vino el agua. Las ventanas del templo estaban ajustadas como para cerrar. En casa de Rei, de Nivaldo y de Mauricio (otros vecinos) también. Al colegio y al correo se les había partido el piso. La tierra estaba haciendo así (hizo un gesto de pirámide invertida)”, les cuenta Ediel a cuatro hermanos de la familia Freitas en una reunión, a eso de las 20h del 11 de octubre, en una casa flotante a pocos metros de lo que quedó del pueblo.

El hermano mayor de la familia, Eliezer Freitas, de 30 años, está de acuerdo: “La tierra se estaba encogiendo hacia abajo. Había tantas señales y nadie se dio cuenta”. Los hermanos Freitas, cuyas casas ocupaban casi una calle entera en Arumã, ahora pasan la noche en una pequeña embarcación de madera. En el interior cuelgan hamacas. Es todo lo que tienen para recomenzar. “Si hubiera venido alguien que entendiera de esto y nos dijera: salgan de ahí. Pero no nos lo imaginábamos”, se desahogó Ediel.

El derrumbe se tragó 47 casas, tres iglesias, un centro de salud y una escuela, además de dejar a dos personas muertas y tres desaparecidas en el río Purús

Eran las 3 de la tarde del sábado 30 de septiembre cuando las señales de la naturaleza se hicieron más evidentes. En el barranco la tierra se empezó a caer. Acostumbrados al fenómeno de las tierras caídas (erosión provocada por el movimiento fluvial en barrancos), interpretaron este evento como algo normal. Los vecinos salieron a filmar con sus celulares, entre ellos estaba Geiel, el hijo de Ediel. El adolescente no tenía teléfono ni tampoco estaba acostumbrado a la tecnología. Prefería el trabajo en el campo y el fútbol. Pero hacía un mes sus padres habían puesto internet más rápida y Geiel empezó a usar el aparato de su madre.

Como de costumbre, a las seis de la tarde el pueblo estaba lleno de niños jugando en las calles, pescadores que llegaban del río y gente hablando delante de las casas. A esa hora la pescadora Ketla Paiva Moura, de 30 años, ya tendría que estar en una zona más alejada del lugar del accidente, donde vive en una casa flotante, pero se había quedado en la de su padre. Sus hijos, Kezia Moura Lima, de 16 años, y Allyson Moura Lima, de 7, ayudaban a su abuelo a enrollar las cuerdas que vendía en su casa flotante. Desde la parte de abajo de la vertiente, Ketla y sus hijos no vieron el movimiento de los vecinos cuando el barranco empezó a ceder.

En la casa flotante cercana a la del padre de Ketla, Maria do Socorro Barros da Silva, de 57 años, estaba friendo pollo para cenar con su marido Maurício Barros. Mientras tanto, los hermanos Elizeu y Eliezer Freitas volvían de un día completo de pesca con lo suficiente como para alimentarse y vender. Estimaron que obtendrían una ganancia de por lo menos 1.000 reales [unos 200 dólares] y tampoco sabían que la tierra había cedido más temprano.

La naturaleza había dado varias señales de que Arumã iba a ceder sobre el río Purús. El informe del actual Servicio Geológico de Brasil de 2014 alertó sobre el riesgo en la zona, pero sus habitantes ni siquiera fueron advertidos

Los vecinos se concentraron frente al barranco para ver lo que sucedía. Ediel vio la primera parte que cayó en el punto más bajo de la pendiente. Al pescador le dio tiempo de sacar apresuradamente a sus padres de la casa flotante donde vivían. Pero al atardecer la tierra roncó.

Una parte más grande del pueblo cedió de un tirón y formó una gran ola en el tramo del Purús que está frente a Arumã. Los vecinos relatan que medía entre cinco y siete metros. Las primeras afectadas fueron las casas flotantes de adelante. Fue en ese momento que el hijo de Ediel corrió a filmar. Los vecinos le contaron a su padre que vieron como el suelo se rajaba y la parte delantera se derrumbaba, donde estaba Geiel, a una altura estimada de 20 metros.

