Al mediodía, se oyó un fuerte estruendo. Una violenta tormenta, como nunca se había visto en la región, hizo que el cielo se desplomara en dirección a la tierra. En un genocidio sin parangón, solo unos pocos Indígenas Xipai sobrevivieron, refugiándose bajo un gran árbol que aguantó todo ese peso durante un día entero. Cuando se acercaba la noche, les pidieron a un armadillo y a una paca que perforaran la bóveda celeste y alcanzaran la parte superior. Luego ensancharon los agujeros y subieron. Fue entonces cuando el gran árbol se rompió. En el mundo superior, la superficie del cielo se convirtió en el nuevo suelo. El espíritu Semãwapa fue a su encuentro, les ofreció semillas para que pudieran plantar de nuevo y les dijo que allí podrían vivir tranquilos, en su nuevo mundo. Pero les advirtió: «Un día el cielo volverá a caer sobre ustedes».
La leyenda Xipai, llamada «El desmoronamiento del cielo», que algunos de nuestros mayores todavía cuentan, podría ser una premonición. En efecto, el cielo volvió a caer. Aplastó, sofocó y, durante años, silenció las voces y los cantos de nuestro pueblo, que incluso se consideró extinguido. Pero, al igual que en la historia, un enorme árbol volvería a detener la caída. Era Ayumã Xipai. Ella aguantó el peso de la búsqueda del lugar de origen de su pueblo, del que una vez tuvieron que huir. El gran árbol que fue Ayumã también se derrumbó, pero dejó semillas: sus hijos y el resto de su descendencia.
Nosotros somos Yãkyrixi y Wajã Xipai, sus nietos, periodistas-selva. Y ahora contamos su historia.
Yãkyrixi y Wajã Xipai: periodistas-selva y autores de este reportaje, ambos son nietos de Ayumã. Foto: Soll/SUMAÚMA
Baú, la primera no casa
En la década de 1930, los Xipai vivían en la orilla izquierda del Río Curuá, en Pará, en una aldea conocida como Baú. Se habían asentado allí tras siglos de persecución de los blancos y otros pueblos Indígenas. Era la época de la goma y Baú se había convertido en una especie de aldea cauchera, donde los Xipai y los Kuruaya, que habían sido sus enemigos en el pasado, convivían con los blancos, que explotaban la mano de obra de los Indígenas.
En una de las familias había una Indígena llamada Miudjã Xipai, que dio a luz a tres hijas, entre ellas una guerrera: Ayumã Xipai. Como la mayor de una familia de mujeres, estaba obligada a acompañar a su padre, Arikafu, de origen Kuruaya, adonde fuera: a recolectar castañas, a cortar árboles de caucho o a cultivar la huerta. «Cuando nos íbamos a trabajar, cerrábamos la casa. Solíamos quedarnos varios días en la selva», contaba Ayumã. De esa época quedó la costumbre, que aún tenían nuestras familias cuando éramos niños, de dejar una hoja alargada de filodendro en la casa para protegerla: en las habitaciones vacías, la planta se convertía en una serpiente.
En aquella época, Baú estaba inmersa en un conflicto territorial con los Kayapó de la región, que un día invadieron la aldea y mataron a muchos niños y adultos. El enemigo los superaba en número y los obligó a huir. Los Xipai, entonces, se separaron. Un grupo subió por el Río Curuá y otro, con la familia de Ayumã, bajó hacia el Irirí.
Ayumã era una niña. Cuando recordaba su infancia, contaba que durante algunos años su familia vivió de la tierra: plantaban, cosechaban y luego volvían a marcharse, temerosos de que los Kayapó regresaran. Su padre se pasaba noches enteras vigilando por miedo a los ataques. Durante este tiempo, cosecharon mucha yuca y, una vez, su padre hizo tanta harina que tardó tres días en prepararla para el siguiente viaje. La noche que terminó, los Kayapó llegaron donde estaban acampados y lo destruyeron todo.
El pequeño grupo huyó en una balsa de madera hasta la otra orilla del río. Desde allí, observó como destruían sus pertenencias y provisiones. Cuando regresaron, vieron que lo habían arrasado todo: la harina estaba toda derramada por el suelo y las vasijas de barro, todas rotas. Los animales que criaban estaban muertos y los Kayapó le habían prendido fuego a todo. Los Xipai tuvieron que continuar su viaje en busca de un lugar donde poder vivir con su familia. Ayumã contaba que su grupo solo quería una tierra donde poder plantar sin que nadie los persiguiera.
Su vida no era fácil. No tuvo una infancia en la que pudiera vivir en paz. Ni siquiera podía apegarse a las cosas y tenía que trabajar duro para ayudar a su padre.
