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Coluna SementeAr

Kerexu Martim/SUMAÚMA

Desde Brasil y Argentina, en el sur del continente americano, hasta Estados Unidos y Canadá, en el norte, la guerra contra los pueblos originarios siempre ha utilizado las fuerzas armadas y policiales de cada país para contactar, vigilar, controlar, aprisionar, desterrar y matar a los indígenas.

En la segunda mitad del siglo XIX, el ejército estadounidense emprendió una implacable campaña de agresiones armadas e incumplimiento de tratados contra las naciones indígenas de las grandes llanuras y montañas del oeste, que seguían resistiendo a la invasión armada de sus territorios por parte de colonos, buscadores de oro y soldados. Esta desafortunada página de la historia tuvo lugar en el lejano oeste del país, en el salvaje oeste del matar o morir, en la frontera entre los pueblos indígenas y los pueblos de las mercancías: los blancos que, cuando cierran los ojos, solo sueñan con oro, dinero y sangre.

La crónica de la resistencia de pueblos tan diferentes como los Navajo, los Comanche, los Lakota y los Nimíipuu, todos ellos situados en lo que hoy es Estados Unidos, es emocionante y rica en ejemplos de la valentía de oponerse con arcos, flechas y sueños a los invasores traicioneros que atacaban campamentos desguarnecidos al despuntar el día para masacrar a ancianos, mujeres y niños.

Entre 1861 y 1865, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos, el enjambre de codiciosos invasores se estancó temporalmente porque los no indígenas estaban demasiado ocupados matándose entre sí. Pero cuando finalmente terminó el conflicto, el Ejército Nacional volvió a centrar su atención —y las nuevas armas desarrolladas en la guerra civil— en lo que consideraba «el problema indígena». Fusiles de repetición, ametralladoras, morteros y cañones empezaron a utilizarse para subyugar a los pueblos originarios de las grandes llanuras.

La resistencia indígena fue heroica. Nube Roja, un importante jefe de la nación Lakota, hizo historia al derrotar oficialmente al poderoso ejército estadounidense en una disputa por los terrenos de caza sagrados de los Lakota, Cheyene y Arapajó. Tras una serie de derrotas humillantes, el gobierno federal se vio obligado a retirar sus tropas y renunciar así a construir una carretera hacia las montañas repletas de oro del estado de Montana. El ejército abandonó los fuertes que había implantado en territorio indígena, que Nube Roja quemó personalmente. En 1868, el Tratado del Fuerte Laramie reconoció el derecho legítimo de los Lakota y sus aliados al territorio demarcado.

Sin embargo, pocos años después se incumplió el tratado y la invasión se reanudó con aún mayor letalidad. Un engranaje esencial de esa guerra fue la eliminación deliberada de las gigantescas manadas de bisontes, fuente primordial de alimento de las naciones indígenas de la región central de Estados Unidos. En la década de 1870, el ejército prestó apoyo material e ideológico a la matanza en serie de 30 millones de bisontes. El hambre, el frío y la implacable persecución hicieron que los insumisos que aún se atrevían a resistir acabaran de rodillas. Diez años después de la victoria de Nube Roja, los principales jefes Lakota, Cheyene y Arapajó estaban muertos, encarcelados o exiliados.

Poco más de un siglo después de la época de Nube Roja, líderes indígenas como el cacique Kayapó Raoni Metuktire y el chamán Yanomami Davi Kopenawa resisten con firmeza a los intereses de la minería, al robo de tierras públicas, a los incendios deliberados, a la deforestación ilegal, a la caza y la pesca ilegales, al tráfico de armas y al narcotráfico. Este conjunto de intereses espurios prosperó durante los gobiernos militares de 1964-1985 y 2019-2022, junto con el hambre, la violencia y las epidemias. La matanza de animales, plantas y hongos para extraer «riquezas» está expandiendo cada vez más los paisajes degradados que llamamos ciudades, proyectos agropecuarios y explotaciones mineras.

Parece que el capitalismo tiene urgencia por matarlo todo hasta el último jaguar, quemarlo todo hasta el último guacamayo, derribarlo todo hasta la última ceiba. Parece que el capitalismo tiene urgencia por que todas las aguas se evaporen hasta que solo quede un inmenso desierto, repleto de cadáveres de delfines rosados cocidos y peces asfixiados. Esta máquina de muerte tiene como fundamento la aceleración desenfrenada de la codicia y la destrucción. El genocidio de los pueblos de la selva se alimenta del holocausto de toda la vida, en un movimiento que reverbera el pensamiento inmortal del filósofo Aílton Krenak: el destino del capitalismo es devorar todo lo que existe.

Es un hambre que hay que rechazar, como dijo el actor Yumo Apurinã en el experimento escénico Voo Livre – Movimento Futuros (Vuelo libre: movimiento futuros), representado a principios de octubre por la Companhia Brasileira de Teatro en el SESC de Copacabana, en Río de Janeiro. El golpe del marco temporal (hito temporal, en castellano), derrotado en la Corte Suprema y resucitado como un muerto viviente en el Congreso, no es más que un intento explícito, vergonzoso y desesperado de incumplir el tratado de paz entre Brasil y sus más de doscientos cincuenta pueblos originarios. La Constitución de 1988 garantiza a los indígenas el derecho a la demarcación de las tierras que tradicionalmente ocupan, tanto física como simbólicamente. Indemnizar a los ladrones de tierras y a sus descendientes es una política pública terrible y debe considerarse inconstitucional. Los crímenes históricos no pueden recompensarse.

El futuro tiene hambre de vida, verdad y justicia. Es un hambre que hay que afirmar si queremos sobrevivir a nosotros mismos. El pueblo Laklãnõ-Xokleng, que motivó el juicio del marco temporal y ha sido masacrado durante siglos por fuerzas armadas públicas y privadas en el estado de Santa Catarina, necesita que se garanticen plenamente sus derechos territoriales, sin inundaciones de colonizadores, policías militares y agua de lluvia embalsada contra su voluntad. Santa Catarina ha tratado históricamente a los indígenas como un problema que tienen que resolver paramilitares pagados para aniquilar a los «indios» a fin de hacer sitio a los hacendados con su maquinaria y pesticidas.

La verdad es que el problema indígena no existe ni ha existido nunca. Lo que existe es el problema no indígena, con su modo de vida que lo mata todo y al final también muere. Matar y morir es la ley del viejo oeste, de norte a sur del continente americano. Y también de Gaza.

Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O oráculo da noite y Sonho manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe mensualmente la columna Sembrar.

Kerexu Martim es una mujer indígena del pueblo Guaraní Mbya que vive en una aldea en el sur de la ciudad de São Paulo. Dibuja desde niña, sobre todo mujeres, inspirándose en su propia ancestralidad, que trae una mezcla de los pueblos indígena, por parte de madre, y negro, por parte de padre.


Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Julia Sanches
Ilustración: Kerexu Martim
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Edición de flujo y estilo: Viviane Zandonadi
Dirección: Eliane Brum

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