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ZONA DEFORESTADA EN LA SELVA AMAZÓNICA CERCA DEL PARQUE INDÍGENA DE XINGU, EN EL ESTADO DE MATO GROSSO. FOTO: PABLO ALBARENGA/SUMAÚMA

El clima es una expresión de la vida. Pero lo olvidamos por nuestra cuenta y riesgo. Las terribles inundaciones y deslizamientos de tierra que han asolado recientemente el sureste de Brasil deben considerarse algo más que catástrofes naturales. Hay que reconocer que han sido provocados por el ser humano y que cuanto más erosionamos la Amazonia y otros pilares vivos del mundo natural, menos estable es el cielo que tenemos encima y el suelo que tenemos debajo.

Ahora que hemos entrado en una era de alteraciones climáticas, las calamidades de esta magnitud serán cada vez más frecuentes y afectarán a franjas cada vez más amplias de la sociedad. Los habitantes de las periferias pobres ya las sienten, porque se les ha empujado a vivir en los terrenos más vulnerables y degradados. Los urbanitas de clase media, por el contrario, hasta hace poco seguían viviendo en sus burbujas con aire acondicionado como si nada hubiera cambiado. Y los superricos, a su vez, estaban lo suficientemente informados como para prever el problema, pero respondieron de forma bastante egoísta: se construyeron búnkeres antiapocalipsis.

La última mortandad demuestra que ni siquiera el dinero puede garantizar una vía de escape. El sábado 18 de febrero, un diluvio monstruoso —en solo 9 horas llovió el doble de la media de todo el mes— provocó graves inundaciones y las laderas deforestadas se deslizaron sobre la carretera que conecta São Paulo y las cuidades turísticas costeras de São Sebastião, Ilhabela, Ubatuba y Bertioga. Al menos 65 personas murieron, 4.000 se vieron obligadas a abandonar sus hogares y un sinnúmero de paulistas adinerados que habían ido a refugiarse del ruido y las multitudes del carnaval quedaron aislados. Su escapada se convirtió de repente en un encierro. El pánico se apoderó de los veraneantes. El precio del agua embotellada se multiplicó por diez.

La solución no es simplemente quitar todo el lodo y reconstruir la carretera. Catástrofes como esta se producirán cada vez con mayor frecuencia a menos que la sociedad brasileña reconozca que tiene que restaurar la deteriorada infraestructura natural del país. A estas alturas de la historia de la humanidad, ese es el reto más acuciante al que se enfrentan todos los países. Si el siglo 20 fue la era del hormigón y el acero, el 21 debe ser la de plantar árboles y proteger los biomas esenciales para la estabilidad climática.

La Amazonia, la Mata Atlántica, el Pantanal, el Cerrado, la Caatinga y la Pampa no solo absorben dióxido de carbono, sino que ayudan a regular las precipitaciones, la temperatura y la composición química del aire que respiramos. Los árboles desempeñan un papel importante, por supuesto, pero la mayor parte del trabajo lo realizan las formas de vida más pequeñas: las bacterias, billones de criaturas que reciclan constantemente, expulsan gases y garantizan que la atmósfera de la Tierra sea habitable. Cada vez que los humanos drenamos un pantano, talamos un bosque o pavimentamos una pradera, estamos debilitando esa capacidad.

En cambio, quienes protegen y nutren la selva tropical y otros centros de vida contribuyen a la estabilidad de este sistema global de soporte vital. Es un principio fundamental de la biogeoquímica moderna y de la ciencia del sistema Tierra, aunque muchos pueblos de la selva lo saben desde hace siglos. No en vano el intelectual indígena Davi Kopenawa Yanomami afirma que su pueblo «sostiene el cielo». Los forasteros creen que los indígenas son los guardianes de los árboles, pero ellos se ven más como parte de la selva y de la materia orgánica de este pilar viviente.

Así, vemos que la lucha por la Amazonia se da entre, por un lado, los que acaban con la selva en nombre de intereses de mercado individuales y cortoplacistas y, por otro, los que quieren fortalecer la selva en aras de una biosociedad viva, interdependiente y sostenible. Todo lo que ocurre en la Amazonia es, pues, una historia climática, una historia política y una historia de supervivencia.


Traducción: Meritxell Almarza

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