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Una niña Xokleng camina cerca de su casa en la Tierra Indígena Ibirama-Laklãnõ, en José Boiteux, en el estado de Santa Catarina

El tiempo de los despachos de Brasilia vulnera la urgencia de los niños y jóvenes Xokleng, cuyas vidas están marcadas por una rutina que oscila entre mucho terror y alguna esperanza en el territorio indígena Ibirama-Laklãnõ, a 25 kilómetros de la ciudad de José Boiteux, en el Alto Valle del Itajaí, en Santa Catarina, en el sur de Brasil. Las familias de los Xokleng temen que «los blancos que están implicados en el debate sobre el ‘marco temporal’ [hito temporal en castellano]» condenen la vida de sus hijos. El 30 de agosto, la Corte Suprema de Brasil reanuda el juicio sobre el marco temporal. La tesis afirma que los pueblos indígenas solo tendrán derecho a sus tierras si pueden probar que vivían allí el 5 de octubre de 1988, fecha de la promulgación de la Constitución Federal, olvidando deliberadamente que muchos fueron expulsados de sus aldeas o tuvieron que huir para evitar que los invasores no indígenas los exterminaran. El magistrado André Mendonça, nombrado al Supremo por el expresidente Jair Bolsonaro, suspendió la votación (pidió revisar los autos) el 7 de junio, ignorando la urgencia de los niños Xokleng. Para los Xokleng, la vida no tiene pausas y ellos son los únicos capaces de proteger a sus hijos en un país donde el racismo ha perdurado durante siglos, tanto al exterminar cuerpos como al eliminar derechos. La sentencia definirá no solo el futuro de la Tierra Indígena Ibirama-Laklãnõ, sino el de todos los territorios indígenas de Brasil: decidirá el futuro de todos los niños, incluidos los no indígenas, ya que la lucha contra el cambio climático y sus devastadores impactos depende de la conservación de los territorios de los pueblos originarios. No se trata solo de los Xokleng o de los pueblos indígenas: se trata de la humanidad.

Vista del río Hercílio, cerca de la presa Norte, en la Tierra Indígena Ibirama-Laklãnõ, foco central del juicio sobre el marco temporal en la Corte Suprema

Dos escenas, la misma amenaza.

Al principio, la oscuridad de la noche; luego, el amanecer con niebla espesa. En la aldea Figueira, que está en el territorio de Ibirama-Laklãnõ, la rutina de los niños empieza de madrugada, cuando suben al autobús de la municipalidad. Entre curvas y baches, recorren cada día 25 kilómetros hasta la escuela municipal Río Denecke, en el municipio de Vitor Meireles. Allí estudian 45 alumnos, 35 de ellos indígenas. Aun así, la dirección de la escuela veta las conversaciones «políticas», como el debate sobre el marco temporal.

En otro lugar del territorio, en la Escuela Indígena de Educación Básica Laklãnõ, los adolescentes Xokleng están tumbados en el suelo de cemento de la cancha de deportes, que está desprotegida, sin paredes ni techo. Ahora hay luna llena y hace una temperatura de 12 grados. A veces separados, otras veces apelotonados, niñas y niños reviven las huellas de la violencia genocida que las sucesivas generaciones de su pueblo traen en la memoria. Se trata de una recreación —organizada por los alumnos con la ayuda de sus profesores— de los ataques perpetrados por asesinos sanguinarios, los bugreiros, al servicio de los colonizadores, los inmigrantes europeos y el gobierno del Estado. Heridas abiertas en el encuentro entre indígenas y blancos, resultado del proceso de colonización del sur del país, que se intensifica en la década de 1850, y del confinamiento a partir de 1914, fecha en la que el grupo Xokleng Laklãnõ aceptó establecer relaciones amistosas con los no indígenas a través del Servicio de Protección a los Indígenas (SPI) en una tierra de 40.000 hectáreas. Más de un siglo después, los recuerdos son el puente entre el odio del pasado y el racismo de hoy.

