Periodismo desde el centro del mundo

Un indígena del pueblo Munduruku recolecta asaí en el estado de Pará: quienes viven de los alimentos de la selva hacen girar la bioeconomía de la sociobiodiversidad. Pero, en definitiva, ¿qué significa eso? Foto: Valdemir Cunha/Greenpeace

Una Amazonia sin nuevas hidroeléctricas ni otras grandes carreteras, con millones de hectáreas de selva nativa restauradas y valorización de la forma de vida de las poblaciones que viven en armonía con la selva. Una región que impulsaría la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en Brasil y distribuiría los beneficios climáticos del fin de la deforestación a todo el país. Y que, asimismo, crearía más empleos y más ingresos para su población que si todo siguiera como está. Lo que empezó como una utopía hoy es una propuesta sólida. Si hubiera una decisión política para ponerlo en funcionamiento ahora, el proyecto podría completarse en 30 años, en 2050. El estudio recién publicado: «Nueva Economía de la Amazonia», es el resultado del trabajo de dos años de 76 investigadores brasileños. Aunque puede haber reservas en algunos puntos del proyecto, la pregunta de qué hacer para evitar que la selva tropical más grande del planeta llegue al punto de no retorno finalmente tiene una respuesta sólida y, además, ejecutable.

El estudio fue sugerido por el científico Carlos Nobre –uno de los estudiosos más importantes sobre el aporte de la selva amazónica para el equilibrio climático del planeta– al World Resources Institute (WRI, Instituto de Recursos Mundiales, en traducción libre). Este organismo internacional ya había movilizado a académicos y líderes políticos para publicar, en 2018, el informe Nueva Economía del Clima, que proponía formas de evitar que el aumento de la temperatura promedio de la Tierra, provocado por la emisión de gases de efecto invernadero, hiciera inviable la vida. Ahora bien, se trataba de una iniciativa para traducir en números –que son siempre fetiche de los gobiernos y los dueños del dinero–, el sueño de crear una alternativa a la economía de las tierras deforestadas, la ganadería extensiva, el monocultivo de soja, las grandes hidroeléctricas y los combustibles fósiles que dominó la Amazonia en los últimos 50 años. “La idea era, precisamente, la de hacer un cálculo matemático correcto, un modelo económico”, dice Nobre.

Para eso, los investigadores se centraron en la siguiente pregunta: ¿qué puede ofrecerles una Amazonia “con la selva en pie y los ríos fluyendo” a su población y a todos los brasileños? O, como lo expresó en jerga de economía uno de los coordinadores del trabajo, el economista Rafael Feltran-Barbieri: ¿cómo la Amazonia Legal, que abarca 28 millones de personas, nueve estados y el 60% del territorio del país, “puede dirigir la transición hacia una economía más competitiva, más intensiva y baja en carbono?”.

Braulina Baniwa, Carlos Nobre, Francisco Piyãko, André Baniwa, Francisco Apurinã y Rafael Feltran-Barbieri durante la Conferencia Panamazónica por la Bioeconomía en Belém, en junio. Foto: Claudia Antunes

En la presentación de las conclusiones de la investigación en Belém, el 20 de junio, Carolina Genin, otra de sus coordinadoras, subrayó que, aunque cuente con el apoyo de WRI, el estudio fue “totalmente diseñado en Brasil”, con especialistas brasileños. “Si queremos apoyar ideas disruptivas, nuevos modelos mentales, tenemos que buscar fuera del Norte [global], donde siempre nacieron las principales ideas, donde también están las miradas sesgadas”, dijo Carolina, que fue directora de Clima en WR Brasil y ahora dirige el brazo nacional de la Alianza por el Clima y el Uso de la Tierra (Clua, en su sigla en inglés). “También tenemos que recordar que el Sudeste de Brasil ya tiene una mirada sesgada”, corrigió.

La solución, aunque parcial, fue reunir a investigadores indígenas, de la Universidad Federal de Pará (UFPA) y del Instituto de Investigaciones Ambientales de la Amazonia (Ipam), quienes trabajaron junto a especialistas en energía del Instituto Alberto Luiz Coimbra de Posgrado e Investigación en Ingeniería, Coppe, de la Universidad Federal de Río de Janeiro; académicos del Centro de Desarrollo y Planificación Regional (Cedeplar) de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG); y especialistas en indicadores económicos de la Fundación Instituto de Investigaciones Económicas (Fipe) de São Paulo.

