El río Demini atraviesa la parte central de la Tierra Indígena Yanomami. Nace al pie de las montañas que se elevan cerca de la frontera de Brasil con Venezuela. Y baja despacio, curvándose para bordear la sierra de Araca hasta desembocar en el río Negro, cerca de la ciudad de Barcelos, en el estado de Amazonas. Sus curvas y rápidos conforman el camino de los Yanomami que van a la ciudad para tener acceso a los programas de transferencia de ingresos como el Bolsa Familia. En el cauce del Demini se encuentra la comunidad de Maxokapiu, donde pude convivir con los Yanomami durante muchos meses, en diferentes viajes desde 2018 hasta hoy, y observar de cerca el impacto progresivo del Bolsa Familia y otros programas gubernamentales en el suelo de la selva. En contraste con los buenos resultados de los programas sociales de transferencia de fondos en diferentes regiones del país, de la forma que fue diseñado y de la manera que llega realmente a los Yanomami y a muchos otros pueblos indígenas de Brasil, el Bolsa Familia puede crear más problemas que soluciones.
Desde Maxokapiu hasta Barcelos hay que enfrentar un viaje de 4 días navegando por el río y durmiendo en la selva. Familias enteras viajan juntas en pequeñas barcas de aluminio abarrotadas. Las madres con hijos pequeños quieren acceder al Bolsa Familia y al subsidio por maternidad. Los abuelos y abuelas van a sacar sus pensiones de jubilación. Los hombres, adultos y adolescentes —maridos, hijos, hermanos y cuñados— pilotan las embarcaciones y buscan comida durante el viaje. Son los que, la mayoría de las veces, saben un poco de portugués y se unen a la jornada para favorecer las relaciones con los napë pë (no indígenas). Otros familiares que viven en la misma comunidad y en comunidades vecinas también embarcan en las pocas barcas disponibles, todos con el mismo propósito. Muchos, ya adultos, me comentaban que sería su primera visita a la «ciudad». O, como dicen ellos, su primera visita al napë pë urihi, la tierra/selva de los blancos.
En la Tierra Indígena Yanomami, los programas de transferencia de fondos del gobierno son actualmente la principal fuente de entrada de los matihipë, término que utilizan los Yanomami para referirse a las mercancías de los no indígenas. En el pasado, las mercancías más deseadas eran las herramientas de metal, como machetes y hachas. Varios senderos en la selva conectaban las comunidades distantes y generaban extensas redes de trueque por las que circulaban estos objetos, ya desgastados por años de uso. Estas herramientas sustituyeron a las de piedra y madera, lo que afectó directamente a la expansión de la capacidad productiva de los Yanomami.
En los 50, durante los primeros años de contacto sistemático con los pueblos no indígenas, los matihipë aumentaron en cantidad y diversidad: ropa, lana, telas, hamacas de algodón, fósforos, ollas de aluminio, armas de fuego, munición, linternas, pilas y las miçangas (cuentas para artesanía), se distribuían a los indígenas en un modelo clásico de «pacificación», y también como forma de pago por los servicios que prestaban los Yanomami en los diferentes frentes de contacto. Este modelo de acceso a las mercancías duró décadas y promovió una sucesiva aproximación y sedentarización de los indígenas de las regiones próximas a los puntos de contacto con los napë pë en la selva.
Con el paso de los años, la búsqueda de matihipë y también de servicios sanitarios impulsó la migración de muchas comunidades a las orillas del Demini, desde donde empezaron a tener acceso directo a los mercados de Barcelos. Llevaban algunos productos de la selva para vender: castañas, diferentes tipos de lianas, carne, pieles de animales y las cestas que fabricaban. Con el dinero que conseguían reunir, hacían sus primeras compras. Los Yanomami fueron descubriendo entonces las infinitas mercancías que los napë pë producían y comercializaban, interesándose más por ellas a medida que adquirían cierto grado de autonomía para elegir lo que les gustaría tener.
A lo largo de los años, objetos como relojes, cordones, teléfonos celulares, altavoces, pilas, paneles solares, vasos, platos, botas de fútbol, balones y productos alimenticios pasaron a formar parte del paisaje de estas comunidades. Los Yanomami viajaban a la ciudad más que en el pasado, pero los viajes seguían siendo esporádicos. Fue en este contexto que, en 2010, al final del segundo mandato presidencial de Luiz Inácio Lula da Silva, se introdujeron el Bolsa Familia y otros programas de transferencia monetaria en las tierras indígenas.