Colores de la aldea Yupá: el verde de la selva bajo el cielo gris y el marrón de la casa de paja sorprendidos por el amarillo de la mariposa. Foto: Wajã Xipai/SUMAÚMA
Y llegaron los blancos
La guerra con los Kayapó, que duró décadas, obligó a los Xipai a entrar en contacto con los blancos cuando aún estaban en la aldea Baú. Arikafu, el padre de Ayumã, empezó a trabajar para un hombre llamado Antonio Meirelles, muy conocido en la región. Convencieron a la familia de que trabajando para él estarían protegidos de los ataques de los Kayapó. Así, Arikafu empezó a sacar látex de las caucheras y pellejos de los felinos locales a cambio de ropa y comida. Esto significó que su familia tuvo que adaptarse a los alimentos de los no Indígenas, como el arroz y el aceite. Su jefe se hacía el amigo. Dos de las hijas de Ayumã, Yupã (madre de Wajã) y Kamadï (madre de Yãkyrixi) cuentan que la esposa de Meirelles, alegando que no tenía hijas propias, le pidió a la familia de Ayumã si podía llevársela a la ciudad, que así la niña recibiría una buena educación. Cuando Ayumã cumplió 15 años, se fue a vivir lejos de su pueblo por primera vez, al municipio de Altamira, que en aquella época solo tenía pocas calles.
Ayumã se fue de casa, pero en su corazón ya anidaba la seguridad de que su destino sería encontrar un hogar para su familia. Cuando llegó a la ciudad, se dio cuenta de que no era en absoluto lo que le habían prometido. Empezó a trabajar para la mujer de Meirelles: Cocinar, planchar y lavar fardos y fardos de ropa sucia era lo que hacía Ayumã en aquella casa. No cobraba nada y, según sus hijas, le daban de comer lo que sobraba de las comidas de la casa. El corazón de aquella joven sufría constantemente, pero, en el fondo, estaba segura de que encontraría su lugar.
Un día, pocos meses después de llegar a Altamira, estaba lavando ropa en el Río Xingú cuando vio a un joven a caballo. En ese momento, el corazón se le desbocó. Ayumã nunca se había sentido así por nadie. Ese hombre era Antônio Batista de Carvalho, natural de Altamira, aunque su madre era del estado de Ceará y su padre, de Sergipe. Pero ya estaba comprometido. Antônio contaba que, cuando conoció a aquella «india» de cabellos largos, se enamoró y no quiso saber nada más de su prometida, porque estaba seguro de que Ayumã sería la madre de sus hijos. Ella se enamoró por primera vez y no tuvo ninguna duda de que aquel joven sería su primer amor y se convertiría en su marido. Los dos, entonces, huyeron. Ayumã se fue a vivir con Antônio y sus hermanos y empezó a ayudar a cuidar de los chicos, ya que sus padres habían muerto.
Ayumã se quedó embarazada meses después de un hombrecito y su vida empezó a cambiar poco a poco. Vivía en las tierras de su marido, todavía en Altamira, pero sentía que aquel lugar no era libre para ella y su familia. Pasaron unos años, la pareja tuvo más hijos y Antônio decidió vender la tierra para irse a vivir a São Félix do Xingu, un municipio vecino, con la esperanza de que su vida mejorase.
Ayumã Xipai y Antônio Batista de Carvalho: el campo de fútbol está frente a la casa donde vivían, en la aldea Tukamã. Fotos: archivo personal y Wajã Xipai/SUMAÚMA
Y el suelo también desaparece
La vida en São Félix do Xingu no resultó fácil. Mucho trabajo y poco dinero para mantener a toda la familia, que pronto empezó a pasar necesidad. Antônio trabajaba para la municipalidad, pero no podían plantar ni pescar y tenían que pagar por todo lo que querían comer, pero no siempre tenían dinero para comprarlo.
En un rincón de la casa, hecha de bidones metálicos, sentada en su hamaca con el semblante abatido y las lágrimas deslizándose por las mejillas, Ayumã le dijo a su marido: «¡Este no es mi sitio! ¡No es nuestro sitio! Vengo de una tierra llena de comida, y no es aquí donde voy a morir con mis hijos», cuenta Kamadï Xipai, una de las hijas de Ayumã, al recordar las palabras de su madre. «Tengo la esperanza de encontrar, mientras viva, el lugar al que llamaremos hogar», sentenció Ayumã. Para entonces, ya había dado a luz a sus 24 hijos.
Antônio pidió ayuda a un amigo de la ciudad, que era piloto y estaba dispuesto a intentar sacar a la familia de allí. Este hombre conocía a Indígenas Kayapó, los enemigos de los antepasados de Ayumã, que aceptaron recibirlos. Antônio, entonces, pidió ayuda por carta al coronel Pombo, cacique de la aldea Kikretum, que envió un transporte a São Félix do Xingu para recoger a la familia.
Sin embargo, cuando llegaron a la aldea, les dijeron que solo los aceptaban con una condición: las hijas de Ayumã tendrían que casarse con jóvenes de la aldea Kayapó.
Ayumã sintió que la tierra le faltaba bajo los pies, porque no tenía adónde ir y su familia necesitaba un lugar donde quedarse. Se negó a aceptar la condición y les permitieron quedarse, pero como trabajadores de la aldea. Los Xipai se encargaban de plantar parte de la huerta de la aldea y solo se quedaban con una pequeña porción de los alimentos.
Sombra y luz: el camino desde la aldea Yupá hasta las orillas del Río Irirí. Al otro lado también hay vegetación. Foto: Wajã Xipai/SUMAÚMA
En busca de un hogar
Ayumã soñaba con la tierra de sus antepasados, donde podría vivir realmente en paz.