Sin saber lo que le estaba pasando a su hijo, Ediel escuchó el estruendo y vio derrumbarse el barranco. Corrió por el terreno al lado del área que se había hundido, que era su ruta habitual cuando llegaba al pueblo por el río. Les avisó a sus familiares y vecinos. En el camino vio al hijo de 7 años de Elizeu, desesperado, orando de rodillas y con las manos hacia el cielo, acompañado de un pastor y otros evangélicos. Les gritó: “Ya no es momento de orar, ahora hay que correr”. Después, contaría Eliezer: “Los pastores hicieron un clamor tremendo, pero podía haber sido el mejor orador que Dios no iba a atender a nadie allí”.

La agricultora y pescadora Maria Perpétua Nazaré Laborda, tía abuela de los niños que murieron en el accidente. ‘Ahora miramos hacia abajo y solo vemos soledad’

Ediel cuenta que guió durante cerca de una hora a más de 200 personas selva adentro. La caminata hasta el terreno donde cultiva frutas y verduras suele durar 25 minutos. La densidad de la selva dificultaba el paso y había muchos niños y ancianos que tenían miedo a que la tierra se los tragara.

En la casa flotante frente al pueblo, cuando la pescadora Ketla se preparaba para subirse a la canoa y volver a casa con sus dos hijos, la fuerza del agua la arrojó al río y se llevó a los dos hijos a lados diferentes. Ketla sintió que perdía fuerzas cuando se vio llevada por un remolino hasta el fondo del río. Sentía que pedazos de la casa flotante le golpeaban distintas partes del cuerpo, tragaba agua y lodo. Cuenta que solo resistió porque su único pensamiento era salvar a sus hijos. “La ola era fuerte. Pensé que no lo lograría. Solo pude subir porque mis pensamientos estaban en mis dos amores. Tenía que encontrarlos”, dice con su hablar lento y las palabras empapadas de lágrimas, a una velocidad inversa a la de los acontecimientos del día 30.

La gran ola desbordó hacia los costados y alcanzó otras casas flotantes. En la de Socorro y Maurício derribó muebles, estanterías y también a la pareja. La casa fue empujada hasta arriba de la tierra, a una altura que solo podría alcanzar después de la subida del río. Momentos después, la segunda ola arrojó la casa flotante barranco abajo. “Veíamos venir esa gran ola. Parecía que nos iba a tragar, entraba a la casa y nos arrojaba. Se caía todo por todos lados. Una película de terror”, recuerda Socorro, pasándose las manos por la frente, con el ceño fruncido y la mirada fija en el suelo de la cocina.

La corriente arrastró objetos, pedazos de madera, paneles solares y otras partes de las casas que pueden verse hasta a una hora de distancia del lugar de la tragedia

Los hermanos Freitas se preparaban para anclar sus canoas cuando la ola los alcanzó. El lugar estaba a metros de la erosión. Cuando la ola se daba vuelta hacia la tierra, dejaba al descubierto un pedregal en el río que solo se ve en las peores sequías. “Nunca había visto una ola así. Creo que de unos cinco o seis metros de altura. Parecía algo vivo que se movía y crecía”, cuenta Elizeu.

Intentó remar, pero se dio cuenta de que sería en vano. Entonces se vio arrojado a la tierra y corrió para no volver con el movimiento del agua. Desde allí vio cómo se desplomaba Arumã. “Me quedé en tierra firme viendo todo sin saber cómo estaba mi familia. Vi cómo se caía el paredón, toda la escena. Las casas desparecieron y había un ruido ensordecedor. Me desesperé. Pensé que se había acabado todo”.

Su hermano Eliezer estaba en otra canoa con su hijo de 4 años. “Le agarré las manos a mi pequeñito. Dije: ‘Dios mío que estás en el cielo, no te voy a soltar. Nos vamos a morir los dos. La ola venía, se chocaba contra el pedregal y perdía fuerza. Pasaba por nosotros más débil y se esparcía”.

