Imagínate que eres una roca. Cualquier roca. Tal vez un canto rodado en la orilla de un río amazónico, o un guijarro en el desierto del Sáhara, o una piedra en la ladera de una montaña del Himalaya. Remóntate a la memoria profunda de esa roca, formada a lo largo de millones o miles de millones de años, empujada de un lado a otro por inundaciones, terremotos, volcanes y deslizamientos de tierra, y después inmóvil en algún lugar —quizá en las profundidades del subsuelo o en el fondo del océano— durante décadas, siglos o milenios. Pon todo eso —la historia de la Tierra— en tu mente y luego considera una única pregunta: ¿cuál es la importancia de la raza humana?
Esa es la esencia de un encarnizado debate mundial que estalló en la esfera pública la semana pasada, cuando un grupo de historiadores del planeta, también conocidos como geólogos, se negó a aceptar que la Tierra haya entrado en una nueva época dominada por los humanos, llamada Antropoceno. Desde la perspectiva de la selva amazónica, este ejemplo de humanocentrismo es a la vez absurdamente cómico y mortalmente grave.
Es gracioso porque, como puede decir cualquier roca, los homo sapiens somos unos recién llegados a nuestro planeta natal, de 4.500 millones de años de antigüedad. Si se comprimiera toda la historia de la Tierra en un año natural, las rocas más antiguas descubiertas en la superficie terrestre datarían de mediados de marzo. Las formas de vida muy primitivas surgirían a finales de noviembre. Los dinosaurios se impondrían a mediados de diciembre (época del Triásico) y desaparecerían después de Navidad. La selva amazónica comenzaría a formarse al día siguiente, 27 de diciembre. Los primeros antepasados humanos no aparecerían hasta la noche del 31 de diciembre. Nuestros abuelos no nacerían hasta el último segundo de Nochevieja. Todo lo cual equivale a decir que, en la historia épica del mundo, una vida humana es menos que un hipo, un eructo o un pedo. ¿Cómo podemos ser tan arrogantes como para dar nuestro nombre a todo un período geológico? La sola idea es suficiente para hacer rodar de risa a una piedra.
Y, sin embargo, hay una razón de peso para que Paul Creutzen, premio Nobel de Química, sugiriera el concepto hace poco más de dos décadas. El químico pudo comprobar que, desde la revolución industrial, hemos hecho tanto daño a nuestro planeta que el impacto durará miles de años. Como resultado, dijo, el mundo está dejando la época estable del Holoceno y entrando en el Antropoceno (la época de los humanos).
No faltan pruebas. Desde 1850, la quema de combustibles fósiles como el petróleo, el gas y el carbón por parte de los humanos ha emitido más dióxido de carbono que en cualquier otro momento de los últimos 400.000 años. Como consecuencia, la temperatura global se ha elevado a niveles no vistos en 120.000 años, lo que está cambiando el aspecto de la Tierra desde el espacio. Si se mantienen las tendencias actuales, en 2050 —o incluso antes— no habrá hielo en verano en el Ártico por primera vez en al menos 5.000 años.
Refinería de petróleo y bomba atómica (Hiroshima, 1945): los combustibles fósiles y las centrales nucleares envenenan todas las formas de vida. Fotos: Yamil Lage y Roger Viollet/AFP
El cambio más rápido comenzó en la década de 1950, momento que debería considerarse el inicio del Antropoceno según algunos científicos. Fue entonces cuando Estados Unidos y la Unión Soviética empezaron a probar bombas termonucleares de hidrógeno, que dejaron radioisótopos como el plutonio y el estroncio en suelos, sedimentos y árboles de todo el planeta, así como en los dientes de los niños de las zonas afectadas. Todos los días del año, las 413 centrales nucleares del mundo producen residuos radiactivos que tardan decenas de miles de años en alcanzar un nivel seguro. En algunos casos, puede ser un millón de años, un verdadero marco temporal geológico.
Desde la década de 1950, las fábricas humanas también han producido 8.000 millones de toneladas de plásticos, que nunca se descomponen por completo; solo se rompen durante décadas en partículas cada vez más pequeñas que ahora se encuentran en todas partes, desde el punto más profundo del mundo —la Fosa de las Marianas— hasta el más alto, el Everest, así como en la placenta que alimenta los bebés que aún no han nacido y en el cuerpo de las ballenas. También hay miles de tipos diferentes de PFAS (sigla de sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas), que se conocen como «sustancias químicas eternas» porque son casi indestructibles. Similares al teflón, porque repelen el agua y la grasa, se encuentran en las sartenes y otros utensilios de cocina, la ropa, los envases, los teléfonos inteligentes y, ahora, en los ríos, los campos de cultivo y los cuerpos humanos. Tardan miles de años en descomponerse y pueden volverse tóxicos a medida que se acumulan.
Y luego, por supuesto, están los cambios en la biología del planeta, que los geólogos ignoran por su cuenta y riesgo. La ciencia del sistema Tierra —también conocida como la teoría o la hipótesis de Gaia— nos enseña que la vida, las rocas y la atmósfera están interconectadas y son interdependientes. Sin estas relaciones vitales, la Tierra no sería más que otra roca gigante sin vida girando alrededor del Sol. Pero este equilibrio está cambiando. Desde 1750, la población humana se ha multiplicado por diez, mientras que las poblaciones de animales salvajes han disminuido un 70% solo en los últimos 50 años.
