Periodismo desde el centro del mundo

El Congreso Nacional preparó una ofensiva contra la agenda ambiental del gobierno de Lula, en la que deforestó los ministerios de Medio Ambiente y Cambio Climático y de los Pueblos Indígenas. Foto: Fernando Martinho/SUMAÚMA

En las últimas semanas hemos visto que el Congreso ha deforestado gravemente el Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático y ha decidido que el Ministerio de los Pueblos Indígenas no tiene competencia para ocuparse de la demarcación de las tierras indígenas. Hemos visto que todo esto ha ocurrido con el aval del presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Hemos visto que ministros del gobierno y diputados y senadores de la base oficialista ni siquiera fingían que intentaban detener la destrucción. Y hemos visto que la mayor parte de la prensa reducía todos estos movimientos al juego de una política de tablero pequeño. No es a Lula a quien «ha emparedado» el Congreso. Es a nosotros y a todos los demás.

Esa es una parte significativa de la desgracia. No parece haber forma de sacar la crisis climática del gueto y llevarla al centro del debate. Demasiada poca gente comprende que las acciones del Congreso comprometen la supervivencia de nuestra especie y de otras al arrancar de los dos ministerios que se ocupan directamente de la protección de la naturaleza y de los pueblos-naturaleza su capacidad para protegerlos. Y todo esto en la —quizás— última oportunidad de impedir que la selva amazónica alcance el punto sin retorno.

La gente aún no ha entendido que los días para detener el calentamiento global están contados y piensa que todo se resume a un juego de quién gana y quién pierde, una rutina que ya se ha visto muchas veces en el pobre escenario de Brasilia. «Bueno», dicen los diputados y parlamentarios de la base aliada, «no había alternativa, es la gobernabilidad». Los que no tenemos alternativa somos nosotros. Hay que resistirse al impulso de decir que los nombres de estos políticos —los que lo hicieron, los que transigieron y los que lo permitieron— pasarán a la historia como villanos, porque puede que no haya historia.

¿Cuántas catástrofes, lo que se llama «fenómenos extremos», harán falta para que comprendan que ya casi no queda tiempo para detener la aceleración de la crisis climática y la extinción de la biodiversidad, que nos condenarán a un planeta hostil para la especie humana y muchas otras? ¿Cuántas sequías e inundaciones, cuántas migraciones masivas, cuántas especies exterminadas harán falta para que la crisis climática salga de la periferia del debate y nos levantemos contra quienes decretan nuestra muerte?

No, no nos vengan con la «gobernabilidad». La gobernabilidad ha avalado demasiados horrores en Brasil en los últimos años. La gobernabilidad tiene las manos manchadas de sangre. Alegar gobernabilidad no salvará a nadie de la extinción.

Cualquiera que se dé cuenta del tamaño de la emergencia que llamamos «climática» se despierta en pánico porque nuestra existencia está en manos de gente que dice tonterías de este tipo: los indígenas «no viven de comer gusanos» o «están esclavizados por la izquierda» o «quieren vivir como los blancos». Frases como estas las pronunciaron los parlamentarios al la atrocidad llamada «marco temporal». Quien descubre que la vida está en manos de gente de esa calaña, que se llena la boca de ignorancia creyéndose lo máximo, ni siquiera se despierta, porque no duerme.

Solo la tesis de permitir demarcar únicamente las tierras indígenas de los pueblos que estaban en su territorio el 5 de octubre de 1988, fecha en que se promulgó la Constitución brasileña, es tan perversa que merece estudios psiquiátricos. Si los indígenas no estaban en las tierras que sus antepasados habían habitado durante siglos o incluso milenios, no es porque se fueran a dormir a las alcantarillas de la ciudad más cercana porque les gusta la basura, sino porque fueron expulsados por los ladrones de tierras o por el propio gobierno, o huyeron para no ser exterminados.

