Periodismo desde el centro del mundo

Isla de Marajó, en el estado de Pará, donde se ha denunciado a la Justicia un proyecto de carbono ubicado en reservas extractivas federales. Foto: Pablo Albarenga

La expectativa de ganar millones de reales haciendo lo que ya hacen sin cobrar —cuidar de la selva amazónica— les pareció seductora a los líderes de la Tierra Indígena Kayapó, en el sur de Pará. En diciembre de 2022, 30 de ellos, en representación de las siete asociaciones de la tierra indígena, pasaron tres días en São Paulo invitados por Carbonext, promotora de proyectos para la generación y comercialización de créditos de carbono a partir de la conservación de la selva. En las reuniones, la dirección de la empresa detalló la propuesta de un «compromiso de asociación» que le daría la exclusividad, durante al menos 30 años, de la gestión del carbono capturado por vegetación del territorio, de 3,28 millones de hectáreas, una superficie del tamaño de Bélgica y 21 veces de la ciudad de São Paulo. El contrato se firmó al mes siguiente en una reunión que se celebró en la aldea de Kriny, en la localidad de Bannach, en el estado de Pará. Sin embargo, en mayo, cuatro meses después, la propia Carbonext lo rescindió. Según la empresa, para proteger su reputación.

En la reunión de Bannach, a la que asistieron caciques de casi todas las aldeas de la tierra Kayapó, que son más de 70, el 21 y 22 de enero, se habló incluso de la venta de créditos por adelantado para sostener el territorio mientras se elaboraba y certificaba el proyecto de carbono, un proceso que podría durar tres años. Los líderes indígenas que pidieron más tiempo para analizar la propuesta sintieron la presión de la mayoría, que argumentaba que el contrato era una oportunidad para obtener recursos y superar la minería ilegal que divide al grupo: los Kayapó, junto a los Mundurukú y los Yanomami, están entre los pueblos más afectados por la minería, según un estudio de 2022 de la red de investigadores MapBiomas. Como sucede también con los Mundurukú, algunos líderes Kayapó están implicados en la minería ilegal.

Todavía en enero, las negociaciones del proyecto de carbono llevaron al fiscal Rafael Martins da Silva, de la ciudad de Redenção, en el estado de Pará, a abrir un procedimiento extrajudicial para investigar los hechos. Aunque considerara que «en principio» no había ilegalidad en el contrato, el fiscal expresó sus dudas sobre que «la real realización de la consulta previa, libre e informada» a los casi 4.500 habitantes del territorio Kayapó, como prevén el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y la legislación brasileña.

A principios de mayo, Rafael Martins informó que Carbonext había aceptado anular el contrato hasta que estuvieran listos el protocolo de consulta y el Plan de Gestión Territorial y Ambiental de las tierras de los Kayapó. Este plan es obligatorio por decreto para todas las tierras indígenas del país desde 2012, pero el desmantelamiento de las estructuras de apoyo a los pueblos originarios durante el gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro ha retrasado la implementación de esta política pública. A mediados de mayo, los directivos de Carbonext afirmaron a SUMAÚMA que ya habían hecho o estaban en proceso de rescindir el acuerdo no solo con los Kayapó, sino también con las asociaciones de otras cuatro tierras indígenas en diferentes estados de la Amazonia y de reservas extractivas marinas en el norte de Pará.

La anulación de seis acuerdos entre una de las mayores empresas brasileñas del sector de créditos de carbono y las poblaciones originarias y tradicionales que tienen el usufructo o la concesión de tierras públicas refleja la inseguridad que rodea la expansión en Brasil del «mercado de carbono voluntario». Este mercado internacional también se denomina «no regulado», porque no pasa por el aval gubernamental ni se integra en las metas oficiales de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. En la Amazonia, los territorios del Estado brasileño son la última frontera en una carrera por «reservar» grandes extensiones de selva, con el objetivo de certificar los créditos obtenidos con la llamada «deforestación evitada» y venderlos a empresas que desean compensar sus emisiones o mejorar su imagen.

Alimentada con el dinero de bancos, fondos y grandes empresas, la disputa desemboca en una sucesión de denuncias de «robo verde de tierras públicas» —proyectos privados que invaden áreas pertenecientes al Estado— y abusos en las negociaciones con las poblaciones de la selva. Hay decenas de empresas de carbono en Brasil, algunas tan grandes como Carbonext y otras que ni siquiera tienen página web. «Parece un juego de mesa en el que los intermediarios recorren la región disputándose quién plantará su bandera en los territorios e inmovilizará las reservas de carbono», compara Natalie Unterstell, del Instituto Talanoa, dedicado a crear políticas para enfrentar la emergencia emergencia climática. «Hay quienes piden exclusividad en la gestión y organización de los servicios medioambientales, no solo del carbono. Esto se percibe como acoso y socava oportunidades que podrían interesarle a los pueblos indígenas y tradicionales».

El carbono, que se emite principalmente al usar combustibles fósiles, pero también al quemar o degradar la vegetación autóctona, es el principal factor responsable del aumento de la temperatura media del planeta desde el siglo XVIII. Este aumento intensifica los fenómenos metereológicos extremos, como inundaciones y sequías prolongadas, y podría inviabilizar la vida en la Tierra si no se contiene. Los créditos de carbono se conceden a las empresas que —en teoría— prueban que reducen esas emisiones más de lo que lo harían si no existiera la inversión. Los créditos pueden proceder, entre otros orígenes, de cambios en las fuentes de energía, la reutilización de residuos, la reforestación y la conservación de bosques amenazados por la deforestación, lo que se denomina «deforestación evitada», en la cual se centra el negocio del carbono en la Amazonia. En el mercado voluntario, los créditos también los certifican empresas privadas. En el caso de los proyectos que prometen evitar la deforestación, la principal certificadora es Verra, una multinacional con sede en Washington, en Estados Unidos.

