Me llamo Natalha Theofilo, soy refugiada en mi propio país. Tengo 33 años, soy quilombola (descendiente de africanos esclavizados que se refugiaron en centros de resistencia), feminista negra, defensora de los derechos humanos, defensora de la selva en pie, formo parte del pueblo-selva. Te escribo desde el exilio al que he sido condenada junto con mi marido, el líder campesino Erasmo Theofilo, y nuestros cuatro hijos pequeños. Nuestro exilio no es en París, Londres, Nueva York o Berlín. Nuestro exilio es dentro de Brasil, escondidos para que una bala no nos reviente la cabeza ni la de nuestros hijos. Así pasamos estas elecciones. Escondidos para no morir. Y cuando vimos el resultado, descubrimos el dolor de saber que 51 millones de brasileños votaron en Bolsonaro, quien nos condena al horror de vivir con una mira dibujada en la frente por defender la Amazonia y la reforma agraria.
Para mí, existe el Brasil de antes del golpe de Estado de 2016 y el Brasil de después del golpe. Antes, experimentábamos un hilo de democracia. No era lo ideal ni de lejos, pero al menos era democrático. Sabíamos que teníamos mucho trabajo por delante, pero estábamos preparados. Yo empecé a impartir talleres para niñas negras, llevaba nuestras trenzas como una forma de fortalecimiento. Daba charlas sobre el empoderamiento de las mujeres negras y decía: nadie nos va a dar el poder, tenemos que tomarlo. Tenemos que estudiar. Tenemos que abrir las puertas y las ventanas. Tenemos que estar juntas. Tenemos que ser fuertes, pero no fuertes para aguantar el trabajo de fuerza física. No, eso ya lo hacemos. Tenemos que llegar a los lugares donde se toman decisiones.
Y entonces vino el golpe de Estado. Brasil perdió su primera presidenta, Dilma Rousseff, y yo perdí todos mis trabajos. Y empecé a recibir ayuda para comprar comida y medicamentos.
En diciembre de 2019, con menos de un año de mandato de Jair Bolsonaro, la barbarie ya estaba declarada. Mi comunidad, el lote 96 de Anapu, en el estado de Pará, ya había enterrado a dos grandes líderes de la lucha campesina por la reforma agraria. Y entonces se produjo el primer intento de invadir nuestra casa y el primer intento de asesinar a Erasmo, mi compañero. Profundamente dolidos por las muertes recientes, estábamos allí, dentro de una casa frágil, intentando proteger nuestras vidas. Recuerdo que él me preguntó: «¿Te quedas conmigo?». Yo le respondí: «Solo si vamos a vivir. No hago planes de muerte, solo de vida». Entonces salimos de Anapu por primera vez, para no morir. Era el 17 de diciembre de 2019.
Por primera vez en la vida, Erasmo pasó la Navidad y el Año Nuevo lejos de sus padres. Lloró tanto que se me encoge el corazón cada vez que lo recuerdo. Después de eso, partimos otras cuatro veces. Y hoy estamos aquí, refugiados. Nuestros hijos casi no han ido a la escuela. Tenemos mucho miedo de que les hagan algo. Recientemente recibimos mensajes que decían que «le sacarían el corazón a Erasmo». Que lo dejarían «vivo, pero sin corazón». Cuando se dice que se le sacará el corazón a alguien, en nuestra región significa matar a los hijos.
Cuando recibió esta amenaza, Erasmo se derrumbó. «Si tocan a uno de mis hijos, no sé qué voy a hacer con mi vida», me dijo. Pedimos una reunión con el programa de protección a los defensores de los derechos humanos del estado de Pará y con el Ministerio Público Federal (MPF).
Y aquí estamos. Refugiados, mientras los delincuentes están sueltos. ¿Qué delito hemos cometido nosotros? ¿Qué delito han cometido nuestros hijos? ¿Haber nacido pobres, tener padres que luchan por la reforma agraria y por mantener la selva en pie? Y aquí están nuestros hijos, sin derecho a ir a la escuela, encarcelados con sus padres cuando deberían estar jugando y relacionándose con otros niños.
