Periodismo desde el centro del mundo

Dos tiempos: la protesta en Nueva York pide urgencia para combatir la crisis climática, pero en las COP las negociaciones se alargan y las decisiones se posponen. Foto: Ed Jones/AFP

Por un lado, dos guerras —la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza— que dividen aún más a los gobiernos y nos recuerdan que los ejércitos son responsables del 5,5% de las emisiones de gases que provocan el calentamiento global, según estima un estudio de la organización británica Científicos por la Responsabilidad Global. Por otro, una emergencia climática que ya no es una proyección para el futuro, sino una amenaza inmediata, con temperaturas que este año han alcanzado picos nunca registrados desde 1850, año en el que se basan las mediciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, el IPCC.

En el choque de estos movimientos opuestos se reunirán los representantes de los casi 200 países que forman parte de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre en Dubái, en los Emiratos Árabes Unidos. En un esfuerzo por desempatar la partida, el papa Francisco, que en 2019 organizó un encuentro de líderes católicos sobre la Amazonia y ya ha publicado dos encíclicas en favor de la preservación de «nuestra casa común», planeaba ir por primera vez a una COP, o conferencia de las partes, como se denominan estas reuniones anuales, pero los médicos le han desaconsejado viajar a Dubái porque se está recuperando de una enfermedad respiratoria. El presidente brasileño, Lula da Silva, sí que estará presente en el «segmento de alto nivel», que reúne a los líderes gubernamentales los primeros días del encuentro.

Si las COP suelen ser burbujas en las que los negociadores se protegen de la presión de la calle en salas cerradas, en los Emiratos Árabes Unidos esta burbuja tiene todavía más capas. El país cercena los derechos de expresión, asociación y manifestación, según organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional. En una declaración hecha pública en agosto, el gobierno local prometió que habría espacio para que los activistas ambientales «hicieran oír su voz». Miles de representantes de movimientos sociales y ONG, incluidos brasileños, estarán en Dubái para poner a prueba este compromiso, disputándose el espacio con lobistas de los combustibles fósiles y otras empresas altamente contaminantes.

Mariana Belmont, periodista brasileña que lleva años trabajando en «racismo ambiental» y forma parte de la junta directiva del movimiento latinoamericano Nuestra América Verde y de la Red de Adaptación Antirracista, acudió a la COP del año pasado y asistirá a la de este año. Belmont define así la reunión: «Es un evento mayoritariamente blanco, de hombres blancos, de mucha sociedad civil blanca, y en las salas de decisión hay hombres blancos decidiendo por los países y sobre los países sin tener en cuenta la vida de la gente». El concepto de racismo ambiental llama la atención sobre el hecho de que la degradación de la naturaleza afecta en mayor medida a las poblaciones de las periferias, negras e indígenas.

El balance del Acuerdo de París es el quid de la conferencia

La Convención Marco sobre el Cambio Climático fue aprobada por la ONU en 1992. El documento, que prometía evitar «interferencias antropogénicas [causadas por el hombre] peligrosas en el sistema climático», entró en vigor en 1994 y las COP se realizan desde 1995.

Primeros pasos: hace 31 años se celebró en Río de Janeiro la Eco-92 o Cumbre de la Tierra, en la que se abrió a la firma de los países la Convención Marco sobre el Cambio Climático. Foto: Luciana Whitaker/Folhapress

En 1997, la cumbre del clima fue la base del primer acuerdo para reducir las emisiones, el Protocolo de Kioto. El tratado fijó metas obligatorias para 37 países clasificados como «desarrollados», pero nunca fue ratificado por Estados Unidos, el mayor contaminador de la época. El paso más ambicioso resultante de las negociaciones sobre el clima llegó en 2015 con el Acuerdo de París, en el que todos los países acordaron fijar metas nacionales de reducción de gases de efecto invernadero, denominadas Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC por sus siglas en inglés).

En el texto de París, los países se comprometieron a contener el aumento de la temperatura media del planeta «muy por debajo de los 2 grados centígrados» y a «esforzarse» por «limitar este aumento a 1,5 grados» con relación a los niveles anteriores a la Revolución Industrial. Pero para los científicos ahora ha quedado claro que, si la temperatura media aumenta más de 1,5 grados, las consecuencias serán insoportables. El problema es que, si tenemos en cuenta las metas actuales de reducción de emisiones de los países, se prevé que este aumento alcance los 2,6 grados a finales de este siglo.

La principal tarea de la COP28 es aprobar el primer balance mundial sobre el cumplimiento de los objetivos del Acuerdo de París. El texto se está negociando a partir de las aportaciones de un informe técnico divulgado en septiembre, en el que se advertía de que la eliminación gradual del uso de petróleo, gas y carbón es «indispensable» para cumplir el acuerdo, ya que la quema de estos combustibles fósiles en el transporte, la generación de electricidad y la industria es responsable de la liberación a la atmósfera de la mayoría de los gases que provocan el calentamiento global. En el balance mundial, los países evaluarán lo que se ha hecho hasta ahora y propondrán nuevas acciones. Pero aún no se sabe si mencionarán la eliminación o reducción del consumo de combustibles fósiles, ni cómo.