Su marcha a Altamira cuando era adolescente no interrumpió por completo el contacto con su familia. Poco después de casarse con Antônio, supo que Miudjã, su madre, había muerto de sarampión. Tras mudarse a São Félix do Xingu, se enteró de que Arikafu, su padre, iba de camino a visitarla cuando fue asesinado al intentar poner fin a una pelea. Sin sus padres, fue perdiendo el contacto con sus hermanas. Y con cualquier otro Xipai que conocía.
Pero no renunció a encontrar sus orígenes. La búsqueda, sin embargo, no era fácil. No tenía en la memoria un lugar concreto al que ir, solo sabía que su pueblo había habitado las regiones de los ríos Irirí, Curuá y Xingú y recordaba vagamente algunos de los sitios donde había vivido con sus padres. La aldea Baú, donde nació y pasó su infancia, pertenecía ahora a los Kayapó.
Un día, cuando su familia aún vivía en la aldea Kikretum, un antiguo coordinador de la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas (Funai) la avisó de que parte de su pueblo aún vivía en el Río Curuá. La noticia colmó de esperanza a Ayumã y su familia decidió regresar inmediatamente a su tierra de origen.
Ayumã, Antônio y los 12 hijos que aún vivían con ellos abandonaron la aldea Kikretum en busca de su hogar definitivo. Primero se detuvieron en la ciudad de Tucumã, donde uno de sus hijos, Wilson Xipaya, conoció a un hombre interesado en extraer oro en la región del Río Curuá. Temeroso de llegar al lugar con su maquinaria y no ser bien recibido, decidió fletar un autobús y llevar consigo a la familia de Ayumã hasta Altamira, desde donde podrían partir en barco para reunirse con su pueblo. El grupo embarcó en el Mão Divina y navegó durante cinco días con la expectativa de encontrar por fin su lugar en el mundo. Ayumã volvería a tener contacto con el pueblo de su madre, por el que tanto lloraba cuando recordaba su infancia.
El 4 de enero de 1991, Ayumã, con poco más de 50 años, llegó con su familia al puerto de la aldea Cajueiro. Desembarcaron sus cosas con la alegría de haber llegado al fin a la tierra de su pueblo. Pero allí mismo, en el puerto, recibieron la triste noticia: la aldea que tanto anhelaban no era esa. El lugar no pertenecía a los Xipai, sino a los Kuruaya, los antepasados del padre de Ayumã. Aunque también pertenecía a este pueblo, Ayumã se sentía muy unida a la familia de su madre, los Xipai. Sus hijos cuentan que no pudo ocultar la fuerte conmoción que sintió en su corazón cuando recibió la noticia.
Después de esa desventura, el jefe del puesto local de la Funai le ofreció alojamiento a la familia en un centro de apoyo del organismo en la región. Al cabo de unos meses, Ayumã y su familia seguían sin sentirse cómodos viviendo con la gente de esa aldea, con la que no tenían mucha afinidad.
Así que los Xipai decidieron trasladarse a una zona situada a un kilómetro de Cajueiro. Construyeron casas y huertas. Ahora parecía que la vida de Ayumã por fin era mejor. Pero Yupã Xipai, una de sus hijas, cuenta cómo se sentía su madre en esa época: «Por mucho que la vida de mamá pareciera mejor, seguía estando triste por no estar entre la gente con la que creció [el pueblo de su madre]». La vida de Ayumã se hizo más agradable cuando empezó a reencontrar y recordar los rostros de sus primos y primas Kuruaya, a quienes había visto cuando era solo una niña. Pero seguía sintiendo que le faltaba algo.
Yupã Xipai en la aldea Tukamã, frente a la Casa del Medio, donde se celebran reuniones y fiestas y la gente se reúne para hacer artesanía. Foto: Mitã Xipai
Frente a frente con los sicarios
El deseo de la familia de trasladarse al lugar de sus antepasados era conocido por todos en la región. Los Kuruaya también luchaban por que se reconociera su tierra y la presencia de los Xipai allí podía hacer que tuvieran que repartirse el territorio entre los dos pueblos, algo que ambos querían evitar.
Un día, a mediados de 1994, un Kuruaya amigo de la familia les indicó un sitio en el Río Curuá, justo debajo de la aldea Cajueiro, donde en el pasado vivían Indígenas Xipai. El lugar, llamado Remanso, había servido de residencia a unos Ribereños, pero estaba abandonado. Tal vez ese fuera uno de los lugares donde Ayumã pasó su infancia. Así que la familia decidió mudarse allí.
Solo se llevaron lo que realmente necesitaban para construir su nueva vida. Pero, aun así, le pidieron prestada al jefe del puesto de la Funai una gran canoa y tuvieron que hacer cuatro viajes, en plena estación seca, para llevar a toda la familia, que ya había aumentado con los nietos.
A orillas del Curuá, un estrecho río de aguas cristalinas, se dispusieron a construir su nuevo hogar. Durante días, los hombres tomaron madera de la selva y la cargaron a hombros para cortarla y convertirla en las paredes de las casas. La paja de los babasúes de la región se utilizó para cubrir los tejados de las nuevas viviendas, que luego se cerraron por los lados con arcilla. Pero tres meses después, Ayumã, sus hijos, nueras, yernos y nietos no supieron si vivirían un día más.