Erasmo me mira con los ojos empañados y me pregunta: «¿Qué vamos a hacer con nuestra vida? Lo hemos perdido todo». Yo respondo, llena de fuerza: «Vamos a seguir vivos. Nuestros hijos nos necesitan vivos».
Lo cierto es que, dentro de mí, necesito repetirlo como un mantra. Tenemos que creer que nuestra vida es preciosa y que no podemos morir sin que nuestros hijos estén a salvo. ¿Pero cómo ponerlos a salvo si están quemando todo lo que somos?
En el cautiverio, como estamos, el dolor solo aumenta. Los días los llena el correteo de los niños dentro de casa, aunque de vez en cuando veo a Daniel, de 8 años, sentado en un rincón, triste. Le pregunto: «¿Qué te pasa?». Y la respuesta es directa: «Echo de menos nuestra casa, quisiera irme a casa. Quisiera pescar con la abuela».
Daniel está muy apegado a su abuela, pescan juntos, son compañeros de aventuras, como a él le gusta decir. Yo bajo la cabeza y le digo que lo entiendo, le digo que pronto estaremos juntos otra vez.
Es una gran mentira. Primero, no soy el tipo de persona que cree conocer la profundidad del sentimiento ajeno. Solo me imagino que su nostalgia es muy grande porque su sonrisa es escasa. Segundo, no sé adónde iremos cuando termine el tiempo de acogida provisional que tenemos ahora. Lo más probable es que nunca podamos volver y que tengamos que dejar atrás todo lo que construimos y por lo cual luchamos.
Entre juegos y peleas con Nathan, de 6 años, la pequeña Nathally, de 4, dice: «Mamá, quiero tomar pronto el avión, quiero ir pronto a casa. La abuela ya debe de echarnos de menos, y el abuelo también».
Si los días los llenan los niños y sus sentimientos, sus juegos y sus preguntas, las noches las rasgan el llanto y las crisis de ansiedad. Deambulo por la casa, vigilando el sueño de todos. Erasmo me llama, yo corro hacia la habitación y no tardo en responder: «¡Dime!».
Él me pregunta: «¿Pasa algo?». «No, solo he ido a ver a los niños», respondo. Y tantas noches pasan en esta rutina insana de angustia y ansiedad.
El viernes anterior a las elecciones, estaba adormeciendo a Dudu, nuestro bebé. Él nació en otro refugio. Era un embarazo de riesgo y tuvimos que salir corriendo de casa porque atentaron contra nuestra vida. Después, ya se ha refugiado otras tres veces con nosotros. Dudu se duerme y le pregunto a Erasmo: «¿Qué crees que pasará si Lula gana?».
Él se pone serio y, mirándome directamente a los ojos, me dice: «Será muy difícil, se distribuirá el poder entre los aliados, que en gran parte son enemigos de la Amazonia en pie. En el último debate casi no se habló de la Amazonia, estamos fuera. Ojalá que Sônia [Guajajara] salga elegida y ojalá que no sea solo ella. Mucha lucha, mi negra, mucha lucha».
Hemos perdido tanto durante estos años de Bolsonaro. Paulo fue asesinado delante de su hijo, Márcio dejó cuatro huérfanas. Lo están quemando todo, violaron a una niña hasta la muerte. Han quemado casas y hasta la escuela. Tantas desgracias… «¿Esto no va a parar?», le pregunto a Erasmo, con el corazón acelerado y otra crisis de ansiedad que toma mi cuerpo. «No lo sé, negra. Espero que sí. Pero como tú misma dices, todo esto ya sucede desde la invasión de Brasil». Y continúa: «Tú misma fuiste a São Paulo y me dijiste que la gente de allá dice que lo de la agroindustria es fácil de resolver. La cuestión del garimpo (minería ilegal), la cuestión de los indígenas, la cuestión de los defensores… todo lo ven como si fuera un problema nuestro y no de todo Brasil. Cuando Lula gane, si gana, todo seguirá siendo problema nuestro, como siempre. Luchar hasta el final es lo que se espera de nosotros. Pero qué harán ellos, eso ya no lo sé. Yo voy a luchar, mientras consiga arrastrarme».
