Hace algunos años tuve la oportunidad de visitar Costa Rica para participar en un congreso científico cerca de la ciudad de Jacó, a orillas del Océano Pacífico. Me impresionó el alto nivel de las relaciones interpersonales y el buen funcionamiento general del país, desde la limpieza de los espacios públicos hasta la sensación de seguridad en las calles, incluso de noche. Suaves y amables, los costarricenses suelen usar la expresión “pura vida” para cualquier saludo cotidiano.
Al regresar a la capital, San José, para embarcar de vuelta a Brasil, le comenté a un joven taxista sobre mi sensación de que Costa Rica se distinguía positivamente de los demás países latinoamericanos que había conocido hasta entonces. Ante el entusiasta acuerdo del interlocutor, le pregunté cuál era, en su opinión, la razón de esta diferencia. El joven no titubeó y contestó, con evidente orgullo, que la razón era sencilla: en 1948, inmediatamente después de una sangrienta guerra civil, Costa Rica había abolido sus fuerzas armadas y empezado a invertir la mayor parte de sus recursos en infraestructura, salud y, principalmente, en educación pública de calidad. Como se dice en Costa Rica, la paz es “pura vida”.
La opinión de este conductor tiene un fundamento económico. Entre 1920 y 1949, en el período anterior a la disolución de las fuerzas armadas, el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita de Costa Rica presentaba una tasa de crecimiento anual promedio del 1,3%. Durante las siguientes seis décadas, entre 1950 y 2010, la tasa de crecimiento anual promedio fue del 2,28%. La increíble experiencia pacifista de Costa Rica sugiere que la abolición de las fuerzas armadas puede ser un camino eficaz para construir el bienestar social.
En los últimos años, sin embargo, las cosas han empezado a empeorar. Ampliamente reconocida como una de las naciones más seguras de América Latina, Costa Rica vive actualmente un vertiginoso aumento de la violencia, motivada principalmente por conflictos armados en torno al narcotráfico. La tasa nacional de homicidios pasó de 12,5 cada 100.000 habitantes en 2022 a 17,2 en 2023. Presionada por la creciente influencia de los carteles mexicanos y por el aumento de la producción de cocaína colombiana, Costa Rica se está consolidando como zona de tránsito para el envío de drogas a Estados Unidos y Europa.
En el continente americano se está usando la guerra contra las drogas como instrumento de dominación geopolítica de Estados Unidos sobre los países subordinados, a través del chantaje político y tutelas institucionales. En el ámbito de cada estado nacional la guerra contra las drogas que llevan a cabo tropas militares o policías militarizadas se presenta como un poderoso mecanismo de violencia racista y exclusión clasista.
En Brasil, que según datos de 2023 tiene la tercera mayor población carcelaria del mundo (más de 850.000 presos), el 68% de las personas inculpadas por narcotráfico son negras, aunque la proporción de personas negras en el país sea del 57%. En Estados Unidos, que tiene la mayor población carcelaria del mundo (según datos de 2017), más de 1,70 millones de reclusos, el 33%, son negros, aunque la proporción de personas negras en el país sea solo del 12%.
Como en toda guerra, la militarización es la tónica de la cruzada contra las drogas ilícitas. De hecho, todos los lados del conflicto reclutan soldados entre la masa de jóvenes periféricos, todavía casi niños, alistados a una edad cada vez más temprana para matar o morir en una brutalidad sin límites. En Brasil, el 72% de los acusados de narcotráfico tienen menos de 30 años y el 67% no ha completado la educación básica. Se trata de jóvenes que necesitan escuela o empleo, nunca encarcelamiento en prisiones abyectas que institucionalizan y masifican la tortura física y psicológica. En estas horripilantes mazmorras, la principal forma de sobrevivir es unirse rápidamente a una mafia protectora frente al Estado casi siempre indiferente y, por momentos, delincuente.
Según la Encuesta Nacional de Información Penitenciaria, el 89% de la población penitenciaria brasileña vive en cárceles hacinadas, ambientes llenos de miedo, odio, tristeza, indignación y revuelta. Esta estadística, indigna y repugnante en sí misma, tiene repercusiones catastróficas para la seguridad pública porque el reclutamiento para unirse a organizaciones criminales se produce principalmente dentro de las prisiones. Más del 80% de las personas encarceladas por porte de drogas en Brasil estaban desarmadas en el momento del arresto y alrededor del 87% no presentaron ningún indicio previo de participación en facciones. Es la violencia injusta y degradante de la guerra contra las drogas a través del exterminio y el encarcelamiento excesivo de jóvenes periféricos, lo que alimenta y multiplica las hileras del crimen.