Era octubre de 1994 cuando unos sicarios, a las órdenes del propietario de una antigua hacienda llamada Juvilândia, fueron hasta Remanso para expulsar a la familia. Juvilândia fue uno de los casos más escandalosos de apropiación de tierras en la región. Era un latifundio inmenso, de 1,3 millones de hectáreas, el tamaño de la mitad del estado de Sergipe. Según la Justicia, en 2008 estaba compuesto de 34 títulos de propiedad fraudulentos, que posteriormente fueron revocados.
En aquella época, sin embargo, su propietario era un hombre poderoso y sus secuaces amenazaban a Indígenas y Ribereños para sacarlos de sus casas y apoderarse de las tierras. Los sicarios afirmaron que el lugar donde vivía la familia de Ayumã pertenecía a este hombre y que, por orden de su jefe, podían asesinar a Ayumã y a sus hijos si no se marchaban en ese mismo instante. Ante una decisión tan difícil, en la que abandonar la tierra ancestral de su pueblo después de tanta búsqueda significaría vivir, ya que quedarse sería claramente una «petición» para ejecutarlos, Ayumã y sus hijos decidieron hacerles frente.
Los sicarios desenfundaron sus revólveres. Ayumã y sus hijos empuñaron sus arcos y flechas. Era una lucha no solo por la tierra, sino por una historia, por dignidad y esperanza de vida. Cuando los sicarios vieron que los Xipai no iban a ceder, se echaron atrás y regresaron a la hacienda. La familia de Ayumã siguió recibiendo amenazas de muerte, pero no tenía a quién denunciarlas. Cuando acudió a los funcionarios de la Funai en la región, le dijeron que el organismo no podía protegerlos porque no los reconocía como Indígenas. Para ellos, los Xipai eran un pueblo extinto.
Ayumã se indignó al oír aquello. ¿Cómo que su pueblo se había extinguido, si ella estaba allí?
A la familia de Ayumã le hablaron entonces de otro lugar donde sus ancestros habían vivido en el pasado, al que los no Indígenas llamaban João Martins. Antônio y sus hijos hicieron allí una huerta y, al cabo de un mes, ya habían construido una nueva casa. El 24 de diciembre de 1994, Ayumã se mudó allí con casi todos sus hijos (uno decidió permanecer con su familia en Remanso, donde siguió sufriendo amenazas durante muchos años). Pero ahora Ayumã ya no quería un hogar temporal. Decidió que viviría allí para siempre y lucharía por convertir aquel lugar en una aldea. Quería que el gobierno reconociera oficialmente a su pueblo.
Puesta de sol: el arroyo anuncia la llegada a la aldea Tukamã. Foto: Wajã Xipai/SUMAÚMA
Ahora sí, una aldea
Lo primero que hizo Ayumã fue cambiar el nombre del lugar. João Martins, en referencia a un santo de una iglesia que durante años catequizó y esclavizó a Indígenas en Brasil, se convirtió en Tukamã, que en Xipai significa «arco». A principios de 1995, Tukamã no era un simple lugar de residencia. Era la primera aldea en solicitar el reconocimiento oficial del gobierno para el pueblo Xipai.
A Ayumã la impulsaba el coraje. Estaba decidida a no dejar que un pueblo fuera asfixiado y enterrado sin que nadie lo supiera. Pero fue una lucha muy dura. Como la Funai no los reconocía, la familia no tenía derecho a recibir atención sanitaria del Centro de Apoyo a la Salud Indígena. El martirio que causaban las enfermedades, especialmente la malaria, fue muy angustioso, recuerdan los hijos de Ayumã. «Como no teníamos apoyo de la Funai ni asistencia sanitaria, sufríamos mucho», cuenta Yupã Xipai, una de las hijas de Ayumã, ahora cacica de la aldea Yupá. «Enfermábamos mucho y la única medicina era la de la selva, que nuestra mamá nos hacía tomar. Tomábamos mucho té. Nadie murió porque ella nos cuidó. Los conocimientos de mamá fueron muy importantes», recuerda con los ojos llenos de añoranza.
La falta de reconocimiento oficial por parte de la Funai hacía que Ayumã y sus hijos tuviera que ir a menudo a Altamira para exigir sus derechos, pero siempre les decían que no eran indígenas y que, por lo tanto, no tenían derechos.
En uno de esos desplazamientos, uno de los hijos de Ayumã, Manoel Xipai, entonces cacique de la aldea Tukamã, consiguió hablar con el Consejo Indigenista Misionero, que se ofreció a ayudarlos. La organización envió a un representante a la aldea Tukamã para hacer algunos registros, como fotos, grabaciones y entrevistas con Ayumã y su familia.
Después de escuchar la historia de Ayumã, elaboró, con la ayuda de la comunidad de la aldea Tukamã, un documento para la Funai informando sobre la existencia y permanencia del pueblo Xipai en su territorio. Ayumã estaba contenta porque, por fin, alguien se había ofrecido a ayudarla en su lucha y en la de sus hijos. Alguien había visto sus esfuerzos por sacar a su gente de la «horca». Aun así, la Funai no consideró indígena al núcleo familiar de Ayumã inmediatamente. Tardó más de un año.
Esta fue otra de las muchas luchas de Ayumã, una madre que enseñó a sus hijos a persistir ante las dificultades. Pese a todo, nunca se abatió ni olvidó transmitir sus conocimientos a sus hijos.