Cada crédito equivale a una tonelada de carbono que deja de emitirse. Este año, el precio internacional del crédito generado por la deforestación evitada ha oscilado entre dos y tres dólares. Los recursos que se obtienen con la venta de estos créditos en el mercado voluntario se consideran un pago por el «servicio ambiental» de mantener la función de los bosques de retirar carbono de la atmósfera mediante la fotosíntesis. Un servicio ambiental es cualquier actividad que recupera, mejora o preserva una función de la naturaleza que es vital para su supervivencia y la del planeta.

Muchos defienden el negocio del carbono como una solución «verde» y moderna que une el capitalismo con la protección de la naturaleza. Sus partidarios creen que conseguir que la selva sea más rentable conservada que destruída es la única forma de evitar que biomas como la Amazonia alcancen el punto sin retorno, un momento que se acerca rápidamente. El mercado también ha comprendido que es una buena oportunidad para quienes quieren seguir lucrándose con las actividades que provocan la crisis climática. No es casualidad que las empresas que producen o utilizan combustibles fósiles de forma intensiva, como las petroleras, gasísticas y las de aviación, son las mayores compradoras de créditos en el mercado voluntario. En el caso de las petroleras, la «compensación» de emisiones es también una forma de eludir la presión de un futuro acuerdo internacional que las obligue a reducir la producción.

Selva en una zona de Pará: evitar la degradación de la vegetación autóctona puede generar créditos de carbono. Foto: Valdemir Cunha/Greenpeace

Para algunas organizaciones no gubernamentales, el mercado del carbono es otra brecha que ha encontrado el capitalismo para incorporar nuevas áreas de explotación y beneficiarse de la devastación que ha causado el propio sistema. Acostumbrados a todo tipo de asalto colonizador a sus tierras y formas de vida, los líderes de los pueblos originarios y tradicionales temen ser engañados y recibir solo migajas. Los ambientalistas dudan de la integridad de los créditos, es decir, de si corresponden a una reducción real de las emisiones de gases de efecto invernadero. Además, como el valor de los créditos es mayor allí donde la selva está más amenazada, existe el temor de que se produzca una deforestación programada para aumentar el potencial de lucro.

Entre tantas controversias, la carrera del carbono se acelera. Para empeorarlo, los nombres y siglas típicos del sector están hechos para dejar a la mayoría al margen de este asunto. El gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva tiene que actuar con rapidez y energía para frenar las ilegalidades en este mercado, pero el Congreso acaba de deforestar el Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático y el Ministerio de los Pueblos Indígenas, quitándoles funciones y órganos estratégicos. Para abordar este tema urgente y mostrar lo que está ocurriendo hoy en la Amazonia, SUMAÚMA ha entrevistado a más de 30 personas, desde agentes del mercado de carbono hasta ambientalistas y líderes de pueblos originarios.

El ‘robo verde de tierras’, la nueva frontera de la delincuencia amazónica

A pedido de una organización no gubernamental que deseaba examinar el tema desde el punto de vista de los derechos de las comunidades afectadas, la abogada Juliana Miranda, que trabaja en derecho ambiental en el bufete Hernandez Lerner & Miranda Advocacia, en Brasilia, coordinó un estudio que recopiló todos los proyectos de Brasil que solicitaron su registro en Verra, la empresa certificadora de créditos de carbono. Encontró once proyectos en el país totalmente superpuestos con tierras públicas de uso colectivo, es decir, territorios indígenas, unidades de conservación concedidas a comunidades y asentamientos rurales. El estudio señala que no todos revelan que ocupan estas zonas.

Con base en los nombres de los proyectos, su ubicación y sus proponentes, SUMAÚMA identificó en esta lista de once, dos proyectos en la región de Apuí, en el sur del estado de Amazonas, en los que unas empresas privadas afirman ser propietarias de tierras que aparecen en los mapas de tres unidades de conservación estatales y un asentamiento federal. Esto significa que los particulares pueden estar intentando vender carbono en tres terrenos públicos protegidos para la conservación de la selva y un cuarto reservado para la reforma agraria.

En esta lista de once, también hay cuatro proyectos sospechosos de tratarse de tierras estatales ocupadas ilegalmente en la ciudad de Portel, en Pará; un proyecto en reservas extractivas federales en la isla de Marajó, también en Pará, que asociaciones comunitarias han demandado a la Justicia por que declaran que las han estafado, un caso que reveló Agência Pública en 2021; y un proyecto cuyo registro había solicitado en 2009 la asociación Metareilá, dirigida por Almir Surui, de la Tierra Indígena Sete de Setembro, en Rondonia, y terminó interrumpido cuando aumentó la deforestación por disputas internas entre los Surui Paiter.

INFOGRAFÍA: RODOLFO ALMEIDA/SUMAÚMA

La muestra es un indicio de que el desorden que reina en la regularización de la tierra en la Amazonia, muy comprometida por culpa de la apropiación de tierras públicas por parte de particulares, y la falta de normas para proyectos en áreas de uso colectivo ponen en cuestión la viabilidad de los negocios de carbono. El ingeniero forestal Francisco Melgueiro tuvo que enfrentar el problema nada más asumir la Coordinación General de Gestión Ambiental de la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas (Funai) el 2 de mayo. Afirma que en principio no está en contra de los proyectos de carbono en tierras indígenas: «Si se hace de la forma correcta, puede ayudar a promover la sostenibilidad financiera de los territorios».