La foto de la izquierda registra vestigios de la destrucción. A la derecha, animales abandonados por las víctimas que tuvieron que desplazarse después del derrumbe

Cuando se redujo el violento movimiento del río, Eliezer escuchó una voz de mujer que gritaba: “¡Hijo mío!”. Era Ketla, aferrada a un pedazo de madera. “Le preguntamos si quería ir a la orilla y ella nos dijo: ‘quiero que encuentres a mi hijo’. Esa cosa le quitó a su hijo de las manos. Su otra hija también había desaparecido. No podíamos hacer nada y estábamos como locos por saber si nuestra familia también había muerto”, recuerda.

Ketla solo abandonó el río con la ayuda del padre de Ediel después de que el cuerpo de su hijo flotó cerca de donde lo esperaba su madre. Dos días después los bomberos encontraron el cuerpo de su hija de 16 años. Kezia y Allyson fueron enterrados en el cementerio del pueblo.

Mientras ella todavía estaba en el río, los hermanos Freitas subieron al barranco por el mismo lado que Ediel. “Cuando iba caminando, vi que la casa ya no estaba. Era terrible todo lo que pasaba. La tierra se caía. Me dio lástima cuando vi cómo iban desapareciendo la escuela, la iglesia católica que estaba toda adornada”, dice Eliezer. Aferrado a su hijo, dijo que le dolía ver la casa de su madre, recién pintada por ella, tragada por el lodo. En la suya, donde “no faltaba nada”, la familia esperaba a que se acabara el gas de la vieja cocina para estrenar la nueva. Lo perdieron todo en el desastre. Cuando llegó al terreno de Ediel, contó, lloró de alivio mientras abrazaba a sus otros hijos y a su mujer.

El carpintero Edclei da Silva Carneiro se emociona al recordar a su padre, una de las personas que desaparecieron. Los vecinos consideraban a Raimundo el ‘mejor panadero de la zona’

Elizeu se sintió mal en el camino, su cuerpo temblaba y le faltaba el aire. “Estaba tratando de controlar el cansancio y toda la perturbación que había en mi mente. El llanto de la gente, los estruendos. Eso estuvo molestándome los oídos toda la noche. De vez en cuando nos acordamos y se nos viene encima esa escena de todo lo que pasó. Los gritos de la gente”. Dijo que poco a poco llegó al lugar donde encontró a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y a sus padres.

En el sendero por el que Ediel guiaba a los vecinos que temían morir, las personas se apoyaban unas a las otras, lloraban y gritaban oraciones pidiendo la misericordia divina. La única alternativa para saciar la sed en el camino era un sucio botellón de diésel que usaron para transportar agua desde la ‘cacimba’ (un agujero cavado en la tierra hasta encontrar agua para consumo) hasta un galpón que solo tenía piso y techo. Usaron la tapa como vaso. Ediel cuenta que las madres oraban y les daban de beber a sus hijos.

Los primeros auxilios de Beruri, a cinco horas de distancia de la comunidad debido a la bajada del río, llegaron recién durante la madrugada. Sin estructura, el municipio necesitó la ayuda de un empresario que prestó embarcaciones y empleados para dar apoyo a la comunidad. Nadie quería abandonar el lugar por temor a que la tierra siguiera cayendo.

Vista aérea de Beruri, que sufre con una severa sequía y con el humo de las quemadas ilegales en la selva. Parte de las familias desalojadas de Arumã está albergada en la ciudad

Además de los hijos de Ketla y del hijo de Ediel, la comunidad perdió al panadero Raimundo Cordeiro, que había salido de la casa para ver caer el barranco. Antes de eso, había sacado a dos nietos del margen. Uno de ellos, el hijo de Elizeu, se arrodilló para rezar en el momento del accidente. El niño le contó a su padre que vio cuando la tierra se llevó a su abuelo.

La comunidad también perdió a Raimundo Furtado da Silva, que años antes había sido mordido por una serpiente y perdido una pierna. Vivía solo. “Era discapacitado. No me acordé. Nadie se acordó. Si lo hubiera pensado, lo habría cargado”, lamenta Ediel.