Con un vestido azul, el pelo recogido, los pies cruzados, sentada en un pequeño sofá en su salón, las manos manchadas de urucú y los dedos entrelazados, Kamadï Xipai, de 43 años, la hija menor de Ayumã, dice: «Mi madre tuvo una buena vida, en familia. Era una mujer guerrera que siempre nos incentivaba. Siempre fue muy trabajadora y nos hablaba de nuestros derechos. También fue una vida dura, porque no lo teníamos todo. Aprendí mucho con ella. Incluso en los momentos difíciles, siempre estaba alegre, dando palabras de consuelo y ánimo».
A Ayumã también le gustaban las celebraciones con sus hijos. «Cuando bebíamos caxiri [bebida tradicional Indígena a base de yuca o yuca brava], venía y echaba un vistazo. No era de bailar, pero siempre participaba, contando la historia de su padre, cuando se pasaba días con él en la selva y vivían en Baú. Siempre estaba con nosotros, guiándonos, hablando de nuestra lucha y de que no iba a ser fácil. Pero decía que íbamos a ganar», recuerda Kamadï Xipai, mientras sujeta con las manos el collar de cuentas que lleva al cuello, machándolo un poco de urucú.
Kamadï Xipai, hija de Ayumã: «Mi madre tuvo una buena vida. Era una mujer guerrera que siempre nos incentivaba. Y nos hablaba de nuestros derechos». Foto: Wajã Xipai/SUMAÚMA
Después de que la lucha de la familia de Ayumã lograra que se reconociera oficialmente la existencia de los Xipai, aparecieron otros parientes de otras regiones que también se declararon Xipai. Muchos antes no decían que pertenecían al pueblo, o ni siquiera se reconocían como Indígenas, por miedo a las persecuciones del pasado o por vergüenza, ya que habían sufrido el racismo de los blancos durante generaciones.
Con la ayuda del Consejo Indigenista Misionero y el reconocimiento de la Funai de que la familia de Ayumã era Indígena de verdad, ella y sus hijos empezaron a hacer realidad su anhelado sueño. Pero en 1996, cuando la aldea solo tenía un año, tuvieron que ser fuertes una vez más. Ahora tenían que defender su permanencia en su tierra de origen.
Una empresa latifundista llamada Rondon Projetos Ecológicos se presentó y ordenó a Ayumã y a su familia que abandonaran aquella tierra, alegando que era de su propiedad. Rondon era la dueña de Incenxil, empresa que afirmaba tener la titularidad de una hacienda que más tarde se conoció como una de las mayores extensiones de tierra pública robada en Brasil. «Después de llegar aquí, nos autentificamos realmente como dueños de la tierra. Ya no aceptábamos ningún tipo de amenaza», dice Yupã Xipai. «Así que nos enfrentamos a ellos», afirma, golpeando la mesa con las manos y alzando la voz al recordar la época en que tuvo que luchar por su tierra.
Al ver que Ayumã y su familia no abandonarían el territorio que Rondon Projetos Ecológicos reclamaba como suyo, la empresa optó por hacer algo no tan radical: curiosamente, la supuesta propietaria de las tierras decidió ayudar a los habitantes de la aldea Tukamã. La empresa ofreció pagar a cada familia un salario de 180 reales (35 dólares) al mes y darles canastas básicas. Al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que no era suficiente y decidió enviar aún más suministros. En una Comisión Parlamentaria de Investigación abierta en 1999 en la Asamblea Legislativa de Pará para investigar a CR Almeida, la controladora de Rondon, la empresa afirmó que ayudaba a los Xipai a sustentar la aldea y que mantenía una «relación amistosa» con ellos.
La comunidad aceptó las donaciones porque le costaba mucho conseguir alimentos de la ciudad. Las canastas básicas complementaban lo que obtenían de la tierra, como yuca, ñame y bananas.
Rondon Projetos Ecológicos también empezó a llevar medicinas a la aldea y, como la bondad de la empresa parecía genuina e interminable, incluso decidió traer médicos de São Paulo para atender a Ayumã y su gente. Lo único que pidió a cambio fue que las familias firmaran un documento. Según los responsables de la empresa, serviría para demostrar que la aldea estaba disfrutando de los bienes donados.
Tras un año de convivencia con Ayumã y su aldea, Rondon Projetos Ecológicos construyó una base en Entre Rios, donde confluyen los ríos Curuá e Irirí, a unos 2 kilómetros de Tukamã. Allí había un coordinador, que se encargaba de concertar reuniones con la comunidad para informarles de los cambios que solicitaba su jefe y que llevaba los documentos que debían firmar tras las donaciones de la empresa. A pesar de saber leer, la familia de Ayumã no entendía del todo el contenido del papel que firmaba.
En 1998, dos años después de que Rondon Projetos Ecológicos llegara al territorio, Ayumã y sus hijos oyeron de boca de algunos empleados de la empresa lo que ya sospechaban. El coordinador de la base y otros dos trabajadores, un hombre y una mujer, estaban a punto de marcharse, pero antes querían hacer un último viaje a Tukamã.
Cuando llegaron a la aldea, pidieron una reunión, en la que revelaron la verdad sobre la empresa. Advirtieron a Ayumã y a sus hijos que no firmaran nada más porque, sin saberlo, estaban cediendo sus tierras mes a mes a cambio de cestas básicas. Los exempleados también dijeron que la comunidad debía tener cuidado con el nuevo coordinador de la base, porque era un hombre malvado y haría cualquier cosa para arrebatar la tierra a los Xipai.