Pero pide «calma» a las asociaciones antes de firmar los contratos. «[Las empresas] llegan con el pastel hecho y no discuten ni el reparto de beneficios, y esto puede generar conflictos en la comunidad», argumenta. «Muchas veces llegan con el stock de carbono calculado y la ecuación que utilizan es para un bioma diferente, un error técnico muy grave», reflexiona. El dirigente de la Funai se refiere a la metodología para calcular los créditos, que tiene en cuenta parámetros internacionales y no los datos específicos de las selvas brasileñas.

Melgueiro reconoce que la falta de recursos hace que las propuestas sean atractivas. «Existe el discurso de que la Funai está estorbando. Pero no queremos impedir nada, queremos que se haga de forma correcta y que no perjudique a los propios indígenas», argumenta. En su opinión, habrá que revisar todos los contratos ya firmados mientras el gobierno prepara una propuesta para acabar con el vacío legal.

La Funai tiene conocimiento, según él, de al menos 16 acuerdos con asociaciones que representan a tierras indígenas. El fiscal Daniel Luis Dalberto, miembro de los grupos de trabajo sobre comunidades tradicionales y agroecología del Ministerio Público Federal, declaró que hay «una verdadera avalancha de contratos, firmados y en curso, que han sido remitidos a la Funai y al ICMBio [Instituto Chico Mendes de Conservación de la Biodiversidad] para que se analicen y, eventualmente, se validen».

Reclamar terrenos públicos para lucrar con el carbono

Al tratarse de un mercado no regulado, se desconoce el número total de acuerdos que se han cerrado en Brasil para vender créditos de carbono. Los contratos que ha encontrado el estudio coordinado por Juliana Miranda no representan todos los que existen en el país, porque solo entran en la base de datos de Verra cuando se solicita el registro del proyecto. Aun así, hasta marzo de este año había 89 proyectos en Brasil en la categoría AFOLU (Agricultura, Silvicultura y Otros Usos del Suelo, en inglés). La gran mayoría declaraban que ocupaban terrenos privados. De los 89 proyectos, 69 se encontraban en la Amazonia, de los cuales 56 disponían del mapa de la zona que ocupaban.

Esto permitió comparar los datos con la información federal y estatal sobre la ubicación de unidades de conservación, asentamientos, territorios quilombolas, tierras indígenas y selvas públicas no designadas, es decir, que no han sido concedidas a ninguna comunidad o empresa y, por lo tanto, son objetivos preferentes de los ladrones de tierras. En esta comparación, el estudio identificó once proyectos que coinciden con áreas de uso colectivo: seis en Pará, tres en Amazonas y dos en Rondonia. También encontró otros 22 que se superponen parcialmente con terrenos públicos, lo que sugiere «situaciones de potenciales conflictos por la tierra». Estos todavía no se han detallado en el estudio porque «requieren un análisis caso por caso».

De los once proyectos, los dos que están ubicados en Apuí, una región muy presionada por la deforestación, aún no han obtenido el registro en Verra. Uno de ellos es el de la hacienda Boa Fé, que abarca una superficie de 432.700 hectáreas y lo propusieron las empresas NRD Desenvolvimento de Recursos Naturais y Ecológica Assessoria. En el propio proyecto que se presentó a la certificadora internacional Verra se afirma que «el 81% de su superficie se encuentra dentro de tres áreas protegidas»: la Reserva de Desarrollo Sostenible de Aripuanã, la Reserva Extractiva de Guariba y la Selva Estatal de Aripuanã. Todas forman parte del Mosaico de Unidades de Conservación de Apuí, formado por nueve reservas estatales creadas en 2005.

El socio de NRD André Manfredini dijo que toda la zona de la hacienda Boa Fé está reconocida como «privada». Envió dos certificados en los que se menciona el registro de un «título definitivo» de propiedad de la hacienda en 1912 y los decretos de creación de las unidades del Mosaico, que excluyen las tierras privadas «cuya propiedad se demuestre de acuerdo con la ley». Manfredini afirma que se llegó a un acuerdo con el estado para preservar totalmente la vegetación que cubre el área de la hacienda. También afirma que no hay poblaciones tradicionales que vivan allí y que el proyecto sería una forma de pagar el coste de mantenimiento de la vegetación, acosada por los madereros y la minería ilegal. «Aquí una hectárea de selva vale 700, 800 reales [145 a 165 dólares]. Una área deforestada alcanza los 3.000 reales [625 dólares] por hectárea», afirma. Con el proyecto, cree que puede generar créditos correspondientes a 50 millones de toneladas de carbono: a dos dólares el crédito, obtendría 100 millones de dólares en 30 años.

Incendio en Apuí, en el estado de Amazonas, una región con altos índices de deforestación, donde un proyecto de carbono se encuentra en una zona ya protegida por la ley. Foto: Victor Moriyama/Greenpeace

Un plan de gestión del Mosaico de Unidades de Conservación de Apuí, que el gobierno del estado de Amazonas encargó y publicó en 2010, menciona seis títulos privados reconocidos en el área y dice que, además, «existe también un certificado de 1912». El plan no indica qué hacer con este certificado. Los expertos en la cuestión de la tierra en la Amazonia a quienes ha consultado SUMAÚMA creen que o bien la hacienda Boa Fé debería haber sido expropiada —si de hecho fue reconocida— o bien las unidades de conservación deberían haber sido redimensionadas. SUMAÚMA entró en contacto con la Secretaría de Medio Ambiente de Amazonas, que no informó si tiene conocimiento del proyecto ni si lo ha aprobado.

