Periodismo desde el centro del mundo

Año de catástrofes: el 2023 estuvo marcado por un número sin precedentes de fenómenos meteorológicos extremos. En la Amazonia, una sequía histórica condenó ríos y vidas. En esta foto, tomada en octubre, una escena de Vila do Arumã, en el estado de Amazonas, que fue parcialmente engullida. Foto: Michael Dantas/SUMAÚMA

Sentimos en los huesos el agotamiento de la lucha cuyo final no vislumbramos en el horizonte. El año 2023 ha sido, en muchos sentidos, más difícil que cualquier otro. Ninguno de nosotros recuerda tantos fenómenos extremos ni olas de calor tan intensas: nueve hasta ahora en Brasil. Es duro dar noticias preocupantes, compartir estudios alarmantes, revelar información aterradora, pero es necesario. SUMAÚMA tiene un compromiso con los hechos, con los pueblos humanos y más-que-humanos que están en la primera línea de esta guerra contra la naturaleza, con los niños que ya han nacido y con los que están por nacer. Con la vida, la nuestra y la de los otros seres. Este compromiso profundo con el restablecimiento de la verdad nos obliga a decir que este año termina más complicado de lo que empezó.

Quienes tienen receso de Navidad pueden utilizar este espacio para reflexionar sobre su papel en el escenario que se perfila. Este tiempo, por desgracia, es un privilegio que solo tienen unos pocos, en parte porque muchos están sujetos a empleos precarios, con escaso o nulo acceso a los derechos en un mundo uberizado. En los enclaves de naturaleza, los defensores de la selva y otros biomas tienen que mejorar sus frágiles protecciones o abandonar el territorio porque es el período de mayor riesgo para sus vidas, justamente por el receso de las organizaciones socioambientales y del sistema de guardias de los organismos de protección. Muchos pasan las «fiestas» exiliados dentro de su propio país. Otros llevan años exiliados, sin perspectivas de regresar a la tierra de la que fueron arrancados brutalmente.

Hace un año, los brasileños mostraban un cauteloso optimismo por el fin del gobierno del extremista de derecha Jair Bolsonaro, responsable de aumentar gravemente la destrucción de la Amazonia, el Cerrado y otros biomas, agente activo en las más de 700.000 muertes por covid-19 en el país y competente gestor de la producción de odio. No sabíamos que, en pocos días, el 8 de enero, viviríamos un intento de golpe de Estado. Nuestra despedazada democracia, que apenas llega a los más pobres, los negros y los indígenas —y ni siquiera se plantea proteger los derechos de otras especies— ha sobrevivido. Pero sometida al Congreso más depredador desde la redemocratización de Brasil, dominado por los intereses del latifundio y de las corporaciones nacionales y transnacionales mineras, de pesticidas, carne, soja y alimentos ultraprocesados y, más recientemente, del mercado de carbono, la nueva carrera colonizadora en la Amazonia, con un ritmo marcado a menudo por el ecoblanqueo o greenwashing.

Elegido por un frente amplio que hace honor a su nombre, por una diferencia muy pequeña de votos, Lula asumió su tercer mandato con la menor envergadura que ha tenido nunca en el poder, lo que le deja una estrecha posibilidad de acción. Una vez más, en nombre de la «gobernabilidad», el proyecto de centroizquierda de Lula y del Partido de los Trabajadores cada vez es menos de izquierda y, en algunos casos, menos de centro. Como solo estamos en el primer año, un período en que los gobernantes suelen tener más margen de actuación porque acaban de ser respaldados por las urnas, el pronóstico para 2024 —un año de desafiantes elecciones municipales— no es bueno y todo apunta a que habrá más retrocesos en cuestiones fundamentales.

Acabamos el año, en un gobierno democrático, con menos mujeres en la Corte Suprema que cuando empezamos y sin ninguna persona negra vinculada a la lucha por los derechos de igualdad racial. Lula optó por desaprovechar dos oportunidades históricas de acercar el más alto tribunal al conjunto de la población brasileña, la mayoría negra y femenina. La falta de representatividad impacta diariamente tanto en la percepción de la justicia como en las decisiones que afectan a la vida del conjunto de la población. El ministerio de Lula también termina más masculino de lo que empezó y con al menos un ministro votando a favor del proyecto genocida llamado marco temporal en el Congreso, lo que es, como mínimo, brutal.