SUMAÚMA siguió la rutina de los niños y adolescentes de las escuelas donde estudian los pequeños Xokleng y también propuso a los profesores una rueda de conversación sobre el impacto que el debate sobre el marco temporal tiene en la vida de esta generación. El miedo a que una trampa pueda acabar con la vida de los niños es una aflicción persistente que acompaña a los padres y les quita el sueño.

Jóvenes Xokleng escenifican ataques de bugreiros a sus antepasados en la Escuela Indígena de Educación Básica Laklãnõ

En el escenario de los adolescentes, el corte suave de los cuerpos

Para dar mayor veracidad a las atrocidades que vivieron sus antepasados y ahora recrean, los actores que interpretan a los milicianos hacen estallar pequeños petardos en el suelo, gritan y corren de un lado a otro. Mientras tanto, los protagonistas indígenas lloran desesperados, aferrados a los cuerpos de sus compañeros masacrados. En las clases de Cultura Xokleng, los alumnos de secundaria de la Escuela Indígena de Educación Básica Laklãnõ aprenden que las escopetas no eran el único recurso de los milicianos. Por eso algunos llevan trozos de madera para que, en la oscuridad de la noche que calienta una hoguera, puedan realizar ágiles movimientos simulando luchas y ataques. Una vez iniciados los ataques, cuando los disparos reverberaban en la selva de mata atlántica sembrando el pánico entre los antepasados Xokleng, entraba en juego el machete. «Primero se disparaban algunos tiros. Después, el resto se pasaba a cuchillo. El cuerpo es como un banano, se corta suavemente. Se cortaban las orejas, cada par tenía un precio. A veces, para mostrarlos, traíamos algunas mujeres y niños», contaba el bugreiro Ireno Pinheiro en una entrevista de 1972 con el antropólogo Sílvio Coelho de Castro.

En las mismas clases, los alumnos conocieron también la historia de una niña indígena adoptada por una familia alemana en 1908, atormentada por los recuerdos de estos sangrientos episodios. La recuperó Luisa Tombini Wittmann en su libro O vapor e o botoque: imigrantes alemães e índios Xokleng no Vale do Itajaí/SC (1850-1926), publicado en Brasil por la editorial Letras Contemporâneas. Es el relato que le cuenta a su madre adoptiva, en el que la niña, aunque reconoce que la trataron bien en su nueva familia, afirma que nunca podrá olvidar lo que le sucedía por la noche: «Mi madre siempre viene, con el cuello rebanado, y me enseña a mi hermanito, al que han cortado en pedazos. Mi hermano Junvégma también viene a cantarme. Por la mañana, sin embargo, cuando me despierto, ya no están aquí, y no me queda nadie, solo ustedes».

Los actores adolescentes de la enseñanza media dan veracidad al dolor del pasado rememorando, en dinámicas teatrales, las atrocidades y los episodios sangrientos contra sus antepasados

En el escenario descubierto de los Xokleng, las cortinas no se cierran. El público, compuesto por estudiantes y profesores, sabe que aún vendrán muchos actos. El equipo de SUMAÚMA está invitado a presenciar una actuación de los jóvenes estudiantes, tras una rueda de conversación con los educadores, todos Xokleng. Al igual que los alumnos, hablan de las cicatrices no curadas. «Cuando era niño, se me ponía la piel de gallina al oír a personas mayores contar estas historias. Me llevaba las manos a la cabeza, temiendo que un blanco me cortara las orejas. Hoy soy partidario de no ocultar nada, porque eso forma parte de nuestra existencia», explica el profesor de Historia Carli Caxias Popó. Sus colegas son conscientes de que mucho se ha perdido, como el ritual de iniciación a la vida adulta: en la pierna izquierda de las niñas se colocaba una banda de ibirá (árbol del que se extrae fibra). A medida que crecían, la tira se cambiaba durante los rituales con hierbas medicinales y el lavado del cuerpo. Los chicos se perforaban los labios para introducir el botoque o disco de madera, que se iba sustituyendo por otros de mayor tamaño hasta que el joven, ya adulto, decidía no agrandar más la perforación. Gracias al adorno en el labio inferior, los Xokleng también se llamaban botocudos. «Recuerdo a mi bisabuelo con esa perforación. Cuando era niña no prestaba mucha atención, pero hoy hablo con mis alumnos para que valoren nuestra lengua y nuestras costumbres», dice la profesora de Xokleng Elaine Kozicla Patté.