¿Dónde terminará todo esto? En Ecuador más de 20 narcofacciones creadas en las cárceles hacinadas entraron en un conflicto armado abierto contra el Estado, donde asesinaron a un candidato presidencial e invadieron un canal de televisión para transmitir amenazas de muerte en vivo en cadena nacional. Para empeorar las cosas, la militarización de la respuesta gubernamental suspendió las garantías democráticas, aumentó las denuncias de abusos y redujo todavía más las posibilidades de una resolución pacífica del conflicto.
Como incluye a casi todos los principales países latinoamericanos productores de cocaína y marihuana, la Amazonia está en el epicentro de la devastación que causa la guerra contra las drogas. En la Amazonia ecuatoriana, en el extremo oeste de la selva, la minería ilegal financia a los narcotraficantes de manera similar a lo que sucede a casi 2.000 kilómetros de distancia, en el extremo norte de la selva, entre Brasil y Venezuela, donde la narcominería sigue implementando en la práctica el proyecto de exterminio de los Yanomami.
La crisis se ha generalizado. En las aldeas más remotas, cada vez más se reclutan jóvenes para servir como mulas del narcotráfico, quienes tienen que caminar durante días por senderos que cruzan fronteras internacionales bajo la protección verde de las copas de los árboles. La cooptación de la juventud Indígena para este trabajo clandestino ha inflamado el pánico moral contra las drogas ilícitas en distintos grupos amerindios, lo que enfrenta a los jóvenes consumidores de marihuana con los chamanes mayores, que critican violentamente su uso mientras consagran la planta de coca y la ayahuasca. Este bizarro racismo botánico es solo uno de los síntomas de la enorme confusión que causa la guerra contra las drogas.
El caos social que promueve el narcotráfico se extiende por todas las direcciones. En el corazón salvaje de las selvas más lejanas, todos los crímenes se entrelazan, ya sea como un abanico de actividades para la diversificación de inversiones financieras o como una licencia para liberar los instintos de opresión más monstruosos. Además del narcotráfico, el rosario de males amazónicos se completa con la extracción ilegal de madera, la recolección, la caza y la pesca ilegales, los incendios y la devastación forestal, la invasión de tierras, la pedofilia, las violaciones, la tortura y las muertes por encargo.
El avance de las facciones criminales en las ciudades amazónicas, y también en la selva, se produjo a pesar, ¿o no será quizás por?, las acciones e inacciones de los militares. Si bien en las últimas décadas la guerra contra las drogas ha sido la principal justificación para el aumento de las fuerzas militares en la Amazonia, el narcotráfico ha avanzado rápidamente en toda la región. En la Amazonia brasileña, por ejemplo, hoy operan facciones que provienen de São Paulo y Río de Janeiro.
Personas que se creen muy sensatas, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político, ven en el combate violento contra el comercio de determinadas sustancias la forma correcta de afrontar lo que llaman “el problema de las drogas”. Sin embargo, en diferentes partes del planeta esta lucha fracasó en su objetivo de reducir la oferta y el consumo. Por otro lado, tuvo un éxito rotundo al estigmatizar simbólicamente a los usuarios y vendedores de estas sustancias. En Brasil, el 67% de la población se declara en contra de la despenalización de las drogas. A pesar de décadas de confrontación ideológica sobre el tema, la opinión pública en muchos países sigue inclinándose por mantener la situación actual.
La guerra contra las drogas es una guerra cara contra las personas pobres. En 2017 el estado de São Paulo gastó cerca de 812 millones de dólares para financiar el combate contra el comercio minorista de drogas en las favelas, mientras que el estado de Río de Janeiro gastó más de 193 millones de dólares para financiar su maquinaria de inseguridad pública. No sorprende que las incesantes operaciones bélicas de la Policía Militar en las zonas pobres de Río tengan efectos devastadores en la salud y el rendimiento escolar de la juventud más pobre del país.
Pero, en definitiva, ¿a quién le sirve esta guerra sin fin? Evidentemente, en primer lugar, a los fabricantes de armas y municiones, un sector que representa históricamente ganancias estratosféricas. En segundo lugar, a los altos directivos de las instituciones militares, generales, tenientes y almirantes, que en países desiguales como Brasil pueden llegar a cobrar sueldos, extras y beneficios que superan veinte veces el tope de los salarios establecidos por la Constitución Federal.
Un ejemplo sorprendente es el del general retirado del ejército Walter Braga Netto. Durante el auge de la pandemia de COVID-19, en 2020, el exinterventor federal en la Secretaría de Seguridad Pública de Río de Janeiro, exministro de Defensa y de la Casa Civil del gobierno de Bolsonaro, excandidato a vicepresidente y actual investigado por su participación en el golpe del 8 de enero de 2023, cobró la increíble suma de 178.000 dólares en solo dos meses de servicio. Este valor corresponde a cerca de cien veces el piso salarial de la educación básica, actualmente en vigor, de 880 dólares al mes. ¿Qué tipo de trabajo tan esencial para la patria prestó este general para justificar cobrar del Estado cien veces más que la remuneración de las docentes de niños y adolescentes?