Veterano del Núcleo de Altos Estudios Amazónicos, de la UFPA, el docente Francisco de Assis Costa agregó a la investigación datos de sus más de 30 años de investigación sobre la importancia histórica y actual de la economía campesina en la Amazonia, que incluye a agricultores familiares, comunidades ribereñas y quilombolas [descendientes de esclavos africanos]. Por más que los amazónicos hayan sido una minoría en el grupo, Costa asegura que no estaban allí para cumplir con una cuota nomás: “Nos tomaron en serio. Nos escucharon, aceptaron la investigación que trajimos, la incorporaron al estudio”.

Para el docente había una diferencia más importante con relación a otros proyectos económicos recientes: la ruptura con una concepción neoliberal –la que defiende la tesis de que la economía funciona sola y se autorregula, demandando solo intervenciones puntuales donde el mercado falle o haya más pobreza–. “En la lógica neoliberal se supone que el sistema ya está codificado, pero el estudio rescata la idea de que para los grandes problemas hay que tener una comprensión igualmente ambiciosa de la realidad”, dice Costa. “El estudio acepta el hecho de que existe una profunda diversidad estructural en la Amazonia. Hay una economía de agropecuaria y minería, pero corre al lado de la otra, de la cual se decía nada más que ‘hay unos paisanos por allí’, pero que estratégicamente es de la misma dimensión”.

En la investigación, Braulina Baniwa, que nació en la Tierra Indígena Alto Rio Negro, en el estado de Amazonas, e hizo su maestría en antropología social en la Universidad de Brasilia, fue una de las responsables de llevar los aportes de los modos de vida de los pueblos originarios a la “nueva economía”. Para ella, directora ejecutiva de la Articulación Nacional de las Mujeres Indígenas Guerreras de la Ancestralidad (Anmiga), su participación representó solo un paso inicial en la lucha para que el pensamiento indígena sea tomado en cuenta en la planificación del futuro de la Amazonia y de Brasil.

La antropóloga defiende la continuidad de los estudios sobre la economía de la selva en pie y los ríos preservados, ya que solo una pequeña parte de los líderes de los 600.000 indígenas de la región, repartidos en 198 etnias, han sido escuchados. “Lo que tratamos de transmitir a este estudio es que los pueblos indígenas tienen su forma de producción, que necesita ser reconocida y respetada”, dice. “Al mismo tiempo dijimos que nosotros, a pesar de que somos pueblos de la Amazonia, tenemos nuestras especificidades geográficas que también hay que considerar”, completa. En el análisis, Braulina destaca las diferencias entre lo que cada etnia originaria recolecta de la naturaleza, lo que produce, procesa, utiliza para alimentación o como medicina y lo que eventualmente intercambia con los mercados externos.

La inversión pública debe cambiar de dirección

El estudio de 246 páginas parte de un escenario de referencia en el que la deforestación seguiría la tendencia actual y no habría restricciones para la emisión de gases de efecto invernadero. Establece, entonces, el objetivo de reducir drásticamente las emisiones brasileñas. Las 67 gigatoneladas (67 mil millones de toneladas) de dióxido de carbono emitidas en los últimos 30 años en Brasil, de las cuales 36 gigatoneladas se liberaron a la atmósfera desde la Amazonia, se reducirían a 7,7 gigatoneladas entre 2020 y 2050, y solo 1,4 gigatoneladas saldrían de la zona. Esta reducción es compatible con el objetivo más ambicioso del Acuerdo de París sobre el cambio climático, que es limitar el aumento de la temperatura promedio del planeta a 1,5 grados centígrados a finales de este siglo con relación a los niveles preindustriales y evitar un cataclismo ambiental. Para que esto suceda, los investigadores concluyeron que eliminar la deforestación no es suficiente: hay que cambiar radicalmente la economía practicada en la Amazonia, que es en gran parte criminal.