Duele escuchar a Erasmo, pero no es el dolor de quien se ha dado un golpe o se ha aplastado el dedo en la puerta, no es ese tipo de dolor. Es un sentimiento que nace de la realidad de la incertidumbre de la propia existencia. A la vez, es el dolor de vivir para luchar, porque la única certeza es la lucha.
Miro a Erasmo y le digo que todo irá bien, porque no quiero que sienta lo que siento. Y, a la vez, me imagino que él también está pensando lo mismo. Nos rodeamos de largos y profundos abrazos. Siento que es en esos momentos cuando nos lo decimos todo. Cuando, enlazados en un abrazo, me susurra al oído: «Tengo miedo de perderte y de perderme en el dolor».
En esos momentos, nos rompemos con un abrazo, como una anaconda. Cuando nos echamos en la cama, nos dormimos porque el cuerpo ya no aguanta más estar despierto.
Despierta, las pesadillas reales se repiten en mi cabeza. El dolor de una madre que vio la desesperación de una niña de cuatro años, la misma edad que tiene Nathally, que lloraba y decía que incendiarían su casa y matarían a su madre y que por eso su padre no podía dejarlas ni un instante. El dolor de una mujer negra que ve que otra tiene que abandonar todo lo que construyó con sus propias manos porque no puede soportar más tanta injusticia. «Si fuera yo la que hubiera quemado la casa de alguien poderoso, ya estaría en prisión», me dijo entre lágrimas. «O estaría muerta», añadió.
Sí, es verdad. ¡Duele! Un dolor que rasga la garganta y quita las ganas de comer. Indignarme por vivir en un país donde mis hijos no pueden ir a la escuela es un mal menor, porque podrían estar muertos. Ahora, mientras escribo con las manos trémulas, siento horror. Es terrible tener que escribir sobre cosas que jamás deberían haber sucedido y aún suceden. Pero la realidad es esa. Me es muy difícil escribir sobre el sentimiento de Erasmo y los niños, porque soy consciente de que no voy a encontrar las palabras adecuadas. ¿Cómo voy a describir los sentimientos de mis hijos, que viven este horror con nosotros? Lo más devastador es que no sé cómo disminuirles el dolor. Ir a la escuela, pasear, hacerse amigos de niños que viven cerca. Nada de eso es posible.
Querría escribirte tantas cosas, pero sé que no lo conseguiré, porque me criaron para esconder mis sentimientos, para que no me vieran como la mujer frágil que soy. Porque la fragilidad, en las mujeres negras, es una debilidad. Porque a nosotras, las mujeres negras, se nos exige que seamos fuertes. Aunque quiera hablar, que lo quiero, esta exigencia es más fuerte todavía en estos momentos. Mis hijos necesitan una madre fuerte, mi compañero necesita una mujer fuerte. Lo repito en voz alta cuando lo escribo y pienso: «soy fuerte aun siendo frágil». Pero es solo un pensamiento. Las lágrimas se me escapan como un acto de rebelión y me pregunto por qué no puedo llorar, incluso cuando Erasmo dice que puedo hacerlo, ¿por qué cuando él llora yo no lloro? ¿Por qué las lágrimas solo vienen cuando cae la noche y me siento segura en la soledad? «Amor, yo también me siento así», dice Erasmo, «yo también lo estoy pasando mal». Creo que espera que reciba sus palabras como una señal de que puedo mostrarle toda mi fragilidad, pero yo bravamente me trago el llanto. Es exactamente lo que estoy haciendo ahora.