Tras su llegada, se cortó todo tipo de donaciones de Rondon Projetos Ecológicos. La empresa ya no necesitaba esconder la patita. La familia de Ayumã fue hasta la base para expulsar a los empleados. Sin embargo, el nuevo coordinador llamó a un grupo de hombres armados, que apuntaron con sus armas a los hijos e hijas de Ayumã, que llevaban a sus bebés a cuestas. ¿Un paso adelante y morirían? No lo sabremos. No tomaron esa decisión. Volvieron a la aldea, donde pensarían en otra forma de sacar a la empresa de su tierra.
Mientras la familia de Ayumã no encontraba una solución para expulsar a Rondon Projetos Ecológicos, se les prohibió volver a la base y se les coaccionó dentro de su propia aldea. Helicópteros sobrevolaron sus casas con hombres que les apuntaban con armas. Fueron días de terror.
Ayumã temía perder la vida, pero temía aún más perder la vida de alguno de sus hijos o nietos. Si ocurría algo, sabía que moriría con ellos, porque allí nadie rehuiría la lucha por proteger su tierra ancestral. Huir no está en la sangre de su pueblo. En la sangre que ella y sus hijos llevan en las venas. Huir no era ni siquiera una opción.
De 1999 a 2000, la comunidad de la aldea Tukamã encontró una forma de enfrentarse a Rondon Projetos Ecológicos. Decidió recorrer a los únicos que los habían ayudado, el Consejo Indigenista Misionero. Un representante de la entidad fue hasta Tukamã y allí, junto con la comunidad, redactó documentos para denunciar a la empresa y pedir que se reconociera y delimitara la Tierra Xipaya. El material se envió a la Funai.
Después, el Consejo se ofreció a llevar al cacique de Tukamã, que ya era Luiz Xipai, uno de los hijos de Ayumã, y a otras personas de la comunidad hasta los movimientos de Brasilia. Allí, participaron en importantes reuniones sobre la demarcación y homologación de Tierras Indígenas y otros acontecimientos que ayudarían a hacer viable el territorio del pueblo Xipai. Durante este proceso, a Ayumã le diagnosticaron diabetes en 2004. Ya tenía más de 70 años y su salud era cada vez más frágil.
Una tortuga morrocoy pintada sobre tela con una tablilla de bambú: la más-que-humana es símbolo de fuerza y resistencia. Pintura: Yãkyrixi Xipai
Al fin, nuestra tierra
Con el cabello recogido, tumbada en una hamaca en una casa cubierta solo de paja y rodeada de malla metálica, Pakuã Xipai, de 54 años, se pone bien las gafas mientras recuerda la rutina de su madre, Ayumã, después de que le diagnosticaran diabetes. «Trabajaba mucho en la huerta con nuestro padre. Ambos sembraban, ella se adentraba en la selva con él a cazar, también se quedaba con nosotros en el día a día, guiándonos en lo que teníamos que hacer», dice, destacando la fortaleza de su madre.
Después de que la comunidad Tukamã y el Consejo Indigenista Misionero se manifestaran a favor de que Rondon Projetos Ecológicos abandonara la Tierra Xipaya, la Funai exigió a la empresa, que acabó siendo investigada por la Justicia, que se fuera. En 2005, Ayumã y su familia obtuvieron otra victoria: Rondon Projetos Ecológicos dejó el territorio Xipaya.
El primer registro en la Funai de una solicitud de reconocimiento y demarcación de la Tierra Indígena Xipaya data de 1994. La hizo la Pastoral Indigenista de la Prelacía del Xingú, que, junto con la comunidad de la aldea Tukamã, elaboró los documentos que se enviaron a la Funai. Querían respuestas cuanto antes, porque temían que la tierra en la que vivían pudiera sufrir más acoso por parte de los grileiros, los ladrones de tierras públicas.
En 1996, la Funai reconoció que los Xipai eran una etnia Indígena no extinta. Pero no fue hasta 1999 cuando el organismo creó el primer Grupo Técnico para realizar estudios de identificación de la Tierra Indígena Xipaya. El trabajo lo coordinó la antropóloga Maria Elisa Guedes Vieira, que se desplazó al territorio en 1999.
En abril de 2002, Maria Elisa entregó el «Informe Circunstancial sobre la Identificación y Delimitación de la Tierra Indígena Xipaya», que probaba la existencia histórica del pueblo Xipai en la región de los ríos Irirí, Curuá y Xingú desde por lo menos 1750, cuando el padre Roque Hunderfund hizo los primeros relatos de nuestros ancestros. El documento que entregó la antropóloga delimitaba la extensión del territorio.
Algunos Xipai pidieron entonces un reajuste en la zona que proponía el Grupo Técnico. La comunidad Nova Olinda, formada por algunos descendientes de Xipai y personas no Indígenas, le pidió a la Funai que la dejara fuera del proceso de demarcación.
Como consecuencia, en marzo de 2004 la Funai solicitó un nuevo estudio para ajustar la delimitación de la Tierra Xipaya. El antropólogo designado para hacerlo fue Antônio Pereira Neto, que escuchó a la comunidad Tukamã y a los descendientes de Xipai de Nova Olinda en julio de 2004.