Vacla Bela Camlem, consejera cultural, ve la escuela como un espacio para reafirmar y valorar la etnia Xokleng: «Nuestro papel es mostrar que toda esta batalla por la demarcación de nuestras tierras no es nueva, sino que ya la han librado nuestros padres, abuelos y bisabuelos. En junio, cuando tuvo lugar la votación en el Supremo, llevamos a los niños y les dimos clases para que supieran la verdadera razón por la que estábamos allí, en Brasilia».

Copacam Tschucambang, profesor de primaria, valora el lugar de la memoria a la hora de imaginar un futuro posible: «Nuestros alumnos reflejan miedo, pero también esperanza. Sabemos que es una edad difícil, pero tienen que seguir este momento, porque serán nuestros líderes en el futuro».

Adolescentes Xokleng inician una danza tras la representación en la que recuerdan las muertes y cicatrices no curadas de su pueblo

El profesor Anderson Vanhpõ Kluge defiende que la música, el canto y el teatro forman parte de la espiritualidad y permiten a su pueblo conectar el espíritu con lo sagrado. «Los alumnos encuentran en la manifestación cultural una forma de unirse con sus ancestros. Por prejuicio o ignorancia, los blancos dicen que nuestra cultura no existe. Sabemos que eso es falso». Aunque el joven profesor no cita al escritor y líder político Yanomami Davi Kopenawa, las palabras que escribió en La caída del cielo convergen como una flecha hacia el mismo objetivo: «Para que mis palabras se oigan lejos de la selva, las hice dibujar en la lengua de los blancos. Tal vez entonces las entiendan, y después sus hijos, y más tarde aún, los hijos de sus hijos. Así, sus ideas sobre nosotros dejarán de ser tan sombrías y distorsionadas, y tal vez incluso pierdan las ganas de destruirnos. Si eso ocurre, los nuestros dejarán de morir en silencio, ignorados por todos, como tortugas escondidas en el suelo de la selva».

Un trayecto con el corazón en un puño

En casa de Ruth Caxias Popó, en la aldea Figueira, el día empieza antes de las 5:30 de la mañana, cuando se levanta para sacar de la cama a su hijo de 6 años y a su nieto de 8, con trastorno del espectro autista. A las 6 de la mañana, los chicos toman el autobús que pasa por delante de casa. El equipo de SUMAÚMA acompaña a los niños durante el trayecto. También sube la vicecacica del territorio indígena Laklãnõ, Jussara Reis dos Santos. La presencia de «gente extraña» hace que los niños estén con la mosca en la oreja.

Los niños que viven en la tierra indígena se desplazan en autobús todos los días a la Escuela Municipal Río Denecke: durante el trayecto, sus padres temen que puedan sufrir alguna emboscada

Apenas se ve nada en la carretera. En el trayecto, no hay refugios para proteger a los pequeños pasajeros. Entre curvas y baches, el autobús, responsabilidad de la municipalidad de Vitor Meireles, recoge a los niños. No hay ningún funcionario que los ayude a subir y bajar, ni cinturones de seguridad. A medida que se van sentando, el balanceo hace que casi todos los niños se duerman. Para la vicecacica Jussara, lo más urgente es un autobús seguro para transportar a los alumnos.

Ningún adulto de la aldea se queda tranquilo: «El viaje nos deja con el corazón en un puño. La carretera es de tierra, cuando llueve se vuelve peligrosa, hay un puente de 19 metros sobre el río Denecke que tiembla con la fuerza del agua. Además, pasan muchos camiones cargados de troncos de pino. Tenemos miedo de que ocurra algún accidente», dice Ruth. Los peligros físicos de la carretera aumentan la ansiedad de un pueblo que vive atemorizado por las consecuencias de que extraños transiten por su tierra indígena. «Nuestro territorio abarca cuatro municipios y no hay verjas ni portones en las entradas. Incluso tenemos vecinos blancos implicados en este asunto del marco temporal, y eso nos preocupa», dice Karim Nidli. Su marido, Jaime de Almeida, cree que la escuela no garantiza la seguridad de los niños. «El vecino más cercano tiene un invernadero de tabaco, un perro salvaje y maneja un tractor. Detrás, hay un río y un puente. Por mucho que los profesores presten atención, los niños están vulnerables», explica.