La verdad es que la fuerza de las armas garantiza a quienes las empuñan privilegios intolerables para la construcción de naciones prósperas y democráticas. El militarismo fomenta el ejercicio de autoridades abusivas y la creación de organizaciones fuera de la ley. Los conceptos opresivos cultivados por las fuerzas armadas, como las nociones de enemigo interno y guerra psicológica, adquieren nuevos significados cuando los usan grupos de milicias.
Consideremos la ejecución de la concejala Marielle Franco y su chofer, Anderson Gomes, entre detenidos preventivamente acusados de ser autores intelectuales del crimen se encuentra el exjefe de la Policía Civil de Río de Janeiro, Rivaldo Barbosa, que fue nombrado en el cargo cuando Braga Netto era interventor de la seguridad pública del estado y asumió un día antes al doble asesinato. Menos de una hora después de las muertes las redes sociales ya estaban inundadas de mentiras virales contra Marielle y su campo político. Cínico, el comisario Rivaldo se reunió con las familias de luto al día siguiente del crimen y declaró que encontrar a los culpables sería una “cuestión de honor”.
No hay mafia sin código de honor. Desafortunadamente, la ética militar de la obediencia ciega a órdenes superiores es fácilmente “pirateable” por las organizaciones transnacionales que han transformado el negocio de las drogas ilícitas en un comercio clandestino multimillonario. En esta trama todo contribuye a la progresiva infiltración de las instituciones militares, como se vio en México en 1997, cuando el mayor general Jesús Gutiérrez Rebollo, encargado de liderar la guerra contra las drogas en el país, fue arrestado por asociación con el cartel narcotraficante de Juárez.
¿No se habrá producido el mismo proceso también en el resto de América? ¿Quiénes serán los generales Rebollo de cada país, tanto del sur como del norte del Río Grande? ¿Por qué en 2019 la policía española encontró 39 kilos de cocaína con la comitiva del entonces presidente Jair Bolsonaro, transportados en un avión de la Fuerza Aérea Brasileña? ¿Por qué hace 24 años los raperos Sabotage y Black Alien cantaron: “quien tiene la culpa lo sabe, cocaína en el avión de la FAB”? Con un poco de imaginación, se puede ver que todavía sabemos poco sobre esta historia…
El caso es que, mientras anda suelto todo el pánico moral militarista contra determinadas drogas, bares, supermercados y farmacias siguen vendiendo un sinfín de otras drogas, algunas mucho más nocivas para la salud individual y social que la marihuana o la cocaína.
Desafortunadamente, la mayoría de la gente todavía cree firmemente que hay buenas razones para prohibir ciertas drogas y no otras, como si ciertas sustancias fueran “del bien” y otras “del mal”. Esta es una falacia hipócrita, desprovista de base científica. Todas las sustancias pueden ser útiles o nocivas, según la dosis, el cuerpo que la recibe y el contexto de uso.
La guerra contra las drogas es, de hecho, una guerra contra plantas, personas, etnias y países vulnerables, y su militarización posiciona a las fuerzas armadas directamente contra el pueblo. Aun así, la lógica militarista en ocasiones hipnotiza incluso a pensadores importantes del campo progresista. En Brasil, por ejemplo, el exministro de Justicia y exgobernador de Rio Grande do Sul, el intelectual Tarso Genro, abogó recientemente por más guerra como solución para el problema, proponiendo incluso una especie de OTAN sudamericana para combatir el narcotráfico.
No se puede apagar un incendio con gasolina. Hay que legalizar y regular todas las drogas de forma isonómica, científicamente, según sus beneficios y daños específicos. También hace falta empezar a deshacer las vendettas kármicas que enfrentan a los verdugos con las víctimas en cadenas ininterrumpidas de represalias violentas. Para contener la convulsión social provocada por la normalización cotidiana del enfrentamiento entre policías, el ejército y distintos carteles del narcotráfico, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador acuñó el lema “Abrazos, no balazos” y logró reducir la violencia. El presidente colombiano Gustavo Petro clama lúcidamente por el fin de la guerra contra las drogas. Quizás también podríamos clamar por el fin de los militares y de las guerras que inventan para seguir matando. Después de todo, la paz es “pura vida”.
Sidarta Ribeiro es padre, capoeirista y biólogo. Es doctor en Comportamiento animal por la Universidad Rockefeller y posdoctor en Neurofisiología por la Universidad Duke. Investigador del Centro de Estudios Estratégicos de Fiocruz, cofundador y profesor titular del Instituto del Cerebro de la Universidad Federal de Río Grande del Norte, ha publicado 5 libros, entre ellos O oráculo da noite y Sonho manifesto (editora Cia das Letras). En SUMAÚMA, escribe la columna Sembrar.
Ilustración: Cacao Souza
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes e Douglas Maia
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Julieta Sueldo Boedo
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
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