El segundo proyecto en Apuí que ha solicitado el registro en la certificadora internacional Verra se llama Samaúma y su área se sobrepone a las tierras federales del Proyecto Agroextractivo Aripuanã-Guariba, del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (Incra). Las empresas que lo propusieron fueron Terra Vista Gestora de Recursos y Ituxi Administração e Participação. El empresario Ricardo Stoppe aparece como propietario de la superficie de 71.800 hectáreas. En la presentación a Verra, los proponentes admiten que «las bases de datos públicas indican la existencia de un proyecto de asentamiento rural bajo la autoridad del Incra que se solapa con la zona del proyecto». Sin embargo, afirman que el terreno está formado por dos haciendas que tendrían títulos definitivos desde 1933. El proyecto aporta copias de documentos del propio Incra que acreditarían la titularidad privada de las haciendas y declara que la superposición es «indebida», lo que «exigiría que se sacara de los límites» del asentamiento y el «respeto a la propiedad privada».

SUMAÚMA intentó ponerse en contacto con los responsables del proyecto por correo electrónico y teléfono, datos que figuran en el documento, pero no obtuvo respuesta. El Incra aún no ha informado si está al corriente del negocio o si reconoce la propiedad privada de la zona. Como en el caso anterior, este reconocimiento implicaría que se expropiaran las haciendas o que se redimensionara el asentamiento para que el proyecto pudiera seguir adelante legalmente.

Tocando a la puerta de indígenas y ribereños

Uno de los proyectos —de la lista de once que coinciden con zonas de uso colectivo— se anuncia en la página web de su proponente, la empresa Biofílica, que opera en el mercado voluntario desde 2008. El proyecto se registró en Verra en 2016 y está ubicado en tierras de la Reserva Extractiva Rio Preto-Jacundá, una unidad de conservación estatal de 94.200 hectáreas en Rondonia. En su página de Verra, se presenta como una asociación entre Biofílica y la asociación de vecinos de la reserva, con el apoyo del Consejo Ejecutivo de Reservas Extractivas de Vale do Anari.

Otro proyecto de Biofílica, en asociación con Jari Celulose, que no figura entre los once, ha sido impugnado recientemente por el fiscal del estado de Pará, Ibraim Rocha. El fiscal afirmó a SUMAÚMA que incluye terrenos que la Justicia declaró públicos en 2012. Según Rocha, esta zona —que Jari denomina hacienda Saracuruna y el Estado, gleba Arraiolos— tenía que destinarse a las comunidades tradicionales. Plínio Ribeiro, director general de Biofílica, afirma que «no existe ningún litigio» en torno al proyecto y que la zona en cuestión «está clasificada como privada desde 1856, habiendo sido adquirida por el Grupo Jari en 1948».

Otro proyecto de la lista de once es Juma, en la Reserva de Desarrollo Sostenible de Juma, una área del estado de Amazonas. Está desarrollado por la Fundación Amazonia Sostenible, una organización privada sin ánimo de lucro fruto de una asociación entre el gobierno del estado y el banco Bradesco. Fue el primer proyecto de Brasil en certificar créditos de carbono por deforestación evitada para venderlos en el mercado voluntario, en 2008.

Actualmente, Juma ha solicitado la recertificación a Verra, según Victor Salviati, superintendente de Innovación y Desarrollo Institucional de la fundación. Salviati afirmó que los ingresos de las 388 familias (1.910 personas) que viven en la zona habrían aumentado seis veces desde 2008, tres veces más que los de las poblaciones de otros 10 proyectos de la institución que no utilizan créditos de carbono. «Con las inversiones recaudadas invertimos en educación y bioeconomía, añadiendo valor al açaí, la nuez y la banana», sostiene.

También hay un proyecto en Verra que se superpone con la Tierra Indígena Kararaô, con la Estación Ecológica Terra do Meio y con la Reserva Extractiva del Río Xingú, en el estado de Pará. Pero no ha salido adelante. Propuesto por Global Engineering Services en 2016, sigue «en desarrollo», la primera de las varias etapas de que consta el proceso de registro. En la página web de Verra, la zona se describe como «la mayor selva nativa privada» de Brasil, con 3,5 millones de hectáreas. El proyecto que se presentó a la certificadora lo elaboró WMF Energy, una empresa con oficinas en Brasil, Inglaterra y Alemania.

Su fundador, Alexandre Rosa, declaró a SUMAÚMA que lo contrataron para realizar el proyecto y nunca cobró. Según él, el fondo de inversiones estadounidense Pinnacle habría contratado a Global Serviços de Engenharia para gestionar el proyecto. Esta empresa, a su vez, habría intentado obtener una concesión para utilizar las tierras públicas y no lo habría conseguido. En la página web de Verra no constan los datos de contacto de Global y hay varias empresas con el mismo nombre en Brasil. Rosa ha declarado que su empresa no opera en el mercado voluntario.

Especialistas en el negocio del carbono afirman que muchas empresas, como en este caso, cuentan con financiación extranjera, pero que actúan a través de intermediarios en Brasil. Los verdaderos financiadores no aparecen.

Si el gobierno no lo regula, aumentará el desorden

Brenda Brito, investigadora asociada del Instituto del Hombre y del Medio Ambiente de la Amazonia (Imazon), advierte que en Pará se han producido muchas denuncias de «robo verde de tierras» porque en los últimos 10 años el estado ha anulado una serie de títulos de grandes áreas que no han podido demostrar su legalidad. Cita como ejemplo el caso de Portel. A finales de enero, la Secretaría de Medio Ambiente y Sostenibilidad de Pará anuló 219 Registros Ambientales Rurales y suspendió otros 735 vinculados a contratos de carbono. Este registro es autodeclaratorio, creado por el Código Forestal de 2012 y obligatorio para todas las propiedades rurales, pero no sirve para demostrar la propiedad de la tierra. Sin embargo, como reveló la agencia de noticias Intercept Brasil el pasado noviembre, se utilizó para solicitar el registro en Verra de los cuatro proyectos sospechosos de usar indebidamente tierras públicas en la región, todos vinculados al mismo empresario, el estadounidense Michael Greene.