Este balance será la base de importantes decisiones que se tomarán en las dos próximas COP: en 2024 se definirá una nueva estructura de financiación para hacer frente al cambio climático; en 2025, cuando el Acuerdo de París cumpla 10 años, los países tendrán que presentar metas más ambiciosas para lograr la neutralidad de emisiones, es decir, no liberar a la atmósfera más gases de efecto invernadero de los que la naturaleza puede absorber.

Brasil ambiciona tender un puente hacia Belém

Dentro de dos años, Brasil acogerá la COP30 en Belém, en la Amazonia. Conseguir un buen resultado en Dubái es vital para garantizar el éxito de las próximas conferencias, razón por la cual el gobierno de Lula ha estado mediando entre los países que asistirán a la reunión de este año: los documentos de las COP deben adoptarse por consenso. «Brasil está absolutamente determinado a ser el país que lidere, hablando con todo el mundo e intentando desbloquear al máximo las negociaciones», declaró André Corrêa do Lago, secretario de Clima, Energía y Medio Ambiente del Ministerio de Relaciones Exteriores. El país será el «paladín de los 1,5 grados», afirmó el diplomático: «Mucha gente se está desanimando, pero no queremos que nadie se desanime».

Brasil hizo una propuesta oficial para el balance mundial denominada «misión 1,5», muy orientada a los «incentivos positivos», es decir, al dinero. En la COP de 2010, los países materialmente ricos se comprometieron a destinar 100.000 millones de dólares anuales a ayudar a los demás a transformar sus economías para emitir menos gases de efecto invernadero y, a la vez, luchar contra la pobreza. El compromiso nunca llegó a cumplirse. Para que todos puedan presentar metas mayores y factibles en 2025, hay que pensar a lo grande, dijo Túlio Andrade, jefe de la División de Negociación Climática del Ministerio de Relaciones Exteriores.

«Si la ciencia dice que el riesgo es existencial, no tiene sentido trabajar con recursos limitados. Tiene que ser una movilización sin precedentes, como en otros momentos de emergencia, como la pandemia y después de la Segunda Guerra Mundial, con el Plan Marshall», destacó Andrade, refiriéndose a la ayuda estadounidense para la reconstrucción de los países europeos aliados.

Brasil actualizó sus metas climáticas en noviembre, cuando se comprometió a reducir las emisiones un 48% para 2025 y un 53% para 2030, con relación a los niveles de 2005.

Carrera contra el tiempo: selva devastada en Autazes, en el estado de Amazonas, en septiembre. La deforestación empezó a disminuir en 2023, pero Brasil necesita hacer mucho más. Michael Dantas/AFP

A corto plazo, la posición brasileña parece cómoda. La mayor parte de sus emisiones procede de la deforestación. El Sistema de Estimación de Emisiones de Gases de Efecto Invernadero (SEEG) del Observatorio del Clima, una red de ONG, ha calculado que la meta de 2025 puede cumplirse si la tasa de deforestación en la Amazonia se reduce un 49%. Es decir, si de los 11.600 kilómetros cuadrados deforestados en el último año de gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro se pasa a los 6.000 kilómetros cuadrados, una tasa que Brasil ya tuvo de media entre 2009 y 2012. De enero a julio de este año, la deforestación descendió un 42%. En 2030, Brasil alcanzaría su objetivo si cumple la promesa de Lula de reducir a cero la deforestación en todos los biomas, según el SEEG. Esto le permitiría ser mucho más ambicioso cuando tuviera que presentar un nuevo compromiso en la COP de Belem.

El gobierno brasileño recurre a la táctica del avestruz para los fósiles

Aunque la deforestación es una herencia maldita que el gobierno de Lula está empezando a atajar, para los negociadores brasileños el gran malestar es la cuestión de los combustibles fósiles, que, en la práctica, es el tema principal de la COP. Organizaciones de la sociedad civil, científicos y el secretario general de la ONU, António Guterres, han estado presionando para que se elabore un plan de eliminación progresiva del petróleo, el gas y el carbón.

Empezando por los Emiratos Árabes Unidos, la mayoría de los países de peso en la producción y el consumo de fósiles parecen decididos a abordar la cuestión de forma tangencial, sin llegar a la eliminación progresiva. Hablan de triplicar el uso de combustibles renovables y duplicar la eficiencia energética, es decir, utilizar la mitad de la energía que utilizan hoy para obtener los mismos resultados, como fabricar un producto o iluminar una casa.