Una quemada en el estado de Rondônia en julio de 2021: no es suficiente la deforestación cero para detener la crisis climática, hay que cambiar la economía. Foto: Christian Braga/Greenpeace

Esta meta debe traducirse en un menú de medidas concretas. Primero, hay que cambiar las prácticas de la agricultura y la ganadería, reemplazando la incorporación de nuevas tierras por más inversiones en las áreas que ya existen y también en más trabajadores. Luego, hay que cambiar la construcción de las centrales hidroeléctricas por la implantación de sistemas de energía solar integrados a estas, que podrían incluso ocupar los embalses de los diques actuales. “Las centrales hidroeléctricas, incluso las pequeñas, afectan muchísimo a la biodiversidad de los sistemas acuáticos y aumentan la contaminación”, argumenta Carlos Nobre. El transporte de carga, el más contaminante, se trasladaría en parte a las vías navegables. Por último, habría más inversión en restauración forestal y en las muchas cadenas de productos agroforestales que ya existen localmente. En minería, la propuesta es acabar con las prácticas sociales y ambientales nocivas, distribuyendo las ganancias de la actividad de manera más justa entre la población.

El estudio no se ocupa de la minería y sus ramificaciones, como la invasión de tierras indígenas, pues se reconoce que esto requeriría una evaluación aparte. Su foco es la minería industrial a gran escala, que en la Amazonia representa el 51% del valor de la producción brasileña del rubro, con fuerte presencia de corporaciones transnacionales de países como Noruega, Canadá y el Reino Unido, así como también de la empresa brasileña Vale. Los investigadores sostienen que la actividad mantendrá su importancia, principalmente por las reservas de bauxita, aluminio, níquel, estaño, cobre, hierro y manganeso, utilizadas en tecnologías de generación de energía limpia, como paneles solares, baterías eléctricas y turbinas eólicas. Sin embargo, proponen medidas para acabar con sus efectos negativos, como la deforestación, la fuga de residuos contaminantes y el crecimiento desordenado de los lugares donde se instalan las minas, lo que genera focos de pobreza urbana y un aumento de la criminalidad. Entre las propuestas está la revisión de las exenciones de impuestos que actualmente se otorgan a la minería y la creación de fondos para la generación de alternativas económicas, ya que la actividad, altamente mecanizada, genera pocos empleos directos.

La investigación concluyó que, en el escenario de la Nueva Economía de la Amazonia, en 2050 habría más de 312.000 empleos en la región, en comparación a si se mantiene la trayectoria actual, y el Producto Bruto Interno (PBI) –la suma de todos los bienes y servicios producidos– sería de 40 mil millones de reales más cada año. Además, en la misma comparación, se restaurarían 22 millones de hectáreas más de selva y habría más de 81 millones de hectáreas de selva en pie. Hoy, en total, ya se han deforestado 83 millones de hectáreas de la selva amazónica, casi el 23% de la cobertura original. El proyecto propone recuperar la mayor parte.

Por supuesto, esta transformación requeriría una inversión importante, calculada en 2,56 billones de reales más que la suma que se invertiría hasta 2050 si se mantuviera el actual modelo económico. El estudio no hace una cuenta exacta de dónde saldría el dinero, pero demuestra que sí existe. El documento cita cálculos del Instituto de Estudios Socioeconómicos (Inesc), un centro de Brasilia especializado en las cuentas del gobierno, según los cuales solo en los últimos diez años los combustibles fósiles recibieron en Brasil subsidios de 222 mil millones de dólares o 1.056 millones de reales al cambio de hoy. El mismo Inesc mostró recientemente que solo la empresa Vale recibió, en 2021, 18 mil millones de reales en incentivos para extraer mineral de hierro de Carajás, en Pará. Ese mismo año la empresa pagó 4,3 mil millones de reales –solo una cuarta parte del monto de los subsidios recibidos– en concepto de royalties a ese estado. En la agricultura se produce la misma distorsión: hoy solo el 3% de los créditos distribuidos en la Amazonia Legal por el Plan Safra, que subsidia fuertemente el latifundio brasileño, están incluidos en el Plan de Agricultura Baja en Carbono (Plan ABC), en el que se condicionan los préstamos a prácticas que conducen a menos emisiones.

