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Micélio

UNA MUJER YANOMAMI LLEVA UNA CESTA CON HOJAS DE TIMBÓ MOLIDAS QUE UTILIZARÁ PARA PESCAR EN LA ALDEA DEMINI. FOTO: PABLO ALBARENGA/SUMAÚMA

La historia de Brasil se basa en dos grandes tragedias: el exterminio de los pueblos indígenas y la esclavitud de los pueblos africanos. La esclavitud africana duró más de tres siglos y fue un negocio tan importante que, un año después de su fin, también llegó a su fin la monarquía. El exterminio de los pueblos indígenas comenzó con la colonización portuguesa y continuó sin interrupciones hasta nuestros días. Ambas tragedias son consecuencia directa o indirecta de la imposición de la idea de que las tierras que hoy ocupa Brasil son espacios para producir o explotar a gran escala bienes destinados a la exportación: primero madera Pau Brasil (Paubrasilia echinata), luego azúcar, oro, café, caucho, y ahora ganado, soja, mineral de hierro y electricidad, por citar algunos. La esclavitud africana proporcionó los brazos para trabajar. El exterminio indígena también cumplió esta función e incluso sirvió para desocupar las áreas donde se establecieron estos proyectos.

La lógica de la explotación colonial en los trópicos, que no se extinguió con el fin de la colonización europea, se basa en la especialización, ya sea el cultivo de una única especie vegetal o animal en grandes áreas o la explotación de un único recurso, como los minerales. Para ello hay que destruir bosques, ríos y pueblos. Esta lógica es especialmente perversa en los trópicos, porque son lugares que se caracterizan precisamente por ser lo contrario: espacios de enorme diversidad biológica y abundancia. Lo más dramático en el caso de la Amazonia es que su destrucción borra no solo un rico patrimonio natural, sino también la memoria, conservada en los paisajes, de los pueblos que la han ocupado durante miles de años.

Brasil y el mundo siguen viendo la Amazonia como una región remota, exótica, carente de desarrollo, a la espera de planes milagrosos que la salven de una destrucción inminente. Esta visión se basa en muchas suposiciones equivocadas y quizá la mayor de todas sea que la Amazonia tiene que prestar algún servicio —ambiental, económico y social— que justifique su protección. Otro error que sostiene esta visión distorsionada proviene del desconocimiento de la milenaria historia de los pueblos indígenas que habitan la selva: aún es común pensar que, al igual que otras regiones tropicales del planeta, la Amazonia siempre estuvo escasamente ocupada porque los pueblos que la habitaban tuvieron que adaptarse a condiciones ambientales extremas y limitantes.

En las últimas décadas, la arqueología ha ido demoliendo esas ideas al demostrar que representan perspectivas políticas contemporáneas y no lo que se sabe sobre la historia antigua de la región. El uso de la expresión «historia antigua» no es ocasional: la utilización del concepto de «prehistoria» para las Américas trae consigo la noción de que los pueblos de la selva eran sujetos sin historia y que les correspondió a los invasores europeos —además de transmitir enfermedades— introducir la historia en nuestro continente.

La gran lección que nos ha enseñado la arqueología es que la historia antigua de la Amazonia está marcada por la producción de diversidad. En la época de la llegada de los europeos a América del Sur, existía en los Andes un imperio de enorme extensión geográfica, estructurado sobre largos caminos, sostenido por la tributación de la producción agrícola, comandado por una burocracia consolidada a través de familias nobles encabezadas por un líder supremo: el inca. La ausencia de formas políticas equivalentes al Imperio inca en otras partes del continente, especialmente en las regiones tropicales que hoy conforman Brasil, llevó a los científicos a proponer hipótesis que explicaran este hecho basándose en argumentos de escasez: la idea de que algo faltaba en los ambientes tropicales —suelos fértiles, proteína animal, climas amenos— para justificar, en última instancia, la ausencia del Estado en estas tierras.

Ese pesimismo sobre la condición tropical de Brasil y, consecuentemente, sobre los supuestos límites que de ella se derivarían para el surgimiento de formas de vida consideradas «civilizadas» ha sido durante décadas objeto de reflexión por parte de pensadores nacionales, muchos de los cuales veían con escepticismo nuestro destino como país tropical y mestizo. Además del racismo que supone, esta visión se basa en una premisa falsa que la arqueología ha destruido: ahora está establecido que los pueblos indígenas y otros pueblos de la selva que han ocupado nuestro país durante siglos contribuyeron a conformar los ricos, complejos y diversos ecosistemas que hemos heredado en la actualidad.

Entre los indicadores de esta increíble diversidad, quizá el más fuerte sea el de las lenguas indígenas. En Brasil se hablan actualmente unas 170 lenguas. Pero, si consideramos todos los países amazónicos, hay unas 300 lenguas, agrupadas en más o menos 50 familias o grupos. La Amazonia era también un importante centro de producción de agrobiodiversidad. Plantas que aún hoy se consumen en todo el planeta, como la yuca y el cacao, se cultivaron inicialmente en la selva amazónica. Hace 5.500 años, en la región de lo que hoy es el estado de Rondonia, la población local comenzó a producir suelos oscuros y fértiles conocidos como «tierra negra». Hace 2.500 años estos suelos se extendieron a otras regiones y ahora cubren diferentes zonas de la cuenca amazónica, incluyendo quizás el 2% del bioma. Las tierras negras son un legado importantísimo de los pueblos indígenas del pasado, porque actualmente se usan para el cultivo, lo que garantiza la supervivencia de miles de personas.

También hace 2.500 años se extendió por la Amazonia un proceso de construcción de estructuras como terraplenes, caminos, zanjas y montículos, aunque se pueden ver manifestaciones más antiguas de estas prácticas a lo largo de las costas del estado de Pará, del bajo Amazonas y del río Guaporé. La producción de estas estructuras indica, junto con la tierra negra, el establecimiento de poblaciones sedentarias, algunas de las cuales vivían en grandes asentamientos que podríamos llamar ciudades. Estos pueblos produjeron maravillosos objetos de cerámica y piedra, como en los casos de la isla de Marajó y Santarém, conservados en museos de Brasil y del extranjero.

Se calcula que entre 8 y 10 millones de personas vivían en la cuenca del Amazonas en la época de la invasión europea. Muchas perecieron en los primeros siglos de la colonización debido a la propagación de enfermedades, la guerra y la esclavitud. Cuando los primeros científicos empezaron a viajar por la Amazonia en el siglo XVIII, encontraron la región vacía y sus antiguos asentamientos cubiertos por la selva. La ausencia de estructuras de piedra ha contribuido a la falsa idea de ausencia consolidada en el tiempo.

La Amazonia y sus pueblos, por lo tanto, tienen historia. Sin los pueblos de la selva, la Amazonia no sería lo que es hoy y sin duda no lo será en el futuro.

*Eduardo Neves es arqueólogo, director del Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad de São Paulo (USP).


Este artículo se publicó originalmente en el folleto que se entregó en mayo de 2023 a los participantes del primer Micelio: Programa de Coformación de Periodistas-Selva, que se llevó a cabo en la Reserva Extractiva del Xingú, en el estado de Pará, en la Amazonia Brasileña. Micelio es una iniciativa de SUMAÚMA: Periodismo desde el Centro del Mundo, con el apoyo de la Fundación Moore y Google News Initiative. SUMAÚMA da las gracias a la comunidad que la acogió.

Revisión ortográfica (portugués): Eduardo Peracio y Patricia Gondeck
Verificación: Priscila Pacheco
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Mark Murray. Edición: Diane Whitty
Design: Cacao Sousa
Ilustración: Hadna Abreu

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