A partir de ese momento se convirtió en parte de la rutina de las familias Yanomami emprender un largo viaje que comenzaba en los ríos que conocían y terminaba en la desconocida jungla de la burocracia de la ciudad. Desde el principio, nada es fácil en esta jornada. Los días de buen tiempo, el calor es excesivo y el sol quema. Los días de lluvia, el viento y el frío castigan los cuerpos mojados en las barcas descubiertas. Durante el viaje desde el río Demini hasta Barcelos, el hambre se vence con tortas y harina de mandioca, preparadas de antemano, y con lo que pueden encontrar en la selva: fruta, pescado y caza que cruzan sus caminos con los de los Yanomami. Los pequeños motores empujan las barcas por el sinuoso sendero que lleva a la ciudad y su ruido rasga la selva. En la estación seca, hay que empujar los motores y las barcas por encima de las rocas que sobresalen del lecho del río. Todo se vuelve aún más penoso y lento.
Cuando llegan a Barcelos, los desafíos del periplo adquieren una nueva dimensión. Los Yanomami tienen que seguir navegando, pero ahora por las oficinas de la burocracia para conseguir todos los documentos necesarios: el RANI (Registro Administrativo de Nacimiento Indígena) y, a partir de él, el certificado de nacimiento, el documento de identidad, el número de identificación fiscal, etc. Con el papeleo en mano, pueden inscribirse en el programa y, finalmente, intentar abrir una cuenta en la Caixa Econômica Federal. Después de atravesar toda una selva, estas pueden ser las verdaderas barreras para muchos, sobre todo para los que no dominan la lengua portuguesa y tienen poca o ninguna formación en el mundo de las letras y los números.
Mientras enfrentan estos obstáculos tienen que sobrevivir en la ciudad. A diferencia de la hospitalidad de la inmensidad de la selva, en la pequeña zona urbana de Barcelos no hay muchos lugares para dormir. Cuando los ríos bajan, los Yanomami improvisan campamentos en las islas que se forman en medio del río Negro, cerca de la ciudad. Cuando el río va lleno, las islas desaparecen y la opción que queda es alojarse en la ciudad. Primero intentan instalarse en un terreno cedido por la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas (Funai), cerca de su oficina regional, que es pequeño y siempre está abarrotado. Muchos tienen que pagar para poder acampar en terrenos privados sin instalaciones. En algunos de estos terrenos, los propietarios cobran hasta 300 reales (60 dólares) por grupo. Los que tienen alguna fuente de ingresos cubren los gastos de los que no tienen dinero.
En la ciudad no se puede comer gratis. O, para los Yanomami, iaɨ puo: simplemente comer. La expresión se utiliza en contextos de relación en los que la comida se ofrece generosamente, sin expectativas de contrapartida. «Napë pë xiimi mahi», dicen: los blancos son muy tacaños. A medida que se acumulan los días, aumentan los gastos de alimentación. Sumados a los demás costos, acaban consumiendo todos los recursos a los que acceden antes incluso de poder hacer compras y adquirir la gasolina para el regreso.
Cuando el dinero se acaba, muchos se endeudan. Y no solo con préstamos contraídos directamente en bancos y otras instituciones financieras: sus deudas también se acumulan en el comercio de la ciudad. Para poder pagar las cuentas y volver a casa, algunos optan por dejar su tarjeta bancaria y contraseña a los comerciantes, lo que a menudo favorece los robos y la explotación. Otra solución es esperar en la ciudad hasta que llegue el mes siguiente y entre de nuevo el subsidio para intentar saldar las deudas y conseguir lo que necesitan para el viaje de vuelta.
Cuando por fin consiguen embarcarse para regresar, tras al menos 10 días en la ciudad, aún tienen que enfrentarse a otros 6 días contra la corriente del río. Gran parte de los alimentos comprados se consumen durante el trayecto. A menudo la carga se estropea por la exposición a la lluvia o incluso se pierde cuando las barcas se vuelcan con las olas fuertes y en los saltos de las cascadas. Es muy común que, después de tanto sufrimiento, las familias vuelvan a casa casi sin nada. Parte de lo que llega son alimentos industrializados, productos ultraprocesados, baratos, poco nutritivos y potencialmente perjudiciales para la salud. Pocos son los que regresan con herramientas, sandalias o ropa nueva para sus hijos.
Los Yanomami llegan a casa con las manos vacías, la piel quemada por el sol, más delgados y a veces muy enfermos. Mientras permanecen en la ciudad, comiendo mal, durmiendo en lugares insalubres, sin acceso a agua potable ni a servicios de higiene, acaban enfermándose. Algunos no resisten y mueren en el camino, sobre todo niños y ancianos, que son más vulnerables a toda esta precariedad.