Brasil es el noveno productor mundial de petróleo y el gobierno de Lula planea aumentar la producción, no para el consumo interno, sino para la exportación. Sin embargo, ante el debate en la COP, los negociadores brasileños han adoptado la estrategia del avestruz, enterrando la cabeza para no llamar la atención. «Brasil no es un actor central en la cuestión del petróleo, los países petroleros nos miran y ni siquiera nos ponen en la lista», declaró André Corrêa do Lago, del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Credenciales rosadas, mucho ruido y pocas nueces

La delegación oficial brasileña en la COP contará con unas 2.000 personas. De estas, unas 400 son autoridades federales y funcionarios. Las demás incluyen gobernadores, alcaldes, representantes de ONG, movimientos sociales, científicos, académicos y empresarios.

La composición de la delegación oficial volvió a ser la que era antes de Bolsonaro, que excluyó a la mayoría de los expertos y activistas socioambientales. Esto significa que incluso las personas que no forman parte del equipo negociador del gobierno brasileño recibirán las llamadas «credenciales rosadas», que les permitirán entrar en las salas de negociación cerradas.

Toya Manchineri, líder de la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonia Brasileña (COIAB), asiste a la COP por cuarta vez. La COIAB recibió cinco credenciales rosadas de la delegación oficial, pero tendrá un total de 16 personas en Dubái, más que las 10 de 2022.

Toya cuenta que, además de la barrera financiera que representa un viaje tan caro, que cuesta unos 25.000 reales por persona (más de 5.000 dólares) —«tenemos que buscar varios financiadores»—, los indígenas también se topan con la barrera del idioma. La mayoría son al menos bilingües, pero ni el portugués ni las lenguas de los pueblos originarios son oficiales en la ONU.

Aun así, Toya cree que vale la pena ir. «Nos interesa porque tendremos más información cuando el gobierno brasileño implemente [las metas] aquí», dice. También le interesa el debate sobre la financiación y el del mercado de carbono, en el que tanto empresas como gobiernos reciben fondos para conservar la selva.

Uno de los problemas es que el dinero destinado a hacer frente al cambio climático tarda mucho o nunca llega a las comunidades. Toya cita el ejemplo de un fondo de 1.700 millones de dólares para los pueblos de la selva anunciado en la COP26 de Glasgow, Escocia, en 2021. En el primer año, solo el 7% de los 331 millones de dólares desembolsados llegó directamente a asociaciones indígenas y comunitarias.

Otro caso es el proyecto de los gobiernos de la región amazónica de recibir fondos de la Coalición LEAF —otro mecanismo lanzado en Glasgow— como pago por la deforestación evitada en sus estados. Los indígenas quieren tener voz en la inversión del dinero. «No es que vayamos a dejar de hacer lo que ya hacemos, porque las tierras indígenas son nuestro hogar. Pero si hay recursos para reforzar nuestra organización, nuestro sistema social y la economía dentro de la comunidad, será mucho mejor», afirma Toya.

Iniciativas como la de la Coalición LEAF son habituales en las COP, que cuentan con un amplio programa paralelo a las negociaciones. Grupos de países lanzan diversos «compromisos». En Glasgow, por ejemplo, 105 países —entre los que se encontraba el Brasil de Bolsonaro— se comprometieron a acabar con la deforestación para 2030. Este año, el gobierno brasileño tiene previsto lanzar una declaración conjunta con unos 80 países que albergan selvas tropicales. Estos compromisos hacen ruido y traen consigo repercusión política. Pero, al contrario de los documentos oficiales de las COP, no tienen valor de ley internacional.

A pesar de su visión crítica de la conferencia, la periodista Mariana Belmont cuenta que, cada año, son más las personas del movimiento negro que se organizan para participar e intentar influir en las negociaciones. «Los documentos hablan de personas pobres, personas vulnerables, pero no dicen quiénes son: son mujeres, jóvenes, indígenas, afrodescendientes», explica. «Cuando la negociación llega muy cerca de los derechos humanos, se para; pero la sociedad civil del mundo entero está haciendo presión para que eso cambie».

Es un poco como la táctica del agua blanda sobre piedra dura, que gota a gota hace cavadura. Pero la paciencia se acaba: «A veces la gente tiene la sensación de que los que están al final de la cadena siempre sufren. Las decisiones se negocian durante días, pero la aplicación acaba posponiéndose hasta la siguiente COP. Mientras tanto, la gente muere, no tienen tiempo [para esperar]», afirma Mariana.


Nuestra cobertura en Dubái se lleva a cabo en colaboración con la organización internacional Global Witness (@global_witness), que desde 1993 investiga, denuncia y hace campaña contra las violaciones del medio ambiente y los derechos humanos en todo el mundo


Reportaje y texto:  Claudia Antunes
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Flujo de edición y estilo: Viviane Zandonadi
Dirección: Eliane Brum

Gritos y susurros: manifestación del grupo Extinction Rebellion durante la COP de Glasgow, Escocia, en 2021. Las decisiones a puerta cerrada decepcionan. Foto: Pierre Larrieu/AFP

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