Cuando llegan a la escuela, los niños son recibidos por los profesores: tres de ellos son Xokleng y los saludan por la mañana en su lengua materna

La llegada del autobús a la escuela es animada. Los niños reciben un tentempié y se dirigen a sus aulas. De los cinco profesores, tres son Xokleng, y a ellos los saludan en su lengua materna. Otros dos, como la directora Ilma Watras, son descendientes de inmigrantes alemanes. Ilma dice que está preocupada por la baja asistencia de algunos alumnos: «Hemos organizado una reunión con los líderes indígenas para tratar el asunto. Sabemos que el invierno es frío y lluvioso, pero un niño no puede faltar varios días seguidos», dice. En cuanto a la cuestión que más aflige a las familias Xokleng, el derecho a la tierra, la directora dice que la escuela se mantiene al margen: «El marco temporal no entra aquí, igual que otras cuestiones políticas. Este es un lugar de conocimiento, y nuestro compromiso es atender a los niños independientemente de que sean indígenas o no», dice Ilma, que tiene un posgrado en Educación Especial y otro en Formación de Profesores.

Pero los niños Xokleng parecen desconocer la norma. Cuando regresan de las movilizaciones, cuentan inmediatamente a la directora lo que han hecho: «Fui a Brasilia». Ilma dice que no boicotea la conversación y que responde, bromeando, que a ella no la han invitado. «La próxima vez te invitaremos», replican los niños. Las clases terminan a las 11:30. A la vuelta, a través de las ventanillas agrietadas del autobús, se ven casas de ladrillo, templos evangélicos, ropa tendida.

Los pequeños estudiantes indígenas, de vuelta a casa, ven por la ventana del autobús casas de ladrillo, templos evangélicos y ropa tendida: en la escuela se ha vetado el debate sobre el marco temporal

Todos para sí mismos y los Xokleng para todos

Tres mil trescientos kilómetros separan a los Xokleng del Valle do Itajaí, bañado por el río Itajaí-Açu, de los Munduruku, a orillas del río Tapajós, en el estado de Pará, en el norte de Brasil. Sin embargo, la distancia parece corta cuando se observa a los niños Xokleng jugar, lejos del río y los árboles, protegidos por sus mayores. Es casi imperativo recordar lo que dijo el escritor Daniel Mundurukú: «No recuerdo que mi padre o mi madre me obligaran a ser otra cosa diferente de lo que ya era. ¿Y qué era? Un niño. Era lo único que tenía que ser. Por lo tanto, no tenía que ser nada más».

Para los niños y niñas Xokleng, el desafío consiste en aprender cómo ser niño mientras su pueblo lleva décadas esperando la demarcación de sus tierras, como si vivieran en un exilio constante o deportados a un fragmento de tierra: «La falta de espacio hace que varias generaciones se vean privadas de disfrutar algunos aspectos de la tradición, como vivir con sus abuelos y recibir la lengua de sus padres. Además, la dimensión cultural y material también se ve afectada: cómo cultivar para sobrevivir, construir sus casas, recibir conocimientos sobre plantas medicinales y conocer a los espíritus de la selva», observa Clovis Antonio Brighenti, doctor en Historia por la Universidad Federal de Santa Catarina y profesor en la Universidad Federal de Integración Latinoamericana. El profesor afirma que no acepta la máxima de que «la justicia tarda, pero no falla», porque las rupturas y las pérdidas marcan la historia del pueblo Xokleng, que también tiene otro hito trágico, la construcción de la presa del Norte (1970) por parte del gobierno militar.