Tras todo el estudio antropológico, Antônio Pereira Neto elaboró un informe que demostraba la necesidad de reajustar la Tierra Xipaya. Afirmaba que, cerca de donde se encuentra la comunidad Nova Olinda, había una zona donde se habían establecido campamentos mineros y era objeto de interés de las empresas mineras. Los Xipai temían que eso entorpeciera el proceso de demarcación o que, una vez demarcada, su tierra fuera invadida por mineros ilegales, lo que generaría conflictos. Ayumã siempre les había enseñado a sus hijos que la minería estaba mal y que ponía en peligro la Naturaleza. Por eso, la Tierra Xipaya quedó con una superficie final de 178.624 hectáreas.
El informe del antropólogo fue aceptado por el presidente de la Funai y publicado en el Diario Oficial en 2005. Tras todos los trámites burocráticos del proceso de demarcación, el Ministerio de Justicia declaró, en diciembre de 2006, la posesión permanente de los Xipai de la zona delimitada.
«¡Cuánta lucha, cuánta superación! Esto demuestra que tendrán su tierra», exclamó Ayumã cuando supo que el equipo había comenzado la demarcación, recuerda su hija Lúcia Xipai. «Hoy tenemos un lugar demarcado, reconocido como Tierra Indígena. ¡Nunca dejen que los humillen por lo que es suyo! Estoy muy contenta porque sé que, aunque no me quede mucho tiempo más aquí, todos ustedes están juntos en su pequeño lugar. Estoy segura de que estarán protegidos en nuestra tierra».
El decreto de la Presidencia de la República que homologó la demarcación de la Tierra Indígena, el último paso necesario para asegurar la tierra, tuvo lugar el 5 de junio de 2012. Fue otra victoria para la familia de Ayumã. Una familia que había sufrido tanto en busca de su tierra, del reconocimiento de su identidad, y que ahora tenía su territorio demarcado y homologado.
Ayumã volvió a casa. Y con ella estaban su familia y un nuevo camino para el pueblo Xipai.
La partera de un pueblo
Incluso en su vejez, Ayumã nunca abandonó la costumbre de levantarse temprano y llevar el desayuno a su marido a la huerta. También le gustaba recoger sus frutos, pues siempre había soñado con tener su propio lugar para plantar. Abrir el gallinero y hablar con sus animales era una rutina de mucha alegría para ella. Su patio estaba siempre lleno de flores, que regaba temprano por la mañana para que no murieran. Al mediodía, Antônio llegaba de la huerta y el almuerzo ya estaba listo: pescado, boniatos y harina eran alimentos que nunca faltaban en la mesa, sus preferidos.
Por la tarde, Ayumã descansaba y, hacia las cuatro, acompañaba a su viejo, apodo cariñoso que tenía para nuestro abuelo, a la huerta. Al anochecer, volvían a casa y cenaban juntos. Después se iban a dormir, ya que el día había sido agotador. Antes, agradecía a Tupã (nuestro Dios) por el día y por el trabajo. Esta era la vida que Ayumã siempre había anhelado en su corazón.
En 2004, cuando le diagnosticaron diabetes, empezó a ir a menudo a Altamira, donde recibía atención médica. Estos desplazamientos se intensificaron en 2010, pero siempre regresaba a la aldea Tukamã al cabo de unas semanas. En 2011, cuando Ayumã tenía 77 años, su salud se debilitó. Así que, con Antônio, se mudaron definitivamente a Altamira, donde estuvieron al cuidado de una de sus hijas hasta 2014.
Sin embargo, aunque Ayumã ya había vivido en la ciudad, nunca se acostumbró a ese estilo de vida y volvía a Tukamã siempre que podía para visitar a su familia.
Un año después de mudarse a la ciudad, Ayumã empezó a sentir dolores y fue hasta Belém para hacerse pruebas. Entonces descubrió que tenía cáncer de hígado. A partir de ahí, su salud no hizo más que empeorar. A pesar del tratamiento, Ayumã Xipai, nuestra abuela, no pudo vencer la enfermedad. Falleció el 21 de febrero de 2017, a los 83 años.
Luna creciente en el cielo de los Xipai: cuando una persona muere, entra en un sueño profundo y se transforma en Naturaleza. Foto: Wajã Xipai/SUMAÚMA
Futuro ancestral
Ayumã se fue, pero sus descendientes no ignoraron su historia. Sus enseñanzas aún reverberan en cada acción de la Tierra Xipaya. Debido al contacto temprano y forzado con personas no Indígenas, Ayumã no tuvo la oportunidad de aprender la lengua de su madre. Solo sabía decir algunas palabras, como karaxu (cuchara), asa (harina) o kuradada (sapo), entre otras. No tuvo tiempo de aprender mucho sobre la cultura de su pueblo. Pero eso no le impidió sentirse menos Xipai y siempre incentivó a sus descendientes a revitalizar su cultura, cosa que hacen sus hijos y nietos.
Cuando éramos niños, Yupã Xipai, mi madre [la madre de Wajã y tía de Yãkyrixi], nos animaba a entender la lengua. Ella la aprendió de los ancianos Xipai, que tuvieron contacto con el idioma cuando eran niños y vivían en Altamira. Uno de los hijos de Yupã, Jãdatari Xipai, decidió profundizar en sus estudios y hoy, a sus 25 años, domina el idioma y prepara un libro sobre el tema.