El reportaje de Intercept se basaba en un estudio del Movimiento Mundial por las Selvas Tropicales, que afirma apoyar las luchas de indígenas y campesinos. El estudio demostró que, de las 714.000 hectáreas de los proyectos, 200.000 se superponen con tierras de asentamientos extractivos estatales. Greene, según el estudio, llegó a presidir la Asociación de Ribereños y Vecinos de Portel, que se fundó en São José dos Campos, en São Paulo, y estaba implicada en uno de los proyectos. Una de las empresas de las que es socio, Agfor Empreendimentos, firmó dos de los 16 contratos con asociaciones indígenas de los que tiene conocimiento la Funai. Greene, en la época de la denuncia, negó que sus negocios en Portel fueran ilegales.

La investigadora de Imazon considera que, «si la tierra es privada y está legalizada», no sería necesaria la intervención de las autoridades. Pero cuando se trata de áreas públicas, la situación es totalmente distinta: «No se trata de regular el mercado voluntario en sí mismo, sino de determinar qué tipo de relación comercial se puede establecer», afirma Brenda Brito. Esto incluye definir el papel de instituciones como la Funai, el Incra y el ICMBio en las negociaciones con las empresas y también las prerrogativas que los acuerdos deben garantizar a los pueblos indígenas, las poblaciones tradicionales y los asentados de la reforma agraria.

En el Ministerio Público, la Sala VI abrió consultas para elaborar una Nota Técnica sobre el tema, en las que participa el fiscal Daniel Luis Dalberto. Aunque ahora está destinado en Río Grande del Sur, ha trabajado en Rondonia y los líderes indígenas de tres tierras de la Amazonia ya se han dirigido a él con preguntas sobre las propuestas de carbono. SUMAÚMA le preguntó qué sería necesario para que estos acuerdos tuvieran validez jurídica, a lo que Dalberto respondió que, «como mínimo», deberían ir precedidos del Plan de Gestión Territorial y Ambiental, en el caso de las tierras indígenas, del Plan de Manejo, en el caso de las unidades de conservación, y de protocolos de consulta, en ambos casos.

El fiscal también considera que instituciones como la Funai y el ICMBio deberían participar en los contratos, «ya sea porque son tierras de la Federación con usufructo exclusivo de los indígenas, porque la Funai tiene el deber legal de llevar a cabo políticas públicas y defender los derechos de los indígenas, o porque las unidades de conservación son propiedades de la Federación que las comunidades tienen derecho a usar de forma sostenible».

El gigante que se echó atrás en nombre de la ‘reputación’

El episodio de Carbonext, la empresa que más créditos de carbono por deforestación evitada genera en Brasil, demuestra lo complicado que es moverse en este mercado. Fundada en 2010, Carbonext recibió una aportación de 40 millones de dólares de la petrolera británica Shell en 2022. La empresa declaró que tiene 17 proyectos en marcha, cinco de los cuales están registrados en la certificadora Verra.

Los proyectos se desarrollaron con 70 propietarios de tierras —que en muchos casos se unen para aumentar la superficie ofrecida— y con una asociación quilombola (a diferencia de otras comunidades tradicionales, los quilombolas reciben un título de propiedad colectivo). En los proyectos que se llevan a cabo con tierras privadas en la Amazonia, los propietarios se abstienen de deforestar el 20% de la selva que, según el Código Forestal, podrían talar para criar ganado o crear plantaciones. Es lo que en el sector se denomina «evitar la deforestación planeada». Según Carbonext, sus proyectos conservan 1,6 millones de hectáreas de selva.

La empresa empezó a negociar con las asociaciones indígenas y comunitarias el año pasado. A cambio de desarrollar los proyectos, se quedaría con el 30% de los créditos de carbono, teóricamente la misma comisión que cobra a los propietarios privados. En Pará, además de los Kayapó, la empresa firmó «compromisos de asociación» con comunidades de siete de las 12 reservas extractivas marinas de la región de Salgado, en el norte del estado. En Mato Grosso, los socios fueron el pueblo Cinta Larga, de la Reserva Roosevelt, y los Arara, de la Tierra Indígena Arara do Rio Branco. En el estado de Amazonas, los Mundurukú de la Tierra Indígena Coatá-Laranjal. En Rondonia, la Asociación Metareilá de los Surui Paiter.

Como hizo con los Kayapó, el Ministerio Público de Pará también abrió procesos administrativos contra las negociaciones de Carbonext con las asociaciones del pueblo Tembé, de la Tierra Indígena Alto Rio Guamá, y de las reservas de Salgado. En este último caso, la provocación vino de las propias asociaciones, que, en una carta a los fiscales, acusaron al ICMBio de bloquear un acuerdo. El organismo, en su respuesta, sugirió que Carbonext había redactado esa carta. La Fiscalía especializada del ICMBio había considerado ilegal el contrato, que incluía una cláusula según la cual la empresa planificaría actividades de vigilancia y mantenimiento en el territorio, aunque su ejecución correría a cargo de las comunidades. Según la Fiscalía, se trataría de una usurpación de las competencias de los poderes públicos.

El contrato entre Carbonext y los Tembé nunca se firmó. Esta etnia ya había tenido una experiencia frustrada. En 2009, anunció un acuerdo con la empresa C-Trade, que les ofrecía 1 millón de reales (210.000 dólares) al año por la venta de créditos de carbono, pero la promesa no se hizo realidad.

Janaina Dallan, ingeniera forestal, cofundadora y directora de Carbonext, afirmó que la decisión de rescindir los contratos se tomó para preservar a la empresa, que convocó a la Funai y a la Defensoría del Estado de Pará como testimonios de la rescisión con los Kayapó. «Entendimos que el riesgo de exponer la reputación [de la empresa] era muy alto, porque la sociedad todavía no ha entendido el beneficio que el crédito de carbono trae a estas comunidades. El riesgo con relación a la normativa e incluso a integridad física también era alto», afirmó Dallan. «El mercado está tan en ebullición que hay gente haciendo las cosas de cualquier manera».