El hilo de la vida del cacao también es el hilo de la vida de las familias involucradas en su producción en las comunidades tradicionales recolectoras que trabajan los frutos de manera sostenible. Foto: Nilmar Lage/Greenpeace

Eugênio Pantoja, director de Ipam, repasó la parte de las políticas públicas de la Nueva Economía de la Amazonia y destaca la urgencia de revisarlas: “Hay que tomar y reformular todos los fondos constitucionales que existen para el Norte. El Fondo Constitucional de Financiamiento del Norte (FNO), el Banco de la Amazonia, la Superintendencia de Desarrollo de la Amazonia (Sudam) y otros recursos [deben reformularse] dentro de la nueva perspectiva de desarrollo, porque hoy básicamente financian las cadenas establecidas”. Por supuesto, esto significa enfrentarse a corporaciones poderosas, ampliamente representadas en el Congreso brasileño: en mayo pasado la Cámara de Diputados aprobó un proyecto que extiende los incentivos de Sudam por otros diez años exactamente como están. El proyecto todavía va a pasar por el Senado. En el pasado, Sudam fue protagonista de uno de los mayores escándalos de corrupción con recursos públicos de la Amazonia y está en la raíz de la apropiación ilegal de tierras que hasta la fecha existe en la zona, dejando una huella de deforestación y sangre.

A favor de la urgencia de un cambio estructural en la economía amazónica, hay que considerar los llamados “servicios ecosistémicos” que la selva brinda gratuitamente a la región, al país y al planeta. Hoy, por ejemplo, del 35% al 45% de las lluvias que irrigan el centro y el sur de Brasil las brindan los llamados “ríos voladores”, formados por el vapor que la transpiración de la selva –un proceso que se produce durante la fotosíntesis– echa en la atmósfera. Este vapor, un volumen estimado de 7,3 billones de metros cúbicos de agua por año, es transportado por los vientos a otras zonas del país, ayudando a formar nubes. La selva también almacena 120 mil millones de toneladas de carbono arriba del suelo, lo que equivale a 12 veces las emisiones anuales en todo el mundo. El valor de estos servicios no se contabiliza en el estudio, pero si dejaran de existir el daño sería inconmensurable, como ejemplifica el economista Rafael Feltran-Barbieri: “Hoy el 95% de las áreas plantadas en Brasil no tienen irrigación. Si se pierde la lluvia, saldrá mucho más caro producir con pozos artesianos, tubos y electricidad para regar la tierra”.

¿En definitiva, qué es la bioeconomía?

Durante el transcurso del estudio, hubo una discusión feroz sobre lo que es la bioeconomía, un término que está de moda en los debates sobre el clima y que mucha gente reclama, incluida parte de la agroindustria depredadora. La expresión se empezó a usar en países materialmente ricos para referirse a insumos de una transición energética: los combustibles fósiles serían reemplazados por los extraídos de productos agrícolas, como el etanol, por ejemplo, por más que esto requiera grandes monocultivos de caña de azúcar o maíz para ser producido. Posteriormente, el término pasó a utilizarse también para designar tecnologías que reducen las emisiones de carbono de industrias altamente contaminantes, como la de cemento y la siderúrgica, por ejemplo.

En el debate sobre la Nueva Economía de la Amazonia se concluyó que para definir qué es la bioeconomía hay que detenerse sobre el proceso productivo. “El azaí de un monocultivo de 7.000 hectáreas es distinto del azaí de cosecha, porque es este último el que lleva a la sostenibilidad, a la capacidad de perpetuar esa bioeconomía”, dice Barbieri. Se decidió entonces hablar de una “bioeconomía de la sociobiodiversidad” para referirse a las personas que viven de la diversidad que ofrece la naturaleza, en un sistema que asegura la reproducción continua de la gran variedad ecológica. Harley Silva, quien obtuvo un doctorado en economía en Cedeplar, de la UFMG, y desde 2017 trabaja con Francisco Costa en la UFPA, traduce el concepto: “El pescador es el marido de la recolectora de semillas, que es la madre del recolector de castañas. Es decir, la comunidad está involucrada en ese proceso, que se basa mucho en la capacidad que tiene una región de ofrecer productos renovables, y también en la elección, en la estima por el tipo de producto, en la alimentación”. En esta zona, con algunas excepciones que han ganado escala, como el azaí, esta economía sigue más vinculada a los hábitos de consumo locales que a la demanda de los mercados externos.