En la aldea Tukamã, nuestra prima, la maestra Warawara Xipai, les enseña a los más pequeños la lengua que Ayumã soñaba con aprender para transmitírsela a sus hijos. Hoy, yo, Yãkyrixi, oigo a mi hijo de 2 años, Mãzukawa, decir iya (agua), abi (animal), taeta (bañarse) o sawazi (niños) antes incluso de que conozca estas palabras en portugués. Y sé que, en el futuro, aprenderá a hacer la artesanía que yo aprendí de mi padre.
Actualmente hay seis aldeas en la Tierra Xipaya, cuatro de ellas pertenecientes a la familia Ayumã y dos a otros núcleos familiares Xipai.
Los consejos de Ayumã sobre el territorio se siguen escuchando hoy en día, pero ahora son sus hijos y nietos quienes los repiten. Todos los proyectos que se desarrollan en nuestra tierra tienen como objetivo proteger nuestro hogar, preservar a les más-que-humanes y fortalecer nuestra cultura. Ese era el sueño de Ayumã.
Hoy nuestra abuela vive su sueño profundo, pero la vemos en cada enseñanza que sus hijos transmiten a las generaciones más jóvenes, en nuestras huertas, en las historias compartidas a la puerta de nuestras casas o bebiendo caxiri. Y mientras haya una Tierra Xipaya y nuestra familia viva allí, la historia de Ayumã no llegará a su fin.
Está en la tierra que conquistó para su familia y donde hoy está enterrada. Vive en cada crecida y cada sequía del Irirí, un río al que enseñó a su familia a respetar. Vive en esa selva a la que enseñó a su familia a proteger. Y en el pueblo Xipai, un pueblo al que hizo resurgir.
Esta es la historia de la vida de una mujer Indígena. Esta es la historia de Ayumã Xipai, la partera de nuestro pueblo.
Nietas y bisnietas en la aldea Tukamã: «Mientras haya una Tierra Xipaya y nuestra familia viva allí, la historia de Ayumã no llegará a su fin». Fotos: archivo personal
Wajã Xipai, de 17 años, es Indígena, fotógrafo, cineasta, activista y periodista-selva del programa Micelio-SUMAÚMA. Nieto de Ayumã.
Nació y aún vive en el territorio del pueblo Xipai, en la aldea Yupá, en Terra do Meio, en el Medio Xingú, en el estado de Pará, en la Amazonia brasileña, donde, junto con otros jóvenes, coordina la red Sekamena de comunicadores Xipai, que quiere fortalecer la comunicación y dar a conocer la cultura de su pueblo.
Yãkyrixi Xipai, de 21 años, es Indígena, artesana, técnica en enfermería en formación y periodista-selva del programa Micelio-SUMAÚMA. Comunicadora de la red Sekamena, activista y nieta de Ayumã. Nació en el territorio del pueblo Xipai, en la aldea Tukamã, en Terra do Meio, en el Medio Xingú, Pará, en la Amazonia brasileña, y actualmente vive a caballo entre la aldea y la ciudad de Altamira, hasta que termine sus estudios. A lo largo del programa de coformación, se dio cuenta de que los jóvenes de su comunidad necesitaban conocer mejor su historia para fortalecer aún más sus raíces. Fue entonces cuando surgió el deseo de hacer un reportaje sobre la partera de su pueblo.
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El Programa de Coformación de Periodistas-Selva Micelio-SUMAÚMA comenzó en mayo de 2023. En total, 14 personas del Medio Xingú (cuatro Indígenas, tres Ribereños, una Quilombola, una campesina, una pescadora, una enfermera de salud indígena y jóvenes urbanos de Altamira) participan en encuentros en la selva y en la ciudad, y reciben el acompañamiento de las «sembradoras mentoras», periodistas senior de SUMAÚMA, a la vez que las acompañan, porque la coformación es real y conjugada en la vida cotidiana. En este reportaje-memoria, que narra la historia del pueblo Xipai, la mentoría ha sido de Talita Bedinelli.
Coordinado por Raquel Rosenberg, cofundadora de Engajamundo, el método pedagógico de Micelio-SUMAÚMA huye deliberadamente de cualquier ortodoxia. El programa, ideado por Eliane Brum (también responsable de la supervisión y el contenido) y Jonathan Watts, mantiene el rigor, la responsabilidad y la precisión del periodismo tradicional.
Micelio-SUMAÚMA cuenta también con la consultoría de cuidados de la psicoanalista Ilana Katz y la producción de Thiago Leal. La administración financiera está a cargo de Mônica Abdalla y Marina Borges es la asistente administrativo-financiera. Micelio-SUMAÚMA cuenta con el apoyo de la Fundación Moore y la Iniciativa Google News.
Reportaje y texto: Yãkyrixi Xipai e Wajã Xipai
Edición: Talita Bedinelli
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquíria Della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Infográficos: Rodolfo Almeida
Montaje de página y finalización: Natália Chagas
Flujo de trabajo editorial: Viviane Zandonadi
Editora jefa: Talita Bedinelli
Directora editorial: Eliane Brum