La COP28 resume lo dramático de los tiempos que corren. También muestra lo enfermos que estamos y como, en cierto modo, deliramos. Solo una investigación rigurosa en salud mental podría explicar que una parte significativa de personas aparentemente lúcidas y bien informadas hayan considerado la mención de los combustibles fósiles en el Balance mundial del Acuerdo de París una victoria, aunque parcial. Han tenido que pasar casi 30 años para que el simple llamamiento a «dejar atrás los combustibles fósiles» se incluyera finalmente en el texto. Casi tres décadas para que el petróleo, el carbón y el gas, los principales responsables de la emergencia climática que ha causado muerte y destrucción sin precedentes este año 2023, se mencionaran con blandura. Y, aun así, se citan sin ningún plazo, meta o recursos para financiar la transición. Todo convenientemente vago.

Es como si a los secuestradores que amenazan tu vida y ya han destruido gran parte de tu casa se les informara amablemente que un lejano día tendrán que dejar de amenazar tu vida y devastar tu casa. Mientras tanto, no solo siguen destruyendo, sino que en algunos casos aumentan la destrucción para compensar el distante momento en que tendrán que parar. Aun así, respiras agradecido porque al menos han admitido que son perjudiciales para ti y para tu casa. Esta es la situación en que nos encontramos.

La realidad es que toda la humanidad sigue siendo rehén de las corporaciones de combustibles fósiles y de las corporaciones de carne, soja y aceite de palma, de pesticidas y productos ultraprocesados. En la COP28 había siete lobistas de los fósiles por cada indígena: además de los 2.456 delegados del sector del petróleo y el gas, había 475 de la industria de captura y almacenamiento de carbono y más de 100 de la agroindustria. Todos presentes y activos para minar cualquier avance. Se les arrancó la mención de los combustibles fósiles con mucho esfuerzo, tanto que es posible engañarse pensando que este casi nada es una especie de victoria.

Celebrada en el petroemirato de Dubái, la COP28 sonó a delirio. Tanto, que Sultan Al Jaber no ahorró autoelogios por la «decisión histórica» de mencionar los combustibles fósiles en el texto final. Presidente de la cumbre, también dirige la petrolera estatal de los Emiratos Árabes Unidos, ADNOC, que en 2022 produjo más de 3 millones de barriles diarios y pretende alcanzar los 5 millones en 2027. Podemos estar de acuerdo en que, si Sultan Al Jaber está feliz con el resultado de la COP, entonces la mayor parte de la humanidad está condenada a ser infeliz. Aun así, fue ovacionado.

El presidente del mayor productor mundial de petróleo, Joe Biden, no apareció por la COP y los representantes estadounidenses se dedicaron a bloquear cualquier avance. Para financiar a los países pobres, el país financieramente más rico del mundo y uno de los principales responsables del abismo climático prometió 17,5 millones de dólares. Hay actores de Hollywood que ganan más por una sola película.

Si el líder demócrata no negacionista actúa así, ¿qué podemos esperar si el negacionista asumido de extrema derecha Donald Trump vuelve a la presidencia en las próximas elecciones de Estados Unidos, como empieza a perfilarse? El nuevo presidente de Argentina, Javier Milei, es otro negacionista del clima declarado. «Todas las políticas que culpan al ser humano del cambio climático son falsas», afirmó en octubre. Que una tormenta destruyera parte de una ciudad de la provincia de Buenos Aires, arrastrara un avión y matara a 13 personas el pasado fin de semana es un mero detalle.

Y ahora tenemos que volver a Luiz Inácio Lula da Silva. Cuando alcanzó la presidencia de Brasil fue celebrado como el nuevo líder ecológico mundial. Pero al inicio de su primera COP como presidente en su tercer mandato anunció su entrada en la OPEP+, compuesta por los miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo y sus aliados. Ante las críticas más que justas, se justificó así: «Tenemos que convencer a los países productores de petróleo de que deben prepararse para el fin de los combustibles fósiles.». Es más fácil creer en Papá Noel.

Contradicción andante: Lula empezó el año prometiendo convertirse en un líder ecológico mundial y lo terminó ganando el trofeo «Fósil del Día» en la COP28, otorgado por los activistas climáticos por sus políticas favorables al petróleo. Foto: EVARISTO SA/AFP

Todo empeoró aún más. Solo pocas horas después del final de la COP, el gobierno de Lula celebró lo que se ha bautizado como la «subasta del fin del mundo»: se sacaron a licitación más de 600 bloques petrolíferos, algunos en la Amazonia, muchos en zonas de grandes conflictos ambientales. El gesto demuestra hasta qué punto se ha tomado en serio el «dejar atrás los combustibles fósiles» del documento final.