Cosecha de miel en la comunidad extractivista del archipiélago de Bailique, en Amapá. Foto: Diego Baravelli/Greenpeace

El mismo Francisco Costa, que nació en Rio Grande do Norte y llegó a Pará en 1972, no pensaba en términos de bioeconomía cuando empezó a investigar para su doctorado en la década de 1980. En esa época, productos típicos de la economía campesina en la Amazonia –como el mismo azaí, el copoazú, la conocida nuez de Brasil, la palma babasú, la andiroba– empezaban a invisibilizarse en las cuentas públicas nacionales, dando paso a las cosechas de grandes monocultivos de las haciendas de la zona. La cadena de frutos de la selva, desde la recolección hasta el procesamiento, venta y consumo, poco a poco se dejó de contabilizar. Lo que el profesor y su Grupo de Investigación Dinámica Agraria y Desarrollo Sostenible en la Amazonia hicieron fue ir a campo para hacer este cálculo, en lo que denomina “esfuerzo de revelación”.

Economia de subsistencia no, de existência. En la imagen se ve la producción de harina de yuca en los alrededores del río Manicoré, en el estado de Amazonas. Foto: Nilmar Lage/Greenpeace

Esto involucró desde ir a las comunidades y preguntar directamente: a quién le compra alguien, a quién le vende, a qué precio, hasta examinar los registros de los microempresarios individuales, para verificar quienes tenían actividades inscritas que se relacionaban con la bioeconomía, como apicultor independiente, procesador de castañas y fabricante de pulpa de frutas. Con los indicadores de esta investigación continua, y en base a solo 13 productos para los cuales fue posible medir toda la cadena, los especialistas de la UFPA aportaron al estudio una estimación de que esta economía de la selva en pie –que obviamente excluye la madera– equivale a un PBI de 12 mil millones de reales al año. La Nueva Economía de la Amazonia estima que, con incentivos, este rubro podría generar 38,5 mil millones de reales en 2050, empleando 947.000 personas, en comparación a los 334.000 puestos de trabajo actuales.

Costa refuta la idea de que la “bioeconomía de la sociodiversidad” sea una “aberración”, el remanente de una economía de subsistencia, marcada por la pobreza y destinada a desaparecer, como piensan todavía muchos economistas y políticos apegados al viejo desarrollismo. “Es una economía basada en la familia, que en el promedio de la historia ha garantizado una reproducción digna”, dice. Las comunidades tradicionales de la Amazonia suelen refutar el concepto de “economía de subsistencia” –para ellos, la expresión correcta es “economía de existencia”–. Los conceptos de riqueza y pobreza de las comunidades que se mantuvieron como parte de la naturaleza son radicalmente distintos a los que usan economistas de diversos matices ideológicos.

¿Qué es la riqueza y la pobreza en la naturaleza?

Los estudios de la UFPA sobre la economía campesina no incluyen los tipos de producción en los territorios de los pueblos originarios. “Ellos [los indígenas] se organizan de manera extensiva, de otra forma, la estructura social es distinta, y a los economistas les cuesta lidiar con eso”, admite Costa. La antropóloga Braulina Baniwa ni siquiera está segura de si tendría sentido medir la economía de los pueblos originarios: “La bioeconomía es una discusión externa, no desde nuestro territorio. Este también es un tema, [el de] dónde nos vemos en este lugar”. Lo que observa es que, por un lado, están las formas de producir dentro de los territorios y, por otro, la relación con el mercado, que muchas veces quiere imponer su propia forma y sus reglas. “El mercado tiene que considerar y valorar nuestro modo de producción. No somos robots para producir mucha cantidad en poco tiempo. No trabajamos por hora, tenemos nuestro propio ritmo de vida, que hay que valorar porque son estas personas las que mantienen la selva en pie”, afirma.

