Asunción Gimenez, de 36 años, vio como mataban a su marido, el Guaraní Kaiowá Vitor Fernandes, de 42 años, con dos tiros en la espalda y uno en el muslo. Escondida con su hijo en una plantación de avena, donde intentaba protegerse de las bombas y los tiros del Batallón de Policía Militar de Mato Grosso del Sur, presenció como el padre de sus hijos se derrumbaba en el suelo de la tierra indígena recuperada Guapo’y, en Amambaí, una ciudad a 350 kilómetros de la capital del estado, Campo Grande. Era una acción de desahucio, que tuvo lugar el 23 de junio. La policía mató porque los indígenas habían recuperado el lugar y estaban allí haciendo presión para reocupar una tierra que entienden que es suya y donde hoy hay una hacienda.
Había al menos 65 policías, que disparaban proyectiles, balas de goma y bombas de gas contra los indígenas, que corrían e intentaban esconderse en las plantaciones de la zona. Por decisión judicial, los Kaiowá siguen allí. Aquel día, hubo al menos 20 indígenas heridos. Sin embargo, el conflicto continúa en Amambai: unos sicarios mataron a dos personas de la etnia en emboscadas fuera de los límites de la tierra indígena. En julio, dos hombres en una moto asesinaron a Márcio Morreira a tiros. La otra víctima más reciente es Vitorino Sanches, un Kaiowá de 60 años, ejecutado con 5 tiros en la espalda el 13 de septiembre. Antes, en agosto, Sanches sufrió otro atentado: dispararon contra su auto 15 veces. Le dieron 2 tiros.
El área que los indígenas han recuperado está ubicada en el límite de la Reserva Indígena de Amambai —una región que el Estado delimitó durante la dictadura militar para confinar a los indígenas—, donde viven al menos 10.000 Guaraní Kaiowá. Ellos afirman que la tierra que ocupó la hacienda Borda da Mata les pertenece y la reivindican como parte de la reserva. Según los líderes de la recuperación, desde los 90 les han quitado 600 hectáreas de su territorio, que debería tener 3.600.
La negligencia de los Gobiernos, acentuada en la gestión de Bolsonaro, deja un rastro de sufrimiento imposible de dimensionar. Tras el entierro de su marido, sentada junto a su tumba, Gimenez se desahogó: «Ya no soy feliz». En Guapo’y, se escuchaba por todas partes: la violencia roba la felicidad. Su historia es un ejemplo del dolor que se extiende por todo el país. Según el Consejo Indigenista Misionero (Cimi), solo entre el 3 al 13 de septiembre se registraron al menos siete muertes de indígenas en los estados de Maranhão, Mato Grosso del Sur y Bahía. Tres de los muertos y dos heridos durante los ataques eran menores de edad.
Mientras estábamos finalizando esta edición de SUMAÚMA, otro indígena de la etnia Turiwara fue ejecutado por sicarios en Tomé-Açú, en el noreste de Pará, el sábado 24. La víctima estaba en una camioneta con otros tres indígenas que también resultaron heridos, según el portal de noticias G1, que también informa que los vecinos de la localidad atribuyen el crimen a personas vinculadas a una empresa de extracción de aceite de palma de la región. El Ministerio Público Federal de Pará anunció el sábado que abriría una investigación sobre el ataque en Tomé-Açú.
El clima de guerra en esta disputa de tierras está enfermando a los pueblos originarios, especialmente a los más jóvenes. El día 11, en Mato Grosso do Sul, Cleiton Isnard Daniel, de 15 años, fue encontrado con señales de suicidio, según Cimi. Cleiton era de la aldea Jaguapiru, que forma parte de la Reserva Indígena de Dourados, donde los suicidios se han convertido en una enfermedad crónica. El abandono, la violencia y la devastación en la región son algunos de los factores que aumentan la falta de perspectiva entre los indígenas.
En el sur de Bahia, el adolescente Gustavo Pataxó, de 14 años, murió con un tiro en la nuca, disparado por sicarios que rodearon la aldea donde vivía en Comexatibá, en el extremo sur de Bahía, el 4 de septiembre. “Gustavo era un niño inocente que vivía en la reserva Aldeia Nova. Estudiaba, plantaba, pescaba y le gustaba nadar y jugar en el río, le gustaba mucho dibujar a un guerrero Pataxó”, recuerda el cacique Mãdy, de la aldea Rio do Cahi, en Vale do Cahy, en Comexatiba. Y añade: “Que los culpables por la sangre derramada paguen por esto. ¡Y que no se derrame ni una gota más de sangre!”.
Suruí Pataxó, líder de la aldea Barra Velha, también en el sur de Bahía, afirma que las amenazas son constantes. «No queremos ver a nuestros niños, nuestros ancianos y nuestros líderes amenazados de muerte en nuestro propio territorio. No queremos ver a nuestro pueblo muriendo en manos de los grileiros [ladrones de tierras públicas], hacendados y mucho menos sicarios», dice Suruí. «En nombre del pueblo Pataxó y de todos los pueblos indígenas, pedimos justicia y respeto para nuestros niños que están muriendo.»