Según Luciano Corrêa da Fonseca, cofundador de Carbonext, los equipos de la empresa sufrieron «amenazas directas» de la minería. «Debatimos mucho, pero comprendimos que aún no hay suficiente madurez [para las iniciativas]», afirmó. El empresario se quejó de los «intentos del Estado de restringir» y de las «ONG que intentan socavar» el desarrollo de los proyectos.

Almir Sanches, director de Cumplimiento Normativo y Comunidades Tradicionales de Carbonext, que dirigió las negociaciones con los Kayapó, respaldó las críticas. Sanches, que fue fiscal federal y dejó el Ministerio Público por el mercado del carbono, criticó lo que calificó de «paternalismo» del gobierno hacia los indígenas, que, según él, «ofende» la autonomía de los pueblos originarios. También afirmó que la consulta previa, «dependiendo de cómo se haga, puede ser paralizante para las comunidades», dificultando su proceso de toma de decisiones. La idea de que los indígenas fueran a São Paulo, según él, salió de ellos mismos, que se quejaron de que algunas empresas fantasma ya habían intentado engañarlos.

Almir Surui, líder de los Surui Paiter, declaró a SUMAÚMA que el contrato con Carbonext se rescindió «porque iba a llevar demasiado tiempo». «Tiene que construirse con responsabilidad, seguridad jurídica», afirmó. El proyecto que Almir inició en 2009 tardó casi cuatro años en estar listo. Con el asesoramiento técnico de la ONG Idesam, llegó a vender créditos a Natura y a la FIFA para el Mundial de 2014. Pero acabó naufragando a causa de algunos desacuerdos dentro de la tierra indígena.

Almir Surui, líder de los Surui Paiter, que tuvieron desavenencias internas a causa de un proyecto de carbono. Foto: Sergio Suruí/Mídia Ninja

Más tarde, el descubrimiento de una mina de diamantes en la Tierra Indígena Sete de Setembro provocó un aumento de la deforestación e hizo inviable el proyecto. «Se canceló por disputas internas, la gobernación y la manipulación de algunas instituciones contrarias a este modelo. Decían que el proyecto del carbono era vender selva, pero no es así», argumentó el líder indígena. Hoy busca alternativas en una tierra donde dice que falta «vivienda, educación, sanidad, asistencia técnica para la producción, casi todo». En su aldea ha construido una posada y ha puesto en marcha un proyecto de etnoturismo, apoyado por el Fondo Amazonia del gobierno federal. «Está funcionando bien, pero necesitamos actualizar el diagnóstico del territorio y decidir cuáles serán los proyectos del futuro», afirma.

En el momento de su implantación, el proyecto de carbono en la Tierra Indígena Sete de Setembro sufrió la oposición del Consejo Indigenista Misionero, vinculado a la Iglesia Católica. Al igual que otras organizaciones, este consejo se opone a un negocio que daría a las empresas «permiso para contaminar» mediante la compensación de sus emisiones y distorsionaría las relaciones no capitalistas de los pueblos indígenas con el medio ambiente al someter sus vidas a las normas que determina una empresa. La ONG Terra de Direitos, también crítica con el mercado de carbono, publicó un folleto sobre el tema en el que subraya que los contratos interfieren directamente «en el uso, la gestión y el poder sobre el territorio». Las cláusulas de estos acuerdos —prosigue el texto— pueden limitar las formas de cultivar, de construir viviendas, de aprovechar la vegetación autóctona y otras actividades comunitarias. «Las obligaciones de ambas partes pueden interferir en los modos de vida tradicionales», alerta la organización, que ofrece asesoramiento jurídico contra las violaciones de los derechos económicos, sociales, culturales y medioambientales.

Por otro lado, Mariano Cenamo, del Idesam, la ONG que asesoró a Almir en el proyecto de 2009, defendió las iniciativas de créditos de carbono para impulsar alternativas económicas en la Amazonia. «Es utópico creer que solo las actividades de comando y control lograrán sostener la reducción de la deforestación a largo plazo», argumentó Mariano. «Si esto no se complementa con programas para generar prosperidad, con una economía basada en las selvas, que sustituya a la economía basada en la deforestación, no lo sostendremos».

Idesam tiene un programa para aumentar la producción de café orgánico en un asentamiento del Incra en Apuí. Recaudó 11 millones de reales (2,3 millones de dólares) de varios inversores y pagará en créditos de carbono. La idea, según Mariano Cenamo, es pasar de 90 a 300 familias implicadas en 2026. «La presión por la deforestación ha aumentado tanto en Apuí que hemos visto que no bastaba con plantar sistemas agroforestales y generar ingresos con el café», dice. «Así que empezamos a añadir a la remuneración de los productores el pago de servicios ambientales por la deforestación que se comprometen a evitar».

Ganando con el calentamiento global

Esta es la segunda oleada del mercado voluntario en la Amazonia. La primera fue en la década de 2010, después de que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) definiera el instrumento conocido como REDD+ (Reducción de Emisiones derivadas de la Deforestación y la Degradación de los bosques). REDD+ abrió la posibilidad de remunerar el mantenimiento de los bosques o la reforestación en los países en desarrollo. Diseñado para los gobiernos, con el tiempo se transfirió también al mercado voluntario.