Esto cambiará radicalmente el registro fósil del globo terrestre. Esto cambiará radicalmente el registro fósil del planeta. El peso de los animales domésticos terrestres, como pollos, vacas, ovejas, cabras y cerdos, es ahora 30 veces superior al de los mamíferos salvajes. Si añadimos las vacas, ovejas, cabras y cerdos, el peso de los animales domésticos terrestres es ahora 30 veces superior al de los mamíferos salvajes. Los arqueólogos del futuro observarán estos restos —y la destrucción constante de la Amazonia y otros biomas— y supondrán que el mundo se convirtió en una gigantesca granja desde finales del siglo XX hasta ahora.
La población de animales domésticos, como aves y bueyes, no hace más que crecer: el planeta se ha convertido en una gigantesca granja. Fotos: Sébastien Salom-Gomis/AFP y Lela Beltrão/SUMAÚMA
Si a esto añadimos que los mineros también están extrayendo más minerales que nunca, lo que está cambiando el paisaje y los estratos geológicos del subsuelo, hasta una roca enterrada hace tiempo podría empezar a reconocer que el concepto de «la época de los humanos» no es tan gracioso.
Este debate no ha terminado, aunque la Subcomisión de Estratigrafía del Cuaternario (un grupo de expertos en cronología que hace recomendaciones al Congreso Geológico Internacional) votó el mes pasado en contra de la adopción del Antropoceno como nueva época. Hubo dos desacuerdos principales: en primer lugar, sobre el punto de partida propuesto —la década de 1950—, que enturbiaría las causas del impacto de la humanidad al vincularlo a las armas nucleares en lugar de a los combustibles fósiles, que empezaron en el siglo XVIII, o a la deforestación de tierras para la agricultura, que comenzó muchos siglos antes. Y, en segundo lugar, sobre si es lo bastante larga como para calificarla de época o podría describirse mejor como un «evento». Tras 15 años de debate, el margen de derrota fue amplio: 12 en contra, 4 a favor, 2 abstenciones y 3 ausencias. Sus defensores se han quejado de que ha habido juego sucio y han declarado que apelarían, pero se considera que es poco probable que los geólogos acepten una nueva época a corto plazo.
¿Qué significa esto para la selva amazónica y otros grandes centros de vida más-que-humana?
En el ámbito político, parece un regalo para quienes quieren negar que los humanos tienen un impacto perjudicial en la naturaleza. Intentarán decir que los geólogos están de su parte, pero eso no es verdad. Ningún científico serio duda del impacto enormemente desestabilizador de la industria, la deforestación y los monocultivos. De hecho, se puede argumentar que designar el Antropoceno como un evento y no como una «época» lo hace más alarmante. Los eventos geológicos son fenómenos temporales que modifican el sistema terrestre, como una serie de erupciones volcánicas o la Gran Oxidación, que se cree que acabó con gran parte de la vida en la Tierra hace 2.500 millones de años.
Mientras los geólogos debaten sobre el cambio sísmico a un ritmo glacial, en SUMAÚMA no necesitamos que un panel de expertos lejanos nos diga que la selva tropical y sus habitantes están amenazados por la humanidad industrializada. Los pueblos indígenas llevan décadas diciéndolo.
En esta edición, las reporteras Helena Palmquist y Catarina Barbosa investigan las acusaciones de que la empresa minera noruega Norsk Hydro y la francesa Imerys han provocado graves accidentes ambientales en la ciudad de Barcarena, en la Amazonia del estado de Pará, con terribles consecuencias para sus habitantes. Este reportaje contundente es la segunda producción de la serie Insustentables, una colaboración entre SUMAÚMA y el Instituto de Derecho Transnacional del King’s College de Londres. El columnista Sidarta Ribeiro sostiene que esa explotación destructiva continuará en América Latina hasta que la región se libere de la máquina de muerte del capitalismo europeo y, en su lugar, abrace sus raíces afroindígenas, que celebran la vida.
El escritor catalán Gabi Martínez condena a los intelectuales por renunciar a la naturaleza y los insta a defender una literatura más-que-humana. En plena oleada de violencia en Ecuador, Carlos Cedeño y Verónica Intriago explican cómo las bandas de narcotraficantes han ampliado sus actividades para abarcar la extracción ilegal de oro que está destruyendo la selva tropical. Desde la base de SUMAÚMA en Altamira, tenemos dos historias magníficas de nuestro programa de coformación Micelio: un reportaje en cómic de la periodista-río Sara Lima sobre los peces traumatizados por la hidroeléctrica de Belo Monte y una denuncia incisiva de Joelmir Silva sobre la negligencia del gobierno brasileño para con su comunidad ribereña, Maribel.
SUMAÚMA seguirá analizando los impactos antropogénicos desde una perspectiva más-que-humana. Y no solo fósiles y rocas, sino toda la vida.
Texto: Jonathan Watts
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Célia Arruda
Traducción al portugués: Denise Bobadilha
Traducción al español: Meritxell Almarza
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Flujo de edición y finalización: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum
Palometa, un Grito por la Vida: escena del reportaje en cómic escrito por la ribereña Sara Lima, del programa de coformación Micelio-SUMAÚMA, e ilustrado por Pablito Aguiar