Como la demarcación de sus tierras está parada, los Pataxó han sufrido la falta de espacio para que su pueblo subsista, ya que el monocultivo y las iniciativas inmobiliarias invaden su territorio. Los territorios indígenas de Barra Velha y Comexatibá están cerca uno del otro y viven historias parecidas. El Estado reconoció su tradicionalidad, pero falta voluntad política para continuar los trámites procesales. La Tierra Indígena Barra Velha espera que se prosiga el proceso de demarcación desde 2008 y la de Comexatibá, desde 2005. Sin ninguna perspectiva de que el Gobierno se mueva, los indígenas decidieron actuar y recuperar el territorio, lo que generó conflictos con los hacendados y los empresarios del a región.
Un clamor contra la violencia
El pasado jueves 15 de septiembre, 120 indígenas marcharon en Brasilia para denunciar la muerte que los acecha en sus territorios. ««Nuestros niños deberían enterrar a nuestro pueblo. Nosotros, los viejos, estamos enterrando a nuestros niños. Lo pedimos con el corazón: ¡basta de sangre! El pueblo está pidiendo socorro», lamentó Pjhcre Akroá Gamella en la manifestación. «Solo queremos justicia. Queremos que se haga justicia», afirma.
Ese mismo día los indígenas dieron una rueda de prensa frente al Ministerio de Justicia. Edinho Macuxi, coordinador del Consejo Indígena de Roraima (CIR), fue incisivo: «Están asesinando a nuestro pueblo, invadiendo nuestro territorio, contaminando nuestra agua, envenenando nuestro suelo. Vamos a seguir luchando, los pueblos indígenas no vamos a renunciar a los derechos que tenemos, al derecho a los territorios, a nuestra libertad, a nuestra dignidad».
Los indígenas también participaron en reuniones y audiencias para exigir la demarcación y protección de sus tierras y comunidades. En una audiencia con el Consejo Nacional de los Derechos Humanos, Sheila Xakriabá exclamó: «La tierra está pidiendo socorro. Le estamos gritando a la sociedad que necesitamos ayuda. ¿Dónde está el Estado, que debería protegernos? ¿Dónde está la Funai [Fundación Nacional del Indígena], que debería protegernos?», pregunta. «¿Por qué nuestros niños y nuestras mujeres están muriendo? Nuestro pueblo está llorando y nadie hace nada», refuerza.
La defensora pública federal Daniele Osório afirmó a SUMAÚMA que las manifestaciones públicas de las personas que tienen acceso a los medios de comunicación de masas, como los políticos o quienes ocupan cargos públicos, cuando están llenas de prejuicios, refuerzan el racismo estructural contra los indígenas y contribuyen al crecimiento de esa violencia. «El discurso de los gobernantes sobre defender la propiedad con armas letales, por ejemplo, contribuye a la violencia sistémica contra los pueblos indígenas», explica Osório. «Comúnmente se piensa que la propiedad privada de algunos vale más que la vida de miles de personas que luchan por una vivienda o para reocupar sus espacios tradicionales, de los que fueron desahuciados o expulsados», concluye.
Según la defensora, la lucha es desigual. «La desproporción de las fuerzas es evidente: de un lado, personas con poder económico, armas de fuego, contratos de seguridad privada; del otro, mujeres, ancianos, niños, comunidades enteras desarmadas que intentan recuperar espacios para vivir y conservar su cultura tradicional», destaca.
Crecimiento de la violencia
De acuerdo con el informe Violencia contra los pueblos indígenas de Brasil, el número de casos de violencia contra los indígenas en 2021 es el más alto de los últimos nueve años. Según el documento, se registraron 355 casos de violencia. En 2020, hubo 304. Entre las incidencias hay asesinatos e intentos de asesinato, racismo, violencia sexual, amenazas de muerte y otras situaciones.
Roberto Liebgott, coordinador del Consejo Indigenista Misionero Sur, explica que el informe sobre la violencia quiere denunciar una realidad de brutalidades contra los pueblos indígenas de Brasil y, a la vez, exigir a los poderes públicos medidas para combatir la violencia y castigar a los responsables, tanto particulares como agentes públicos. «Registramos casos de asesinatos brutales contra indígenas, algunos con tintes de crueldad, apuñalamientos, envenenamientos y hasta descuartizamientos», afirma Liebgott.
Las invasiones sistemáticas de las tierras han provocado una devastación sin igual en los últimos tres años, explica. «El contingente de madereros, mineros, grileiros, arrendatarios financiados por empresas, amparados por el Gobierno y con una infraestructura altamente destructiva, arrasan los territorios de forma intensa. Si antes se deforestaba con hacha y motosierra, hoy se hace con grandes equipos y máquinas devastadoras», subraya Liebgott.
Es urgente que se retome la política indigenista en Brasil, afirma, «teniendo como ejes aglutinadores el respeto a los modos de ser y vivir de los pueblos, y la demarcación, protección y vigilancia de todas las tierras indígenas». Liebgott también explica que es necesario que el Gobierno reestructure los organismos responsables de ejecutar la política indigenista, especialmente la Fundación Nacional del Indígena (Funai) y la Secretaría Especial de Salud Indígena (Sesai), «rompiendo definitivamente con los prejuicios y la falta de respeto a las culturas». «Si no se toman medidas para proteger los territorios y garantizar los derechos, en adelante los tiempos serán más sombríos», afirma.
Traducción de Meritxell Almarza