La antropóloga Braulina Baniwa: ‘No trabajamos por hora, tenemos nuestro propio ritmo de vida que hay que valorar porque son estas personas las que mantienen la selva en pie’. Foto: Cristian Wari’u

No decidir nada sin antes escuchar a los parientes es una regla entre los líderes indígenas. Para el estudio Nueva Economía de la Amazonia, Braulina y otros investigadores, como el antropólogo Francisco Apurinã, prepararon entrevistas con 42 líderes indígenas de los nueve estados de la zona, 37 de las cuales se hicieron en el Campamento Terra Livre de 2022 en Brasilia. Incluso con una muestra pequeña, las entrevistas señalaron una gran variedad de arreglos productivos y división del trabajo. En algunos casos, la diferencia entre los frutos de la huerta y los recolectados estaba bien delimitada. En otros, ni siquiera se mencionó. Algunos encuestados expresaron el deseo de obtener más recursos para aumentar los intercambios con el mercado. Pero no todos.

Para Braulina, quizás más importante que hablar de “bioeconomía indígena” fue enfatizar, en el estudio, la necesidad de la delimitación y protección de los territorios. “Sobrevivimos sin dinero, somos pueblos de la selva. Todo lo que necesitamos es tener peces sanos, ríos sanos, territorio demarcado”, dice. “Nuestra vida no está basada en el dinero. Nuestra vida se basa en el espacio, en el territorio, y es nuestra relación con nuestros espacios la que tiene que estar segura. Por eso la demarcación es la agenda principal para que sigamos existiendo”.

Francisco Apurinã –que dejó su tierra natal, Camicuã, en el estado de Amazonas, para hacer un doctorado en Brasilia, una trayectoria similar a la de Braulina– también reforzó la importancia de los territorios. Para él, todos los males en estas tierras, como la entrada de actividades criminales, son “fruto de los desencuentros entre el conocimiento indígena y el considerado occidental dominante”. Dice que “la fuerza, la sabiduría, el conocimiento y el alimento espiritual” de los pueblos originarios provienen de lugares sagrados. “Estos lugares son extremadamente irrespetados por todos estos actos ilícitos. Cuando se destruye un lugar así, las agencias espirituales se llevan todas nuestras riquezas y nos quedamos solos”.

La tierra no es una mercancía

Ninguna discusión sobre un cambio estructural en la Amazonia logra eludir el tema de la tierra, y no solo de la tierra indígena. El estudio mostró, por ejemplo, que la desigualdad en la distribución de la tierra reproduce los altos estándares de concentración que existen en el resto de Brasil, a pesar de la enorme cantidad de apropiaciones ilegales en la zona y el aumento de la deforestación. Esto, según el documento, “refuta la retórica de que la deforestación sería el mal necesario para combatir la desigualdad en la distribución de la tierra”, una referencia a la tesis, común entre los defensores del agronegocio, de que el asentamiento de pequeños agricultores sería responsable del aumento de la destrucción de la selva.

La investigación también mostró que el 83% de la deforestación en la Amazonia Legal se origina en la demanda externa, ya sea de otras regiones de Brasil o de otros países, por productos de ganadería, monocultivos y minería. En la lógica económica actual, dice el estudio, “la zona es un gran depositario de tierras que abastece de insumos de bajo valor agregado a la economía nacional e internacional, exportando productos primarios y adquiriendo bienes y servicios cualificados y de mayor valor agregado”.

Además, y quizás más importante, se ha establecido un sistema en la Amazonia en el que la tierra deforestada no es solo un activo necesario para la producción de ganado, soja o madera. Es una mercancía en sí misma, explica Harley Silva, de la UFPA: “Funciona como reserva de valor. Talo la selva y espero, porque alguien aparecerá en un momento de boom de las commodities y dirá: ‘Yo compro, arriendo’”.

La castaña de cajú está entre los frutos de la selva que mueven las actividades económicas en la zona del río Manicoré, en el estado do Amazonas. Foto: Nilmar Lage/Greenpeace

Para Francisco Costa, hablar solo de apropiación ilegal de tierras e ilegalidad no es suficiente para explicar la situación. “Como todo mercado, solo existe en base a una relación de confianza. Por eso el argumento de la legalidad es un poco ingenuo. No hace falta una legalidad formal, necesitas confianza simbólica entre los interlocutores del mercado”, dice. “El tipo detrás de la tierra sabe que el título es ilegal, pero sabe [también] que eso nunca se descubrirá, o que la probabilidad de que se descubra es mínima, por lo que acepta el título como verdadero”.