¿Por qué debería describirte nuestras vivencias? ¿Por qué, día tras día, nosotros, las negras y los negros, las originarias y los originarios, tenemos que demostrar el valor de nuestra vida? ¿Por qué nuestros cuerpos negros, como los de nuestros parientes, no tienen el mismo valor que los de los blancos? ¿Por qué nuestros cuerpos mutilados, tirados en fosas, hundidos en ríos, nadie los ve? ¿Por qué, cuando hablamos del horror que vivimos en los asentamientos de Anapu, antes tenemos que decir que en aquella tierra fue asesinada sor Dorothy Stang, una monja blanca? ¿Por qué Dom Phillips es referencia de conmoción cuando, dentro de mí, grita la certeza de que el cuerpo de Bruno Pereira todavía no habría aparecido si no hubiera tenido a Dom como compañero de expedición, un inglés, un blanco? Este es mi lugar de enunciación, el de mujer negra refugiada, que te recuerda que existo, que mi compañero existe, que mis niños existen, que queremos vivir.
Erasmo tiene una vivencia de superación, ya que, a pesar de la parálisis infantil que no le permite caminar, es amable y fuerte. Yo, por otro lado, soy una mujer negra, feminista, que cuestiona constantemente los espacios que ya están ocupados, y no por casualidad, por personas blancas. Nosotras nos encontramos en nuestros dolores. Porque no importa si estamos en la selva, en los ríos, en los palafitos o en las azoteas de las ciudades: nosotras, negras quilombolas u originarias, nos acercamos en nuestras doloridades.
Que Brasil nunca será el mismo es un hecho. ¿Si Brasil va a parar de deshacerse de nuestros cuerpos en fosas y ríos? Es para eso para lo que vamos a luchar, mucho, como siempre. Juntas, negras y negros, originarias, originarios y los blancos que saben qué lugar ocupan en esta lucha. Y, principalmente, que saben entender que estas luchas solo existen por culpa de los blancos. Y nosotros, los negros de todos los lugares, tenemos que saber que, mientras nuestra muerte y nuestra vida no tengan el mismo peso, no provoquen la misma conmoción e indignación que la muerte o la vida de personas blancas, mientras nuestros cuerpos y modos de vida no se vean con la misma importancia, todavía no iremos por buen camino.
Porque, entonces, llega el domingo de las elecciones, durante las cuales hemos tenido que refugiarnos para que las balas de los partidarios de Bolsonaro no nos alcancen, y 51 millones brasileños votan a favor de la reelección de Bolsonaro, porque mi vida, la de Erasmo y la de nuestros hijos no importan.
Si la victoria de Lula en la primera vuelta significaba que teníamos el derecho a luchar por derechos con un riesgo de ser asesinados menor, imaginar que Bolsonaro puede reelegirse es aterrorizante. Si Bolsonaro gana, será el fin de muchos de nosotros, defensores de los derechos humanos. Nosotros, pueblos-selva, seremos aniquilados rápidamente, antes incluso de que nuestra madre arda hasta morir. Pero tengo que decirte: todos sentirán nuestra muerte, porque cuando el mundo se quede sin aire, sabrán que los pueblos-selva eran el camino de la vida.
Aquí, en el exilio, en este exilio dentro de mi propio país, afirmo: ya no aguanto más otros cuatro años como estos. Ya no aguanto más cinco refugios. Ya no aguanto más escuelas quemadas. Ya no aguanto más a niños con el arma de sicarios apuntándoles la cabeza. Ya no aguanto más ver a mis hijos sin ir a la escuela. Ya no aguanto más el dolor de mi compañero. Ya no aguanto más.
Ya. No. Aguanto. Más.
Natalha Theofilo. Quilombola, feminista negra, líder campesina en Anapu (Pará), trencista
Traducción del portugués: Meritxell Almarza
Ilustração: Cacao Sousa