Desde el inicio del gobierno quedó claro que se continuaría la política de expandir la producción de petróleo en Brasil, especialmente para la exportación. Desde el inicio del gobierno, la intención de abrir un nuevo frente de explotación en la Amazonia solo no ha salido adelante (aún) porque Marina Silva, ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, ha respetado las decisiones técnicas, basadas en la ciencia, del equipo del Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama). Pero lo impensable —petróleo y Amazonia en la misma frase, en pleno colapso climático— es la persistente imposibilidad lógica del gobierno.

Con el 60% de la mayor selva tropical del planeta en su territorio, Brasil tenía —y aún tiene, si cambia radicalmente su política energética— las mejores condiciones para asumir el papel de líder ecológico mundial, asegurándose un lugar estratégico en la producción de energías renovables. Es cierto que Lula se enfrenta a una feroz presión interna a favor de los combustibles fósiles y que Petrobras sirve a los intereses de sus accionistas mucho más que a los de la población. Pero si solo fuera eso sería más fácil.

El hecho es que gran parte de la izquierda brasileña, así como de la izquierda mundial, se quedó anclada en el siglo pasado. Para Lula y gran parte del Partido de los Trabajadores, el petróleo es sinónimo de dinero para promover programas sociales sin hacer cambios estructurales en la inmensamente desigual distribución de la renta. Como lo fueron las materias primas exportadas a China, a costa de la naturaleza, que financiaron los programas que llevaron a la inclusión de millones de brasileños en la llamada «nueva clase media» durante su segundo mandato (2007-2010), sin tocar los lucros astronómicos de los superricos.

Sin el petróleo, en un momento de escasez en las arcas del Estado, a Lula le será muy difícil repetir la fórmula. Tanto él como muchos de sus homólogos parecen tener dificultades en entender que no se puede reducir la desigualdad sin hacer frente a la emergencia climática. Y no se puede hacer frente a la emergencia climática sin dejar de producir y utilizar combustibles fósiles. El calentamiento global es tanto el resultado de las desigualdades como un productor de desigualdades. Sin entender esto, es muy difícil gobernar en y para este siglo.

En Brasil, la deforestación es la principal fuente de gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. En la misma línea, como señala un estudio ya mencionado aquí, si el bife brasileño fuera un país, emitiría más carbono que el industrializado Japón. Se conocen todas las investigaciones, no hay ninguna duda científica sobre nada de esto, pero una gran parte de la izquierda brasileña, que tiene a Lula como su mayor representante, sigue creyendo que promover la igualdad significa que los trabajadores tengan garantizados la barbacoa y la cerveza de los domingos y un auto en el garaje. Tanto es así que, en plena crisis climática, una de las políticas de Lula ha sido aumentar el acceso al automóvil, priorizando el transporte individual impulsado por combustibles fósiles.

Nunca debe subestimarse el papel de la subjetividad en las decisiones de quienes ostentan el poder. Las que mueven la vida de Lula, un antiguo operario de fábricas de montaje cuya génesis como líder se encuentra en el sindicalismo de la región industrial del ABC paulista, parecen estar pasándole factura y podrían hacer que Brasil pierda la oportunidad histórica de ser la única potencia que (todavía) puede ser: una potencia ecológica. Principalmente porque los pueblos originarios y las poblaciones tradicionales luchan en primera línea para mantener en pie la Amazonia y otros biomas, a menudo a costa de sus vidas. Y porque todavía tenemos a Marina Silva resistiendo en el gobierno. Su equipo tiene quizás el único motivo de celebración en 2023: el importante descenso de la deforestación en la Amazonia.

La lucha es dura, es nuestra y es por la vida. Muchas gracias por apoyar a SUMAÚMA, aunque el respeto a los hechos y la valentía de contarlos hagan que nuestro periodismo sea indigesto en épocas festivas. Estaremos con ustedes en enero. Presentes. Y como queremos la selva: en pie.


Chequeo de informaciones: Plínio Lopes
Revisión ortográfica (portugués): Valquiria della Pozza
Traducción al español: Meritxell Almarza
Traducción al inglés: Diane Whitty
Edición de fotografía: Lela Beltrão
Montaje de página y finalización: Érica Saboya
Editoras: Viviane Zandonadi (flujo y estilo) y Talita Bedinelli (editora-jefa)
Dirección: Eliane Brum

Vidas varadas: el barco que en octubre no pudo navegar por el lago Puraquequara, en Manaos, debido a la extrema sequía es una metáfora del futuro impedido por la incapacidad de los dirigentes mundiales de renunciar a los lucros financieros de los combustibles fósiles y a la explotación depredadora de biomas como la Amazonia. Foto: Michael Dantas/AFP

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