Las últimas décadas también han demostrado que en algún momento el gobierno y el parlamento terminaron legalizando estas propiedades ilegales con proyectos de ley de “regularización de tierras”. Eso sucedió en el segundo mandato de Luiz Inácio Lula da Silva (PT), en 2007, en el gobierno de Michel Temer (MDB), en 2017, y Jair Bolsonaro, que fue elegido en 2018 por el PSL, estuvo dos años sin partido y ahora, afiliado al PL, está inhabilitado– intentó hacer el más ambicioso de ellos.

Todo el mundo sabe que, sin acabar con este mercado de tierras sin árboles, no hay manera de construir una economía de la selva en pie en la Amazonia. Los instrumentos legales para arreglar la situación existen, pero “primero hay que tomar la decisión política de hacerlo”, repiten los especialistas. Lo ideal es que la cadena de la titularidad de una tierra se pueda comprobar en tiempo real. La UFPA, junto al Ministerio Público, instauró un sistema de control de títulos emitidos por el estado de Pará. “Lo boicotearon, lo destruyeron desde dentro del Tribunal de Justicia”, cuenta Francisco Costa.

Infografía: Rodolfo Almeida/SUMAÚMA

¿Saldrá del papel?

El poder de las fuerzas que ganan mucho manteniendo todo como está a corto plazo, pone en tela de juicio si el estudio podrá hacerse realidad sobre el suelo de la Amazonia. En la época que comenzó la investigación, esto no se sabía, pero la realización en Belém, en 2025, de la COP 30, la 30ª Conferencia de las Partes de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, pasó a ser vista como una oportunidad para escuchar propuestas transformadoras de este tipo. Ya desde principios de agosto, la capital de Pará será sede de una primera cumbre, la de los países amazónicos, que centrará las miradas sobre la zona.

Marcello Brito, que se define como un “agroambientalista” y asumió en abril la secretaría ejecutiva del Consorcio Amazonia Legal, formado por los estados de la zona, dice que el tiempo para hacer una elección es corto. “Este estudio debería llamarse nuevo modelo mental de la humanidad”, sugiere. “Existe la dificultad de que estemos por empezar un nuevo país o una nueva región en una ventana de oportunidad que es corta, una ventana de supervivencia”, dice. Brito recuerda que a finales de 2024 entrarán en vigor las nuevas reglas de la Unión Europea, un gran mercado para el agronegocio brasileño, que impedirán la entrada de diversos productos provenientes de áreas deforestadas.

João Paulo de Resende, asesor especial del ministro de Hacienda, Fernando Haddad, que asistió al lanzamiento del estudio en Belém, dijo que el tema “está en ebullición” en Brasilia. “Lo que es diferente ahora es que estamos reconociendo que si el gobierno no hace nada y deja actuar solo a los agentes económicos, seguirá la trayectoria del escenario de referencia”, afirmó, refiriéndose a la base de comparación usada en la investigación, en la que no se restringen las emisiones y la deforestación seguiría la tendencia actual. Resende también invocó esa voluntad política: “Lo difícil no es encontrar los instrumentos, es estar dispuesto a pelear”. Agregó que el ministerio “está aquí para decir que sí” y mencionó un plan de apoyo a la transición hacia una economía baja en carbono, sin embargo, aún sin una fecha para estar listo.

El educador indígena André Baniwa, que participó en la revisión del texto de la Nueva Economía de la Amazonia, se declaró optimista. “La COP aquí en Brasil está movilizando a mucha gente, inspirando cambios de perspectiva”, afirma. Piensa en el día en que la Constitución del país, que ya en su preámbulo promete garantizar el bienestar de todos los brasileños, incorpore también el concepto de “buen vivir”, que agrega la idea de armonía entre el ser humano y la naturaleza y todos sus seres. André señala el camino de una utopía, que complementa los números encargados por Carlos Nobre, para un proyecto de revolución ecológica. Combinados, podrían salvar la selva y señalar un camino hacia un futuro vivo.


Verificación: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson y Diane Whitty
Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Montaje de página: Érica Saboya

Ribereña muestra el fruto del cacao: la sociobiodiversidad habla, entre otras cosas, de trabajar productos locales en una economía basada en la comunidad y en el desarrollo sostenible. Foto: Nilmar Lage/Greenpeace

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