Los vecinos, ya tragados por la tierra y el abandono, ahora temen perder su forma de vida. Es como dice Eliezer: “Puedo vivir en el lugar más rico del mundo, el más bonito, pero el mejor lugar era allí, quisiera que volviera todo de nuevo. Le pido a Dios que nos muestre dónde vamos a estar bien”.


LA CRISIS CLIMÁTICA INTENSIFICA EL FENÓMENO DE LAS ‘TIERRAS CAÍDAS’

Jacqueline Sordi

Las erosiones en los márgenes de los ríos amazónicos, conocidas popularmente como el fenómeno de las “tierras caídas”, son comunes en las vertientes de muchos cursos de agua que bañan la selva tropical más grande del mundo. Sin embargo, son cada vez más frecuentes, intensas y letales debido a los cambios climáticos. Fue el caso del deslizamiento de tierra que provocó que parte de Vila do Arumã desapareciera del mapa. “No nos quedan dudas de que los cambios climáticos están directamente relacionados con este escenario”, dice el geógrafo José Alberto Lima de Carvalho, docente del Departamento de Geografía de la Universidad Federal de Amazonas (UFAM).

Actualmente, la región amazónica vive uno de los períodos de sequía más severos ya registrados según los parámetros oficiales y aquí es donde la firma de los cambios climáticos se vuelve más evidente. Para el climatólogo Carlos Nobre, miembro titular de la Academia Brasileña de Ciencias (ABC), no hay duda de que la actual sequía en la Amazonia debe considerarse un evento climático extremo, que a la vez se ve afectada directamente por el calentamiento del planeta. Según especialistas, 2023 se perfila como uno de los años más calurosos, quizás el más, ya registrados. A esto se le suma que el mundo se encuentra bajo el efecto de El Niño, fenómeno que implica el calentamiento del Océano Pacífico Tropical y el comportamiento de los vientos, que altera los estándares de precipitaciones en diversas regiones del planeta. En Brasil, específicamente, hace que las precipitaciones sean más frecuentes e intensas en el Sur y suele provocar lluvias por debajo del promedio en la zona de la Amazonia. El calentamiento de la Tierra influye directamente en la intensidad de El Niño porque cuanto más cálidas son las aguas del océano, más fuerte se vuelve el fenómeno climático. Este año, las aguas del Océano Pacífico Tropical están por encima del promedio, lo que también va en camino de alcanzar un récord histórico. “Es decir, si en 2015 y 2016 tuvimos el Niño más fuerte que se haya registrado, todo indica que este año el récord será superado”, afirma Nobre.

Pero esto no es todo. El calentamiento del planeta está afectando también al Océano Atlántico Tropical Norte, cuyas altas temperaturas registradas en sus aguas en los últimos meses están provocando una reducción todavía más pronunciada de las precipitaciones en la selva tropical más grande del mundo. Todo este complejo escenario influye en la sequía extrema de la Amazonia. Sin embargo, no podemos olvidar un tercer e importante factor que es la deforestación. Entre 2015 y 2022 se deforestaron más de 74 mil kilómetros cuadrados de selva en la Amazonia. “Si vemos los datos desde 2015, nos damos cuenta de que la deforestación ha aumentado mucho en los últimos años. Entre 2019 y 2022 explotó”, dice Nobre. Además de contribuir con el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, la deforestación de la Amazonia también agrava la sequía porque, cuando los pastizales reemplazan la selva, se compacta mucho el suelo que termina absorbiendo muy poca agua. Esto reduce significativamente el proceso de evapotranspiración, es decir, la emisión de vapor de agua producida por la selva que forma la lluvia, tan importante durante los períodos secos.


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Según el biólogo Marcelo dos Anjos, lo que más fragiliza las vidas en la Amazonia no son los procesos naturales ni los fenómenos climáticos, sino la falta de políticas públicas que respeten el medio ambiente y adapten la vida humana a la zona

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