Aunque Lula sea el presidente, los hechos demuestran que quien sigue determinando nuestro camino hacia el abismo climático es un Congreso con mentalidad bolsonarista. El Congreso actual, aún peor que el anterior, es una vergüenza. Ver las sesiones es una forma segura de caer en depresión, porque no se trata solo de que la mayoría de los parlamentarios voten pensando en su propio bien y no en el bien común, como cabría esperar. Es que también son estúpidos, dicen cosas increíbles, dan un espectáculo patético. Tenemos que dejar de llamar «conservadores» a los hombres que solo piensan en sacar provecho personal. Autoproclamarse conservadores es un truco barato para dar un barniz de respetabilidad al proyecto personal de enriquecimiento. Sería estupendo que fueran de hecho conservadores, porque entonces habría convicción, principios e inteligencia para debatir de verdad. Pero no es el caso de la mayoría. La mayoría de este Congreso —Cámara y Senado— no está compuesta por conservadores, sino por predadores.

Dando un patético espectáculo, el diputado inhabilitado Deltan Dallagnol y algunos parlamentarios de la derecha se ríen y muestran carteles con la cara del presidente venezolano, Nicolás Maduro, a quien Lula recibió el día en que se aprobó el proyecto del hito temporal, el PL 490, en la Cámara de los Diputados. Foto: Pablo Valadares/Cámara de los Diputados

Sin embargo, es importante recordar que ellos —y la mayoría son hombres— fueron elegidos y, por tanto, tienen legitimidad para estar allí. Es lamentable, pero la población ha elegido a este tipo de personas para que la represente. Sería infinitamente peor si se tratara de una dictadura —el rumbo que estaba tomando el gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro—, porque entonces ni siquiera habría contrapesos. Y fueron precisamente los contrapesos lo que Bolsonaro y su banda intentaron eliminar, al igual que los golpistas del 8 de enero.

Justo porque todavía hay contrapesos, este miércoles la Corte Suprema reanuda el juicio del marco temporal y tenemos una oportunidad de que esta aberración sea sepultada, en vez del planeta. Está demostrado que la selva amazónica y también los demás biomas, como el Cerrado, el Pantanal, la Caatinga, la Mata Atlántica, la Pampa, resisten allí donde hay poblaciones indígenas y tradicionales. De esta decisión, por tanto, depende también nuestra vida.

Estamos en un momento crucial. No solo los indígenas, no solo los brasileños, sino la humanidad. No solo las personas humanas, sino también las no humanas. Debe de ser aterrador vivir en cualquier otro país del mundo y saber que la supervivencia de la Amazonia, la gran reguladora del clima, está en manos de hombres que no entienden lo más básico de la crisis climática y tampoco están interesados en entenderlo. Si pudiéramos comprender el lenguaje de otras especies, quizás podríamos oír sus gritos de pavor.

Al ver que el niño de 4 años llegaba solo a comprar un helado, la chica del club le preguntó: «¿Dónde está tu madre?». El niño respondió: «Está allí». Entonces le preguntó: «¿Dónde está tu padre?». Y el niño contestó: «Murió en la guerra». El niño es hijo de Bruno Pereira, el indigenista asesinado hace un año, el 5 de junio de 2022, junto con el periodista británico Dom Philips, en el Valle del Yavarí, en la Amazonia. Su madre es la antropóloga Beatriz Matos. Que contó esta historia en una conversación que SUMAÚMA promovió entre ella y Alessandra Sampaio, la viuda de Dom.

El niño tiene razón. Su padre murió en la mayor guerra de nuestro tiempo, posiblemente de todos los tiempos, la guerra que se libra contra la naturaleza. Su padre estaba en el frente, al igual que los indígenas que hoy ocupan Brasilia. Solo se podrá reducir el número de huérfanos si más gente se une ahora a las trincheras de la naturaleza contra los predadores de terno.


Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Sarah J. Johnson
Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Montaje de página: Érica Saboya

La mayor guerra de nuestro tiempo, la guerra promovida contra la naturaleza, nos necesita a todos en las trincheras. Foto: Matheus Alves/SUMAÚMA

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