Cuando regresaban a Maxokapiu, siempre les preguntaba a mis amigos cómo había sido el viaje. Todos eran unánimes al responder: habían «sufrido mucho» y había sido muy malo, «hoximi mahi». Repetían las historias de hambre, señalaban a los niños que se habían enfermado, describían todas las dificultades de la ciudad, la incomprensión de los procesos de los napë pë, los peligros de aquel lugar lejano habitado por otras gentes. Pero todos también eran unánimes al afirmar que, en unos meses, lo volverían a hacer.
El acceso a las ayudas del gobierno es un derecho de los indígenas. Pero, para ello, se ven obligados a exponerse a todo tipo de males. Cada 3 meses, plazo límite para que el dinero se quede en la cuenta, familias enteras y toda su fuerza de trabajo se desplazan y se ausentan de sus comunidades por al menos 40 días. Durante este período, abandonan los huertos, donde producen sus principales fuentes de alimento. Los pocos alimentos comprados que llegan a las comunidades (alimentos de muy bajo valor nutritivo y en cantidades insuficientes) pronto se agotan sin que los campos produzcan lo suficiente. Mis amigos de Maxokapiu organizan entonces otro viaje a la ciudad, promoviendo un nuevo período de menor mantenimiento de los huertos y de pérdida de productividad. En este círculo vicioso, lo que vemos a menudo es que se crean las condiciones ideales para que la inseguridad alimentaria aparezca en muchas familias.
En la Tierra Indígena Yanomami, estas situaciones no son exclusivas de los indígenas que frecuentan Barcelos. En otras ciudades que bordean el territorio, en los estados de Amazonas y Roraima, las condiciones vividas son prácticamente las mismas, varían solo en el grado de contacto de los Yanomami con el mundo de los napë pë, en las distancias de las comunidades a las ciudades y en los medios de desplazamiento, que incluyen trayectos a pie o en auto. En las zonas más alejadas, como las sierras de Parima y Surucucus y la región de Awaris, donde también reside el pueblo Ye’kwana, todas estas dificultades se agravan. Son precisamente estas regiones las más afectadas por la invasión minera y la crisis sanitaria.
El gobierno federal ha anunciado la creación de un grupo de trabajo para inscribir a un mayor número de Yanomami en el programa Bolsa Familia en abril. Pero, en este contexto, es ingenuo considerar el Bolsa Familia como una solución para recuperar las condiciones de vida de las comunidades devastadas por el genocidio. Al menos a corto plazo.
En regiones como Homoxi, Kayanau y Hakoma, donde las invasiones fueron más brutales, los Yanomami siguen sufriendo la presencia de mineros ilegales, que se resisten a abandonar la selva. Ni siquiera se ha podido restablecer la asistencia sanitaria básica y la seguridad en las aldeas. Ni siquiera conocemos la situación real de absoluta desolación de muchas de las comunidades de la selva. En estas regiones, las soluciones inmediatas solo pueden pasar por la expulsión total y definitiva de los invasores, la presencia permanente de equipos que garanticen la seguridad, la reestructuración de los servicios sanitarios, la recuperación de las zonas forestales afectadas y la ayuda humanitaria, con el envío de semillas y herramientas, alimentos y todo lo necesario para recuperar las condiciones básicas de vida de estas poblaciones.
Después, el Bolsa Familia puede desempeñar un papel en la reestructuración de la economía Yanomami. Pero solo si hay una reformulación estructural del programa: es necesario hacerlo capaz de contemplar las especificidades de las distintas realidades de los diferentes pueblos indígenas de Brasil. Entre las reformas urgentes, es fundamental ampliar el plazo para sacar el subsidio de la cuenta, reducir las trabas burocráticas, formar a funcionarios de distintos sectores y preparar su dinámica de trabajo. Y, en última instancia, replantear el sistema de transferencia para evitar largos desplazamientos a las ciudades. Son desafíos gigantescos que deben tratarse dialogando con los pueblos indígenas para que, quizás, puedan reducirse algunos de los impactos de la introducción del Bolsa Familia. Tal y como funciona hoy, el programa puede convertirse en otro reproductor de vulneraciones de la integridad, la dignidad y los derechos de estos pueblos. Y de esto los Yanomami ya tienen de sobra.
*Marcelo Moura es magíster y doctorando en Antropología Social en el Museo Nacional/Universidad Federal de Río de Janeiro
Revisión ortográfica (portugués): Elvira Gago
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Mark Murray
Edición de fotografía: Marcelo Aguilar, Mariana Greif y Pablo Albarenga
Vista aérea del río Demini en la Tierra Indígena Yanomami, en Roraima. Foto: Lucas Lima/ISA