Thaira Pripra con su hija de 10 años, Hadja Amedo Pripra Patté: para los Xokleng, la comunidad es responsable de cuidar a todos los niños

«Toda mi generación se ha visto afectada y la de mi hija también. Antes, el río era bajo y se aprendía a nadar. Con la construcción de la presa, el cauce se hizo profundo y algunos niños murieron. Debido a la zona inundada, nuestra familia quedó separada, crecimos lejos de nuestros tíos y primos, en aldeas diferentes», confirma Thaira Pripra, de 27 años, estudiante de Psicología en la Universidad Federal de Santa Catarina. La futura psicóloga reconoce la tensión que provoca la disputa por las tierras. «Nuestros hijos no juegan solos, lejos de casa. Creces sabiendo que no puedes exponerte y con el tiempo aprendes a cómo comportarte». Para ella, la violencia sufrida ha reforzado los vínculos. «Si hay algo que no cala entre los Xokleng es que «cada uno cuida de su hijo», como dicen los blancos. Nuestro concepto de estructura familiar es diferente, el carácter biológico es comunitario, centrado en el colectivo. Todos somos responsables de nuestros hijos», afirma.

Thraira es la madre de Hadyja Amedo, de 10 años, que siempre la acompaña, incluso a la maloca (ocupación indígena en uno de los edificios de la universidad) donde viven. Hadyja ya ha dicho que va a estudiar Derecho para trabajar en defensa del pueblo Xokleng. En su perfil de Instagram, controlado por su madre, la niña se presenta como «líder infantil Xokleng». En 2020, la Policía Militar le echó spray de pimienta a los ojos durante una movilización indígena en Brasilia. «Hubo llanto y desesperación, pero aprendimos la lección de lo que puede pasar cuando participamos en un movimiento a favor de nuestros derechos», dice Thraira.

Reafirmar la identidad indígena tiene un precio. En abril, Eduarda Wanhkyl Kágfej de Lima Tschucambang, de 15 años, participaba en una feria agropecuaria en Rio do Sul, ciudad del valle del Itajaí, en representación de su municipio, José Boiteux, cuando oyó que «los indios deben evolucionar y salir de sus guaridas, igual que los blancos salieron de las cuevas». Ofendida por el hombre blanco que reconoció en ella rasgos indígenas —además del hecho de que llevara pendientes y una pulsera con gráficos étnicos—, Eduarda dejó de repartir folletos que invitaban a la gente a una fiesta típica y quiso marcharse. Su madre, la profesora indígena Josiane Uglon, cuenta que eran las 10 de la noche cuando su hija llegó llorando y se fue directamente a su habitación. El caso se remitió al Ministerio Público Federal.

La adolescente Eduarda Wanhkyl de Lima Kágfej, de 15 años, fue víctima del racismo: en una feria agropecuaria escuchó a un hombre blanco decir que «los indios deberían evolucionar y dejar la guarida»

Su padre, el excacique Canan Tschucambang, fue a la municipalidad de José Boiteux a hablar con el alcalde, Adair Antonio Stollmeier, en busca de una explicación. Según el gabinete de prensa de la municipalidad, «se emitió una nota lamentando lo ocurrido y se dieron instrucciones a la familia para que tomara medidas». Por miedo a la persecución, la familia prefirió remitir el caso al Consejo Estatal de los Pueblos Indígenas de Santa Catarina antes que denunciarlo a la Policía. «La agroindustria es muy poderosa en nuestra región y tiene conocidos en todos los estratos de la sociedad. Me da miedo lo que nos pase, que la víctima se convierta en el acusado», dice el padre.

Esta inversión de papeles, que en la historia convierte a las víctimas en culpables y les arranca sus derechos y su dignidad, es el mayor temor de los Xokleng y de los indígenas, que ahora vuelven a poner el futuro de sus hijos en manos de la Justicia. Aunque sepan que solo los Xokleng protegerán a los pequeños Xokleng.


Verificación: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página: Érica Saboya

Paisaje de la Tierra Indígena Ibirama-Laklãnõ: el futuro de los Xokleng está en manos del Supremo

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