La expansión actual se ha visto impulsada por una nueva combinación de factores. El primero fue que en 2021, en la 26.ª Conferencia de las Partes de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP-26), celebrada en Glasgow, concluyeron las negociaciones sobre el artículo 6.º del Acuerdo de París sobre la crisis climática. Este artículo prevé la creación de un mecanismo mundial para registrar créditos de carbono. Cuando se regule, permitirá que un país le «venda» a otro lo que le haya sobrado de su meta de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. También permitirá que los certificados de reducción de emisiones procedentes de proyectos del sector privado se utilicen para conseguir alcanzar la meta oficial. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los créditos del mercado voluntario, estos proyectos tendrá que aprobarlos el gobierno del país en el que tienen su sede.

En segundo lugar, el 90% de los países ya se han comprometido a compensar todas sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2050 o 2060. Por lo tanto, los sectores muy contaminantes han empezado a apresurarse a comprar créditos en el mercado voluntario, una operación que se conoce como offset (compensación).

Finalmente, en el caso brasileño, el gobierno de Jair Bolsonaro aprobó leyes, normas e instrucciones que estimularon el mercado voluntario, sin ninguna relación con los planes oficiales de descarbonización o combate a la deforestación. En esa época, los ministros proclamaron la idea de que este mercado podría captar miles de millones de dólares manteniendo la selva en pie, una especie de tercerización de las obligaciones del gobierno. Para estimular el negocio, incluso el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) lanzó, en 2022, dos ofertas públicas de adquisición de créditos de carbono del mercado voluntario, una por 10 y otra por 100 millones de reales (2,1 y 21 millones de dólares respectivamente).

La combinación de estos tres factores causó un revuelo inédito en Brasil. Además de la inversión de Shell en Carbonext, en 2022 el banco Santander compró, por una cantidad no revelada, el 80% de WayCarbon. En 2021, Ambipar, una multinacional brasileña de gestión ambiental, había comprado Biofílica. Ese mismo año, algunos promotores de proyectos de carbono crearon Aliança Brasil NBS (sigla que en inglés significa «soluciones basadas en la naturaleza»), cuyo objetivo es desarrollar mejores prácticas en el sector. Reúne a 24 empresas y organizaciones sin ánimo de lucro, y Janaina Dallan, de Carbonext, es su presidenta.

También han surgido empresas que comercian con créditos de carbono como inversión, como si fueran acciones con las que especular en el mercado, y no necesariamente para compensar emisiones. «Para un mercado inmaduro como el nuestro esto es malo, porque el crédito existe con un propósito: hacer la transición a una economía baja en carbono», afirma Janaina.

¿Y qué pasa con el clima?

Área incendiada en el municipio de Apuí, en el estado de Amazonas, la nueva frontera del arco de la deforestación. Foto: Bruno Kelly/Amazônia Real

Entre los especialistas en afrontar la crisis climática, la disputa por las reservas de carbono en la Amazonia plantea el debate sobre si el mercado voluntario contribuye realmente a reducir las emisiones brasileñas.

REDD+ es un instrumento que se utiliza en varios formatos. Por ejemplo, abrió el camino para la creación del Fondo Amazonia en 2008. La iniciativa del gobierno federal recibe donaciones que representan una compensación por la deforestación evitada en el país hasta 2012, antes de que la destrucción de las selvas volviera a crecer. Durante el gobierno de Bolsonaro el fondo se paralizó, pero ya se ha reactivado y Alemania, Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea ya han prometido nuevas inversiones. Aunque la deforestación haya aumentado, estas promesas reflejan una «buena voluntad» hacia el nuevo gobierno, explica Adriana Ramos, directora del Observatorio del Clima, que reúne a 100 organizaciones de la sociedad civil.

En el modelo del Fondo Amazonia, la deforestación evitada se contabiliza por kilómetro de selva ya conservado y se convierte en créditos de carbono a efectos contables, pero estos créditos no se comercializan. En el mercado voluntario, la metodología es diferente. En lugar de tener en cuenta la deforestación ya evitada, se basa en una proyección de la deforestación que se produciría si el proyecto no existiera. Por lo tanto, cuanto más amenazada está un área, más créditos puede generar. No es de extrañar que la mayoría de los proyectos estén ubicados en el arco de la deforestación, que va desde el sur del estado de Pará hacia el oeste y concentra la mayor destrucción de la selva. La región de Apuí, en el sur del Amazonas, es una nueva frontera en este arco.

Shigueo Watanabe, investigador del Instituto ClimaInfo, hace una comparación: «Si un proyecto de una hectárea lo hago en medio del arco de la deforestación o lo hago en la frontera con Colombia [donde la selva está conservada], el volumen de créditos de carbono es completamente diferente. En el arco de la deforestación el riesgo es alto y obtendré un volumen de créditos alto. Si estoy en un lugar donde no llegan los mineros y madereros, no ganaré nada porque el riesgo de deforestación en esa zona es cero», explica. «En otras palabras, si tengo un proyecto REDD y quiero ganar 30 años de créditos de carbono, tengo que esperar que mis vecinos sigan deforestando los próximos 30 años. Es perverso», critica.

Watanabe ha trabajado con mercados de carbono en el sector energético y sigue formando parte de uno de los comités técnicos de la empresa Gold Standard, que emite créditos para proyectos energéticos, pero no de REDD+. Para él, el cálculo de kilómetros no deforestados que utiliza el Fondo Amazonia es más razonable. «No importa cuánto carbono haya en la selva, lo que importa es no talarla porque eso provoca el calentamiento global», afirma. Para él, tendría más sentido que los proyectos de carbono se destinaran a la reforestación. «No se trata de plantar pinos y eucaliptos, sino de agarrar una zona, aislarla y dejar que crezca la vegetación. Eso hoy no da dinero, no se gana nada ayudando a que la selva vuelva a crecer».

En enero, varios estudiosos cuestionaron la certificación de Verra de créditos por deforestación evitada, tras analizarla a petición del periódico británico The Guardian. Llegaron a la conclusión de que el 90% de estos créditos no representaban una reducción adicional de las emisiones de gases de efecto invernadero, es decir, un descenso superior al que existiría si no se hubiera invertido en el proyecto de carbono. Cuando esto ocurre, no hay ningún beneficio para el clima, ya que las empresas que compran los créditos no están compensando realmente el carbono que emiten.

Plínio Ribeiro, de Biofílica, declaró que el reportaje de The Guardian provocó una caída del precio de los créditos que vende su empresa. Rebatió los estudios que cita el periódico británico, pero admitió que es necesario «tropicalizar» los cálculos utilizados en los proyectos. Según él, Verra está desarrollando una nueva metodología para certificar créditos de proyectos que eviten lo que el mercado llama «deforestación no planeada», que en el caso brasileño es la deforestación ilegal, la que no se encuadra en lo que autoriza el Código Forestal. Y añadió que la empresa ha contratado a especialistas para desarrollar cálculos específicos para los estados de Acre, Amapá, Amazonas, Pará y Rondonia.

El gobierno de Lula, con la coordinación del Ministerio de Hacienda, cuenta ya con un anteproyecto para crear un mercado regulado del tipo cap and trade, como el que existe en la Unión Europea, Corea del Sur y en partes de China. La idea es imponer un límite (cap) de emisiones a las industrias o centrales energéticas que lanzan más de 25.000 toneladas de carbono por año a la atmósfera. Las empresas que superen ese límite podrán comprar (trade) créditos a las que reduzcan sus emisiones más de lo obligatorio. Se espera que la propuesta se presente en agosto, pero no se sabe si será un sustituto de uno de los tres proyectos de ley que se debaten en el Congreso o un proyecto del Ejecutivo. Existe un lobby de la agroindustria para entrar en el mercado regulado con créditos generados por proyectos que eviten la deforestación, porque así obtendrían un sello de credibilidad y su valor aumentaría.

Lula rodeado de líderes indígenas y ecologistas durante la COP27, en 2022. El gobierno federal tiene el desafío de regular urgentemente el mercado del carbono. Foto: Ricardo Stuckert

João Paulo de Resende, asesor especial del ministro de Hacienda, Fernando Haddad, afirmó que, según la propuesta del gobierno, las empresas que tengan limitadas sus emisiones en el mercado regulado podrán comprar un porcentaje aún no especificado de créditos generados por proyectos de conservación forestal y reforestación del mercado voluntario. Para que se acepten, estos créditos tendrán que estar registrados oficialmente y seguir metodologías de certificación aprobadas por las autoridades. No obstante, el registro oficial puede tardar dos años en implementarse una vez aprobada la ley. Actualmente, a pesar de que Brasil tiene como meta replantar 12 millones de hectáreas de vegetación nativa, el mercado voluntario no trabaja con créditos provenientes de la reforestación porque el resultado tarda mucho más en aparecer.

Como anticipó el periódico Valor Econômico, en la propuesta de mercado regulado el gobierno incluirá artículos que establezcan garantías para los pueblos indígenas y las comunidades tradicionales a la hora de comerciar los créditos de carbono. Estas garantías deben incluir la obligatoriedad de hacer la consulta libre, previa e informada, la definición de una norma para la distribución y gestión del dinero obtenido y el consentimiento de los organismos responsables de las tierras públicas. Además, según la propuesta, debe compensarse a estas poblaciones si terceros utilizan sus territorios para proyectos de carbono.

Lo que se puede hacer y lo que no en un mercado regulado es importante, porque, si el crédito se vende a una empresa en el extranjero, el país donde está ubicada esa empresa en teoría podría utilizarlo para alcanzar su meta de reducción de emisiones. En este caso, Brasil tendrá que hacer el llamado «ajuste correspondiente», es decir, no utilizar esa reducción a la hora de contabilizar sus resultados en relación con la meta que se fijó.

Los impactos de la expansión del negocio del carbono y la creación de un mercado regulado son solo dos de las cuestiones que Brasil debe abordar para evitar el colapso de la selva y cumplir el objetivo de reducir las emisiones en un 50% para 2030, en comparación con 2005. Son muchas tareas para un área del gobierno cuyos instrumentos de gestión han sido desmantelados, que sufre presiones internas y acaba de ver reducido su poder por un Congreso hostil, donde a menudo se alían los intereses de la agroindustria y de la Faria Lima, la avenida de São Paulo que es símbolo del mercado financiero.

El Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático, que acaba de lanzar la versión actualizada del Plan de Acción para la Prevención y el Control de la Deforestación en la Amazonia Legal, también tendrá que actualizar la Política Nacional del Cambio Climático y preparar la implementación de la ley de pago por servicios ambientales, que se aprobó durante el gobierno de Bolsonaro pero no está regulada. La legislación es importante para estimular la bioeconomía y responder a las demandas de los pueblos de la Amazonia. Ana Toni, secretaria del Clima, cuestiona: «Los indígenas necesitan tener alguna remuneración por el impresionante trabajo que ya realizan. La pregunta es: ¿el mercado de carbono de la deforestación evitada es el mejor instrumento o puede haber otros?».

Es otra polémica que se suma a las numerosas emergencias que suponen que la selva se dirija al punto sin retorno a un ritmo acelerado. Los delitos como el robo de tierras públicas, hermano de la deforestación, siempre encuentran nuevos nombres para que sus autores puedan seguir lucrándose con la destrucción. A los pueblos-selva les toca ahora, urgentemente, hacer frente a la segunda y más fuerte oleada de lo que algunos analistas llaman «cowboys del carbono». Mientras no llega la regulación, intentan mantener el equilibrio entre la frustración por las promesas milagrosas y el miedo a llevarse la peor parte otra vez.


Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago

Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty e Sarah J. Johnson

Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Montaje de página: Érica Saboya

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